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Authors: Javier Negrete César Mallorquí

Tags: #Colección NOVA 83

Premio UPC 1995 - Novela Corta de Ciencia Ficción (39 page)

—¡En el nombre de Dios, yo os condeno! —rugió a voz en grito, saliendo de entre las cañas con paso decidido.

—Oh, por todos los cielos —susurró el capitán. Miró al religioso con sus ojos oscuros, llenos de terror, y sólo pudo decir una cosa—: ¡A mí, mis hombres! ¡Al ataque!

Los dos seres de piel naranja y cabeza arrugada que se encontraban en el centro del poblado de cabañas, junto a los restos de un fuego y un trípode sobre el que descansaba una olla vieja y oxidada de cobre, inclinados sobre el cuerpo del niño, se miraron sorprendidos. Uno de ellos soltó el frasco con sangre que acababa de extraer del cadáver haciéndolo volar inerte por el aire, destrozándose en mil pedazos al golpear contra una afilada piedra. La sangre se esparció por el aire como una diminuta nube escarlata.

Surgían hombres del interior del cañizal, hombres armados. Se oyó un disparo y una pequeña voluta de humo surgió cerca de un arbusto. El proyectil se perdió en el irrespirable aire de la selva.

Los dos seres naranjas se incorporaron. Uno de ellos cerró el cajón y comenzó a andar de espaldas mientras su brazo se levantaba con la vana intención de que se detuvieran.

El capitán Alonso Fernández se creció ante sus enemigos al ver que éstos no presentaban oposición alguna, y sus dientes relucieron, amarillentos, mientras gritaba a sus hombres que atacasen a los demonios con todas sus fuerzas.

Fray Juan de Medina andaba lentamente hacía los seres naranjas, que parecían asustados. Mostraba una mueca lobuna de triunfo, mientras su mano derecha no paraba de realizar el signo cristiano de la cruz, sujetando con fuerza el símbolo de la Iglesia.

—¡Dios es único y todopoderoso! ¡Fuera de aquí, demonios malignos, no es el momento del Apocalipsis, los mares aún no se han teñido de rojo, las estrellas aún no han caído sobre la Tierra! ¡Fuera, fuera!

Fue Tomás de Veranda, un joven soldado castellano, emprendedor y valeroso, quien, con la rabia extraída del miedo ante su primera contienda, desenvainó la espada y, acercándose con rapidez, pilló por sorpresa a uno de los seres, lanzándole una estocada que perforó su piel naranja, llegando hasta el abdomen, donde traspasó la verdadera epidermis del monstruo. El ser, al girarse hacia el muchacho, le propinó un fuerte empujón, que lo lanzó sobre el suelo, junto al cadáver de un anciano medio podrido.

El demonio naranja miró la herida y posó su mano sobre ella. Al retirarla, vio su sangre resbalar entre los dedos. Desvió su mirada hacia su compañero. Le habían herido. ¡Estaba herido!

—¡Pueden morir! —gritó el muchacho, al ver que sus compañeros rodeaban a los seres pero no se atrevían a atacarles. Al oír a Tomás de Veranda, los disparos de los arcabuces atronaron en el cielo, con desafortunada puntería.

Habían transcurrido apenas diez segundos del ataque, pero parecía una eternidad. Los españoles desenvainaron sus espadas, encabezados por el capitán Fernández, dispuestos a atravesar a aquellas malignas alimañas, cuando se oyó un trueno por encima de los gritos fanáticos y posesos de fray Juan. Dos de los soldados cayeron al suelo ahogándose en su propia sangre.

Se hizo el silencio. Los españoles no daban crédito a sus ojos. Los seres naranjas que tenían rodeados corrieron hacia sus dos compañeros que habían surgido del interior de una de las cabañas. Uno llevaba en sus manos un objeto cilíndrico, humeante, similar a un arcabuz, pero mucho más pequeño y manejable. Un destello luminoso se reflejó en el rostro del demonio naranja. Segundos después, el arma automática comenzó a vomitar proyectiles del calibre 7,62 mm, y los soldados españoles encontraron la muerte sin que tuvieran tiempo de reaccionar.

