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Authors: Javier Negrete César Mallorquí

Tags: #Colección NOVA 83

Premio UPC 1995 - Novela Corta de Ciencia Ficción (45 page)

Tras recorrer un interminable pasadizo de metal, cilíndrico, tenuemente iluminado por fibra óptica oculta en las paredes, que le dio la sensación de caminar por el intestino delgado de algún monstruo antediluviano, tuvo que resignarse a sorprenderse. Cúpula Hospital se abrió ante sus ojos como una enorme burbuja de cristales translúcidos que proyectaban una luz azul ciclo sobre todo lo que le rodeaba, dándole, inmediatamente, una benefactora sensación de tranquilidad y de paz. El hospital se abría en su interior, formado por tres plantas escalonadas de acero y hormigón, cuyo alrededor estaba salpicado por inmensas zonas verdes de cuidados céspedes. Allí varias personas, algunas en sillas de ruedas, parecían rehabilitarse tras alguna larga estancia en el centro. Él había creído que las burbujas contendrían estómagos metálicos comunicados por pasadizos como el que acababa de recorrer, un mundo de acero deshumanizado y agobiante donde sería difícil vivir. Se había equivocado. Aquello se parecía demasiado a la Tierra. Sonrió torpemente. Momentos después fue en busca del doctor Fergrer, sumergiéndose en el hospital colonial, como una abeja dentro de una enorme colmena.

Cuando el doctor Fergrer le vio tuvo ganas de salir corriendo. Se asustó. Llevaba varios días con los nervios tensos como cuerdas de acero. Y aquel ser que tenía delante era lo único que le faltaba. Sabía que alguien le traería un órgano. ¡Cielo santo, un órgano! Aún no sabía cómo había podido meterse en aquel embrollo. Debía haberse dado cuenta de que algo no funcionaba bien cuando el alcalde de Génesis, el máximo responsable de la burocracia y diplomacia de la colonia, Burt Loncast, le invitó a su casa de Cúpula Residencia. Él creyó inicialmente que quería manifestarle su agradecimiento tras la operación de aquel minero que había sido atropellado por una Máquina Prospectora, al que salvó implantándole una prótesis biomecánica de pierna y realizándole un
bypass
en una arteria coronaria. Al doctor Mitchell, el director del hospital, muchas veces le había invitado para felicitarle. Pero no era una felicitación. Quería algo más... tenebroso. Había oído que en la Tierra existían los Degolladores. Y necesitaba un órgano. Su hermano, el vicepresidente de la empresa Runaway-Inc, asociada de la Matsushita Corporation, presentaba un cáncer terminal de hígado que podía llevarle a una insuficiencia hepática en cualquier momento. La cirrosis estaba muy avanzada. No había tiempo de realizar un cultivo de hepatocitos para clonar el órgano, incluso hubiese sido muy difícil encontrar alguna célula hepática en buen estado. ¿El estaría dispuesto a realizar la operación? Era ilegal. No podían usarse las instalaciones médicas oficiales en una intervención con órganos provenientes del mercado negro, provenientes de... un asesinato, pero... trescientos mil lunaits le convencieron. Eso representaba, en la Tierra, casi un millón de dólares. Ahora se arrepentía de haberlo aceptado. Aquel ser que tenía delante, vestido de negro, parecía haber surgido del infierno creado por la imaginación de Dante.

Se encontraban en una de las salas de autopsias. Varias camillas metálicas descansaban vacías de cadáveres. Un sistema generador de láser se encontraba en uno de los extremos. Numerosas lámparas halógenas, formando un círculo de luz, nacían del techo de la sala para caer sobre cada una de las camillas. Algunos monitores, ciegos, oscurecidos como ojos ciclópeos, les observaban desde una pared vacía.

