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Authors: Javier Negrete César Mallorquí

Tags: #Colección NOVA 83

Premio UPC 1995 - Novela Corta de Ciencia Ficción (43 page)

Lo de la Luna fue otra historia. Su mujer se empeñó en ello. Sam era tozuda como un político. Pero sus ojos dorados le habían robado el corazón. Hasta que conoció a Samantha nunca antes había visto a nadie con los ojos dorados. Ella le diría más tarde que fueron sus padres los que decidieron genéticamente aquel detalle, carismático y atractivo. Era preciosa. Cuando perdió su trabajo tras la crisis del 2029 se sumió en una profunda depresión. Podían mantenerse con el sueldo de él, sí, pero había un problema. Sam era hija de un magnate empresarial que también, como muchos otros, se arruinó el año de la gran crisis. Sam era abogada y el ritmo de vida que habían llevado hasta entonces, con su lujosa casa en Staten Island, sus dos automóviles, sus visitas a las óperas y a los actos más populares de la ciudad, desapareció. Sam quiso esfumarse, quiso ser olvidada, quiso transformarse en algo que no podía ser, y casi se volvió loca. Finalmente llegó la oportunidad de sumirse en el olvido. Cuando la colonia lunar se estableció y alcanzó los quince mil habitantes, hacía ya de ello más de diez años, le ofrecieron el puesto de jefe de policía. Eso fue idea del comisario Travis. Quería quitárselo de encima como pudiera, y lo consiguió. McDevitt le hacía la competencia. Las elecciones se acercaban y Travis quería mantenerse como comisario en Nueva York a toda costa. Se oían rumores de que alguien debía ser trasladado a la Luna para mantener la ley y el orden en la comunidad minera, que crecía a pasos agigantados, y Travis los oyó antes que él. Un día, lo recordaba perfectamente, un viernes de diciembre en el que llovía intensamente, se encontró con una carta sobre la mesa de su despacho de teniente de policía, en la comisaría de la calle Hudson, en la que se aceptaba su petición de ascenso y traslado a la colonia Génesis, en la Luna. ¡Él NUNCA había pedido el traslado! Pero alguien se había encargado de ello. Travis. Sam, decidida a desaparecer de la Tierra, aceptó de buena gana. Quería olvidarlo todo, y si ello significaba abandonar su planeta de origen, lo haría. Por eso estaban en la Luna. Hacía ya ocho años. Y ahora, sentado delante del ordenador, se daba cuenta de que, realmente, no se arrepentía. La Luna le había aceptado hospitalariamente. La gente le respetaba. Sus hombres, que ahora ya eran cincuenta, le consideraban un buen jefe. Sam había superado su depresión, había encontrado trabajo como abogada laboralista de los mineros y, tras el nacimiento de Elliot, uno de los primeros selenitas pioneros, su vida se había transformado en un mar de calmadas aguas e intensa felicidad. Casi no había crímenes en la Luna, de vez en cuando alguna reyerta entre mineros que ahogaban sus penas y gastaban su dinero en los bares de la zona recreativa, o algún accidente en la mina que pasaba de sus manos a la agencia de seguros como una trucha resbaladiza, no mucho más. Y sobre todo, casi había olvidado a Travis, que murió asesinado en el 2040 por un grupo de Degolladores, tras las purgas realizadas en los barrios Medianoche durante aquel año. Sonrió. ;Por qué Travis tenía que volver una y otra vez a su cabeza, como una pesadilla torturadora? Le odiaba, pero sabía que nunca podría olvidarle.

—Eliot —dijo con una gruesa voz, grave y potente—, dame una lista por pantalla de los pasajeros que llegarán mañana en la nave colonial
Moonlight
, por favor, —Enseguida.

Un momento después, desde la parte inferior del ordenador surgió un listado con los nombres, apellidos y número de identificación personal de los pasajeros que arribarían al día siguiente al puerto espacial lunar.

Era una costumbre. Cada tres días llegaba una nueva nave. A veces cargaban mineros que habían finalizado sus turnos de seis meses en el satélite y los devolvían a la Tierra, otras veces traían alimentos y medicinas del planeta, aunque la Luna casi se autoabastecía con los invernaderos creados en la zona norte, y otras veces llegaban cargueros con nuevas máquinas perforadoras o excavadoras de la empresa minera Runaway Corporation, que monopolizaba la minería en el satélite.