El capitán Alonso Fernández miró su armadura, a la altura del pecho y, sin poder razonar lo que estaba sucediendo, sus oídos aún heridos por el estruendo, vio los finos hilillos de sangre surgir de los cinco orificios que habían perforado su protección de metal. Momentos después todo se volvió oscuro como la noche, como el vestido de la Dama Negra, y murió.

Fray Juan palideció y, viendo que sus palabras, temerosas de Dios, no podían hacer nada frente a aquellos demoníacos seres, desapareció corriendo entre las cañas, llorando ardientemente por la perdición de las almas de los soldados españoles— Tropezó con Azlaech y Chenchoal que temblaban de terror. No se habían atrevido a salir del cañizal, y ahora, al ver las muertes de los dioses de metal, sus ojos estaban empañados por sus propias lágrimas. Nadie podría salvar a su pueblo, nadie, ni tan siquiera Moctezuma. Fray Juan, susurrando, les pidió volver junto a Hernán Cortés, y éstos, con sus corazones amenazados por un dedo helado y poderoso, corrieron para indicarle el camino, desapareciendo en la frondosidad del bosque.

Los seres naranjas, de pie, junto a la puerta de una cabaña, se miraron. Era el momento de volver. El monstruo que había disparado su arma automática, aún humeante, se la colgó a la espalda y extrajo de su cinturón un pequeño dispositivo, semejante a un reloj, aunque demasiado grande para ser sólo eso. Al descubrir que uno de sus compañeros había sido herido, le puso una mano condescendiente sobre el hombro. El ser herido se resistió, no quería morir, no podía morir allí. Otro de los demonios intentó que el enorme monstruo no le abandonase, que no le dejasen allí, pero no podía hacer nada para evitarlo. Le arrancó el sistema de desintegración magnética del cinturón, y adherió a él, iónicamente, el detonador. El ser herido intentó aferrarse con fuerza a ellos, intentó arrancarle el sistema de respiración autónomo a su verdugo, pero un empujón le lanzó un par de metros fuera de su alcance, cayendo al suelo. El demonio herido lloró sobre el suelo de la selva. Estaba perdido. Mientras sus compañeros desaparecían, desvaneciéndose como lo hacen las palabras arrastradas por una corriente de aire, sintió que había cometido una grave falta, que había traicionado a la naturaleza y al hombre, y comenzó a rezar para mitigar sus culpas.

—¡Mi señor, mi señor! —El fraile y los dos indios llegaron sudorosos, sucios y llenos de rasguños y heridas. Sus respiraciones eran agitadas y agónicas. Fray Juan pensó que sus pulmones se encogerían y desaparecerían, tanto le abrasaban—. Mi señor... —Sus ojos verdes parecían salirse de sus cuencas—, los han matado... los han matado a todos.

La mirada de Hernán Cortés fue gélida como el hielo, y aguda como dos puñales que atravesaran el alma del religioso.

—¿Qué ha sido ese ruido atronador? —preguntó uno de los soldados.

—Vos nunca habéis visto nada igual, mi... señor... Son demonios de fuego... y tenían un objeto que mataba como nuestros... arcabuces... —Su respiración se iba estabilizando— y... los mató a todos con un suspiro de las fauces del abismo...

—¡Vamos a por ellos!—gritaron todos—. ¡A por ellos! ¡A por ellos! ¡A por...!

La explosión hizo gemir a la Tierra como si se hubiese producido un terremoto, como sí le hubieran realizado al planeta una brecha hiriente y dolorosa.

Los caballos se encabritaron y fue difícil controlarlos, Algunos de los capitanes cayeron de sus cabalgaduras infringiéndose fuertes heridas. Los soldados se lanzaron al suelo, atemorizados. Fray Juan se puso de rodillas, con los brazos extendidos y, mirando al cielo, comenzó a rezar con fuerza, a pesar del dolor de sus oídos, y sus tímpanos rotos.