—Aquí tiene lo que necesitaba, doctor. —Sabía que no debía pronunciar ningún nombre que le comprometiese ni a él, ni al doctor, pero su instinto le decía que tampoco debía fiarse de un medicuchocomo aquél. Estaba demasiado nervioso. Podía ser un cebo de la policía. Sabía que se estaba haciendo excesivamente popular entre los Degolladores y aunque dudaba de que su fama hubiese llegado hasta un lugar tan lejano, no quería dejar nada al azar. Sabía que el azar jugaba malas pasadas a los crédulos.

El médico miró los sistemas de control del líquido de perfusión y asintió con la cabeza, mientras sus ojos brillaban de excitación, y sus dedos temblaban de miedo.

—A partir de ahora lo dejo en sus manos. Teclee su nombre clave aquí.

Lammor extrajo de su gabán un pequeño microordenador con pantalla líquida LCD. Nadie sabía los nombres claves de los que intervenían en una entrega, pero servía como prueba de que había sido recibido el «paquete». Lammor conocía a un Degollador, un tal Samuelson, que no hizo teclear su nombre en clave al receptor. Su Servidor no creyó que hiciese la entrega, supuso que había vendido el órgano a un mejor postor. El receptor afirmaba que nunca el órgano llegó a sus manos. Lammor sabía con certeza que la recepción había sido realizada, pero Samuelson acabó convertido en una antorcha humana cuando su apartamento, en Los Angeles, se transformó en la garganta de un dragón enfadado. La explosión se oyó a cuatro manzanas. Él no quería acabar así.

—El nom... nombre en clave, sí... sí, tiene razón. —Con unos dedos delgados y temblorosos escribió su código, que sólo el Servidor podía descifrar.

—Adiós, doctor —dijo Lammor guardándose el microordenador. Se dio la vuelta y con grandes zancadas que abrieron su gabán con cada paso que daba, desapareció por el pasadizo de las salas de disección en busca de la salida. Misión cumplida. No quería estar demasiado tiempo en compañía de aquel médico, le ponía nervioso y acentuaba el ardor que desde hacía un rato le había comenzado a carcomer el esófago.

El doctor Fergrer miró la maleta que contenía el hígado y se secó el sudor que brotaba de su frente. La miró como si se tratara del Arca de la Alianza. Había roto su juramento hipocrático. Había destrozado su carrera, pero ya nada podía hacer para evitarlo.
«
Alea jacta est», pensó. La suerte estaba echada. Suspiró algo más tranquilo al no encontrarse frente a aquel hombre. El silencio le embargó completamente. Oyó su respiración, casi jadeante, ascender y descender con rapidez junto a su pecho. Su corazón desbocado parecía latirle a la altura de la boca, intentando salir por ella. Respiró profundamente. El silencio parecía aprisionarle como una invisible mano. Era el momento de salir de allí. Tenía que preparar la operación, tenía que llamar al paciente, tenía... que hacer demasiadas cosas. Cogió la maleta con el indicador del líquido de perfusión brillando con un intenso verde esperanza y desapareció mientras la compuerta mecánica gemía de dolor. Era hora de trabajar.

COLONIA LUNAR GÉNESIS / 15 ABRIL, 2047

—No estoy de acuerdo contigo, Frank. Yo creo que los Bears este año pueden ganar perfectamente— dijo Ruiz con su acento español—. Más aún, te diría que el año pasado los jueces del Smash-Death estaban comprados.

—Sí, hombre —rugió el jefe de policía mientras tecleaba el informe de la pérdida de una cartera con mil lunaits en el Bala Residencia-Mina—. Y también me dirás que Wally Fergurson tuvo la lesión en su hombro porque Zeus bajó del Olimpo y le pegó con un rayo en el hombro.

