Proyecto Amanda: invisible (17 page)

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Authors: Melissa Kantor

—¡Qué bonito es el amor verdadero! —exclamó.

Era agradable pensar que Lee estuviera enamorado de mí, aunque estaba segura de que en realidad no era así.

—Venid —dijo Traci—. Jake está montando la máquina de karaoke.

Keith se acercó a Kelli y la rodeó con el brazo.

—Es posible que te desmayes cuando me escuches cantar —dijo—. Soy muy bueno.

—Ya veremos —dijo Kelli, y sacudió la cabeza para apartarse un mechón de pelo de la cara.

—¡Vamos! —dijo Traci. Tenía agarrada a Kelli por el brazo, pero su orden estaba dirigida a todos nosotros—. Y ni se os ocurra escaquearos de cantar.

Lee se separó de la encimera y me cogió de la mano. Supe que no habría manera de poder escaparme del juego para llamar a Hal y a Nia sin que se notara. Además, ¿para qué quería llamarles? Ellos no eran mis amigos. Mis amigos estaban en esa fiesta, conmigo. Y mi novio, por fin me atrevía a decirlo abiertamente; también estaba allí. Con una sonrisa de alivio y confianza, dejé que Lee me condujera por la puerta de la cocina en dirección al cuarto de estar, de vuelta a mi verdadera vida.

Capítulo 22

Estoy corriendo, corriendo a través del bosque, pero no soy yo. Conservo mi conciencia, pero en cierto modo no soy yo. Estoy cubierta por algo suave y peludo. Llevo un abrigo de piel. No, mejor dicho soy un abrigo de piel. Soy fuerte, mis piernas me llevan sin esfuerzo, aunque estoy corriendo más rápido de lo que he corrido en toda mi vida, pero no estoy cansada. Estoy al má­ximo. Soy fuerte y valiente. Soy un oso, un gigantesco oso negro. Puedo alcanzar las ramas más altas de los árboles y...

Escucho gritos. Gritos de terror. Alguien está sufriendo un terrible dolor. Solo yo puedo salvarlo. Mi reverso osuno puede hacerlo, «ya voy» pienso. «No tengas miedo, ya estoy llegando». Pero no consigo encontrar a quien quiera que esté gritando. Estoy perdida en el bosque. Los gritos son cada vez más fuertes, no podré soportarlo mucho más. «Aguanta, aguanta. Ya estoy llegando». De repente, me encuentro en un claro. Luces. Veo luces. Una carretera. Una autopista. Me ciegan unas potentes luces giratorias y descubro que los gritos proceden de la sirena de una ambulancia. En el suelo veo el cuerpo de un diminuto conejo blanco, aplastado y cubierto de sangre. Mi corazón de oso late con fuerza. Tengo que salvarlo. Pero no puedo llegar hasta él. El bosque es demasiado espeso y me impide avanzar. «No, por favor. No. Puedo ayudar. Quiero ayu­dar». Pero no puedo pensar. Las sirenas son demasiado estri­dentes; el bosque es demasiado poderoso. Por favor, por favor, yo...

¡Ring, ring, ring!

Me incorporé como un rayo. Me llevó un buen rato darme cuenta de que estaba en casa, en mi cama, y de que mi móvil estaba sonando. ¿Cuánto tiempo llevaría haciéndolo? Al principio no conseguí que mis piernas se movieran, y tropecé mientras intentaba cruzar la ha­bitación hacia el lugar donde se encontraba el teléfono, al borde de la alfombra.

—¿Diga? —tenía la voz ronca. A través de las cortinas abiertas que no me había molestado en echar cuando me había ido a la cama, pude ver que ya era de día.

—¿Callie?

—Sí, soy yo.

No reconocí la voz de la chica que me estaba lla­mando, pero era difícil concentrarse después de aquel sueño que parecía haber envuelto mi cerebro como una sábana húmeda y pesada.

—Soy Nia.

—Ha, Hola, Nia.

