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Authors: Javier Negrete César Mallorquí

Tags: #Colección NOVA 83

Premio UPC 1995 - Novela Corta de Ciencia Ficción (46 page)

—¡Suelta a esa chica, Lammor! —Su voz sonó grave y atronadora. Las paredes del local le devolvieron su eco, cavernoso y macabro. Lancaster y Harris miraron al jefe de la policía y suspiraron algo más aliviados.

—¡Son todos Implantados! —rugió—. ¡Malditos Implantados! —Sus dientes también estaban manchados de sangre, como una fiera que hubiese hundido su cabeza en la víctima, destrozada—. ¡No lo veis, estúpidos, son una plaga!

Luis le miró de reojo. Aquella chica no era una Implantada. Y los cadáveres que se veían entre penumbras tampoco parecían serlo. Lammor había enloquecido.

—No son Implantados, Lammor. —Tenía su cabeza justo sobre el punto de mira. Podía ver el haz láser como un puntito azul sobre su frente, dentro de la mira telescópica. Sólo debía tocar suavemente el gatillo y todo acabaría—. ¡Déjala y no te haremos daño!

El rostro de Lammor se transformó en una mueca de dolor que le hizo cerrar los ojos por un instante. Frank pensó que debía haber tomado alguna extraña droga que le estaba haciendo alucinar. Y entonces tuvo miedo. Las drogas podían hacerle impredecible.

—Va a disparar —le susurró Luis que también le apuntaba con una escopeta.

—No podemos hacer nada —gimió Frank—. Si disparamos la mataremos a ella.

Pero no fue necesario. Con un movimiento espasmódico, la pistola resbaló de su mano cayendo como en cámara lenta sobre las losas, donde reposó, silenciosa, mientras Lammor profería un grito infernal que les sorprendió. No dispararon, simplemente aquel grito de dolor indescriptible, les horrorizó. Se llevó las manos a la cabeza y se desplomó sobre el suelo del bar, inconsciente. La chica miró hacia atrás y vio a su secuestrador, medio muerto en el suelo, desvió su mirada hacia los policías e intentó balbucear algunas palabras, pero no pudo. Estalló en un incontrolable mar de lágrimas. Harris guardó su arma y la abrazó antes de que se desmayara. Frank, Luis y Lancaster se acercaron al cuerpo tendido de Lammor sin dejar de apuntarle. Este último se agachó y le tomó el pulso en el cuello, rígido y fuerte. Lammor transpiraba copiosamente. Sus cabellos azules se adherían a su frente en mechones pegajosos, húmedos. Su respiración era jadeante y arrastraba en su expiración un silbido similar al de una serpiente.

—Está vivo, pero los latidos son irregulares y lentos. Necesita un médico.

—¿Walter?

—¿Sí, jefe? Estamos a la escucha —dijo a través del auricular.

—Que envíen varias ambulancias al bar Shark. Pueden pasar a la Cúpula. Tenemos tres cadáveres y un individuo que sufre un
shock.
¡Rápido!

—A la orden, jefe,

Luis se había acercado hasta las víctimas, intentando no pisar la sangre. Aquello era dantesco, infernal. Frank se pasó una mano por su rostro. ¡Qué diablos le había pasado a aquel tipo! Movió la cabeza negativamente. Aquella mañana había tenido una extraña sensación, un mal presagio. Nunca pasa nada, hasta que pasa. ¡Maldito Lammor!

Sylvia Mitchell tropezó con su padre al salir del ascensor.

