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Authors: Javier Negrete César Mallorquí

Tags: #Colección NOVA 83

Premio UPC 1995 - Novela Corta de Ciencia Ficción (12 page)

—Hay una visita, Carlitos —dijo Isabel—. Anda, sé bueno y vete a jugar. —El niño obedeció y salió en silencio del salón, cerrando la puerta tras de sí. La mujer se volvió hacia Vega—. Es mi hijo. El pobrecito está muy afectado por la muerte de su abuelo.

—Es un muchacho muy guapo... —Vega se removió sobre la incómoda silla de estilo castellano en que estaba sentado—. Decía usted que no llegó a ver a ese hombre. —La mujer asintió—. De acuerdo, ¿qué ocurrió después?

—Mi padre estaba muy asustado, ya le digo. Dos días más tarde, el domingo por la noche, unos ladrones entraron en la filatelia. Lo dejaron todo patas arriba, pero... le parecerá raro, comisario, pero yo creo que no robaron nada... Había varias colecciones de monedas de oro y plata y, sabe, no se las llevaron.

—¿Qué hizo su padre?

—Se puso muy nervioso. Dijo que aquello era cosa de falangistas.

—¿De falangistas...? —exclamó con sorpresa Vega—. ¿Por qué...?

La mujer se encogió de hombros.

—Mi padre no volvió a hablar del tema. Estaba inquieto y retraído; esquivaba mis preguntas y pasaba mucho tiempo solo en la tienda. Al principio pensé que la estaba poniendo en orden, pero no, lo que hacía era buscar algo.

—El tercer sello.

—Supongo...

—¿Volvió ese hombre?

—Qué sé yo... Dos días después del robo, ocurrió el accidente de mi padre... si es que fue un accidente... —Por un instante, Vega temió que la mujer volviera a prorrumpir en llanto, pero, en vez de ello, Isabel Bardasano suspiró, tragó saliva y dejó caer las manos sobre su regazo con aire de resignación—. Eso es todo, comisario. Ya no se nada más.

Vega frunció el ceño. De nuevo una pista le conducía a otro callejón sin salida... Se incorporó y cogió su abrigo. La mujer se levantó a su vez, alisándose con cuidado la falda.

—Me voy ya, señora Bardasano... ¿La filatelia sigue como la dejó su padre?

—Nadie ha entrado desde su muerte.

—Bien... Si no tiene inconveniente, esta tarde mandaré a un par de agentes para que la registren.

—Como desee, comisario... Yo sólo quiero ayudar...

Vega comenzó a caminar hacia la salida. De pronto, pareció recordar algo y se volvió hacia la mujer.

—Una cosa más —dijo—: ¿Por casualidad no tendría su padre una lista de clientes?

Isabel asintió y fue hacia una cómoda de madera oscura. Abrió un cajón y extrajo un papel. Volvió al lado de Vega y se lo entregó.

—Mi padre mandaba folletos con las novedades filatélicas a sus mejores compradores. Ahí están los nombres y las direcciones.

El comisario contempló la hoja escrita a máquina. En ella aparecían reseñadas unas cien personas.

Sin embargo, a Vega le bastaron sólo unos segundos para distinguir, en aquel largo listado, los nombres de Indalecio Camarinas, Pedro Vergara, María Luisa Morales, Pascual López y Luis Carlos de Andrade.

Las cinco primeras víctimas del Coleccionista.

Las noticias que llegaban del frente hablaban del caos reinante entre las tropas sediciosas concentradas en el sur de la península. Corrían rumores de que los generales Saliquet, Dávila, Queipo de Llano y Kindelán habían huido en avión a Italia, dejando a Yagüe al frente de los restos de un ejército desmoralizado y carente de abastecimientos. Cada día, mientras la tenaza formada por las divisiones republicanas del general Rojo avanzaba inexorablemente sobre ellos, se producían incontables deserciones entre las filas facciosas. A los rebeldes que aún resistían sólo les quedaba la esperanza de que Hitler diera su aquiescencia a la petición de Serrano Súñer y cediese sus aviones, permitiéndoles así huir a Marruecos, donde intentarían hacerse fuertes. Pero los días pasaban y la ayuda alemana no llegaba.