Sentarme derecha me ayudó a centrarme. Por ejemplo, percibí que Nia no estaba entusiasmada precisamente por haber tenido que llamarme. No sé cómo me habría sentido en circunstancias normales, pero en vista de que su llamada me había librado de esa pesadilla me sentí agradecida.

—¿Te he despertado? ¿Ayer fue una gran noche?

Eché un vistazo a mi despertador. Eran las ocho y veinte. ¿Quién llamaba un domingo a las ocho y veinte de la mañana?

—Eh, no exactamente —me pregunté qué diría Nia si pudiera leerme la mente, si supiera las pocas ganas que había tenido de ir a la fiesta de Liz—. No fue para tanto.

—Perdona si te he despertado —dijo, aunque no parecía sentirlo demasiado.

—No pasa nada —traté de parecer más despejada de lo que estaba—. ¿Qué ocurre?

—He estado hablando con Hal: piensa que debe­ríamos juntarnos para preparar un plan. Puede que de­bamos investigar esas direcciones.

—Sí, me parece bien —mientras hablaba, el recuerdo de aquel inquietante sueño se fue disipando. Me recosté en la silla. Había luz. Era de día. Todo iba bien—. ¿Quieres ir hoy? ¿Esta mañana?

—Tengo que ir a la iglesia.

—Ya —dije—. La iglesia.

¿No se suponía que la religión debía hacerte tole­rante y cariñoso? De ser así, creo que a Nia le haría falta ir más de una vez a la semana.

—Y después veremos la cinta de vigilancia. Si es que te apetece venir, claro.

Lo raro es que sí me apetecía. Cuando estaba con Lee y con las Chicas I, tuve la sensación de que Amanda, Hal y Nia formaban parte de la vida de otra persona. Pero ahora que Nia y yo estábamos hablando por teléfono sobre la cinta que había robado del des­pacho de Thornhill, no podía imaginarme pasar el día con nadie más que ellos.

¿Sería un signo de que estaba empezando a sufrir un grave caso de esquizofrenia?

—Entonces pásate por aquí sobre las doce. Podemos ver la cinta y... —Nia bajó la voz—. Quiero hablar contigo de la postal.

—¿La has descifrado? ¿Contenía algún mensaje? —de repente, empezó a temblarme la mano. ¿Qué estaba in­tentando decirnos Amanda?

—Bueno, lo único que sé es... —al otro lado del teléfono, alguien voceó su nombre y Nia le respondió—. ¡Ya voy, mamá— después volvió a dirigirse a mí—. Escucha, tengo que irme. Te veré a las doce. Vivo en el número doce de Pinecrest Avenue, nada más salir de Maple Road. ¿Sabes dónde está?

—Sí, claro —dije—. Es decir, lo encontraré.

Maple Road era una zona lujosa no muy lejos del centro. No era lujosa en el sentido del vecindario de Heidi, en el que cada casa tenía una piscina y todas estaban construidas en torno a un campo de golf. Maple Road era más antiguo y elegante, con grandes extensiones de césped sombreadas por robles enormes y antiquísimos. Las casas se habían construido más o menos al mismo tiempo que las de mi barrio.

Tuve la impresión de que, aparte de estar cons­truidas en las mismas fechas, nuestras casas no tendrían nada más en común. ¿Qué posibilidades había de que uno de sus padres hubiera llenado su casa de principios de siglo con cientos de ramas muertas o de que su familia estuviera a punto de ser desahuciada?

—Vale —dijo Nia—. Te veré a las doce.

—A las doce, pues —asentí.

Salí al pasillo y me dirigí al baño. Mientras esperaba a que el agua de la ducha saliera caliente, traté de no sentirme celosa de que hubiera gente en el mundo que pudiera invitar a sus amigos a casa.

Cuando Nia me abrió la puerta, me quedé estupefacta al ver cómo iba vestida. Llevaba un vestido azul marino, con un canesú ajustado y varias filas de botones diminutos, y una falda plisada. Todo ello lo había combinado con unos leotardos estampados y unos botines. El conjunto era absolutamente fabuloso, igual que su pelo, recogido en una coleta. De repente era yo la que iba vestida como una apestada social, con mis vaqueros y mi sudadera vieja. ¿Qué habría transformado a Nia en una experta en la moda de los años 40?

