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Authors: Javier Negrete César Mallorquí

Tags: #Colección NOVA 83

Premio UPC 1995 - Novela Corta de Ciencia Ficción (30 page)

—¿No está en venta, entonces?

—Me es una obra muy querida. Querría guardarla para mí mismo —contestó con cautela. Obviamente, si el Pantócrata se interesaba en adquirir Bisagaistha, o en que se la regalara, no tendría más remedio que acceder.

No había expresión ni en el rostro del niño ni en el ojo-sensor, pero a Virgan le parecía distinguir la línea de su mirada, como un haz apenas visible de avariciosa luz.

—Mi señor te podría pagar muy bien.

—No lo ignoro. —Virgan amagó una inclinación, que ni él mismo sabía si venía al caso—. En realidad, para mí sería suficiente honor el saber que una de mis piezas pertenece al magnífico señor Radniakós. Si desea cualquier otra obra que esté en mi mano regalarle...

Glota, la Voz del Pantócrata, sonrió con crueldad, un gesto muy humano que obedecía a su propia voluntad, y se acercó a Virgan un par de pasos, tratando de impresionarle con su tamaño. Pero el artista, que no era precisamente hombre de pequeña estatura, le miró fijamente a los ojos durante unos segundos más de los que admitía el protocolo.

—No obstante, a mi señor le gusta más esta obra. ¿Cuál es su título?

—Bisagaistha.

—¿Algún significado?

—Me gustó la combinación de sonidos. Nada más.

El niño seguía inmóvil en su palidez de cera, pero algún pensamiento debió llegar a Glota, porque se volvió hacia él y luego de nuevo a Virgan.

—La mujer que te acompaña... ¿es la que ha posado para esta estatua?

Virgan trató de interponerse aún más entre el séquito del Pantócrata y Rosaura, pero ella, fiel a su vanidad de modelo, dio un paso a la izquierda para mostrarse a los ojos de Glota y al gelatinoso visor encastrado en la frente del niño.

—Exactamente.

—Mi señor opina que ni la obra desmerece a la modelo ni la modelo a la obra.

—Haz el favor de transmitirle el mayor de los agradecimientos. Me siento muy honrado.

Glota acercó su rostro al de Virgan y con voz serpentina silabeó para que sólo el artista pudiera escucharle.

—Y yo opino que eres un cretino arrogante, mi querido tallador de piedras. Tal vez acabarás mejorando tus modales.

Virgan apretó los dientes y deseó la oportunidad de encontrárselo sin el servotraje.

La Voz hizo un gesto con la mano y los porteadores se encaminaron hacia la salida de la exposición, deteniéndose un par de veces para que su señor recibiera el homenaje de algún alto funcionario. Vírgan suspiró, con la sensación de que de nuevo había más aire en el asteroide.

—¿Qué tontería se te ha ocurrido ahora? —le recriminó Rosaura, en un tono algo más alto de lo que demandaba la prudencia—. Te has comportado como un estúpido. Deberías haberle regalado la obra en cuanto te lo insinuó, y en vez de eso has tenido que pavonear tu orgullo masculino como un...

—Otras veces elogias ese orgullo masculino, mi niña.

—¡Estamos hablando de un Pantócrata, Virgan! ¿Es que no lo comprendes? Virgan levantó un dedo, conminando a Rosaura para que se callara. Se le había erizado el vello de la nuca, y eso significaba que algo malo iba a suceder. Muy despacio, se volvió hacia la puerta principal, y vio que la comitiva del Pantócrata se había detenido antes de salir y que Glota les miraba con una sonrisa cruel.

—Creo que es mejor que salgas por la puerta de servicio —susurró al oído de Rosaura.

Ella arrugó el ceño y frunció los labios en un gesto que, si otras veces encontraba adorable, en esta ocasión le irritó.

—Me gustaría saber qué demonios te pasa.

—Calla y sal. ¡Rápido!

Rosaura vio la gravedad en la expresión de Virgan y se volvió hacia una galería lateral que conducía a la salida de servicio. Su movimiento quedó congelado cuando una voz retumbó por toda la sala de exposiciones:

—ROSAURA DANTRES...

Si durante la visita de la comitiva divina el nivel de ruidos había descendido a un respetuoso murmullo, ahora se hizo un silencio absoluto. La voz había salido del niño desnudo, y el ojo gelatinoso había adquirido un vivo color rojo y de él empezaba a brotar un zarcillo luminoso que, decidido, recorría la sala como un tentáculo, buscando a una persona determinada. Los Consagrados encendieron sus deslizadores de bota y, como una sola exhalación negra, cruzaron silbando la sala para formar un círculo amenazador alrededor de Virgan y la joven modelo.

—TU BELLEZA HA ENCONTRADO GRACIA ANTE TU SEÑOR.

—Hijo de puta —masculló Virgan, temiéndose lo que iba a suceder. Los porteadores volvieron con el palanquín, a paso más ligero, y a su lado, ondeando satisfecho la capa con los microventiladores del traje que sustituían al inexistente viento, la Voz del Pantócrata.

