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Authors: John Ajvide Lindqvist

Tags: #Terror

Puerto humano (34 page)

Era un pozo viejo. Con un brocal circular de metro de altura hecho de piedra alrededor del pozo propiamente dicho y coronado con una tapa de madera. La antigua construcción con su manivela, su cadena y su cubo colgaban aún a modo de decoración. En la tapa había un agujero del que salía una gruesa manguera de plástico, probablemente había ido acoplada a una bomba en el interior de la casa. Ahora la manguera aparecía quemada a unos metros del pozo.

Simon levantó un poco la tapa y miró hacia el fondo del pozo.

¿Qué es lo que estoy haciendo?

No lo sabía. Como tampoco sabía por qué se había acercado hasta allí. Había algo que le... atraía. Cerró la mano dentro del bolsillo alrededor de la caja de cerillas a ver si notaba algo.

Nada. No pasa nada
.

Sí, sintió algo, pero no estaba muy seguro de lo que era. Solo era un barrunto, una sombra de algo desaparecido, los círculos que se forman en el agua después de que haya saltado un pez, pero ese pez ya está bien lejos.

De todos modos, desenganchó el cubo y lo hizo descender hasta el pozo con ayuda de la cadena. A unos cinco metros de profundidad llegó a la superficie del agua. Sacó medio cubo de agua clara. Después de lavarse la herida de la mano que ya había empezado a cicatrizar, cogió agua con las manos y bebió un buen trago.

Sal
.

No era raro que en los pozos tan próximos al mar se filtrara cierta cantidad de sal. Si le hubieran pedido consejo no habrían hecho la perforación justo allí, pero sobre eso no había ya nada que hacer. Simon volvió a colgar el cubo en su sitio. La sospecha ni se confirmó ni se desmintió, solo estaba ahí como el rastro de un perfume y él no sabía qué era.

Dio un paso atrás y observó el pozo.

Lástima
.

Lástima que un viejo pozo tan bonito no tuviera ya una casa a la que pertenecer. Se dio la vuelta para contemplar una vez más la devastación y vio que había alguien donde él había estado hacía un rato. La luz de las estrellas no era suficiente para que él pudiera ver quién era, así que levantó el brazo a modo de saludo. Le respondieron.

Simon se sintió como pillado in fraganti. Mientras se abría camino a través del barrizal pensó que justificaría su comportamiento diciendo que le había entrado sed.

Al acercarse comprobó que era Anna-Greta quien estaba esperándolo. Simon se puso tieso, cambió su expresión de disculpa por otra de rechazo y cruzó los últimos metros de aquella charca de cenizas lo más dignamente que pudo.

Anna-Greta parecía que se divertía viéndolo.

—¿Qué haces?

—Nada. Tenía sed, solo.

Anna-Greta apuntó hacia la fuente pública que había en el cruce a unos diez metros.

—Y no habría sido más sencillo...

—No lo pensé —dijo Simon pasando de largo delante de ella. Siguió caminando hacia su casa todo lo deprisa que pudo, pero Anna-Greta tenía las piernas mucho más ágiles y no tuvo ningún problema para seguirle el paso. Ella se puso a su lado y encendió la linterna para que alumbrara a los dos.

—¿Estás enfadado? —preguntó ella.

—No. Más que nada, decepcionado.

—¿Eso por qué?

—¿Tú qué crees?

Entraron por el camino que discurría entre los abetos y Simon se vio obligado a aflojar el ritmo. El corazón no quería ayudarle a huir de Anna-Greta. El corazón
físico
. Claro, ¡Dios me libre! El otro no sabía de qué parte estaba. Pero, qué revelación en el umbral de la muerte: no podía huir de Anna-Greta ni aunque quisiera. Ella era demasiado rápida, sencillamente.

Tras caminar unos cien metros en el interior del bosque, Simon tuvo que detenerse para recuperar el aliento. Anna-Greta permaneció impasible a su lado iluminando el trazado del camino. No había nadie cerca.

