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Authors: Javier Negrete César Mallorquí

Tags: #Colección NOVA 83

Premio UPC 1995 - Novela Corta de Ciencia Ficción (11 page)

—Exacto. Yo no conocía esa colección, pero es muy probable que Andrade tuviera uno de esos sellos. Naturalmente, lo que no podía saber es cuál. —Suspiró—. Pero ahora eso da lo mismo. Lo que busca el Coleccionista son los sellos de Thule.

—¿Por qué? —Vega hizo un ademán lleno de perplejidad—. ¿Por qué tienen tanta importancia unos sellos falsos?

Los oscuros ojos de la mujer se ensombrecieron aún más. Parecía genuinamente apenada.

—Lo siento, no puedo decírselo. No me creería.

—Inténtelo.

—No, comisario. —Leonor se inclinó hacia delante y puso su mano sobre el brazo del policía—. Quiero ayudarle, de verdad. Confíe en mí. Los sellos de Thule son extremadamente importantes. Hay que impedir a toda costa que el Coleccionista los consiga todos.

Vega notó el calor de aquella mano femenina sobre su brazo. Inopinadamente, aquel tibio contacto pareció fluir y extenderse hacia su entrepierna, provocándole una erección. El policía, incómodo por un reflejo tan extemporáneo, apartó el brazo y se frotó los ojos con el índice y el pulgar.

—¿Quién es Melchor Barrera? —preguntó, casi con un susurro.

Leonor se mostró, por primera vez, sorprendida.

—¿Dónde ha oído ese nombre? —preguntó.

Sin decir nada, Vega sacó de su bolsillo la carta que el Coleccionista había dejado sobre el cadáver de Damián Echevarría y se la entregó a la mujer. Leonor la leyó con atención. Luego se la devolvió al policía.

—Melchor Barrera era el hombre que tenía los sellos de Thule —dijo, con rostro inexpresivo—. Desapareció a principios de enero, y los sellos con él. Al parecer, alguien se los robó y luego le asesinó.

—¿Robaron los sellos...? ¿Quién?

—No lo sé. Ladrones de poca monta, supongo. En todo caso, gente que desconocía su auténtico valor.

—Ya veo... Y luego, los ladrones vendieron los sellos a un perista, ¿no...?

Leonor sonrió con tristeza y se incorporó— Fue hacia la puerta.

—Usted es el policía, averígüelo.

Vega se levantó a su vez.

—Señora Hidalgo... —Vaciló un instante—: Usted sabe quién es el Coleccionista, ¿verdad?

La ironía cruzó de nuevo, fugazmente, por los ojos de la mujer.

—No... Pero le mentiría si dijera que no lo sospecho. —Leonor suspiró. Parecía cansada—. Que pase una buena tarde de domingo, comisario.

Aquel local había servido en otro tiempo como garaje, pero ahora cumplía las funciones de almacén. Largos anaqueles de madera sostenían toda suerte de objetos, la mayor parte de dudosa procedencia. Una bombilla desnuda teñía de amarillo el polvo que se amontonaba por doquier.

Isidoro Mendoza encajó la mandíbula y, con aire retador, se adelantó hacia los dos policías que acababan de entrar.

—Hombre,
poliyas...
¿Qué coño se os ha perdido por aquí?

—Queremos formularos unas preguntas, nada más —dijo con voz calmada Vega—. Hace aproximadamente dos meses y medio le robaron ciertos sellos de correos a un tipo llamado Melchor Barrera. Tengo entendido que vosotros traficáis con esa clase de mercancía... —Sacó de un bolsillo el dibujo del anciano alado y se lo mostró—. Esos sellos son, más o menos, así.

Isidoro Mendoza ignoró el dibujo y escupió en el suelo con desprecio.

—¡Estoy hasta los cojones de que cada vez que pasa algo en Madrid venga la
pasma
a tocarnos las narices! —bramó—. Nosotros no sabemos nada, ¿está claro?

Herminio Mendoza se acercó a su hermano.