—Creo, mi querido amigo, que mi Señor ha cambiado de opinión. Ya no está interesado en adquirir esa obra tuya.

—Una lástima. Había pensado en ofrecérsela como presente. —Virgan intentó que su voz sonara sincera, pero no pudo evitar que pareciera una burla desafiante.

—En ese caso, supongo que te sentirás aún más honrado al saber qué presente quiere ahora.

Virgan volvió la mirada a Rosaura. Había pavor en los ojos de la joven. Virgan no necesitaba de espejo para ver la desesperación en los suyos. Nunca había sentido ese gélido puñal en las entrañas, pero lo reconocía como pánico.

Glota sonrió, y las comisuras de su boca destilaron oscuras gotas de sangre. Escenografía, como todo lo que rodeaba a los Pantócratas, pero, puesto que estaba apoyada por una amenaza de poder real, muy eficaz.

El niño desnudo extendió torpemente una mano, tendiéndola hacia Rosaura. Virgan estrechó a la joven en sus brazos y trató de apartarla, pero un fortísimo golpe en las corvas le hizo perder el equilibrio. Antes de que pudiera levantarse, la bota reforzada de un Consagrado se clavó en su estómago. Mientras boqueaba desesperado, vio cómo Glota tomaba a su amante por el brazo y la acercaba gentilmente a la litera.

No había testigos. La sala había quedado desierta. Probablemente la mitad de los invitados había abandonado ya el cometa, muertos de terror.

Virgan hizo un esfuerzo sobrehumano y se levantó pese a que apenas podía respirar. Los Consagrados parecían dispuestos a jugar con él. Uno le había golpeado con la alabarda y otro con la bota, y un tercero levantaba parsimoniosamente el puño, dispuesto a descargarlo sobre él. Virgan fingió un momento de estupor, como la presa sacrificial a punto de recibir la segur, y cuando el Consagrado lanzó el golpe, se deslizó bajo su brazo, lo levantó en vilo y lo arrojó contra sus compañeros. En aquella gravedad casi nula, dos de ellos cayeron como bolos. Pero el propio Virgan se tambaleó, incapaz de evitar el principio de acción y reacción, y no pudo esquivar el golpe que le dio el cuarto Consagrado bajo las costillas.

Esta vez no llegó a levantarse. Cuando aún estaba de rodillas, una tenaza se cerró sobre su mano derecha y le hizo aullar de dolor. Era el servoguante de Glota, retorciendo despiadadamente sus dedos. Virgan le miró a los ojos con todo el odio que pudo concebir, pero a cambio sólo obtuvo más dolor.

—Estúpido mortal —le escupió la Voz—. Ahora mismo podrías ser desintegrado protón a protón por el poder de mi Señor. Tus obras y hasta tú mismo recuerdo desaparecerían de este universo y de todos los posibles.

Su mano estaba a punto de romperse, pero Virgan se mordió los labios. Retenida junto al palanquín por alguna fuerza inexorable, Rosaura observaba la escena como si se hallase a años luz de ella.

—Ahora te quedarás aquí, de rodillas, y nos verás salir con ella —prosiguió Glota
—.
Y darás gracias por la clemencia de tu señor Radniakós, que ha elegido a esta mujer para él y que sin embargo no te aniquila por haber puesto alguna vez tus indignas manos sobre ella.

—Pero —añadió—, esas indignas manos han de recibir su castigo.

Hubo un espantoso crujido y Virgan supo, antes de sentirlo, que no había quedado en sus dedos un hueso intacto. Luego vino el dolor, un fogonazo que restalló por todos los nervios de su cuerpo, y se derrumbó en el suelo de aquella sala del cometa Sotcría. Y lo último que vio antes de perder el conocimiento entre sus propios gritos fue el palanquín que se alejaba, y la espalda de Rosaura, que no pudo o no quiso dirigirle una última mirada.

Durante veinticuatro horas, las mismas que tardó su mano en curarse dentro de la medicaja, Virgan repasó las posibilidades que tenía de recobrar a Rosaura enfrentándose con el más poderoso de los Pantócratas. La cifra se aproximaba lastimosamente a cero. En su larga vida había hecho muchos contactos y había atesorado el derecho a favores devueltos, pero por altas que fueran sus influencias sabía que nadie se atrevería ni tan siquiera a interceder por él. Sólo tenía que recordar el vacío que le habían hecho en Sotería después del incidente. Nadie había hablado con él, excepto las autoridades del puerto para dar salida rápida a su saltador privado.

¿Hacia dónde dirigir su nave, pues? Cualquiera de sus domicilios habituales le recordaría a Rosaura, y no tenía intención de retirarse a lamer sus heridas. «En cuanto pueda sacar la mano de la caja...» Con cierta admiración volvió a examinar el cubo gris de ultrametal que ocultaba su mano. Dentro de él, una serie de conexiones eléctricas y químicas rehabilitaban sus dedos rotos, nada que no hubiera podido crear la tecnología humana. Lo milagroso era que en el pequeño dominio de la caja el tiempo transcurría cincuenta veces más rápido que en el exterior, con el fin de acelerar el proceso de curación. Un regalo de la ciencia de los Pantócratas para el uso de los humanos, pero no para su conocimiento.

