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Authors: Javier Negrete César Mallorquí

Tags: #Colección NOVA 83

Premio UPC 1995 - Novela Corta de Ciencia Ficción (50 page)

Las empresas Hudson ganaron, en apenas dos horas, doscientos millones de dólares. Sus acciones se dispararon en la Bolsa de San Francisco, lugar en el que se habían depositado las nuevas esperanzas bursátiles eras el hundimiento de la de Nueva York, durante el crack del 2029. Con ello ganaron otros doscientos millones de dólares. Cuatrocientos millones en un día.. El negocio del siglo.

Se fletaron dos naves coloniales en dirección al satélite, con médicos y enfermeras de varios hospitales de la ciudad y un grupo de marines, todos ellos equipados con sofisticados sistemas de tratamiento de virus calientes y contención biológica, A aquel convoy se le denominó el «Convoy de la Esperanza».

Lo que en cinco días había estado a punto de producir la hecatombe mundial, pareció resuelto en apenas veinticuatro horas— Los fármacos de la Ingent actuaron con eficacia y rapidez. Los primeros síntomas de recuperación se notaban apenas doce horas después de la primera dosis. Los gobiernos alabaron al Señor por aquella mano que les había tendido. Los médicos estaban sorprendidos de la mejoría de sus pacientes y no paraban de alabar el fármaco de las empresas Hudson. Sin embargo, había algo que quedaba en el tintero, algo que los virólogos del hospital New Mount Sinaí habían entrevisto, y habían pasado por encima sometidos a las presiones de los días siguientes al descubrimiento del virus. No todo había acabado. En realidad, aquello sólo era el inicio de lo que podía ser el futuro, una simple muestra más de la maldad humana. Y pronto sería descubierto.

TERCERA PARTE

EL INFIERNO EN LA TIERRA

HOSPITAL NEW MOUNT SINAI / 30 ABRIL, 2047

Aún recuerdo lo que sucedió aquel día gris y plomizo del mes de abril, y todavía puedo sentir los escalofríos que albergaron mi cuerpo durante varios días después. He tratado de olvidar, pero no lo he conseguido, y creo que nunca lo conseguiré. Fue el día 25 de abril, cuando ya todo parecía controlado. La epidemia alcanzó su máxima virulencia el día 22, pero con el fármaco de las empresas lngent, los síntomas desaparecieron y los pacientes comenzaron a recuperarse con rapidez. Sí, no había duda de que quedarían las marcas de las pústulas entre el treinta por ciento de las personas que habían sufrido la infección, pero eso no constituía nada mientras pudiera ser salvada la vida.

Mi corazón parecía más alegre, y mis recuerdos no podían olvidar a Sylvia, sitiada en aquel satélite tan lejano y tan cercano a la vez. El doctor Mitchell que, afortunadamente no había contraído la enfermedad, acababa de llamar diciéndome que el Viruelton que las dos naves coloniales del «Convoy de la Esperanza» habían logrado transportar hasta Génesis, le habían bajado la fiebre. No había presentado síntomas eritematosos y tampoco desórdenes neuronales. Estaba a salvo, aunque débil. La situación en el resto de la Luna parecía controlada. La crisis había acabado con ciento treinta y siete muertos. Los cuerpos de los desgraciadamente fallecidos habían sido incinerados.

Aquellas noticias hicieron que mis ánimos volvieran a ser los de siempre. El día anterior había tenido un bien merecido descanso que dediqué a dormir como una marmota, a ver la holovisión que tenía instalada en mi hogar, y a pasearme un rato por el programa-guía virtual de San Francisco que había comprado por la mañana, al salir del hospital, en unos grandes almacenes.

Visité la Transamérica Pyramid, alzándose imponente como un monolito puntiagudo hacia el cielo azul virtual, recorrí Chinatown, entré dentro de la Buddha's Universal Church, conocida también con el nombre de «Iglesia de las Mil Manos» y finalmente visité el museo de Arte Moderno. Aquellos programas virtuales me fascinaban.

