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Authors: Javier Negrete César Mallorquí

Tags: #Colección NOVA 83

Premio UPC 1995 - Novela Corta de Ciencia Ficción (44 page)

Todo estaba previsto para el inicio de su construcción en el 2030 cuando, un año antes, el yen se vino abajo. La Bolsa de Tokio y la de Nueva York quebraron, se produjo el crack del 2029, y el mundo se sumió en la miseria más absoluta. El proyecto Usuakan (en japonés, Crepúsculo) se esfumó, convirtiéndose en una utopía llena de romanticismo e inviabilidad absoluta. El poco dinero del gobierno debía ser invertido en nuevas industrias, en alimentar a sus gentes, en mantener la soberanía que tanto les había costado obtener tras la Segunda Guerra Mundial. No podían dejarse llevar por las ficticias ideas de una empresa que quizá no obtuviera beneficio alguno dado su alto grado de riesgo.

Sin embargo, en el 2035, Estados Unidos y la Agencia Espacial Europea decidieron que la colonización lunar podía ser rentable. Necesitaban un sistema que les proporcionara ingresos rápidos y, sobre todo, necesitaban titanio, con el cual se había ideado una nueva aleación, mucho más dúctil, ligera y resistente que cualquier otro material terrestre. Se usaba para crear aeronaves y espacionaves. Japón oyó la llamada a su puerta. Estados Unidos sabía que ellos habían intentado desarrollar un sistema de colonización hacía unos años. Por primera vez en la historia se presentó un proyecto espacial conjunto americano, europeo y asiático. En el año 2037 la primera colonia extraterrestre comenzó a funcionar con el bíblico nombre de Génesis, el Ungen. El hombre intentaba la conquista real del espacio, y lo conseguía. Se creó una empresa minera mixta con capital americano y japonés para la extracción de titanio y sílice que se denominó Runaway-Inc, y que monopolizó la minería lunar, mientras que la Agencia Espacial Europea se encargó de las bases científicas establecidas en el satélite, así como de enviar los primeros pioneros colonos. Y funcionó. En el año 2047 vivían permanentemente en la Luna noventa mil personas, mientras otras dos mil eran mineros con turnos rotativos de seis meses, que pasaban su vida entre el planeta azul y el satélite.

La colonia se estableció en el Mar de las Lluvias, bajo el cual descansaba una enorme bolsa de agua líquida, en la cara visible de la Luna, junto a los cráteres Lamben, Timorachis y Arquímedes, muy cerca del Golfo de Iris y un poco más alejado, aunque no excesivamente, del Mar de la Serenidad.

El Mar de las Lluvias era una extensión orográficamente plana, sin demasiado relieve, lo que facilitó la construcción del proyecto Génesis. Además, los estudios geológicos habían indicado que en el Valle de Schróter y en el cráter de Aristarco, cerca de la colonia, había yacimientos muy importantes de rocas basálticas ricas en titanio.

Ahora, cuando la nave colonial
Moonlight
se acercaba reduciendo el impulso de sus motores iónicos al mínimo para pronto posarse como un ave nocturna rapaz, sobre la superficie iluminada de luces relampagueantes del espaciopuerto lunar, aquella colonia parecía algo mágico, prácticamente irreal. Su estructura irradiaba desde una cúpula central de doradas placas reflectoras solares, que proporcionaban la energía suficiente para abastecer autónomamente a los colonos. De la cúpula surgían túneles acristalados por donde circulaban pequeños trenes bala de levitación magnética hacia y entre los siete tentáculos que, como extremidades de una estrella de mar, de un gigantesco equinodermo, abrazaban con fuerza al Mar de las Lluvias.

