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Authors: Javier Negrete César Mallorquí

Tags: #Colección NOVA 83

Premio UPC 1995 - Novela Corta de Ciencia Ficción (34 page)

—No puedo hacerlo.

—¿Cómo qué no? ¿No es cierto que existe ese lugar, una casa, un palacio, lo que sea? ¿No has estado allí?

—Sí, pero no puedo deciros dónde se encuentra. Este lugar no tiene una geografía estable. Mi señor mueve y cambia estos islotes a voluntad, y a veces los destruye. Cada vez que utilizo la puerta, aparezco en un lugar distinto. Es mi señor quien envía un vehículo para buscarme y llevarme a su presencia.

Virgan miró en todas direcciones, desorientado. Allí no existían cielo ni suelo: los ojos siempre acababan topando con una plataforma. Era como una telaraña tridimensional que se extendiese sin límites, con un islote de tierra en cada uno de sus nudos. En aquel laberinto infinito, sintió que Rosaura estaba más lejos de él que nunca.

—Tendremos que conseguir uno de esos vehículos —dijo Steel—. Llévanos adonde haya uno.

—Tampoco sé dónde podría...

—Entonces ya no nos vales para nada.

—¡Mátame de una vez, si es lo que quieres! —exclamó Glota con una voz más chillona de lo que seguramente hubiera deseado. Virgan casi sintió pena por él, recordando cuan imponente parecía con su uniforme oficial en Sotería, mientras que ahora se asemejaba cada vez más a un patético eunuco de harén.

—Sería tranquilizador que te resucitasen fuera de aquí, ¿verdad? No, no te daré ese placer —susurró Steel, con voz cansada, y dejó de prestarle atención.

Virgan pensó que Glota, por más que ahora pareciese lastimosamente asustado, no habría llegado a Voz del Pantócrata siendo una persona fácil de manejar. «Tiene que saber algo más.» Pero Steel, que le hubiera podido sacar la información con el nanochip, tenía los ojos entrecerrados y respiraba muy despacio, como si estuviera tomando fuerzas de alguna reserva interior. El matemático había tomado la iniciativa desde el principio, pero ahora no parecía momento de contar con él.

Virgan se encogió de hombros. No le producía ningún reparo tomar el control, ni ningún escrúpulo recurrir a la violencia para obtener información. Sin previo aviso, derribó a Glota barriéndole con la pierna y le puso la bota encima del cuello, apoyando inmisericorde su peso en él.

—Si no quieres que te aplaste la tráquea contra el suelo, encuentra una solución.

—¡Yo tampoco sé orientarme aquí! —chilló la Voz.

—Aprende. —El pie de Virgan presionó más.

—¡Un momento! Tal vez haya alguna posibilidad. —Virgan aflojó, interesado—. Si recorremos varios islotes es posible que encontremos algún vehículo. Los sirvientes de mi Señor a veces recorren las plataformas, de cacería.

—¿De cacería? —preguntó Virgan—. ¿Y qué es lo que cazan?

—De todo... Mi Señor ha creado muchas criaturas para su universo. Algunas son bastante peligrosas. Tendríamos que andar con cuidado.

Virgan consideró la idea de seguir apretando las clavijas a Glota, pero tenía la impresión de que estaba diciendo la verdad. Resultaba difícil creer que un ser humano fuera capaz de orientarse en aquel galimatías tridimensional. Levantó el pie y dejó que la voz se levantara.

—Deberías habernos avisado de que la excursión podía ser larga —le recriminó—. No tenemos provisiones.

—Sinceramente no se me ocurrió —repuso Glota, masajeándose el cuello con gesto rencoroso—. No suelo hacer este tipo de cosas. Sí me hubierais...

Virgan se acercó a Steel, haciendo caso omiso de la Voz del Pantócrata. El matemático abrió los ojos y le miró, alzando una ceja interrogante. Virgan señaló al subfusil y le preguntó si sería capaz de cazar algún animal con él.

—Puede que sí —contestó Steel, al tiempo que se incorporaba. Parecía recuperado de aquel cansancio instantáneo, pero sin embargo, de alguna manera que Virgan no podía precisar, su aspecto ya no era el mismo—. Lo que veo más complicado es cocinarlo, a no ser que este arma incluya un hornillo.

Virgan respondió con un gruñido. Habían trazado su plan hasta la entrada al
Idiokosmos
, como si luego, de alguna manera milagrosa, todo se fuese a resolver. No había imaginado que cosas tan prosaicas como el hambre y la sed pudieran convertirse en un problema serio. Miró hacía abajo, a la izquierda, a la plataforma inclinada. Aunque no podía distinguir bien a tanta distancia, había movimiento en ella.

—Me imagino que hay gente en muchas de esas plataformas —dijo, dirigiéndose a Glota—. En algún sitio tienen que estar los primogénitos que le ofrendamos a tu señor.

La Voz del Pantócrata asintió.

—Entonces conseguiremos que nos den comida, por las buenas o por las malas. ¿Preparado para ponerte en marcha, Steel?

—Preparado.

—¿Hacia dónde?

