Proyecto Amanda: invisible (19 page)

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Authors: Melissa Kantor

—No, estoy hablando del gran esquema de las cosas. ¿Qué era antes de ser un trozo de vidrio de mar?

Levanté aquella pepita amarilla y traté de imaginármela como parte de algo más grande.

—¿Un collar?

—Me gusta esa idea. Puede que fuera un antiguo collar que hubiera pasado de generación en generación, de ma­dres a hijas durante cientos de años.

—Mi madre tiene un collar que heredó de mi abuela —dije, imaginándome aquel pequeño trébol que mi madre siempre llevaba alrededor del cuello—. Se lo dio cuando cumplió dieciséis años —no añadí lo que estaba pensando, que era que supuesta­mente yo debía heredarlo a esa edad. Siempre, claro está, que volviera a ver a mi madre.

Como si pudiera leerme la mente, Amanda estiró la mano y me tocó suavemente la rodi­lla para reconfortarme.

—Seguro que estarás estupenda con ese collar.

Nos quedamos un rato calladas. Después, Amanda me­tió la mano en su mochila y empezó a rebuscar entre cartas de oráculo y llaves, pintalabios, lápiz de ojos, bolis y piezas de bisutería, hasta que encontró lo que buscaba.

—¡Mira! He podido mezclar este tono exacto de amarillo.

El diario que llevaba Amanda aquel día era un simple cua­derno de tapa dura decorado con tiras de papel de diferen­tes colores y unos botones pegados, pero estaba tan abarro­tado de cosas que apenas podía cerrarse. Había dibujos, fotos recortadas de revistas, y páginas y páginas plagadas de texto, que iban pasando tan rápido que apenas pude pillar algunas palabras sueltas: «lluvia», «después nosotras», «no podría»... Cuando Amanda llegó finalmente a la página que buscaba, colocó el trozo de cristal junto a ella.

—¡Mira!

Me incliné sobre el cuaderno, en el que había varias man­chas chillonas de pintura amarilla con tonos ligeramente di­ferentes. Uno de ellos era idéntico al color del cristal.

—Es muy bonito —asentí.

—Y más difícil de conseguir de lo que parece —dijo—. Pero vale la pena. Me gustan los desafíos. Y mira esto también.

Señaló la página siguiente, en la que había pegado un dibujo que parecía sacado de un libro infantil. En él aparecían dos animales, un pájaro y un gato, que estaban sentados en un bote de espaldas al espectador.

—¿A que mola? —dijo Amanda al tiempo que deslizaba el dedo sobre el dibujo.

—Eh... Sí, claro —esperé un poco a que me lo explicara, pero al final le pregunté—: ¿Qué es?

Amanda seguía mirando fijamente la página.

—Son el buho y el gatito.

Al ver que no continuaba, le insté:

—¿Y...?

Amanda prosiguió, recitando de memoria:

—El buho y el gatito fueron al mar, montados en un her­moso bote verde con forma de guisante.

Conocía la historia del buho y el gato, pero no entendía qué tendría que ver un bote verde con un trozo de vidrio amarillo. Negué con la cabeza.

—Vale, me he perdido completamente.

—¿Recuerdas cómo termina? —preguntó Amanda.

Cuando le dije que no, Amanda recitó lo que supuse que sería el final del poema:

—Y con las manos entrelazadas, bailaron bajo la luz de la luna, en la orilla, bailaron bajo la luz de la luna —levantó la cabeza y me miró—. Este amarillo es el color exacto que siem­pre he imaginado que tendría la arena bajo la luz de la luna. ¿No lo crees así?

—La verdad es que nunca había pensado en ello —dije—, pero en cualquier caso, es un color precioso —miré el cristal, después la mancha de pintura, y así sucesivas veces.

—Todo puede ser hermoso —dijo Amanda contemplando la ilustración—, siempre que lo mires como lo debes mirar.