Luis Ruiz se encogió de hombros. Luis era español, de un pueblecito cercano a Madrid, y uno de los primeros colonos de esa nación dispuestos a visitar el satélite. Fue uno de los cinco hombres que, junto con Frank, hicieron nacer la ley en la Luna. Su rostro era pálido y sus facciones redondeadas, su cabello moreno, de un color negro brillante, que él mantenía siempre cortado al estilo marine y que cubría, la mayoría de las veces, con una gorra en la que se leía
«Spain Forever
» en letras amarillas. Sus o)os eran grandes y escrutadores, y su casi metro ochenta de estatura impresionaba realmente. Hacía tres años que se había casado con una americana, allí, en la Luna, una ingeniera de la Runaway-Inc, trasladada al satélite para controlar las prospecciones mineras, y estaban a punto de tener un hijo. A Frank le gustaba Ruiz. Era sincero y trabajador y, sobre todo, podía contarse con él en momentos de apuro.

Luis se levantó de su asiento giratorio y fue hacia la máquina de café, tras sortear varías mesas sobre las que descansaban pantallas de vídeo y ordenador.

—Cuántas veces os he dicho que esa máquina de café sólo os sirve aceite grasiento que... —musitaba Frank, resignado.

Un muchacho joven, rubicundo, asomó la cabeza por la compuerta de la sala de ordenadores dejando al jefe de la policía con una palabra flotando en el aire. Le reconocieron como a uno de los hombres de Walter, Sección Comunicaciones.

—Jefe McDevitt, creo que es mejor que venga. Tenemos problemas.

Frank cruzó una mirada con Luis y ambos acompañaron al muchacho, en silencio.

Walter Ford, rechoncho y sudoroso, se encontraba inclinado sobre su enorme barriga, tecleando con rapidez sobre los sistemas de control.

—¿Qué ocurre, Walter? —preguntó Frank al pasar por la puerta.

—No lo sé, jefe. Creo que hay un incontrolado en la zona recreativa. Recibimos una comunicación por radio del dueño del bar Shark hace un minuto, y hemos oído un disparo, después se ha cortado. Hemos intentado acceder a la cámara de vídeo del recinto, pero sólo obtenemos estática.

—La ha destrozado, diría yo —indicó Ruiz
.
Frank asintió.

—¿Quién está más cerca de la zona recreativa?

—Lancaster y Harris —señaló Walter inmediatamente.

Frank ya salía por la compuerta acompañado de Ruiz cuando dio las órdenes.

—Diles que vayan para allá y que no intervengan a no ser que sea necesario. Nosotros estaremos allí en cinco minutos. —Se dirigió a su compañero—. Ve al armero y pídele a Pitt dos escopetas, me encontraré contigo en el hangar. —Todas las cúpulas poseían un pequeño espaciopuerto para albergar alguna nave, un sistema de acceso a las aeroambulancias, por si había algún accidente. También estaba al servicio de la comisaría, donde se encontraban los vehículos policiales, naves de acero azul, rápidas y manejables, que todos los ciudadanos de Génesis conocían.

—Perfecto, Frank.

Hacía tiempo que no sucedía algo importante, recordó el jefe de la policía lunar, mucho tiempo. Desde que Joseph Bilbur asesinó a su compañero de trabajo, arrancándole el conducto de respiración de su traje autónomo mientras estaban en la prospección porque pensaba que se entendía con su mujer, Frank no recordaba ninguna otra alerta. Y de eso hacía ya un par de años. Sintió un escalofrío que ascendió por su columna mientras se abrochaba el cinturón del cual colgaba su arma reglamentaria. Tenía un mal presentimiento. Y eso no le gustaba. No le gustaba nada en absoluto.

Tardaron tres minutos en llegar a la zona recreativa. El aerovehículo descendió pesadamente sobre los hangares de la cúpula. Luis y Frank corrieron hacia el Shark.

—¡Dime dónde se encuentra! —gritó el jefe de policía a su micrófono entre respiraciones agitadas.

La voz de Walter sonó metálica pero perfectamente audible. Él les guiaba desde control.

—A la derecha... Ahora debéis estar en la calle Moon 43... frente a vosotros debéis tener el cine Parker... seguid recto...

—Sí —gimió Ruiz—. Afortunadamente las horas en el gimnasio sirven para algo.