«Primer piso. Urgencias y consultas», susurró el sintetizador de voz. Las puertas volvieron a cerrarse con su carga humana dispuesta a ser repartida a lo largo de las tres plantas que constituían el hospital colonial. Sylvia acababa de hablar con Sandra Myerton, la directora estadística del proyecto de seguimiento de patologías cardíacas en el que estaba trabajando. Tras dos días en la Luna, su organismo se había adaptado perfectamente al nuevo mundo, a unos horarios mucho más flexibles, a una tranquilidad mucho más placentera. Vivía con su padre, en Cúpula Residencia, en un bonito apartamento, que hubiera hecho las delicias de una familia en Nueva York, pero la mayor parte del tiempo lo pasaba en el hospital. Su padre era el director, y Sylvia pronto pudo apreciar el respeto que le deparaban y el prestigio que parecía haber adquirido en sus años como médico en el satélite. Se sentía orgullosa de él. Cuando se lo tropezó, al salir del ascensor, iba acompañado de un doctor de mediana edad, no muy alto, con el pelo castaño y una prominente calvicie prematura que se acrecentaba a marchas forzadas, llevaba lentes correctoras y tras ellas, unos ojos marrones la miraron nerviosos.

—Oh, doctor —dijo Mitchell siempre de buen humor. Sylvia creía que el ambiente del satélite, aquel nuevo mundo, le había hecho mucho bien a su padre. Nunca recordaba, allí en la Tierra (parecía algo tan lejano, tan extraño) que hubiese tenido una alegría y una luz como la que mostraba su rostro—, le presento a mí hija, la doctora... —Casi se le cayó la baba—, Sylvia Mitchell. Quiere ser cirujano cardiovascular y lo está consiguiendo. Ha venido a pasar una temporada y estudiar de paso el Plan Cardiotest que está siguiendo la doctora Myerton. Sylvia, te presento al doctor Fergrer, uno de los miembros de mi equipo.

La muchacha le tendió la mano que el doctor apretó sin demasiada convicción. Súbitamente las puertas de la planta se abrieron y el caos llegó con ellas.

—¡Una parada cardiorrespiratoria! —rugió un médico joven de tez morena que entró junto con la camilla de levitación magnética donde un individuo estaba conectado a un sistema portátil Medivac, de control vital.

—¡Cielos! —bramó el doctor Mitchell—. ¡Rápido, pasen a la sala cuatro!

En menos de diez segundos, el doctor Mitchell se había zambullido entre el maremágnum de médicos y enfermeras que se había formado alrededor del paciente. Una de ellas abrió el gabán de Lammor y le conectó unas ventosas eléctricas. Un
beep
largo y único acudió al monitor. Le estaban perdiendo.

—¡Preparen desfibrilador! ¡Un mililitro de opinefrina! —rugió Mitchell.

—¡Desfibrilador preparado!

—¡Opinefrina inyectada! —gritó una de las enfermeras.

—¡Apártense! —Las dos manoplas eléctricas untadas en gelatina resbalaron por el pecho del paciente y transmitieron la primera descarga. El cuerpo se levantó diez centímetros de la camilla.

El doctor de tez morena que había entrado con la camilla empezó a realizarle el masaje cardíaco, unos centímetros por debajo del esternón.

—Uno... dos... tres... cuatro... cinco...

—¡Apártense! —volvió a bramar el doctor Mitchell.

Sylvia miraba a su lado, comprobando las constantes en el ordenador médico que la jefa de enfermeras había conectado al hombre no sabía en qué momento de aquel caos. Aquel hombre estaba realmente enfermo. La parada cardiorrespiratoria era consecuencia de su enfermedad.

«Temperatura: treinta y nueve grados; presión arterial: noventa y cincuenta, bajando», dijo serenamente el sintetizador de voz del ordenador.

El doctor Fergrer, observaba junto a ella. Se había quedado pálido como el mármol al mirar el rostro del paciente. Sylvia creyó que también iba a sufrir un ataque. Un par de hombres con escopetas entraron en la sala arrastrando a unos enfermeros que intentaban impedirles el paso.

—¡Qué ocurre ahí! —gritó el doctor Fernández, el hombre de tez morena.

—Son el jefe de la policía y su ayudante, doctor; venían con el enfermo—

—¡Déjenlos, pero que no molesten! —aulló por encima del ruido del caos.

El cuerpo del hombre se convulsionó en el aire, inerte como un muñeco de goma, cuando recibió la segunda descarga eléctrica. El doctor Mitchell, que había comenzado a transpirar echó una ojeada a su hija. Ella miró el ordenador. El electrocardiograma seguía trazando una línea recta y regular. Su padre movió la cabeza negativamente. Beep... beep... beep.,. beep.