Mientras, en Madrid, otro combate de muy distinta índole tenía lugar.

La caza del Coleccionista.

Vega ordenó el interrogatorio de todos los individuos que aparecían en la lista de clientes de la filatelia Bardasano. El objetivo era encontrar el desaparecido sello de Thule, aunque estaba claro que también era preciso prestar algún tipo de protección a aquellas personas, ya que todas y cada una de ellas eran un blanco potencial del Coleccionista. Sin embargo, este último aspecto era el más difícil de llevar a cabo. Vega no disponía de agentes suficientes, de modo que se tuvo que conformar con establecer turnos de vigilancia rotatorios.

Al cabo de diez días se completó el interrogatorio de los clientes de Bardasano: nadie había adquirido ningún sello de Thule, pero tres de ellos recordaron haberlos visto en la filatelia. Todos coincidieron en que su técnica de impresión era extraordinaria, pero no se mostraron tan de acuerdo en el color: uno afirmaba que se trataba de un sello verde, mientras que los otros dos aseguraban que era rojo.

Hasta cierto punto, Vega estaba satisfecho. Por primera vez, aquel asunto cobraba algo de sentido.

La historia comenzaba, al parecer, cuando unos sellos le fueron robados a un tal Melchor Barrera. Esos sellos llegaron a la filatelia de Bardasano y éste vendió dos, el verde y el rojo. Alguien, presumiblemente el Coleccionista, visitó a Bardasano y le presionó para que le diera información sobre el paradero de los sellos. Bardasano debió contar lo que sabía, pero uno de los sellos, el azul, había desaparecido. Cierta noche, el Coleccionista forzó la entrada de la filatelia y la registró. Pero no encontró el sello, y es probable que, días después, matara al filatélico fingiendo un accidente. A partir de ese momento, el Coleccionista usó la lista de clientes de la filatelia para proseguir su búsqueda. Sabía que uno de los sellos estaba en poder de Indalecio Camarinas, y él fue su primera víctima. Luego empezó a dar palos de ciego y asesinó a Vergara, a Morales y a López, sin que ninguno de ellos tuviera en su poder los sellos restantes. Pero era muy probable que Luis Carlos de Andrade poseyera el segundo sello de Thule, ya que su colección no había sido registrada y se encontró un álbum al que le faltaba un ejemplar...

Sí, todo eso parecía claro. Pero aún quedaban muchas preguntas sin contestar.

¿Por qué eran tan importantes unos timbres postales falsos?

¿Dónde se encontraba el sello de Thule desaparecido?

¿Quién era el Coleccionista?

Y, quizá, la pregunta más perturbadora: ¿Qué papel desempeñaba Leonor Hidalgo en ese macabro juego?

Demasiados enigmas sin respuesta, aunque las dos últimas cuestiones quedarían contestadas una semana antes de que aquel mes de marzo de 1939 llegara a su fin.

A los pocos días de iniciarse la búsqueda de Melchor Barrera la policía encontró un piso alquilado a su nombre, un apartamento situado al final de la calle Claudio Coello, cerca de donde se había alzado el viejo hipódromo. Según declararon los vecinos, no veían al señor Barrera desde primeros de año, aunque ninguno mostró extrañeza por ello, ya que, al parecer, era un hombre que viajaba mucho. Por lo demás, nadie pudo aportar ningún dato de interés. No sabían a qué se dedicaba Barrera, si tenía familiares y amigos, o adonde se dirigía cuando abandonaba Madrid. Todos coincidieron en que se trataba de un hombre reservado y, probablemente rico, ya que había pagado el alquiler de un año por adelantado, vestía con elegancia y poseía un Bentley deportivo, es decir, un coche realmente caro.