A la explosión le siguió la deflagración. Hernán Cortés, indemne sobre su montura, cincelado como el metal de su inmortal armadura, vio la bola de fuego que ascendió hacia el cielo como la mano del infierno, desde el interior de la selva. El viento abrasador le azotó el rostro, y la respiración pareció convertirse en algo inexistente, ardiente y agónica, mientras la onda expansiva se extendía hasta lo más recóndito de la jungla, proclamando su bravío poder. Segundos después, todo acabó.

Cuando llegaron al lugar donde los soldados españoles habían sucumbido ante la muerte, no hallaron nada, pues nada podía hallarse. El lugar parecía haberse transformado en una oscura mancha de sombra carbonizada. No había cabañas, ni muertos, ni resto humano alguno. Todo había sido transformado en cenizas. Y los demonios ya no estaban allí.

Fray Juan celebró un breve acto religioso en deferencia a sus hombres muertos, y los recordaron con honor, pero continuaron su camino hacia Tenochtitlán. Moctezuma les esperaba, y necesitaban la ayuda de los habitantes de Churultecal para luchar contra él. La selva recuperó sus sonidos, las aves volvieron a cantar sus preciosas canciones, los insectos volvieron a zumbar sus alas alrededor de sus oídos y los monos aulladores prorrumpieron en alegóricos cantos, pero Hernán Cortés y sus soldados nunca pudieron olvidar el Armagedón reflejado en sus ojos, magnífico e infernal, temerosos de Dios y de los hombres.

NUEVA YORK / ABRIL, AÑO 2047

La gran megalópolis duerme. La ciudad acalla sus ruidos, rotos suavemente por los suspiros intermitentes de los motores electromagnéticos de los aerodeslizadores de la policía y de algún despistado que aún no se ha dado cuenta de que los fantasmas de la noche ocupan la gran urbe.

Las sombras se adueñan de las calles, de los barrios. En el oscuro cielo destellan las potentes balizas señalizadoras que delimitan y avisan de la altura de las dos aerópolis que se integran en la gran masa urbana, las ciudades Einstein y Byron.

La Luna, tímida, se oculta tras las nubes, mostrando su rostro plateado de vez en cuando, con miedo, con pena, con pesar, albergando en sus entrañas la semilla de los humanos, que observan, que mantienen su mirada, fría, gélida.

Un magnetón, un vehículo de desplazamiento magnético, recorre lentamente, con un gemido, la calle Cincuenta y tres esquina con la avenida Columbus, dejando atrás el Rockefeller Center, lo que había sido el centro económico más importante del mundo, desde donde los índices del mercado se expandían como una tela de araña, modificando las economías de Europa, de Asia, pendientes de los nuevos resultados, de un nuevo día, tiempo atrás. Hasta el crack del 2029.

Fue curioso, creyeron los economistas, que cien años después del gran crack bursátil que sumió a la economía americana en la Gran Depresión, se produjese el hundimiento de las bolsas mundiales con una nueva crisis iniciada en el 2029.