Echó una rápida ojeada. Minero... minero... minero... Representante de Runaway... minero... minero... minero... minero... doctora...

Se inclinó hacia delante. ¿Doctora?

—Información sobre Sylvia Mitchell Harrigan, Elliot, por favor.

La pantalla se oscureció y un segundo después apareció el rostro tridimensionalmente creado de la doctora junto con su ficha personal. La fotografía fue rotando sobre su eje principal.

El teniente Peter Spencer atravesó el umbral de la sala de ordenadores con un humeante vaso de plástico repleto de café. Se acercó hasta el jefe de policía.

—¿Qué haces, Frank?—preguntó mientras bebía un sorbo del negro líquido. Hizo una mueca. Se había quemado—. ¿Por qué la máquina hace los cafés tan calientes?

—Te he dicho más de una vez que no bebas esa porquería. La máquina está estropeada. En lugar de café, seguramente estarás bebiendo aceite de engrasar —dijo monótonamente, mientras tenía sus ojos fijados en la pantalla del ordenador.

Peter Spencer y Frank eran amigos. Cuando la comisaría de Génesis se estableció era una pequeña habitación con un ordenador, dos mesas, seis sillas y una máquina de café. Y cinco eran los hombres que se ocupaban de ella, bajo las órdenes de McDevitt. Dos eran americanos, uno inglés, uno francés y otro español. Spencer era el inglés, había trabajado en Scotland Yard. Recordaba la lucha interna de caracteres que se hacía patente cada día cuando llegaban por la mañana. Finalmente se dieron cuenta de que eran inseparables. En realidad, aquellos cinco hombres y él mismo se habían transformado en un equipo indisoluble y de perfecta colaboración. Cuando se incorporaron nuevos hombres, y una de las burbujas se transformó en la comisaría central de Génesis, ya nada fue igual, pero la unión entre aquellos cinco hombres continuó perdurando.

—Ya lo sé, Frank, pero, ¿qué estás haciendo? —Siempre su orgullo inglés.

—Lo de siempre. Reviso la lista de embarque. ¿Sabías que la hija del doctor Black Mitchell viene a pasar una temporada con nosotros?

Spencer arqueó las cejas. No tenía ni idea. Frank le miró y vio su sorpresa.

—Sí, parece ser que estudiará los efectos de la gravedad lunar en el sistema circulatorio de los mineros, según indica la ficha —informó McDevitt.

—Si es tan buena como su padre, no me importará caer enfermo —dijo sinceramente. Frank continuó leyendo la lista.

Minero... minero... minero... ingeniero... minero...

Súbitamente se detuvo. Los rostros de Frank y Peter parecieron teñirse con sombras fantasmagóricas, sumergidos en el verde fluorescente que emitían las radiaciones del monitor.

—¿Qué ocurre? —preguntó Peter.

—Lammor Benson llega en la nave colonial —susurró pensativo. Se pellizcó la barbilla. Era un gesto inconsciente que Sam siempre intentaba corregirle, pero era incapaz de hacerlo.

La voz de Frank McDevitt se convirtió en un conjunto de sonidos monótonos y huecos que hicieron que Peter dejara el vaso de café junto a sus labios sin poder beber, casi intentando retar a la gravedad. Frunció el ceño, extrañado.

—Lammor Benson era un magnífico microcirujano del New York University Medical Center, un enorme edificio que se encontraba en el 550 de la Primera Avenida esquina con la calle Treinta y tres, en Nueva York. —Sus palabras se habían transformado en el eco que surgía de una profunda cueva oscura y tenebrosa. Peter sintió un extraño escalofrío que no le gustó en absoluto, presagiaba algo malo—. Según sus colegas, el mejor. Se dedicaba principalmente a la neurocirugía, aunque también había intervenido en casos de sistema vascular. Fue en el año 2042, trece años después de la crisis. —Hablaba sin vacilar, como si aquella historia se hubiera forjado al rojo blanco en su cerebro—. Hubo disturbios raciales con los Implantados en Chelsea, cerca de los barrios Medianoche, aunque no claramente dentro de ellos. Mi comisaría envió varias furgonetas con especialistas en antidisturbios. Yo iba en uno de los grupos. Los Implantados se habían rebelado. Nunca antes había visto algo igual. Un autobús estaba en medio de la calle, ardiendo, lo habían incendiado con petróleo obtenido del mercado negro. Las tiendas estaban destrozadas e incluso tenían rehenes en unos grandes almacenes.