✿✿✿

—Sinceramente, me parece imposible poder llegar a pensar como Amanda—dije.

—Estoy de acuerdo —intervino Nia, que tenía las manos apoyadas detrás de la cabeza.

De repente recordé algo de la noche anterior.

—¿Puedo haceros una pregunta un poco rara?

—Eso sí que es pensar como Amanda —dijo Hal mientras se tocaba la nariz con el dedo índice— Ella era la reina de las preguntas extrañas.

—Bueno, en realidad no es rara —dije—, es más bien… estúpida. O ridícula. Parece sacada de Ley y orden, pero, en fin... ¿Creéis que Amanda podría haber estado metida en el programa de protección de testigos?

—Venga, hombre, ¿quién te ha dicho eso? —preguntó Nia con brusquedad.

—¡Eh, ya te dije que era una pregunta estúpida! —res­pondí, un poco enfadada.

Antes de que Nia pudiera hacer ningún otro co­mentario, Hal dijo:

—Lo de la protección de testigos no casa con la ima­gen que tengo de Amanda —hizo una breve pausa y des­pués continuó—. Y aun así, si estás en el programa de protección de testigos, ¿no se supone que debes ser un poco... discreto? ¿Que no deberías llamar la atención?

—Tienes razón —dije—. Amanda era cualquier cosa me­nos discreta.

—Creo que estamos retrocediendo —suspiró Hal.

—Bueno, al menos sabemos que quiere que la bus­quemos —señalé—. Eso es un gran paso adelante.

—Sí, pero ¿por qué quiere que la busquemos? —dijo Nia levantando el dedo índice para contar aquella pri­mera incógnita.

—¿Y dónde? —Hal levantó dos dedos.

—¿Y qué pasa con la parte que falta de la postal? —Nia ondeó tres dedos en el aire.

—¿Y de dónde sacó dos mil quinientos dólares? —ex­tendí cuatro dedos en alto.

—¿Qué? —dijo Nia.

Me di cuenta de que solo le había contado lo del dinero a Hal.

—Tengo que contarte algo más que hizo Amanda.

Pero antes de que pudiera decir nada, la madre de Nia apareció por la puerta de la sala de estar.

—A comer, chicos.

—Mamá, estamos... —protestó Nia.

Pero la señora Rivera no estaba para negativas.

—Venga —insistió.

Mientras pasábamos junto a la madre de Nia y entrá­bamos al comedor, intenté convencerme de que Hal se equivocaba al decir que estábamos retrocediendo. Ahora que sabíamos que Amanda quería que la buscáramos, habíamos dado un paso decisivo en la dirección correcta.

La pregunta era, al margen de si efectivamente era esa dilección correcta, cuántos pasos nos quedarían por delante hasta llegar al final de aquel camino de baldosas amarillas.

Capítulo 23

Cuando terminamos de comer, pensé que tendríamos tiempo para hablar un rato más sobre Amanda, pero la madre de Nia dejó bien claro que la tarde del domingo quedaba reservada para hacer los deberes. Hal y yo comimos todo cuanto quisimos, pero después tuvimos que marcharnos. Así que, cuando nos despedimos, no habíamos hecho ningún plan sobre lo que yo ya empezaba a considerar como el Proyecto Amanda.

El lunes vi de lejos a Hal y a Nia, que estaban en el pasillo de humanidades. Aceleré el paso para tratar de alcanzarlos, ya que antes los había visto charlando en una de las mesas de la cafetería, pero no había podido acercarme a hablar con ellos. Últimamente, parecía que los únicos momentos en los que me sentía bien, como si no tuviera que fingir que era algo que no soy, era cuando estaba hablando con ellos de Amanda. Pero en cuanto entré en la cafetería, Kelli me saludó con la mano desde nuestra mesa de siempre, y Lee estaba sentado a su lado. No podía fingir que no los había visto, así que pasé de largo frente a Nia y Hal y me uní al grupo.