La gente se retiraba asustada a su paso. Nunca antes habían visto al jefe de policía y a uno de sus hombres correr desesperadamente por las calles de Génesis. «Lástima que el tráfico de aeronaves por el interior de las cúpulas está prohibido excepto para las ambulancias», pensó Frank en un
flash
de nerviosismo, pero eso, bien lo sabía, podía constituir un peligro. Un accidente y la bóveda podría transformarse en un infierno de muerte y destrucción. Tal como el pensamiento cruzó su mente, desapareció.

—¿Falta mucho? —preguntó el español.

—¡A vuestra derecha! ¡Lo tenéis a vuestra derecha! —gritó Walter.

Varias personas salieron corriendo del local, con rostros asustados, y no se detuvieron cuando Luis intentó saber qué era lo que estaba sucediendo en el interior y cuántos eran los causantes de los disturbios. Sobre la compuerta un letrero luminoso rezaba: «Bar Shark. Delicias Lunares.» Irrumpieron en el recinto como una exhalación sigilosa y expectante. Luis cubrió al jefe de policía con la escopeta mientras éste entraba agachado. Después lo hizo él.

Frank recordó entonces que conocía aquel sitio. Era un salón enorme, con mesas de brillantes colores alrededor de las cuales descansaban cómodas sillas. Sí, ahora lo iba recordando. Había estado allí con Sam. Servían unos deliciosos buñuelos terrestres de pescado y un magnífico vino de California. Pero, ¿Qué era lo que sucedía? Se incorporó apuntando con la escopeta a aquel hombre. Lancaster y Harris también lo tenían en su punto de mira. Aquello no era lo que él recordaba. Las mesas estaban volcadas, y las sillas esparcidas sobre el suelo de mil formas posibles. La barra, formada por tubos de colores llenos de agua por donde ascendían pacientemente burbujas de aire, estaba destrozada, y en un lado, la hoja de un hacha de mano estaba hundida en la madera, casi hasta el mango.

¡Cielo santo! —susurró Luis, señalando a Frank con sus ojos un lugar donde una lámpara había reventado y su luz titilaba semiocultando sus secretos.

Un arroyo de sangre se extendía sobre el arlequinado dibujo que formaban las losas del suelo. Provenía de un hombre o de lo que quedaba de él. Su pecho estaba abierto en dos y sus intestinos caían despreocupadamente a un lado. Los ojos del cadáver miraban vidriosos y Frank ahogó un grito al pensar que en ellos estuviera impregnada su muerte. El cuchillo con el que le habían diseccionado descansaba a su lado, con la sangre aún fresca, deslizándose por su afilada hoja. Un par de metros más allá había dos personas más, una de ellas sobre una mesa, caída boca abajo. Frank vio varías heridas de bala en su espalda. La sangre resbalaba lentamente por la superficie blanquecina de la mesa formando un mar rojo sobre el suelo. Junto a él, sentada en una silla había una mujer, con un agujero de bala en la frente. La parte trasera de su cabeza había desaparecido esparciéndose en una mancha escarlata repugnante sobre la pared que tenía detrás.

Frank sintió que se le revolvía el estómago. Las náuseas se cebaron en él, pero aguantó. Se llevó la escopeta al hombro y apuntó al causante de aquella pesadilla. Cuando lo vio, el corazón pareció saltar en su pecho, dándole un vuelco que le hizo daño. Era un hombre alto, muy alto, vestía de negro, pero su gabán estaba roto y la ropa caía en pedazos, harapos de muerte. Su pelo azul estaba alborotado, y varios mechones caían sobre su rostro, sudoroso y tremendamente pálido. Las ojeras, de color marrón destacaban sobre la blancura de su piel. Sus manos temblaban. Una de ellas mantenía una de las nuevas pistolas automáticas de la casa Colt apuntando a la sien de una joven tremendamente asustada a la que sujetaba por el cuello con un enorme brazo, manchado de sangre. Frank no quiso pensar en cómo había introducido el arma en la colonia o de dónde podía haberla sacado. La certeza de que aquel hombre le traería problemas ahora era algo más tangible y real, demasiado real.

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