La policía no halló nada de interés en el interior del apartamento. Alguna ropa de confección inglesa, libros y montañas de periódicos atrasados. Poco después, encontraron el automóvil de Barrera aparcado a un par de manzanas del piso. Le habían robado las ruedas y el motor, tenía los cristales rotos y del interior habían desaparecido hasta los ceniceros. Sin lugar a dudas, no era buena idea dejar parado un coche mucho tiempo en el extrarradio de Madrid.

Y eso fue todo lo que pudo averiguarse acerca de Melchor Barrera. Aquel hombre bien podía haber sido un fantasma, sin antecedentes, sin ningún tipo de documentación, sin pasado alguno.

«Probablemente era alguien que se amparaba bajo una identidad falsa», pensaba Vega. Pero ni siquiera podía afirmar eso con seguridad. En cualquier caso, se trataba de un nuevo callejón sin salida, otra pista que no conducía a ninguna parte y que no hacía más que enturbiar un asunto ya de por sí sobradamente oscuro.

Y sin embargo, Vega tenía la sensación de que se le había pasado algo por alto. No sabía qué, pero estaba seguro de que un aspecto importante del caso se le escapaba, de que ante sus ojos se encontraba un pieza clave del rompecabezas... una pieza que él no podía encontrar. Probablemente se trataba de una sensación irracional, pero no por ello resultaba menos insidiosa. De cualquier forma, con o sin presentimientos, el caso del Coleccionista de sellos se había estancado lamentablemente.

Hasta el viernes 24 de marzo, a media tarde, cuando el inspector Uribe entró, muy excitado, en el despacho de Vega.

—¡Ya lo tengo! —dijo, agitando una carpeta de color marrón—. ¡Tengo el expediente de Yáñez-Borghese!

Vega frunció el ceño: ¿quién era Yáñez-Borghese...? Al cabo de unos segundos cayó en la cuenta de que se trataba del marido de Leonor Hidalgo.

—Dámelo —dijo, tendiendo la mano.

Pero Unbe, en vez de entregarle la carpeta, tomó asiento frente al escritorio.

—Un momento, comisario... Déjeme que le cuente primero cómo fue la cosa: El expediente de Yáñez-Borghese se encuentra junto al de su mujer, en Gobernación. Lo solicité a través de la secretaría del ministro, pero no hicieron más que darme largas. Así que empecé a pensar y me pareció que el segundo apellido de ese tipo era italiano, y que quizá tuviera un pasaporte de esa nacionalidad. De modo que llamé a un amigo de Aduanas y, premio, ahí tenían una copia del expediente. Mi amigo me la mandó y aquí está... —Uribe abrió la carpeta y le dio un rápido vistazo a su contenido—: Mario Yáñez-Borghese, nacido en Roma en junio de 1908, es el único vástago de la unión de dos familias de rancio abolengo, los Yáñez de Toledo, y los Borghese de Siena. —Levantó los ojos del papel—. Tiene doble nacionalidad, comisario. El caso es que este tipo ha vivido vanos años entre Madrid y Roma. Y fue precisamente en esa última ciudad donde, a principios de 1935, conoció a Leonor Hidalgo. Poco después se casaron en Nueva York. —Uribe carraspeó—. Por aquella época, el tal Yáñez-Borghese estaba militando tanto en el partido de Mussolini, en Italia, como en la Falange de José Antonio en España. Es un fascista, comisario; la inteligencia militar le anda buscando desde que comenzó la guerra, aunque parece ser que su mujer le ha protegido durante todo ese tiempo.

—¿Dónde está ahora? —preguntó Vega.

—Se le vio en Portugal a mediados de diciembre... Sin embargo, creo que ahora se encuentra en Madrid, porque... —Uribe sonrió de oreja a oreja y sacó un papel fotográfico de la carpeta; era un registro dactiloscópico—. Mire, comisario, en este expediente se incluyen las huellas digitales de Yáñez-Borghese. Antes de venir aquí, he pasado por el laboratorio para compararlas con las del asesino de los sellos... ¡Y coinciden...! ¡Mario Yáñez-Borghese es el Coleccionista!