—Cálmate, hombre —le dijo. Luego, con expresión sumisa, se volvió hacia los policías—. Señores, no queremos tener problemas con ustedes. Este es un negocio honrado, una humilde chamarilería; no comerciamos con objetos robados.

—¿Un negocio honrado...? —Navarro rió burlonamente—. ¿Quieres que empecemos a revisar las facturas de todo lo que hay aquí?

Isidoro se acercó a Navarro y clavó en él una mirada amenazadora.

—Eres muy gallito,
poliya...
Sobre todo, con tu placa de policía y esa pistola que te abulta en la sobaquera, ¿verdad?

Vega observaba tranquilamente la escena. Los hermanos Mendoza no podían ser más distintos. Herminio era bajo, menudo y de mirada huidiza. Por el contrario, Isidoro, el más joven de los dos, debía medir casi un metro ochenta, tenía los brazos del tamaño de jamones y un genio explosivo.

Navarro parecía un pigmeo a su lado.

—Para achantar a un payaso como tú, no necesito nada de eso —dijo el inspector, sonriendo como un zorro mientras dejaba el arma y la cartera sobre el mostrador de madera—. Y, ahora, ¿qué me vas a hacer, capullo...?

Pero Isidoro Mendoza no tuvo oportunidad de responder. La mano derecha de Navarro se movió como un rayo hacia la entrepierna del perista, aferrándole con fuerza los testículos. El hombre aulló de dolor y se dobló sobre sí mismo. Navarro apretó con fuerza.

—¿Qué pasa, hijoputa? ¿Ya no eres tan valiente...?

Isidoro boqueó, incapaz de proferir otro sonido que no fuera un ahogado gemido, mientras que gruesos lagrimones se desprendían de sus ojos.

—¡Deje a mi hermano! —gritó, asustado, Herminio—. ¡Le está haciendo daño!

Los ojos de Navarro brillaron con alegría salvaje. Imprimió más fuerza a su apretón.

—Dinos antes lo que sabes de esos sellos, cabronazo. O te vas a quedar sin la oportunidad de tener sobrinos...

Herminio Mendoza parpadeó con nerviosismo y contempló suplicante a Vega. El comisario apartó la mirada.

—¡De acuerdo, de acuerdo...! —concedió Herminio—. Pero suelte a mi hermano, por favor...

Navarro acercó su cara al rostro crispado de Isidoro.

—Antes quiero oírle silbar —susurró—. ¿Por qué no silbas, maricón?

—Ya vale, Ángel —advirtió Vega—. Suéltale.

El inspector permaneció inmóvil unos segundos. Por fin, como a regañadientes, liberó a Isidoro Mendoza de la dolorosa presa a que le tenía sometido. El hombre cayó al suelo en posición fetal, jadeando y retorciéndose como un pez fuera del agua. Su hermano se inclinó sobre él y le acarició la cabeza. Se volvió hacia Navarro.

—Es usted un animal... —murmuró.

—Sí, lo soy. —El policía sonrió con ferocidad mientras recogía la pistola y la cartera—. Y si no quieres que te haga lo mismo que a tu hermanito, ya puedes empezar a hablar.

Herminio tragó saliva y se dirigió apresuradamente a un extremo del almacén. De un desvencijado buró extrajo un gran cuaderno contable. Mientras volvía junto a los policías iba pasando las hojas con rapidez. Por fin encontró la anotación que andaba buscando.

—El 7 de enero le compramos tres sellos a los «Capeches». Eran falsos, así que casi no tenían ningún valor. E ignoro de dónde los habían sacado; nuestros clientes nunca nos cuentan esas cosas.

—¿Quiénes son los «Capeches»? —preguntó Vega.

—La familia Capeche —contestó Navarro—. Un atajo de quinquis.

Vega se volvió hacía Herminio Mendoza.

—¿Qué pasó con los sellos?

—Los vendimos. —Dio un rápido vistazo al cuaderno—. El 12 de enero, a un tal Bardasano. Tiene una filatelia en la calle Mayor. —Sacudió la cabeza—. No sacamos ni diez reales por ellos...