Alguien solía quejarse, indignado, de que los Pantócratas acapararan la ciencia del tiempo y del espacio. ¿Quién era? Virgan entrecerró los ojos y recordó. Una persona que sufría de una particular pantocratofobia, que parecía lo bastante excéntrica para intentar cualquier cosa y que además le había dicho en una ocasión: «Daría
cualquier cosa
por entrar en el Universo Privado de un Pantócrata.» Milman Steel, el matemático frustrado, ahora programador. «Un programador de verdad siempre puede ser útil», añadió para sí, cebando sus raquíticas esperanzas mientras se dirigía al comunicador y solicitaba un número en el banco de información.

Se encontraron en la Pinacoteca de Ulmatar, un sistema muy alejado de la satrapía de Radniakós. Virgan confiaba en que nadie le seguiría. (¿Quién habría tan loco para concebir la idea de que él planeara oponerse en algo a un dios?) Con todo, por no llamar la atención en aquel lugar, había caído en la indignidad de ponerse una peluca, unas lentillas azules y una perilla que hacía juego con su bigote. La idea de afeitarse éste se le había pasado por la cabeza, pero no durante más de un segundo. ¡No había bigote más fiero en cincuenta sistemas solares!

Steel se estaba columpiando perezosamente en un campo suspensor que formaba parte de la misma obra que estaba admirando. Virgan se acercó a él sin prestar atención a aquel trabajo, que pertenecía a un colega por quien no sentía demasiado aprecio.

—Steel, me alegro de verte.

El matemático bajó desgarbadamente de su inmaterial asiento y le estrechó la mano. Solía excederse en el apretón, más por torpeza que por energía; pero la mano de Virgan había recobrado su fuerza habitual y apenas lo sintió.

—Has cambiado bastante tu imagen, Virgan.

—Pues tú no, la verdad.

—Se ve que soy una persona reacia a las modas. Pensé que a ti te sucedía lo mismo.

Virgan se quedó un segundo extasiado con las subidas y las bajadas de la nuez de Steel. Seguía pensando que en él, en toda su persona, había ritmos y formas que no cuadraban. Si alguna vez tenía tiempo, sería un modelo interesante para una escultura de Huido.

—Siempre nos hemos encontrado por casualidad. Es la primera vez que me llamas adrede. Ese interés por verme ahora,
en persona
, viajando más de quinientos años luz, ¿a qué obedece?

—Dime... ¿Sigues sintiendo el mismo cariño por los Pantócratas que cuando te defenestraron?

Steel tragó saliva y miró nervioso a los lados. No había demasiados turistas en la exposición y, en cualquier caso, nadie parecía interesado en ellos.

—Sólo esa frase explica por qué no has querido hablar por el teletac... y esa horrible perilla. Contestaré a tu pregunta: cada vez les tengo
más
cariño. Pero no añadiré nada hasta que me cuentes para qué has venido a verme.

Mientras desfilaban con paso maquinal ante los cuadros, los sensorios y los kinotclares, Virgan le habló de la exposición en Sotería, la visita del Pantócrata y el rapto de Rosaura. Steel escuchaba asintiendo con exagerados movimientos, tan atento a las palabras de Virgan que casi se empotró con una de las palmeras que decoraban la sala.

—De modo que ahora los todopoderosos dioses se dedican a raptar a las mujeres mortales. ¡Lo que les faltaba! Y todavía, a pesar de que todas las evidencias están en contra, hay quienes intentan convencernos de que son más que humanos. ¿Te imaginas a una inteligencia pura secuestrando doncellitas para el fornicio?... Perdón, no quería decir eso.

Puesto que era casi la hora de la comida, Steel propuso ir a un figón bastante escondido en el que solían almorzar transportistas y mineros del sistema. Llegados allí, mientras daban cuenta del primer plato, semiocultos en un rincón oscuro y cubierta su conversación por las ruidosas voces de los clientes habituales, el matemático interrogó al artista sobre sus intenciones.

—Quiero llegar hasta el Pantócrata y recuperar a Rosaura.

Steel silbó entre dientes.

—Tus pretensiones parecen un tanto desmedidas. Llegar hasta un Pantócrata es imposible a menos que él quiera... Quitarle algo que está en su poder, aún peor.

—Yo estoy dispuesto a perder lo que sea.

—«Lo que sea» suele significar «la vida".

—La vida, si hace falta. Me parece patético aferrarse a ella cuando hay cosas más importantes.

—Que por desgracia no se pueden disfrutar sí no se cumple el requisito de estar vivo.

El matemático sacudió la cabeza, bajó la mirada y se concentró en su plato, una especie de langosta alienígena en salsa negra de aspecto poco prometedor. Virgan, algo adormilado por la botella de vino que se había trasegado casi entera y la monótona música
shan
que sonaba en el restaurante, empezaba a pensar que se había equivocado de hombre. Pero de súbito Steel levantó un dedo, al que siguió, un segundo desacompasada, la mirada.

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