Me consoló ver que a Lee se le iluminó el rostro cuando me senté, como si se alegrara mucho de verme. Se inclinó hacia mí y me dijo:

—La noche del sábado fue increíble, ¿eh?

—¡Desde luego! —intenté animarme por haber escogido sentarme con ellos, pero en realidad mi respuesta había sido una mentira absoluta.

Cuando terminamos de comer, mis amigos tenían que ir en la dirección contraria a la mía, así que pude salir sin problemas detrás de Hal y Nia. Mientras caminaba, pasé junto a Bea Rossiter y, como siempre, mi estómago pegó un vuelco.

Aceleré el paso para dejarla atrás. Cuando le di un toque a Hal en el hombro, su entusiasta saludo borró todos mis pensamientos sobre Bea.

—¡Hola! Justo ahora iba a enviarte un mensaje —después bajó la voz—. Cuando acaben las clases vamos a quedar para comprobar las direcciones que nos dio Amanda. Parece la mejor manera de empezar a buscarla. ¿Quieres venir?

—Seguro que tiene mejores cosas que hacer, Hal —dijo Nia, sin dignarse siquiera a mirarme a los ojos.

Por la forma en que lo dijo, me pregunté si me habría visto pasar antes junto a su mesa o si simplemente había decido meterse conmigo sin venir a cuento. Al salir de su casa el día anterior, había pensado que las cosas habían mejorado entre nosotras; pero al parecer había sido demasiado optimista.

—No, la verdad es que no —repuse.

—Estupendo —o bien Hal había decidido ignorar las chispas que saltaban entre Nia y yo, o bien no se había enterado de nada—. Empezaremos por los apartamentos del centro. Sabes a cuáles me refiero, ¿no? A Los Riviera.

Había pasado miles de veces por delante del cartel que anunciaba los nuevos apartamentos de lujo de Orion.

—«Los Riviera: más que un lugar para vivir, son un modo de vida» —recité de memoria.

Hal se rió y, muy a su pesar, Nia también sonrió.

—¿Quedamos allí a las cuatro? —propuso Hal.

Al día siguiente tenía examen de historia para el que necesitaría clavar codos durante unas horas, y un montón de lecturas que preparar para ponerme al día.

—Perfecto —asentí alegremente—. Nos vemos a las cuatro.

El edificio de los apartamentos Riviera no tenía nada que ver con los demás que había en el centro de Orion. La calle mayor de la ciudad (que de hecho se llamaba Calle Mayor) estaba compuesta principalmente por edificios de madera y ladrillo, y ninguno tenía más de cuatro o cinco pisos de altura. Se produjo una enorme polémica cuando el ayuntamiento anunció el proyecto para edificar Los Riviera, que estaban pensados para ser una torre de cristal y acero de unos diez pisos de altura. Mi madre se involucró mucho en el asunto. Se refería al edificio como «la nuevayorkización de Orion»; pero, en mi opinión, la idea de que un solo edificio pudiera convertir a Orion en Nueva York era absolutamente ridícula, teniendo en cuenta que las dos ciudades tenían tanto en común como yo con una supermodelo.

Al final, los promotores del proyecto tuvieron que conformarse con una torre de cristal de cinco pisos que parecía aún más fuera de lugar de lo que habría estado una de diez. Era como si alguien hubiera empezado a construir un maravilloso rascacielos de Manhattan y en el último momento hubiera cambiado de idea y se hubiera limitado a ponerle un techo a un pequeño edificio de cristal. Básicamente, te daba la impresión de estar mirando a una supermodelo preadolescente y achaparrada.

Cuando llegué con la bici, Nia ya estaba allí, apoyada en el parquímetro al que había encadenado la suya. Sentí un nudo en el estómago. Ojalá Hal hubiera llegado primero.

—Hola —dije al llegar junto a ella, mientras me bajaba de la bici.