Así que, cuando recibí la comunicación del padre de Sylvia, creí estallar de alegría. Fui al despacho de Jon Uzarri a explicarle las buenas nuevas, y fue entonces cuando me vi sumergido en mi peor pesadilla.

Sentado frente a la mesa donde Jon se encontraba pertrechado había un hombre al que yo no conocía, pero cuyo rostro me era tremendamente familiar.

—Bob, te presento al catedrático de virología de la Universidad de Princenton, Albert Tombstone. —Su voz parecía oscurecida por un velo de candente preocupación.

Estreche la mano del hombre, un pequeño individuo, delgado, de constitución nerviosa, pelos rizados morenos, nariz aguda y ligeramente aquilina, voz débil, casi inaudible y un detalle extraño: un ojo de cada color. Uno era verde y el otro, azul cielo, casi demasiado claro como para ser orgánico.

—Encantado —dije. Su apretón de manos apenas fue imperceptible, y aún mucho menos su «Encantado de conocerle» que transmitió el escaso metro de aire que nos separaba.

El individuo volvió a sentarse, casi desapareciendo entre el mullido acolchado de su asiento que tardó en adaptarse a su cuerpo. Parecía muy nervioso. No paraba de retorcerse los dedos de las manos hasta dejarse los nudillos de un color blanco nieve que me puso tremendamente incómodo.

—Conozco al doctor Tombstone desde hace quince años —dijo Jon cortésmente—, pero hacía unos cuatro que no le veía, más o menos. ¿No es cierto, Albert?

Cogí otro asiento y me senté junto al conocido de mi amigo, mirándole de reojo— Parecía que iba a sufrir un ataque paroxístico en cualquier momento y quería estar cerca de él cuando ocurriese, para socorrerle. Hice a Jon un gesto con las cejas de «¿Qué rayos pasa?». El me miró pero se desentendió totalmente.

—Albert me ha explicado una historia insólita y... cómo diría... Increíble.

—Es cierto, Jon. No sé por qué he tardado tanto en venir. Nadie puede creerme más que tú. Nos conocemos desde hace mucho tiempo, sabes que nunca te he mentido, y esto es demasiado grande para un hombre solo. Me arrepiento de lo que he hecho, pero ya no puedo dar marcha atrás.

—¿Qué es lo que sucede? —pregunté, curioso.

—Si lo que me ha dicho este hombre es cierto, permíteme que lo dude todavía... —Se dirigió a su compañero quien asintió con la cabeza a regañadientes—, las piezas de este gigantesco rompecabezas se transformarían en algo tan amoral e infecto que me produce náuseas sólo el pensarlo.

El doctor Tombstone bajó la cabeza, su rostro enrojecido por la vergüenza.

—... y, sin embargo —siguió Jon—, eso lo explicaría todo. La presencia de una nueva cepa vírica. El que en el interior de la cápside del virus hubiese un plásmido pBRc, que casi habíamos olvidado. La repentina aparición en televisión del doctor Beiss proclamando, orgulloso, que su empresa, la Ingent, perteneciente a la Corporación Hudson, posee un antivírico específico frente a este virus. Todo.

—¿Pero cuál es esa maldita historia, Jon? Me estás poniendo nervioso —insistí.

—Verás —dijo—, según Tombstone, todo empieza en...

La puerta del despacho se abrió con un gemido sibilante cuando la célula fotoeléctrica detectó la presencia de un nuevo invitado. Un hombre enorme, que casi mediría un metro noventa y cinco, anchos hombros y músculos prominentes que su traje oscuro dejaba simplemente entrever, apareció en el despacho. Su rostro era grande, con una ancha nariz y una boca pequeña. Su mandíbula tenía una estructura recta y firme como la pala de una máquina de construcción. Sus ojos eran pequeños y se adherían a la nariz, haciendo que su ceño pareciese estar fruncido constantemente. Llevaba el pelo muy corto, castaño brillante, y nos apuntaba con una Magnum 357 con mira láser y un largo silenciador cilíndrico de unos veinte centímetros.