—Lo tenemos! —gritó excitada Sylvia.

—¡Bien! —Se oyeron murmullos de alegría entre las enfermeras y los médicos—. Llévenselo a la unidad de cuidados intensivos. La alegría de la muchacha se desvaneció rápidamente. —Presenta taquicardia e hipotensión y elevada temperatura. Realícenle un análisis de sangre completo. Doctor Klaus, determine el origen de esos síntomas y encárguese de eliminarlos. —Ésas fueron las últimas palabras del doctor Mitchell. Se secó el sudor de su frente con un pañuelo, mientras se dirigía hacia la puerta. Allí vio a Frank McDevitt con la escopeta todavía en sus manos y se sorprendió.

—¿Qué ocurre, Frank? —Eran buenos amigos, podían decir que habían sido los primeros terraformadores de aquella colonia.

—Ese hombre al que habéis salvado la vida acaba de quitársela a tres personas, y ha estado a punto de volarle la cabeza a una cuarta —dijo gravemente. Luis Ruiz, estaba a su lado, y asintió con la cabeza.

—¿Qué ha sucedido, exactamente? —preguntó.

El jefe de la policía colonial le explicó todo lo que sabía. El rostro del doctor se ensombreció a medida que la historia adquiría tintes más morbosos.

—Puede haber sido el efecto de alguna droga psicótropa —indicó Sylvia.

—Ah, Frank, te presento a mi hija, la doctora Sylvia Mitchell. —La conozco. —El doctor arqueó las cejas extrañado—. Sólo a través de las fichas de embarque doc, pero la conozco. —Sylvia sonrió—. También nosotros creemos que puede haber sido el efecto de alguna de esas drogas.

—Perdónenme, no me encuentro excesivamente bien —se disculpó el doctor Fergrer que les había estado escuchando—. Me duele la cabeza.

—Cuídate, John —le dijo el doctor Mitchell dándole un amistoso golpe en la espalda mientras se alejaba. Fergrer ni tan siquiera se giró. El padre de Sylvia frunció el ceño, pero volvió a la conversación rápidamente—. De todas formas, en el análisis sanguíneo obtendremos respuestas a tus preguntas. Ese hombre tenía varios síntomas. Debemos esperar —reflexionó—. No sé, veremos.

—Alguno de mis hombres debe quedarse a custodiarle —afirmó McDevitt.

—¿Es estrictamente necesario? Frank, esto es un hospital en la Luna y...

—A una de las víctimas la rajaron de arriba abajo, Blake, tenía los intestinos esparcidos a su alrededor como palomitas de maíz y a los otros dos les disparó a sangre fría. Sí, si quieres una respuesta, es estrictamente necesario. No quiero más crímenes.

El doctor Mitchell le miró a los ojos y reflejó su «poder», escrutador e inteligente, cargado de intuición y experiencia.

—Está bien, doy mi consentimiento. Pero que no interfiera en las pruebas a las que se le deba someter.

—En ningún caso, doc. Luis. —Se dirigió a su compañero—: Quédate tú, luego alguno de los hombres vendrá a sustituirte. —El español asintió y se dirigió a la UVI, donde habían conducido a Lammor
.

—¿Un café, Frank? —preguntó el doctor.

—Qué te parece sí mejor vamos al depósito de cadáveres del hospital. Hemos llevado allí a las víctimas de ese sádico.

—Bueno —dijo el doctor—, el café de aquí tampoco es tan bueno.

Mientras se dirigían a la Morgue, Sylvia sintió un escalofrío de miedo que la obligó a abrazarse. Quizá la Luna también escondiese sus secretos ocultos e insondables después de todo, y ese pensamiento, la hizo estremecer.