Leonor Hidalgo bebió un sorbo de jerez y sonrió con tristeza.

—Mario fue una de mis debilidades —dijo—. Y el problema es que yo no soy una mujer débil, comisario. Quizá por eso tardo tanto en darme cuenta de mis errores.

—¿Por qué no me lo dijo antes? —preguntó Vega.

—¿Que Mario era un asesino? No lo sabía. Lo sospechaba, es cierto, pero... —Suspiró—. Mire, yo fui la primera sorprendida al comprobar que mi marido no era tan superficial como parecía. Además de ser un
latín lover
tenía ideales... aunque se tratara de ideales fascistas. Pero eso, supongo, no constituía razón suficiente para acusarle de asesinato...

Leonor dejó su copa sobre la mesa. «Está muy bonita —pensó Vega—, ahí sentada, en medio de este salón repleto de lujo.» Parecía una dama del Renacimiento, con el pelo oscuro recogido en una trenza y la cabeza ligeramente reclinada.

—He dictado una orden de busca y captura contra su marido —dijo Vega—. ¿Se va a oponer usted, señora Hidalgo?

Leonor sonrió, de nuevo con ironía.

—Hace dos meses, encargué a mis abogados de Estados Unidos que presentaran una demanda de divorcio... ¿Oponerme a que le capturen...? No, comisario. Lo que más deseo en este mundo es que Mano caiga en manos de la justicia, créame...

Vega asintió.

—¿Tiene idea de dónde puede encontrarse ahora?

—Me temo que no. Supongo que andará con sus amigos de la Falange... La verdad es que nunca hice mucho caso de sus veleidades políticas. Siempre me parecieron un tanto infantiles... —Leonor se inclinó hacia el policía—. Pero si detener a Mario es importante, mucho más lo es encontrar el sello de Thule que falta. Si ese sello cae en manos de mi marido, todo esto no habrá valido para nada. Y me estoy refiriendo a esto. —Cogió un ejemplar de
El Mundo
y se lo mostró a Vega. Los titulares del periódico decían:

ADOLFO HITLER NIEGA LA AYUDA SOLICITADA POR SERRANO SÚÑER

EL FIN DE LA GUERRA ESTÁ PRÓXIMO

El comisario respiró hondo, sin entender nada.

—¿Qué son esos sellos? —preguntó en voz baja—. ¿Por qué tienen tanta importancia...?

Leonor Hidalgo le contempló en silencio. Luego se levantó y, acercándose a él, se arrodilló a su lado. Sin dejar de mirarle fijamente a los ojos, puso las manos sobre las piernas del policía.

—Lo siento tanto, comisario... No puedo decírselo. Nunca me creería y lo estropearía todo... —Vega percibió el perfume de la mujer. Casi sin querer, observó cómo los primeros botones de su blusa estaban desabrochados, mostrando el comienzo de los senos. Leonor siguió hablando, cada vez en voz más baja—: Pero encuentre ese sello y enséñemelo, amigo mío, porque necesitamos estar seguros de que se trata del sello auténtico... Es muy importante que yo lo vea, comisario... Encuéntrelo y sabré cómo agradecérselo...

Los labios de Leonor se encontraban a unos centímetros de los de Vega. El policía notó su aliento cálido y perfumado, y las manos sobre sus muslos, y la proximidad de aquel cuerpo femenino... Por unos instantes Vega creyó —temió y deseó a la vez— que la mujer fuera a besarle. Pero Leonor no lo hizo. En vez de ello, se incorporó y caminó hacia una ventana. Vuelta de espaldas, contempló la luz del atardecer.

—Encuentre ese sello —repitió, con voz neutra—. Y tráigalo aquí para que yo lo vea... Entonces se lo contaré todo, comisario...

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