—Ah, hola —no dijo nada más.

Soporté el silencio durante unos diez segundos, y después empecé a balbucear:

—Mi madre odiaba este edificio —al darme cuenta de que estaba hablando en pasado, me apresuré a corregirme—. Lo odia, quiero decir.

En caso de que Nia se hubiera dado cuenta de que había algo raro en mi dificultad para discernir entre el presente y el pasado, no lo hizo notar.

—La mía también —dijo.

¿Ahora éramos amigas? ¿Estábamos empezando a llevarnos bien? Me resultaba imposible comprender por qué a veces me hablaba tan bien y otras prácticamente me soltaba un ladrido. Traté de no tentar a la suerte diciendo algo más y, afortunadamente, Hal llegó poco después. Venía montado en una bici que era demasiado pequeña para él y, por lo que pude ver cuando desmontó, además era rosa.

—Perdón por llegar tarde —dijo, jadeante—. Tenía una rueda desinflada y no encontraba la bomba.

—¿Es la bici de tu hermana? —preguntó Nia levantando una ceja.

—Soy lo suficientemente hombre como para montar en una bici de chica —Hal retrocedió unos pasos para contemplar la cestita blanca y las borlas que colgaban del manillar.

—Desde luego —asentí—. Si alguien puede sobrevivir a una bici de chica, ese eres tú.

—Gracias, Callie —dijo Hal, y me dio una palmada en el hombro—. Agradezco tu confianza en mí.

—No olvides que ha dicho «si alguien puede…», lo cual no implica que sea posible —le recordó Nia.

—Ya, ya —dijo Hal mientras encadenaba la bici.

Los tres nos dimos la vuelta y nos pusimos a mirar el edificio. Finalmente, Nia rompió el silencio:

—Según dijiste, Amanda estaría viviendo con su madre en el piso piloto hasta que su apartamento estuviera listo.

—Eso es —dijo Hal—. Al parecer, pidieron toda clase de enseres importados de Europa.

Echamos a andar hacia el edificio. Las puertas automáticas de cristal se abrieron sin hacer ningún ruido, revelando un vestíbulo aún más lujoso de lo que me había imaginado. Del techo colgaba una gigantesca lámpara de araña con miles de piezas de cristal tintineantes, y el suelo estaba cubierto con losas de mármol de color rosa oscuro. Mi madre había arrugado la nariz cuando me dijo que era una horterada total, pero no pude evitar pensar que habría molado mucho vivir allí. ¡Tenían incluso un gimnasio y una piscina en la azotea!

Había un hombre sentado detrás de un escritorio de madera. Frente a él había una placa dorada que lo acreditaba como conserje. Al verlo, me pregunté cómo nos las arreglaríamos para subir a ver si, efectivamente, Amanda vivía allí.

Dado que yo era la más adelantada, fui la primera en llegar a la mesa del conserje. Hal y Nia llegaron detrás de mí unos segundos después. El hombre nos miró como si, después de unos zapatos llenos de barro, lo que más le molestara ver sobre los suelos de mármol fuera un grupo de adolescentes.

—Eh… Hola —saludé.

—Hola —respondió.

Aunque no creo que se alegrara demasiado al vernos aparecer por su inmaculado vestíbulo, nos dirigió una amplia sonrisa. Me pregunté si se la habrían enseñado en la escuela de conserjes.

—Queremos, eh…

—Queremos ver el piso piloto —dijo Nia con el mismo tono serio y educado que utilizó en el despacho de Thornhill.

—¿Estáis buscando piso los tres? —preguntó el hombre, condescendiente.

—No, nuestros padres —dijo Hal rápidamente—. Hemos quedado con ellos aquí.

—Ya —dijo el hombre. Y para mi enorme alivio, señaló con el dedo hacia su izquierda—. En ese caso, coged el ascensor que está a vuestra derecha. Está en el cuarto piso, apartamento D.

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