Tombstone perdió el poco color que quedaba en su rostro, asemejándose a la víctima de un vampiro que le hubiese extraído hasta el último ápice de su fluido vital. Se había quedado paralizado. Sus manos, hasta entonces nerviosas y temblorosas, ahora estaban rígidas e inmóviles. En realidad todos parecíamos haber dejado incluso de respirar. Jon fue el único que pareció reaccionar.

—¿Quién diablos es usted? Voy a avisar a los hombres de seguridad del hospital. —El español, cargado de temperamento, intentó pulsar el íntercomunicador. Digo intentó, porque dos bufidos, de un sonido no superior al surcar del aire cuando se lanzan los dardos en dirección a una diana, destellaron, suavemente, desde el silenciador. Pude ver, aterrorizado, el pecho de Tombstone reventando. Dos enormes orificios se abrieron a la altura de su torso despidiendo sangre a nuestro alrededor, sobre la mesa, sobre los asientos... El cuerpo sin vida del que había sido el doctor Tombstone quedó hundido, incrustado en el sillón de cuero donde vi las señales oscuras de pólvora por las cuales las balas de la 357 habían encontrado su salida. La cabeza del doctor caía descuidadamente sobre su pecho, y de sus labios surgía un fino hilillo de sangre que resbalaba por su barbilla.

Miramos atónitos a aquel asesino frío, serio, que se encontraba frente a nosotros. Una débil sonrisa se diluyó rápidamente entre sus labios.

—Por favor —dijo con una voz suave y melodiosa—, ¿serían tan amables de acompañarme hasta el aparcamiento del hospital? No me gustaría tener que volver a repetir lo que acaban de ver.

Mis ojos se posaron en los de Jon. Había enmudecido. El siempre agradable color de su rostro se había visto ensombrecido por aquel acto brutal y violento, a sangre fría. Noté sus mandíbulas tensas, los dientes apretados con fuerza, aquella pequeña vena que latía sobre su sien izquierda cuando la rabia era contenida. No tuvimos demasiadas oportunidades. Nos levantamos y nos dirigimos hacia donde se encontraba aquel individuo. Se puso a nuestras espaldas. Se acercó a Jon y apoyó el cañón del arma, sin el silenciador, que había quitado con rapidez, guardándoselo en la chaqueta, aún humeante, sobre las costillas de mi amigo.

—En marcha hacia el levitador.

Desgraciadamente en el pasillo no había nadie más que una enfermera que nos saludó cordialmente, con una candorosa sonrisa, sin percatarse de lo que estaba sucediendo. No podíamos escapar. Llegamos hasta el levitador, y subimos en él. Jon mantenía los puños cerrados, y vi sus nudillos transformarse en blancos huesos de marfil. Yo no me atreví a hacer nada. Sabía que cualquier movimiento extraño que realizase acabaría con la vida de mi amigo. Llegamos al aparcamiento. Salimos con el oscuro cañón apuntando a nuestras espaldas. Y entonces vi caer a Jon, a mi lado, fulminado. Intenté dar un grito. No había visto el destello del disparo, ni lo había oído. Nada. Quise correr hacia él, agarrarle antes de que cayera al sucio. Sentí un aguijonazo en la nuca, un calor que se extendía rápidamente desde la base de mi cerebro al resto de mi cuerpo como una corriente abrasadora y todo se nubló a mi alrededor, transformándose en una mancha oscura y negra que creció con rapidez, hasta que el mundo desapareció de mi vista y creí morir. Mi último pensamiento fue para Sylvia, demasiado lejos. Debía haber ido a la Luna con ella. Aquel reproche se esfumó con mi conocimiento. No recuerdo nada más.