Los Implantados se habían rebelado porque el Gobierno parecía ayudar furtivamente a los grupos de Degolladores que habían comenzado a emerger en la sociedad. Querían protección y derechos. Sus propuestas eran justas, pero el alcalde de Nueva York no les hizo caso y envió a los antidisturbios, nos envió a nosotros. El doctor Benson atravesaba la calle Treinta en dirección a Broadway, en su electromóvil, cuando un grupo de exaltados se lanzó contra él. Le acompañaban su mujer y su hija de un par de años. A él lo sacaron del vehículo y le dieron una paliza. Le destrozaron las costillas y le reventaron un riñón. Pero no se llevó la peor parte. Lanzaron una bomba incendiaria contra su electromóvil. Alguien había inutilizado los cierres eléctricos. El coche voló en pedazos. Su mujer y su hija murieron instantáneamente. Llegamos en el momento en que el vehículo se transformaba en un destello luminoso que se desvaneció frente a nosotros. No pudimos hacer nada. Las pruebas no fueron concluyentes al indicar si los asesinos habían sido Implantados o un grupo de violentos que se aprovecharon de los disturbios para realizar aquella masacre. Nadie fue acusado del crimen. El doctor Lammor fue llevado al hospital. Estuvo seis meses tendido en una de las camas del centro del cual era médico. Nunca consiguió recuperarse psicológicamente. Nunca volvió a ejercer la profesión, y desde entonces se han oído rumores...

—¿Qué es lo que dicen? —preguntó Peter curioso.

—Dicen que, al ver que no se hacía justicia sobre su caso, la única forma de redención que encontró fue convertirse en un Degollador, en uno de los mejores de Nueva York, aunque nunca se han tenido pruebas fehacientes de ello.

—¡Cielo santo! —Peter tragó saliva—. No me extraña que estés preocupado. ¿Le han detenido alguna vez?

—¿Elliot? —La pantalla del ordenador se transformó en un fichero electrónico donde una mano gráficamente perfecta comenzó a buscar los datos a gran velocidad.

—Ninguna base de datos posee información al respecto, jefe McDevitt. Ni el FBI ni la policía colonial tienen ficha delictiva sobre dicho individuo —dijo el sintetizador de voz incorporado a su terminal.

—Quizá quiera volver a tener una nueva vida, aquí, en la Luna, alejado de sus recuerdos. —Volvió a beber y volvió a quemarse—. ¡Maldita sea! —susurró soplándose los dedos heridos.

—Espero que tengas razón, Peter. —Su rostro fue ensombrecido por un manto oscuro que cubrió sus ojos de temor, mientras se dejaba caer sobre el respaldo de la silla—. Espero que la tengas, sinceramente.

13 ABRIL 2047

Ha pasado mucho tiempo desde que Empédocles y Anaximandro determinaron que la Luna carecía de luz propia, reflejando la que recibe del Sol, emocionando y sorprendiendo cada noche a los humanos que, desde la Tierra le confieren un poder especial. Durante la Edad Media se tenía la idea de que la Luna, nuestro satélite, uno de los más grandes del Sistema Solar, no era más que un disco plano y pulido, bruñido sin ninguna imperfección. Se equivocaban, y Galileo lo demostró en el año 1609 con la ayuda de un anteojo, determinando un relieve orográficamente variado, formado por mares y cráteres.

Para el hombre, la Luna ha sido considerada algo especial. Está relacionada con las mareas físicamente, con el bien y el mal, la luz y las tinieblas, místicamente. Las divinidades lunares creadas por los humanos a lo largo de la historia han sido casi innumerables, desde Artemisa y Hermes, a Haoma en Persia, Sin e Istar en Babilonia o Koshchei en Rusia. La Luna siempre ha sido ese halo divino de esperanza que florece durante la noche para iluminar los sentimientos románticos de los enamorados, o para abrir las puertas del infierno más demoníaco.