—Vamos a ver —dijo Anna-Greta—. No te he contado nada por tu propio bien.

Simon bufó.

—¿Cuántos años hemos estado juntos? ¿Casi cincuenta años? ¿Cómo has podido...? ¿Hay más cosas que no me has contado?

–Sí.

Aquella confesión debería haberle sorprendido, pero Simon conocía a Anna-Greta. Ella decía las cosas como eran, aunque no encajaran bien. Era precisamente eso lo que hacía todo aquello tan imposible de tragar: que, quizá, en realidad él no tenía ni idea de quién era ella.

—Pues entonces te voy a contar una cosa —dijo Simon—. He estado casado una vez y ¿sabes lo que me decía Marita acerca de su drogadicción? Que no me lo quería contar por
mi propio bien
. Así que digamos que soy alérgico a ese argumento.

—Esto no es igual.

—Pero yo pienso que lo es, ya ves tú. Y me cuesta muchísimo aceptarlo. No estoy seguro de que quiera seguir contigo más tiempo, Anna-Greta. No creo que lo quiera.

Simon, que estaba inclinado hacia delante con las manos apoyadas en las piernas, se enderezó y se fue caminando en medio de la oscuridad. La linterna de Anna-Greta no le siguió. Él tenía un nudo en el estómago y no veía por dónde iba, pero ya había dicho lo que pensaba. Ahora, tenía que aceptar las consecuencias, pasara lo que pasase. Él no podía vivir con alguien que mentía de aquella manera.

El bosque estaba oscuro como boca de lobo y él tenía que ir con cuidado para no caerse otra vez en la cuneta. Aún tenía en la retina el círculo de luz de la linterna y se detuvo un poco con la esperanza de que desapareciera. Miró hacia atrás y vio que la verdadera linterna estaba ahora tirada en el suelo iluminando las piernas de Anna-Greta, que yacían al lado.

Simon abrió la boca para gritar algo, pero no se le ocurrió nada apropiado.

No es justo. Esto no es juego limpio
.

Apretó los dientes. Él había dicho claramente lo que pensaba, lo que sentía. Y va ella y hace esto. Eso era un golpe bajo, eso era... Simon concentró la mirada en la figura tendida en el suelo y se retorció las manos.

¿No habrá pasado algo de verdad?

Anna-Greta gozaba de buena salud y era casi imposible que le diera un infarto o un derrame cerebral solo porque la hubieran rechazado. ¿O? Simon miró a lo largo del camino en dirección al casco viejo. Si volvía aquella moto... Ella no podía estar ahí tirada.

¿Por qué está así?

Con un sabor a plomo en la boca, Simon se apresuró a ir hacia donde estaba Anna-Greta con la luz de la linterna como guía. Cuando se encontraba a un par de metros de ella se dio cuenta de que estaba viva porque su cuerpo temblaba. Estaba llorando. Simon se puso a su lado.

—Anna-Greta, basta. No tenemos ya quince años. No hagas esto.

Anna-Greta sollozó y se contrajo retorciéndose aún más. Simon sintió que a él también le ardían los ojos y se le llenaban de lágrimas; irritado, se las secó con la mano.

No es justo
.

No podía verla así, aquella mujer obstinada y fuerte a la que él había querido durante tanto tiempo, no soportaba verla tirada en el suelo como un fardo sollozante y desvalido. Nunca habría podido imaginar que algo de lo que él dijera pudiera dar lugar a semejante reacción. Se le hizo un nudo en la garganta y las lágrimas empezaron a correr sin que él se preocupara ya de ocultarlas.

—Vamos, Anna-Greta, ven —le dijo—. Vamos, Anna-Greta. Levántate.

Entre sollozos, Anna-Greta le dijo:

—Tú. Tú no. Tú no puedes. Decir eso. No puedes. Decir... que no quieres... estar. Conmigo.