Cuando desperté, la cabeza me pesaba enormemente. Escuché murmullos. Intenté decir que detuviesen la habitación, que no paraba de girar y girar, pero no pude articular palabra. Sentí náuseas. Los efectos del narcótico, pese a todo, se desvanecieron rápidamente. Vi a Jon, de pie, a mi lado, interesándose por mí estado, y después oí una voz desconocida, ligeramente aguda.

—Déjele, no le pasa nada. Les hemos inyectado una droga que les ha producido somnolencia, simplemente. No se preocupen. El doctor Hammond estará perfectamente en unos minutos.

Miré a mi alrededor. No sabía cuánto tiempo habíamos estado durmiendo, pero a mí me habían parecido siglos. Nos encontrábamos en un enorme despacho iluminado con luces halógenas que brillaban desde todos los lugares de la sala. El suelo estaba enmoquetado de un color rojo escarlata, precioso. Había una chimenea del siglo pasado, apagada, y junto a ella se encontraba el individuo que había matado al doctor Tombstone. Al otro lado de la habitación descansaba una biblioteca repleta de libros y CD-libros cuidadosamente ordenados. La luz de las lámparas tenía una cierta tonalidad azulada que recubría todos los objetos y personas que allí nos encontrábamos, dándonos un aspecto misterioso, casi irreal. Jon, como he dicho, estaba de pie, imponente, serio, y en sus ojos brillaba la excitación y la rabia. Yo estaba sentado en un sofá de cuero animal que debía haber sido conseguido en el mercado negro por un buen puñado de dólares. Me levanté y me coloqué junto a mi colega.

Frente a nosotros, tras una mesa de baquelita, negra y rutilante, se encontraba un hombre mirando a través de una impresionante ventana que ocupaba toda la pared. Daba la sensación de que no existía límite alguno entre la ciudad y aquella sala. La Estatua de la Libertad de Bartholdi se alzaba, imponente, no muy lejos de donde nos encontrábamos. Había oscurecido. En la lejanía una tormenta destellaba relámpagos tras los rascacielos y las acrópolis de Nueva York. Las estrellas parecían contemplarnos indiferentes, semiocultas entre las nubes que ennegrecían aún más la noche. Potentes focos luminosos resbalaban su luz sobre aquel símbolo americano, irónicamente cedido por Francia en conmemoración de la alianza entre ambos países durante la Guerra de la Independencia. Varios aeromóviles revoloteaban a su alrededor como diminutos insectos brillantes, adoradores de la Gran Dama, que alzaba su antorcha, orgullosa, hacía la tormenta. Sentado junto a la mesa se encontraba el hombre que había visto en la televisión días atrás, el doctor Beiss. Mis ojos volvieron a posarse en el individuo que contemplaba la ciudad, desde... pensé, cerca de Brooklyn Heights, teniendo en cuenta la posición de la enorme estatua. Era un hombre alto y fuerte. Vestía un elegante traje gris oscuro tradicional y clásico, a pesar de que aparentaba ser joven, de rasgos delicados, delgados y suaves. Sus manos, en las que brillaban varios anillos con engarces de gemas preciosas, habían pasado por la manicura recientemente. Sus cabellos eran cortos, oscuros, perfectamente peinados hacia atrás. Cuando se volvió hacia nosotros pude ver sus ojos. Y me estremecí. Eran unos extraños ojos amatista que, ocultos en profundas oquedades de su cráneo, parecían escrutar a su interlocutor. Brillaban con inteligencia y parecían atentos a cualquier mínimo detalle y movimiento.

—Ah, doctor Hammond, parece que ya se ha recuperado, ¿no es así?

Asentí frotándome con suavidad la nuca. Noté el lugar donde me habían aguijoneado con la carga de narcótico.

—¿Por qué nos han traído aquí? —La voz de Jon fue suave, pero atisbé en ella un leve aire de resignación y comprensión.

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