NUEVA YORK / 16 ABRIL, 2047

HOSPITAL NEW MOUNT SINAI

—¿Estás loco, Jon? —le preguntó el doctor Bradson, subdirector del hospital, al jefe del departamento de Virología, Jon Uzarri, un español de origen vasco, pero nacionalizado americano y nominado al Premio Nobel de Medicina del año 2045. Jon parecía asustado. A su lado me encontraba yo, todavía atónito.

—Los análisis lo han confirmado. La chica, Suzanne Mannotti fue encontrada frente a las puertas del hospital ayer a las ocho menos cinco de la tarde. Se había desmayado. Tenía treinta y nueve grados y medio de fiebre, escalofríos intensos y delirios manifestados en forma de gritos y gemidos. Cuando conseguimos bajarle un par de grados la fiebre, despertó, pero no puede hablar. Temblando descontroladamente nos indicó, por señas, que hace unos cuatro días que no se encuentra bien, pero que los síntomas más fuertes aparecieron hace dos. No posee cuerdas vocales, parecen seccionadas por algún traumatismo pasado. Le hicimos un análisis sanguíneo. No tenía nada anormal. Al doctor Manson se le ocurrió hacer un estudio vírico. Y lo encontramos.

—Yo lo confirmo, doctor Bradson. Hemos encontrado antígenos específicos frente a proteínas de la doble membrana. El diagnóstico es correcto, a pesar de lo que pueda parecer.

—Pero... ¡Por Dios! —Bradson parecía una fiera enjaulada, moviéndose de un lado a otro frente a su preciada biblioteca de libros de papel—. El último caso de viruela fue especificado en Somalia... ¡en 1977! ¡Hace setenta años!

—Pues si no es el virus de la viruela es un hermano gemelo —afirmó Uzarri—. Quise confirmarlo con total certeza. Realicé un PCR, el sistema de amplificación por polimerasa. Usted sabe, doctor Bradson, que ese sistema puede amplificar una única cadena de DNA presente en el tejido o sangre estudiada. No hay error posible. Se trata de un poxvirus de doble membrana, de genoma DNA bicatenario, englobado en una nucleoproteína que constituye dos cuerpos laterales. Mis chicos están investigando si pueden sacar algo más en claro, pero es obvio que se trata de un virus infectocontagioso de alto nivel.

—Pero... es imposible. Las únicas dos muestras que se encontraban en laboratorios, en Estados Unidos y Rusia, fueron destruidas en 1998.

—Hubo mucha controversia respecto a ello, Brad —dijo el vasco—. Quizá no debieran haberlo hecho. Quizás el virus haya mutado. Si se trata de ese virus, y he ordenado que se realicen comparaciones de la homología del ADN de nuestro virus con el de la viruela que tenemos en la base de datos GENOMA, puede que nos encontremos en un problema.

—Debemos vacunar a todos los médicos, pacientes y residentes que estén en el hospital y... —Bradson estaba nervioso. Se había sentado y entre sus dedos hacía bailar una pluma dorada.

—Eso ya lo he ordenado, Brad, y espero que sirva de algo. Esa vacuna es antigua. Modificaciones en el virus harían inservible ese sistema de profilaxis. En cuanto a tratamientos... —Se encogió de hombros—, tenemos algunos antivíricos, pero no sé si serán efectivos contra él. Hemos aislado a la muchacha. Por ahora, hasta que no tengamos más datos, no podemos hacer nada.

—Está bien, Jon. Confío en ti y tú lo sabes. Haz lo que creas más oportuno. Virología e Inmunología estáis dentro del mismo caso. Prestaos los hombres que sean necesarios. Hay que evitar a toda costa que esto pueda ser descubierto por la prensa, podría provocar el caos entre toda la población. Y quizá sea precipitado.

Jon asintió con la cabeza y se levantó. Yo hice lo mismo. Tenía una extraña sensación en el estómago que me carcomía, parecía que una tribu de gusanos se hubiese instalado a sus anchas entre el clorhídrico y mordisqueara sin temor la pared estomacal. Salimos del despacho del doctor Ralph Bradson con la convicción de que teníamos un grave problema entre las manos. Y debíamos evitar que resbalase entre nuestros dedos como el agua de una fuente.

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