—No tengo la menor idea —confesó el matemático, encogiéndose de hombros—. Supongo que tan malo será un camino como otro, así que yo iría por... aquél.

Sin más comentarios, se dirigió hacia uno de los bordes de la plataforma, de donde partía uno de aquellos extraños caminos que unían unos islotes con otros. Parecía que alguien con unas tijeras gigantes hubiera recortado un sendero de tierra y lo hubiera tendido como una cuerda en un ángulo de cuarenta y cinco grados. Virgan se preguntaba cómo podrían trepar por una cuesta tan empinada cuando Steel pisó el camino y empezó a ascender sin ningún problema, con su cuerpo en perpendicular al suelo que pisaba.

—¿Cómo puedes hacer eso?

Steel se volvió y le animó a seguirle. Virgan se apartó un paso, convencido de que de un momento a otro el matemático iba a resbalar y caer encima de él.

—Aquí cada punto parece tener sus propias coordenadas de gravedad —explicó Steel en su mejor tono profesoral, que hacía un cómico contraste con su absurda posición—. ¿No te das cuenta de que no hay ninguna gran masa central a la vista, y sin embargo el peso que sentimos es más o menos como si estuviéramos en Marte? Vamos, sígueme.

Virgan hizo una seña a Glota para que pasara delante. No bien la Voz pisó el sendero, su cuerpo adquirió la misma inclinación imposible que el de Steel. Virgan le siguió con cierta aprensión. Cuando plantó los pies en la estrecha cuesta, algo se revolvió en su estómago y su cabeza, y de pronto todas las direcciones cambiaron. Ahora el sendero estaba perfectamente horizontal, y era la plataforma que acababan de dejar la que formaba un ángulo de cuarenta y cinco grados. Lógicamente, todo el paisaje que les quedaba a la vista había sufrido el mismo giro.

—Tiene talento este Pantócrata —volvió a pensar—. Un lugar muy interesante.»

El sendero no tenía más de un metro de ancho y no había bordes a los lados para evitar la posible caída. Por debajo, a mucha distancia, se veían más plataformas de formas y colores abigarrados; las más lejanas se atisbaban por los huecos que quedaban entre unas y otras, hasta que finalmente la mirada, en cualquier dirección, acababa topando con uno de aquellos islotes flotantes.

—Y... ¿no será la masa combinada de todas esas plataformas la que nos atrae? —sugirió, en voz bastante alta para que lo oyera Steel. El matemático, sin volverse, señaló hacia arriba con el dedo.

—Mira esa que parece un pequeño desierto. Desde nuestro punto de vista está prácticamente cabeza abajo, y sin embargo nada cae de él. Cada islote ejerce su propia atracción. Parece que para Radniakós la gravedad no tiene secretos.

Virgan miró hacia arriba y atisbó unas figuras oscuras que parecían colgar de un techo arenoso, a unos mil metros de altura tal vez.

¿Y si aquel mundo de locos no tuviera límites? Al fin y al cabo no ocupaba un espacio físico en el universo que él siempre había considerado como «real». Tal vez tuviera el tamaño del Sistema Solar, o el de la Galaxia, o acaso fuera infinito. La idea de que Rosaura estaba más lejos de él que nunca le sumía en la desesperación, y trató de arrojarla fuera de su mente.

Una noche, cuando todas las luces de su alcoba estaban apagadas, cuando en el exterior del castillo reinaba la más negra oscuridad, el amante invisible de Rosaura se presentó en el lecho dispuesto a cobrarse el tributo que se le debía. Ella despertó al sentir que alguien la estaba desnudando, pero no encontró manos que lo hicieran. El camisón de satén se deslizaba por sí solo hacia sus pies, y al hacerlo le acariciaba la piel con fantasmal sensualidad. Rosaura gimió y apretó los muslos involuntariamente. Después sintió no una, no dos, sino mil manos pobladas de suaves dedos que cosquilleaban, pellizcaban, correteaban aquí y allá por todo su cuerpo. Corrientes de calor, pequeños latigazos eléctricos la recorrían de la cabeza a los pies. Eran sensaciones indefinibles, tan deliciosas que la llevaban al borde del dolor.

Y entonces un cuerpo grande y poderoso se materializó encima de ella y una boca ávida se posó sobre la suya. No habría palabras para describir el beso del Pantócrata, de un ser capaz de saturar todos los sentidos de una mujer mortal y mezclarlos en exquisitas sinestesias. Rosaura abrazó una espalda lisa y fría y, a punto de gritar, mordió la carne que se le ofrecía, y hasta en el mordisco encontró placer. De pronto sintió un golpe y un gran calor, y supo que Radniakós la había penetrado. Chilló de dolor, porque lo que tenía dentro de sí era tan grande que apenas podía contenerlo, y de allí subió a sensaciones que jamás había soñado.

Cuando Radniakós abandonó la alcoba, Rosaura dormía. El Pantócrata sintió que, por fin, ella le pertenecía. Aquellas criaturas que se arrastraban patéticamente por su
Idiokosmos
ya podían venir a su presencia.