En 1969 el hombre pisaba por primera vez aquel suelo polvoriento y rocoso, erosionado únicamente por los choques con los meteoritos o con los bruscos descensos de temperatura que se producen entre el brillo del Sol, alcanzando valores justo por encima del punto de ebullición del agua, o la noche lunar, llegando hasta los -ciento setenta y tres grados centígrados. Desde entonces, el hombre se consideró un ser poderoso sobre su satélite. Estados Unidos lo había conquistado. Sólo hasta el 2010 se produjeron tres nuevas visitas a la Luna. ¿Por qué? El hombre tenía miedo. Y sin embargo quería conquistar Marte y colonizarlo. Para ello idearon sistemas que intentasen prescindir de los hábitats artificiales, recrear la atmósfera terrestre y adaptar el planeta a nuestro organismo. Querían calentarlo con espejos orbitales para fundir los casquetes polares y después inyectar en la tenue atmósfera marciana dióxido de carbono y vapor de agua. Y finalmente inundar la atmósfera con algas clorofíceas que transformaran ese dióxido en oxígeno. Pero Marte estaba muy lejos y ese proyecto era difícil de llevar a cabo, al menos a corto plazo.

La Luna, por el contrario, estaba cerca, a una distancia medía de trescientos ochenta y cuatro mil kilómetros. Su aire estaba constituido por un millón de átomos de hidrógeno por centímetro cúbico, sesenta mil átomos de neón por la misma cantidad volumétrica y cantidades inferiores de helio y argón. No había oxígeno. Sin embargo el hombre había pisado la Luna hacía tiempo, y a Marte ni tan siquiera había llegado una nave tripulada.

Así pues, en el año 2025, la empresa Matsushita Corporation envió una nave robot para explorar con ánimo económico los recursos geológicos del satélite. Como hasta entonces, se determinaron tres tipos de materiales lunares: las rocas ígneas, las brechas de impacto y la regolita o suelo lunar. Los japoneses determinaron que de los basaltos, las rocas lunares más abundantes, podían extraerse cantidades rentables de hierro y de titanio, muy escasos en el planeta azul desde hacía una década. Vieron también que la sílice se presentaba en sus estructuras de alta temperatura, es decir, en forma de cristobalita y tridimita, y ello podía permitir la creación de nuevos micro-procesadores de silicio. En definitiva, aquellas rocas creadas hacía más de tres mil setecientos millones de años podían interesarles y beneficiarles económicamente hablando. Así diseñaron la estructura Kotshai.

Las estructuras Kotshai eran una especie de conchas acristaladas, de bóvedas translúcidas que, construidas con una mezcla de materiales adecuados, permitían soportar sin dificultad las fuertes temperaturas que se alcanzaban sobre la superficie lunar, así como mantener una atmósfera adecuada a los hombres mediante compresores que podían utilizar los elementos de la poco densa composición de gases lunares, siempre y cuando pudieran mezclarlos con la cantidad suficiente de oxígeno. El problema estribaba en cómo llevar tales volúmenes de gas respirable para crear la atmósfera artificial dentro de las estructuras Kotshai. La diosa Fortuna pareció sonreírles. En el 2026 la sonda estadounidense Apolo XXIII descubrió algo que algunos astrónomos habían defendido con fuerza durante años. Era bien cierto que no podía existir agua líquida sobre la superficie lunar al carecer de atmósfera, y si por casualidad hubiera aparecido, se habría evaporado fuera cual fuese la temperatura a la que se hubiese visto sometida, disgregándose en el espacio. A pesar de ello, en rocas superficiales se habían encontrado algunas moléculas de agua combinadas químicamente. Había esperanzadas sospechas de que las profundidades lunares reservaban cantidades de agua importantes. Eso fue lo que descubrió la sonda Apolo XXIII: enormes bolsas de agua líquida entre las grietas de aquel satélite casi muerto, hundidas en sus entrañas. La empresa Matsushita vio el ciclo abierto. Ya no deberían transportar oxígeno desde la Tierra para crear la atmósfera respirable para sus colonos. Se podía perforar la superficie lunar y descomponer el agua para obtener el preciado gas. Su proyecto de construcción de una pequeña colonia lunar podía llevarse a cabo.

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