—No —dijo Simon—. No lo haré. Ahora vamos.

Él le tendió la mano para ayudarla a levantarse, pero ella no la vio. Simon no estaba seguro de que pudiera agacharse y levantarla, corrían el riesgo de quedarse los dos tirados en el suelo.

Simon no se había visto nunca en una situación así, ni de lejos. No con Anna-Greta. Ella podía llegar a ser terrible cuando discutían alguna vez y luego llorar un rato cuando que se le pasaba, pero tan absolutamente desesperada como ahora no la había visto jamás. Claro que él tampoco le había dicho nunca, ni siquiera dado a entender, que quería separarse de ella.

Él pasó la mano por delante de la cara de ella.

—Vamos. Yo te ayudo.

Anna-Greta se sorbió los mocos, respiró algo más tranquila y se relajó. Su respiración era lenta pero jadeante y permaneció un rato en silencio. Después le preguntó:

—¿Quieres seguir conmigo?

Simon cerró los ojos y se los frotó. Todo este numerito era ridículo. Eran personas adultas y más que adultas. Sin embargo, parecía que todo podía dar la vuelta para acabar en la pregunta más sencilla y elemental de todas, aquella que debería haber quedado aclarada desde hacía muchos años.

Pero, claro, no está resuelta. Quizá no lo esté nunca
.

—Sí —respondió Simon—. Sí, sí que quiero. Pero ahora vamos. Te vas a poner enferma si sigues ahí.

Ella le cogió de la mano pero no se levantó, solo dejó su mano reposar en la de él, acariciándole la palma con las yemas de los dedos.

—¿Seguro?

Simon sonrió y sacudió la cabeza. Durante un par de segundos pasó revista al laberinto de estancias que había en su corazón y no halló por ningún sitio aquel sentimiento que le había llevado a decir que él quería alejarse de ella, no volver a verla.

Ese sentimiento había desaparecido, si es que había existido alguna vez.

No hay nada que hacer. Estoy perdido
.

—Sí, seguro —contestó él ayudándola a levantarse. Anna-Greta se acurrucó entre sus brazos y permanecieron así tanto tiempo que cuando se soltaron la luz de la linterna había empezado a debilitarse del blanco al amarillo. Ya había pasado.

«Por esta vez», pensó Simon. Se cogieron de la mano y a la débil luz de la linterna caminaron hacia casa. Los dos estaban agotados por aquel huracán de emociones al que no estaban acostumbrados y sentían un dolor sordo de agujetas en el corazón. Cogidos de la mano, avanzaron en silencio, ya se habían dicho lo importante, pero cuando hubieron salido del bosque, Simon dijo:

—Yo quiero saber.

Anna-Greta le apretó la mano.

—Te lo contaré. Cuando llegaron a casa de Anna-Greta estaban agotados y se sentaron un poco en el sofá y se sosegaron. Estaban casi avergonzados y les costaba mirarse de frente. Cada vez que sus miradas se cruzaban sonreían azorados.

«Como adolescentes», pensó Simon. «Adolescentes en el sofá de sus padres».

Quizá los jóvenes ya no se comportaban así, pero para seguir con el símil Simon se levantó y fue a la cocina a buscar una botella de vino. Para aligerar el ambiente. Soltar las lenguas y... sacar algo.

Aunque no de esa manera, no, gracias. Eso sería
...

Se paró con el sacacorchos enroscado a medias en el tapón. ¿Hacía solo tres días que Anna-Greta y él habían hecho el amor? Le parecía que había pasado mucho más tiempo, pero aunque se comportaran como jóvenes eso no significaba que el cuerpo estuviera por la labor.

El corcho estaba atascado. Simon tiró todo lo que pudo, pero se dio cuenta de que no era lo bastante fuerte.

Queda dicho
...

Le acercó la botella a Anna-Greta, que se levantó, apretó la botella entre las piernas y consiguió descorcharla. Y como disculpando a Simon dijo:

—Estaba duro de verdad.