Caminaron durante muchas horas, el equivalente a un día y medio, y en ese tiempo recorrieron decenas de plataformas. Muchas de ellas, la mayoría, estaban deshabitadas. En otras encontraron animales diversos, pero fue imposible cazarlos: eran demasiado rápidos y a larga distancia el subfusil de Steel carecía de precisión. En cambio, no tuvieron problemas para encontrar agua potable: abundaban las charcas y los manantiales. En una ocasión pasaron al lado de un río flotante, que se convirtió en inmensa cascada cuando cambiaron de plataforma y, por tanto, de perspectiva. El agua corría por el aire, sin márgenes y, lo que era más desconcertante, hacía arriba.

El décimo islote que pisaron era rocoso y estaba sembrado de pequeñas cavernas. De sus bocas salían ruidos vagamente humanos, como una conversación que se intercambiase de cueva en cueva. Pero las voces estaban mezcladas con repugnantes gorgoteos que las deformaban. Imaginando qué clase de seres podían emitir esos sonidos, se alearon de ellas y abandonaron rápidamente la plataforma.

El hambre llevaba acuciándoles algunas horas cuando dieron con un grupo de gente que pescaba con palos en una charca. Vestían ropas muy primitivas que no pudieron ver con más detalle, porque al acercarse a ellos salieron huyendo. Por fortuna, habían dejado junto al agua un zurrón con tres quesos y un pan, de los que tomaron posesión al momento.

—¿Qué es lo que cazan los sirvientes de tu señor, Glota?—preguntó Virgan mientras comían.

—No entiendo.

—Yo sí. ¿Por qué esos hombres han salido huyendo nada más vernos?

—Es lógico que tengan miedo de los extraños. Hay gentes muy primitivas en algunos de estos lugares, y temen prácticamente a todo.

—Y si ese «todo» los caza como alimañas, seguramente lo temerán más.

Glota no contestó, y Virgan interpretó su silencio como asentimiento. Aunque no había podido apreciarlo con exactitud, le había parecido que los dueños del abandonado zurrón tenían rasgos casi simiescos. Recordando las voces que habían escuchado en las cavernas del otro islote, pensó que los rumores de que Radniakós utilizaba a los primogénitos humanos para crear monstruos genéticos en su
Idiokosmos
eran a buen seguro ciertos. ¿En qué habrían convertido a aquel hijo al que nunca conoció? Hubo un par de plataformas en que observaron que el mismo tiempo se ralentizaba o aceleraba; fue Steel quien se percató de ello al observar los movimientos de las criaturas en otros islotes y compararlos con los suyos.

En otras ocasiones, cuando estaban a punto de pisar una nueva plataforma, una llamarada azul surgía de la nada y se interponía en su camino, de modo que tenían que desandar lo andado y elegir otra ruta. Glota les explicó que en algunos de los islotes las condiciones eran mortíferas para los humanos: atmósferas corrosivas, gravedades aplastantes, fuerzas electromagnéticas invertidas...

—Mi Señor sabe perfectamente dónde estamos.

—¿Por qué?

—Porque nunca avisa como lo está haciendo ahora. Quien pisa en uno de esos islotes, aunque sea uno de sus sirvientes más valiosos... —El gesto de Glota fue bastante expresivo.

—Así que parece que el Pantócrata quiere que lleguemos vivos a su mansión —reflexionó Virgan, mientras, por inercia, miraba hacia arriba—. Espero que no tarde mucho en enviarnos su invitación.

Tanto Virgan como Steel habían tomado inhibidores de sueño antes de emprender su aventura, pero Glota no, y empezaba a andar cabeceando y a trompicones, hasta el punto de que un par de veces tuvieron que agarrarle para que no se cayera por el borde de un sendero particularmente estrecho y resbaladizo. Steel propuso arrojarle al vacío para comprobar en qué punto se alteraban los campos gravitatorios, pero Virgan se negó a complacerle. Aunque no le parecía muy probable, tal vez la Voz del Pantócrata pudiera volver a serles útil.

Se detuvieron a descansar en un pequeño islote sembrado de hierba. La temperatura era agradable y la gravedad suave, similar a la de la Luna. Glota, exhausto, se durmió sin tan siquiera probar su ración de queso.

—Parece que va perdiendo su arrogancia —comentó Steel entre bocado y bocado—. Sentirse desamparado por su poderoso señor le ha hecho darse cuenta de que tan sólo es un miserable humano como nosotros.

Virgan no tenía demasiadas ganas de hablar. Una sensación entreverada de inquietud y desesperación lo dominaba. La geometría de aquel lugar era suficiente para crear una atmósfera de inseguridad y desasosiego; el entusiasmo inicial al lanzarse a aquella aventura había desaparecido ya, sustituido por el presentimiento de que viajando de una plataforma a otra jamás lograría encontrar a Rosaura. Su única esperanza era que Radniakós se cansara de jugar con ellos y los llevase a su presencia.

Cerró los ojos y trató de concentrarse en la imagen de su amante, pero los contornos rielaban como reflejos en el agua. La idea de que tal vez estaba empezando a perderla de su memoria le deprimió aún más.

—¿Para qué querrá un ser todopoderoso construirse un lugar tan absurdo como éste?

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