Los siete tentáculos representaban cada una de las zonas de las que disponía la colonia: la empresa minera, de cuya burbuja surgían las perforadoras, pesadas y lentas como enormes escarabajos; la zona recreativa, llena de bares, cines y lugares de esparcimiento donde los mineros y sus familiares descansaban tras las duras jornadas lunares; el hospital, establecido hacía cinco años; la comisaría de policía; los invernaderos y centros de investigación, donde se cultivaban genéticamente especies resistentes a las duras condiciones lunares; el espaciopuerto donde arribaban las naves coloniales y, finalmente, la burbuja ciudad, Cúpula Residencia, mayor que todas las demás, excepto la bóveda principal, centro neurálgico de Génesis, donde los selenitas, los habitantes de la Luna, los colonos, se convirtieron en la nueva especie humana, estoica y resistente, los nuevos extraterrestres que dieron una oportunidad a aquel globo de intensos mares azules que, emocionados, sobre todo al principio de su llegada al satélite, observaban con nostalgia y cariño, casi demasiado lejos para recordar. Aquello era Génesis, la colonia Génesis.

El coleóptero metálico, tras tres días de viaje, extrajo sus patas metálicas articuladas con un chirrido de sus engranajes, mientras los motores iónicos dejaban de funcionar. El Sol surgía en el horizonte iluminando la superficie lunar con un tono amarillento, reflejándose como un espejo en aquel polvo arcaico y antiguo, que hizo brillar tenuemente el caparazón de la
Moonlight
, como dándole la bienvenida al nuevo mundo. Con un pesado «zoommmfff» inaudible a causa de la ausencia de aire donde transmitir el sonido, la espacionave se dejó caer sobre la pista de aterrizaje, un pentágono metálico rodeado de luces azules que latían con alegría. Como la protuberancia de un extraño animal, de un lateral del espacio-puerto surgió una probóscide circular que se unió con un gemido hidráulico a la compuerta de salida de la nave. Los pasajeros, los colonos, suspiraron con alivio cuando, con un chirrido eléctrico, el iris metálico de la compuerta se abrió, y la luz entró con fuerza en el interior de la
Moonlight.
Habían llegado a la Luna. Habían llegado a Génesis.

Sylvia Mitchell se sentía levemente mareada. Los tres días pasados en la espacionave, a excepción de las cuatro horas que estuvieron en la Rueda Athenea, una base anillo giratoria, a mitad de trayecto, le daban ahora la impresión de encontrarse en el cielo. Sus pies parecían flotara escasos centímetros del suelo, pero flotar, de todas formas. Era la sensación que proporcionaba la antigravedad de las naves espaciales. Cuando se recuperó un poco observó su entorno. El espaciopuerto era una enorme cúpula transparente que permitía ver las estrellas sobre ella, en una noche vaga en la que los rayos del sol comenzaban a hacer su aparición. Había bullicio a su alrededor. Era como encontrarse en el aeropuerto de Nueva York o de Los Ángeles, sólo había gente, que iba y venía. Colonos con sus niños que buscaban la agencia con la que habían contratado sus hogares, mineros que se reunían en grupos, alrededor de su encargado, para ir hacia la Prospectora, y ella, allí parada en medio de aquella enorme burbuja, mirando sin mirar, con sus azules ojos perdidos en un mundo nuevo, que le era desconocido aun siendo tan similar al suyo. Uno de los pasajeros la saludó cuando pasó por su lado en dirección a uno de los trenes bala. Era aquel individuo alto y extraño, de movimientos ágiles y felinos, que parecía no haber notado en absoluto el cambio de uno a otro lugar. Su cabello azul le daba un aspecto elegante e incluso aristocrático, a pesar de su anguloso rostro en el que destacaba una afilada nariz de rasgos aguileños. Recordó que debía ir a por las maletas, al observar el receptáculo metálico que llevaba aquel hombre en la mano, y que nunca había abandonado a más de cinco metros de él durante el viaje. Sintió dos tímidos golpes sobre su hombro derecho, y se volvió.

Un individuo un poco más alto que ella, delgado, perfectamente rasurado, de tez siempre algo morena, y cabellos blancos a la altura de sus sienes, encanecidos por el paso de los recuerdos y el duro trabajo, la miraba desde unos ojos negros como el azabache, brillantes de vida y esplendor.