Vega frunció el ceño.

—Hay algo que no acabo de entender. Para tratarse de una transacción sin importancia te has acordado muy rápido de todo...

Herminio Mendoza se agitó, nervioso.

—Yo... —vaciló—. Tengo buena memoria, sabe...

—No me engañes. —Vega clavó un dedo en el esternón del perista—. ¿Quieres que te detenga por vender género robado? No, ¿verdad? Entonces sé buen chico y cuéntamelo todo. Vamos.

Herminio tragó saliva un par de veces. Agachó la cabeza.

—Hace cosa de un mes, creo que fue el 9 de febrero, por la noche, vino un tipo preguntando por esos sellos. No parecía
un poliya...
perdón, un policía... El caso es que me ofreció mil duros por la información... Mil duros, ¿se imagina...? Así que le conté lo que sabía de los sellos. Pero me advirtió que si decía algo a la policía, me mataría.

—¿Quién era...?

—No lo sé, no me dijo su nombre. Estaba oscuro, llevaba sombrero y tenía las solapas de la gabardina alzadas. No pude verle la cara.

Navarro se aproximó al perista.

—Vamos, gilipollas, no me jodas... ¿Quién era?

—¡No lo sé! —aulló Herminio, asustado—. ¡Le juro que no llegué a verle bien! —Se volvió hacia Vega—. Se lo prometo, comisario, no le vi la cara... Escuche, debía de tener unos treinta años, llevaba ropa cara y hablaba con un acento raro. ¡Eso es todo, lo juro...!

Vega permaneció un buen rato en silencio, pensativo.

—Te creo —dijo finalmente—. Pero si te acuerdas de algo más, o vuelves a ver a ese tipo, no dejes de avisarme. —Se dio la vuelta—. Vámonos, Ángel.

El inspector se aproximó a Isidoro Mendoza, que permanecía de rodillas, sujetándose el bajo vientre con las dos manos.

—Me voy, capullo —le dijo, risueño, Navarro— Pero sí vuelves a dártelas de chulo conmigo, te arrancaré las pelotas y haré que te las comas. ¿Está claro? —Isidoro asintió enérgicamente. Navarro comenzó a alejarse, pero de pronto pareció cambiar de idea. Se aproximó de nuevo al perista—. ¿Tú crees que me parezco a Ronald Colman? —preguntó.

Los ojos de Isidoro Mendoza se desorbitaron de terror.

—¿Quién es Ronald Colman...? —logró musitar.

Navarro metió las manos en los bolsillos del abrigo y se encaminó a la salida—

—Inculto..— —murmuró con desprecio.

Al día siguiente, por la mañana, Uribe, acompañado por Navarro, entró en el despacho de Vega con un fajo de papeles en la mano.

—Ya lo tengo, comisario —dijo Uribe, tomando asiento frente a Vega—. Filatelia Bardasano, en Mayor, 16. Pero ahora está cerrada; Roberto Bardasano, su propietario, murió hace un mes.

—¿Murió...? —Vega torció el gesto—. ¿Cómo?

—El informe forense dice que fue un accidente. Al parecer, el tal Bardasano vivía en el piso que hay encima de su tienda. La noche del 14 de febrero pasado, cuando subía a su casa, cayó por las escaleras y se rompió el cuello.

—¡Maldita sea! —masculló Vega—. ¿Eso es todo?

—No, comisario... —Uribe rebuscó entre sus papeles—. Aquí está... Dos días antes de la muerte de Bardasano, robaron en su filatelia. La portera descubrió el cierre forzado y llamó a la policía. Pero lo curioso es que Bardasano no presentó ninguna denuncia.

—Si vendía sellos robados, es lógico que no quisiera remover el asunto —'comentó Navarro.

—Puede ser... —Vega se frotó los ojos—. ¿Vivía con alguien?

—Con su hija y su nieto. Ella se llama... —Uribe consultó un papel—, Isabel Bardasano.

Vega se incorporó y cogió su abrigo del perchero.

—Muy bien; voy a hacerle una visita.