¿O sería mejor preguntar quién sería el responsable de semejante cambio?

—Hola —dije.

Pensé en hacerle un cumplido por su aspecto, pero no estaba de humor para ser recibida con la típica con­descendencia de Nia. En lugar de eso, le hice un cum­plido por otra cosa.

—¿Qué es lo que huele tan bien?

Antes de que ocurriera todo, mis padres eran unos magníficos cocineros, pero nunca habían preparado nada que oliera tan bien como lo que se estaba coci­nando en casa de Nia.

—No es nada —dijo Nia mientras me conducía des­de el vestíbulo hasta la moderna cocina de acero inoxi­dable en donde se encontraba su madre revolviendo una gigantesca sartén cuyo contenido no pude ver— Solo es mi madre.

—Solo es mi madre, solo es mi madre —repitió la madre de Nia—. ¿Qué tal sonaría «es mi encantadora madre» ¿O «mi maravillosa madre»?

Removió una vez más la comida y se dio la vuelta para mirarnos.

—Hola —me dijo—. Tú debes de ser Callie.

—Hola, señora Rivera —dije.

Por norma general, cuando conoces al padre de un amigo le llamas por su apellido, te suele decir: «Por fa­vor, llámame Beth, o Linda, o lo que sea». Pero me dio la impresión de que la señora Rivera no era de esa clase de madres, y estaba en lo cierto, pues no me dijo su nombre de pila. Eso sí, me estrechó la mano con un cálido apretón y me besó en las mejillas, con tanto entusiasmo que creí sus palabras cuando me dijo que estaba encan­tada de conocerme.

—Yo también —le respondí.

Como su marido y ella eran muy estrictos con el lema de la iglesia y con lo de la noche en familia, me ha­bía imaginado a la señora Rivera como una persona mu­cho más mayor, más como una abuela que como una madre. Me la había imaginado en bata y pantuflas, ha­blando con palabras antiguas y mirándome con la sus­picacia que suele dedicarse a los desconocidos. Ahora que la tenía delante, me di cuenta de lo estrecha de mente que había sido. La madre de Nia parecía muy jo­ven y era atractiva, con una melena negra y la piel muy blanca. Llevaba puesto un delantal, pero debajo de él se veía un traje negro muy elegante, y llevaba unos taco­nes tan altos que me costaba creer que pudiera caminar con ellos en línea recta.

Entonces sonó el timbre de la puerta.

—Ese debe de ser Hal —dijo Nia.

—Ah, el famoso Hal —la señora Rivera me guiñó un ojo, como si me creyera cómplice de una especie de bro­ma privada.

—Eh, mamá, ¿has visto las llaves de mi coche? —era Cisco, el hermano de Nia, que había entrado en la co­cina. Iba sin camiseta y, aunque traté de contenerme, no pude evitar echarle un buen vistazo a uno de los tíos más buenos del Endeavor con el pecho al aire.

—Hola, Francisco —dijo la señora Rivera imitando su tono de voz—. ¿Qué tal si te pones algo de ropa encima cuando tenemos invitados?

—Yo... Eh, lo siento, mamá. No sabía que había veni­do nadie —dijo Cisco. Parecía realmente avergonzado, co­mo si no fuera la clase de chico que va por ahí habitualmente con el torso desnudo, con la idea de lucirse ante las chicas. Durante un segundo, nuestras miradas se cru­zaron, pero pronto miramos hacia otro lado, ruborizados.

La señora Rivera lo echó agitando las manos.

—Ya te disculparás luego, ahora ve a adecentarte —dijo.

—Está bien —dijo Cisco, mientras se daba la vuelta para irse—. Luego nos vemos, Callie.