—Perdón, señorita. —Su voz era suave y dulce, y permitía dejarse arrastrar por su amabilidad y su armoniosa entonación sin condición alguna—. ¿No ha visto, por casualidad, a una chica de esta estatura... —Hizo un gesto con la mano hasta su nariz—, y que ha estudiado medicina? Debía venir en esta nave pero... no la he visto. —Sus blancos dientes resplandecieron al dibujarse en su rostro una bonita sonrisa.

—¡Papá! —Sylvia se colgó del cuello de su padre, que la abrazó con ternura. La chica se mantuvo firme, pero no pudo evitar derramar un par de lágrimas que resbalaron por sus sonrosadas mejillas. Con un gesto femenino y rápido, las hizo desaparecer de su rostro. Hacía cuatro años que no le veía. Desde... desde la muerte de su madre, arrastrada a la tumba por aquel maldito cáncer de páncreas, abrumador, rápido y devorador, que no la hizo durar más que dos meses tras la explosión celular inicial. El regresó a la Luna después del funeral. La había amado tanto... Quiso olvidar, y tuvo cuatro años para hacerlo. Sylvia sabía por qué lo había hecho. Ella se parecía demasiado a su madre. Aquellos ojos azules, aquella cascada de cabello moreno que resbalaba sobre sus hombros. Hubiera sido demasiado duro para él, y para ella. No hubiese soportado observar el sufrimiento de su padre sin poder hacer nada para impedirlo. Así que en un vano intento para conseguir el olvido, se habían dedicado en cuerpo y alma a su profesión. Y ahora, tras cuatro años, los recuerdos imborrables se hacían más fáciles de resistir, más suave la tristeza, más soportable.

—¿Qué hacías aquí, parada? —preguntó su padre, tras su emocionante encuentro.

—La verdad, doctor Mitchell —sonrió—, estaba perdida como un selenita en la Tierra.

—Es mejor que no hagas bromas —rió con ganas—, alguien de aquí te podría escuchar, y no les hace ninguna gracia ese tipo de chistes —sonrió.

—Oh, perdón. —Las mejillas de Sylvia se ruborizaron con un brillante tono sonrosado, y bufó al sentir el calor ascender hacia ellas.

Su padre la miró un instante y comenzó a reírse.

—Era broma.

—¡Papá! —Le golpeó un brazo cariñosamente.

—Me alegro de que estés aquí, pequeña mía —dijo serenando sus carcajadas, sinceramente, con una voz cargada de sentimiento y nostalgia. Pasó cálidamente una mano por su mejilla—. Te pareces tanto a ella, casi ya no lo recordaba. Pero bueno, no podemos hacer nada para devolver el pasado. —Sus ojos se llenaron acuosamente de lágrimas, pero no lloró. Había llorado lo suficiente cuatro años atrás—. Así que médico, ¿eh?

Ella asintió. Casi no podía pronunciar palabra alguna. Estaba con su padre, en la Luna. Le era difícil aceptar que aquello tan esperado se había cumplido finalmente.

—Y además, una de las mejores residentes en cardiología del hospital New Mount Sinaí —afirmó.

—¿Cómo te has enterado? —preguntó sorprendida.

La terminal del espaciopuerto parecía haberse vaciado considerablemente, aun así, había gente que todavía buscaba, despistada por completo, algo que les ayudase a dar un nuevo paso en su privada colonización.

—El que me encuentre a trescientos ochenta y cuatro mil kilómetros de distancia no quiere decir que no me informe de cómo van los progresos de mi única hija. —La abrazó sonriendo—. Bueno, creo que es mejor que hablemos en otro lugar. ¿Debes recoger las maletas?

—Sí, doctor Mitchell —dijo disciplinadamente—. Debo ir a recoger mis maletas antes de que la
Moonlight
regrese al hogar y se las lleve consigo. —Por un momento se hizo el silencio a su alrededor, y su mirada atravesó el cristal de la cúpula hasta posarse sobre la Tierra—. Voy a buscarías —dijo.