—¿Te acompaño, jefe? —preguntó Navarro.

—No, Ángel —dijo Vega, poniéndose el abrigo—. Quédate con Uribe e intentad averiguar algo acerca de Melchor Barrera. A fin de cuentas, esos malditos sellos eran suyos...

Isabel Bardasano ofrecía un aspecto mustio y ajado. No tendría más de treinta años, pero las inclemencias de la guerra le habían llenado de prematuras hebras blancas el pelo moreno y de finas arrugas la piel. En cierto modo, encajaba perfectamente con aquel salón oscuro, atestado de muebles viejos y olor a humedad.

—No sé nada de los negocios de mi padre, comisario. —La mujer hablaba con nerviosismo—. Vivía con él desde hace tres años, cuando movilizaron a mi marido... Porque mi marido está en el frente, ¿sabe?, luchando por la República; por eso tuve que irme con mi padre... Pero nunca me metía en sus cosas, se lo juro...

Vega sonrió, intentando tranquilizarla.

—Señora Bardasano, no me interesan los trapicheos de su padre. Sabemos que compraba sellos robados, pero ese no es el motivo de mi visita— Su padre está muerto y cualquier irregularidad que pudiera haber cometido en vida carece ya de importancia. —Hizo una pausa—. Sólo quiero que me conteste a unas preguntas, ¿de acuerdo...? —La mujer dudó un instante y asintió. Vega prosiguió con voz calmada—. Sabemos que su padre adquirió el 12 de enero tres sellos. —Sacó el boceto del hombre alado y se lo enseñó—. Tres sellos parecidos a esto. ¿Llegó a verlos?

Isabel palideció al contemplar el dibujo.

—Sí... —musitó—. Mi padre me los enseñó. Decía que eran curiosos, que estaban impresos de una forma rara... No sé, yo no entiendo de eso.

—¿Ocurrió algo inusual por aquel entonces?

La mujer permaneció unos segundos en silencio, muy seria. El severo traje de luto aumentaba su apariencia marchita. De pronto, frunció los ojos y comenzó a llorar.

—Mi padre estaba muy asustado... —gimió Isabel—. Aquel hombre le había amenazado...

Vega aguardó unos segundos, algo incómodo por aquella súbita explosión de lágrimas.

—Intente contármelo ordenadamente —dijo Vega, cuando la mujer pareció serenarse un poco—. Su padre le compró los sellos a los hermanos Mendoza; ¿qué pasó después?

Isabel Bardasano sacó de la manga de su rebeca un pequeño pañuelo y se enjugó con él los ojos.

—Los puso a la venta. No todos a la vez, sino uno a uno, porque decía que así podía sacarles más dinero... Un día, creo que fue el 10 de febrero, vino a verle un hombre preguntando por esos sellos, pero mi padre ya los había vendido... Por lo visto, el hombre se puso como loco y le ofreció a mi padre una fortuna si le decía quiénes los habían comprado...

La mujer suspiró.

—Mi padre recordaba haber vendido uno de esos sellos a un cliente habitual de la tienda, un chico que trabaja en el Ministerio de Hacienda y que es... Bueno, ya sabe...

—Homosexual.

—Sí... También sabía que el segundo sello lo había comprado otro cliente, pero no recordaba su nombre...

—¿Y el tercer sello?

—No lo sé... Mí padre estaba seguro de haber vendido sólo dos, pero no encontró el tercero por ninguna parte... Por lo visto, aquel hombre se enfadó mucho y le amenazó con cosas horribles si no le decía dónde estaba el sello que faltaba...

Vega se acarició el mentón, pensativo.

—¿Llegó a ver a ese hombre, señora Bardasano?

La mujer negó con la cabeza. Iba a añadir algo cuando la puerta se abrió bruscamente. Un niño de unos diez años entró corriendo en el salón.

—Mamá, ¿sabes dónde está mi lupa? No la encuentro por...

El niño se interrumpió al advenir la presencia del policía, quedándose inmóvil y silencioso en medio de la habitación.

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