La escasez del petróleo, que comenzó a desaparecer de los principales yacimientos de oro negro, hasta entonces creídos inacabables como la bolsa mágica de un duende, las grandes guerras nacionalistas de la última década del siglo XX y, sobre todo, la gran sequía que asoló América y Europa durante los primeros cinco años del inicio del nuevo siglo, consiguieron desmembrar las economías de los países más ricos del mundo, y al hacerlo, arrastrar y hundir en la miseria a los más pobres. Enormes empresas comenzaron a arruinarse, cientos de miles de trabajadores se vieron arrojados al desempleo y a la pobreza más absoluta. Sólo los más capacitados, los especialistas, se salvaron de la quema. La división siempre existente, pero eufemísticamente evitada, entre ricos y pobres, comenzó a hacerse más patente. La ciencia y la tecnología avanzaban, pero con ellas, en los mismos puestos de salida, crecían la ignorancia, la derrota y la desesperación. La demografía no se podía contener, la migración se convirtió en algo habitual, debieron construirse aerópolis, enormes columnas humanas que ascendían hacia el cielo tomo el dedo de un gigantesco dios, hasta alcanzar kilómetros de altura, termiteros de hombres que se transformaban en guetos. Las industrias convencionales cayeron como diminutas torres de Babel, reciclándose en bioindustrias dedicadas a la ingeniería genética, al desarrollo de energías alternativas o a las redes de información virtuales, convirtiéndose, algunas de ellas, en imperios de poder tan grande o mayor que el mismo gobierno de las naciones. Algunas de ellas, incluso comenzaron a emitir moneda propia, usadas en sus sofisticados feudos medievales, haciéndose más importantes que la propia moneda pública. Las empresas competían por los conocimientos. El espionaje en las redes informáticas se hacía vital, el control por las mentes era la cima a alcanzar. La sociedad comenzaba a deshumanizarse. La expansión de la conciencia y las macrosectas invadían las almas de los que buscaban ayuda en las nuevas religiones. Doce mil millones de personas poblaban el pequeño mundo en que se estaba conviniendo la Tierra. En el año 2047 la Luna ya tenía su propia colonia estable con noventa mil personas dedicadas a la explotación minera y a la investigación científica, biológica y física. El mundo ya no era feliz, pero subsistía, oculto por su propia raza, destruido por los propios hombres, transformado en lo que era, por aquellos diminutos seres que se obcecaban en luchar contra ellos mismos, y que llegaría un día que desaparecerían por sus propias ideas. Una raza dedicada a su autodestrucción.

Entre aquel sombrío mundo de competitividad mortal y expansión exponencial demográfica, el magnetón, de color ébano brillante, bajó por las calles vacías, hacia la avenida Broadway. El Empire State, símbolo otrora del poder americano, de la cima de lo inalcanzable, resplandecía eterno, mostrando su rostro triste y oscuro, ciento dos plantas que se habían transformado en algo diminuto ante la acrópolis Einstein que, como un gigantesco árbol de Navidad, se elevaba desde el East River, sobre su plataforma sumergida en el agua. Aquellos eran los barrios Medianoche, barrios pobres, sucios, tétricos y peligrosos, imposibles de imaginar cincuenta años atrás, sobre todo en aquella zona en la que habían convivido la Biblioteca Pública de Nueva York, la RCA, el edificio de la ONU, o el mismo Rockefeller Center.

Tras el crack del 2029, desde Central Park, mejor dicho, desde Queensboro Bridge, al final de Central Park, hasta la calle Treinta, lo que habían sido los principales centros comerciales, de publicidad y económicos de la ciudad de Nueva York, habían sido colonizados, ocupados o como mejor se pudiera decir, por personas marginales, en otros tiempos abogados, agentes y corredores de Bolsa, médicos... que consideraron aquel mundo como suyo, sólo suyo, y que una simple crisis que hizo cambiar la visión de la humanidad, no era suficiente para arrebatarles lo que una vez había sido su vida. Y así fue como, aquellas gentes, aquellos barrios, poco a poco se transformaron en nidos de asesinos, ladrones, homicidas, degolladores... Y sólo el toque de queda les permitía liberarse a un mundo de noche y oscuridad.

El magnetón no se detuvo cuando, desviándose hacia la Séptima Avenida, abrió su compuerta lateral con un débil gemido eléctrico, y una sombra, empujada por una fuerza enorme, saltó desde su interior, haciéndola rodar sobre el deteriorado asfalto hasta detenerse junto a un contenedor de basuras. El aeromóvil magnético hizo bramar sus motores conductuvimétricos y se elevó en la oscuridad, desapareciendo como un diminuto insecto buscando su colonia.

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