—Te acompaño —insistió su padre.

Ella le agarró del brazo y le dirigió una intensa mirada. Sentimientos le embargaron, recuerdos asaltaron su memoria. Ella con sus padres en Disneylandia, todos juntos en Francia, visitando la Torre Eiffel, su madre preparando un pastel para su fiesta de cumpleaños... Las lágrimas ardieron en sus ojos, pero no lloró. Instintivamente, como cuando era pequeña, le besó en la mejilla, un beso tierno y cargado de amor. Su padre la miró con dulzura. Se dirigieron a la cinta transportadora que giraba eternamente con sus equipajes como únicos pasajeros.

Había llegado a la Luna. Había llegado a Génesis.

Lammor Benson estaba cansado. El viaje parecía haberle afectado bastante, lo cual no era de extrañar, pues era la primera vez que surcaba el espacio. Estaba nervioso y quería deshacerse de aquella maleta metálica. Miró el indicador del líquido de perfusión criogénico. La temperatura estaba bien. Aún podría durar varios días en él, pero decidió que no quería llevar más aquel maletín. La Luna le sorprendió. El tren de unión con el hospital era un metro de levitación magnética que surcaba el raíl sobre el cual se suspendía a una gran velocidad. Desde las ventanas se observaba más allá del túnel y, aguzando su mirada, vio la oscuridad del espacio sobre la superficie lunar donde, en la lejanía, dos enormes máquinas, que debían ser de la empresa minera, parecían trabajar afanosamente. Había diminutos seres que se movían a saltitos por doquier, enfundados en trajes autónomos. Eran los mineros encargados de que todo aconteciese como era debido. Lammor sintió un mareo. Fue una sensación rara que hizo brotar de su frente unas débiles gotas de sudor que pronto desaparecieron. No había durado apenas un par de segundos, pero Lammor se preocupó. Nunca antes le había sucedido nada parecido. Quizá su organismo, demasiado grande, aún no se había adaptado a la nueva situación. Una sensación de agobio le ascendió desde la boca del estómago escalando hábilmente por el esófago hasta acabar en la cueva de su garganta, abrasándole y desapareciendo como una brisa maligna y enfermiza.

Quería deshacerse de aquella maleta. No le gustaba. Se pasó la mano por su cabello azul. Detrás de él dos niños gritaban y chillaban alrededor de sus padres que no hacían nada para evitarlo. «Que niños más monos, ¿vienen de la Tierra?», preguntó una señora de mediana edad. ¡No se daban cuenta de que estaban en otro planeta, en un mundo distinto! Los gritos, agudos y juguetones, se introducían por sus tímpanos produciéndole un suave pero omnipresente dolor de cabeza. Le hubiese gustado poder usar su bisturí, hundir su afilada hoja en aquella tierna carne, tensa y regular, todavía sin imperfecciones. Movió la cabeza negativamente. Los niños seguían riéndose. ¿De qué reían? Llegaban a un satélite terrestre, vacío, polvoriento, sumido en la oscuridad de la nostalgia. Un relámpago eléctrico recorrió su cerebro y en sus ojos se forjó la imagen de Jennifer, su hija de dos años. Hacía tiempo que no la recordaba. Vio su rostro gritando mientras el vehículo estallaba en una masa flamígera abrasadora y mortal, mientras sus asesinos gritaban extasiados. ¿Qué diablos le estaba ocurriendo?

Antes de que pudiera responderse, el tren desaceleró y la sustentación magnética bramó por un instante, breve pero intenso al entrar en la estación. Los pasajeros salieron de los vagones y muchos de ellos subieron al siguiente tren bala que les llevaría a Cúpula Residencia. Lammor se levantó en su magnificente altura y ni tan siquiera miró a los niños que siguieron jugando despreocupadamente. Había llegado a Cúpula Hospital.

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