Simon se hundió en el sofá.

—Sí.

Anna-Greta sirvió el vino y los dos bebieron un trago, saboreándolo en la boca. El gusto áspero y singular del vino se quedaba en la lengua y Simon dejó escapar un suspiro de satisfacción. Ahora no solía beber vino. Le lanzó a Anna-Greta una mira exhortativa, como pidiendo explicaciones. Y ella retiró su copa y se puso las manos encima de las rodillas.

—¿Por dónde empiezo?

—Empieza con lo que yo pregunté. ¿Por qué no se iba la gente, por qué no se va la gente? ¿Y qué has querido decir con eso de que no me lo has contado por mi propio bien? ¿Por qué nadie...?

Anna-Greta levantó la mano para frenarlo. Ella volvió a alzar su copa, dio un sorbito y luego pasó el dedo índice por el borde de la copa.

—En cierto modo, viene a ser la misma pregunta —respondió ella—. Si te lo cuento, tú tampoco podrás abandonar la isla. —Anna-Greta lanzó una mirada al mar oscuro—. Aunque probablemente ya te ha pasado. Que no puedes irte de aquí.

Simon ladeó la cabeza.

—Ya te he dicho que no pienso irme a ninguna parte. No tienes que asustarme para que me quede.

Anna-Greta sonrió sin ganas.

—Nos busca. Si intentamos abandonar esta isla corremos el riesgo que vaya a buscarnos.

—¿Quién? —interrumpió Simon—. ¿A quién te refieres?

—El mar. Nos busca y nos coge. No importa dónde estemos.

Simon meneaba incrédulo la cabeza.

—Pues tú sueles ir a Norrtälje, a veces a Estocolmo. Tú y yo hemos ido en los transbordadores a Finlandia. Y no ha pasado nada, hasta la fecha.

—Mm. Pero a ti te habría gustado algunas veces hacer un viaje más largo. A Mallorca o así. Y yo te he dicho que no, porque... entonces puede creer que estoy intentando huir.

Anna-Greta se lamió el dedo índice, lo pasó por el borde de la copa y arrancó un sonido. Un solo tono quejumbroso se desprendió del cristal y se propagó por el cuarto como una voz fantasmal. Una nota perfecta, tan limpia y tan clara que parecía intensificarse utilizando el aire como caja de resonancia. Simon puso la mano sobre el dedo de Anna-Greta para que dejara de hacer aquel ruido.

—Como comprenderás, eso no parece sensato —dijo él—. ¿Quieres decir que el mar sube a tierra y os busca? Esas cosas no pasan.

—No necesita hacerlo así —aseguró Anna-Greta—. El mar está en todas partes. Está unido a todo. El mar. El agua. No tiene que ir a ninguna parte. Ya está en todas partes.

Simon dio un trago más grande. Pensó en la experiencia que había tenido el día anterior. Cuando con el Spiritus en la mano había visto cómo el agua lo inundaba todo, cómo todo en el fondo estaba compuesto de agua. Ahora amplió con el pensamiento esa perspectiva y vio todos los mares unidos a través de ríos, arroyos, corrientes de agua. Acuíferos en el interior de las rocas, zonas pantanosas y charcas. Agua, agua por todas partes.

Bueno, eso es cierto, pero
...

—Entonces, me pregunto qué quieres decir con eso de que «nos coge». ¿Cómo «os coge»?

—Nos ahogamos. En los sitios más absurdos. En un pequeño riachuelo. En un charco. En un lavabo.

Simon arrugó la frente y estaba a punto de seguir preguntando, pero Anna-Greta se le adelantó.

—No, yo no tengo ni idea de cómo ocurre eso. Nadie la tiene. Pero la gente que... pertenece a Domarö e intenta irse de aquí... aparece tarde o temprano ahogada. Generalmente. Y los que se quedan aquí sobreviven. Generalmente.

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