¡Cisco Rivera sabía mi nombre! ¿No es increíble? Mientras salía, estuvo a punto de chocar con un hombro alto y atractivo que supuse que debía de ser el señor Rivera, que me vio casi al mismo tiempo que a su hijo.

—¿No crees que te hace falta una camiseta, señorito? —le dijo a Cisco. Después me dirigió una sonrisa—. Hola, soy el padre de Nia.

—Ya voy, ya voy —dijo Cisco—. ¿Has visto mis llaves del coche?

—No habrás vuelto a dejártelas dentro del coche, ¿verdad? —preguntó el señor Rivera.

—Es posible —dijo Cisco—. ¡Pero si lo hice no fue culpa mía! Si me consiguierais algo mejor que un Accord de cien años de antigüedad, no me dejaría siempre...

—¡Francisco Rivera! —dijo su padre, y su voz me hizo alegrarme de no ser la única que se había dejado las lla­ves en el coche alguna vez—. No me digas que te estás quejando después de que te regaláramos ese coche por tu cumpleaños.

—No, papá, solo estoy diciendo que...

—Que en el futuro tendrás más cuidado con las lla­ves, ¿verdad?

—Sí —dijo Cisco bajando la mirada—. Por supuesto.

—Creo que ese cacharro que compraste en la ferretería para abrir la puerta está en el garaje, al lado de la bici de Nia —dijo la señora Rivera.

El señor Rivera negó con la cabeza.

—Y ahora ve a ponerte algo encima.

—¡Que ya te he oído!

Aunque me dio pena que se marchara Cisco, su­puse que sería lo mejor. Me habría resultado imposible actuar con normalidad ante los padres de Nia si ese dios griego que tenían por hijo seguía paseándose por allí sin camiseta.

—Me llamo Callie —le dije al señor Rivera, esperando que no se hubiera dado cuenta de que me había estado comiendo con los ojos a Cisco.

—Encantado de conocerte, Callie —dijo.

El señor Rivera era alto, guapo y de piel oscura; casi me daba corte mirarle. Durante un segundo me pre­gunté si sería una estrella de cine, pero después recordé que era el director ejecutivo de alguna empresa impor­tante. Aun así, su esposa y él eran una de las parejas más glamurosas que había visto nunca fuera de una revista. Por suerte, cuando se acercó a estrecharme la mano, no me besó como hizo la madre de Nia. No creo que hubiera sido capaz de resistirlo.

El señor Rivera se dirigió a su mujer.

—Cariño, ¿has cogido el papel que estaba sobre la mesa del comedor?

—¿El artículo? —estaba de espaldas a su marido, con la cuchara hundida de nuevo en la sartén. Cuando re­movió el contenido, lo que estaba cocinando despidió un olor exquisito.

—Mmm —se relamió el señor Rivera—. ¿Qué es eso?

Se acercó a los fogones y ella le acercó la cuchara para que probara la comida.

—Ay, Ramona, ¡está delicioso! —dijo, y le besó las puntas de los dedos. Después intentó quitarle la cuchara y volver a sumergirla en la sartén, pero ella le apartó.

—¡Fuera, fuera! ¡Ve a leer el artículo!

—No, ahora me apetece comer —dijo entre risas, y volvió a intentar coger la cuchara.

Ella también se rió y siguió apartándole. Después dijo algo que ya no oí bien, y él le respondió. Al verlos bromear de esa manera, me puse a pensar en mis padres, y junto con ese nudo que se me formaba en la garganta, y al que ya estaba tan acostumbrada, sentí también una oleada de esperanza.

Me sentí aliviada cuando Nia regresó a la cocina seguida de Hal, y aún mejor cuando se lo presentó a sus padres; así pude confirmar que era la primera vez que iba a su casa. Me había imaginado que llevaban meses saliendo juntos, puede que con Amanda, de modo que ambos sabrían de la existencia del otro. En cierto modo, me relajó saber que él también era un extraño allí, como si los tres estuviéramos en igualdad de con­diciones.

—Nos vamos a ir a la sala de estar, ¿vale? —dijo Nia—. Para hacer esa búsqueda.

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