—Sí, pero tenemos el FDR.
Casey escribió: «Registrador de datos del vuelo».
—Sí, tenemos el FDR —admitió Trung. Sin embargo eso no parecía tranquilizarlo, y Casey sabía por qué. Los registradores de vuelo eran poco fiables. La prensa los pintaba como las misteriosas cajas negras capaces de revelar todos los secretos de un vuelo. Pero, en la práctica, a menudo no funcionaban.
—Haré lo que pueda —prometió Mike Lee.
—¿Qué sabemos del aparato? —preguntó Casey.
—Es nuevo; flamante —dijo Marder—. Tres años de servicio. Cuatro mil horas y novecientos ciclos.
Casey escribió: «Ciclos: despegues y aterrizajes».
—¿Y qué hay de las inspecciones? —preguntó Doherty con aire sombrío—. Supongo que tendremos que esperar semanas antes de que nos pasen los papeles…
—Obtuvo una C en marzo.
—¿Dónde?
—En el aeropuerto de Los Ángeles.
—De modo que el mantenimiento era bueno —dijo Casey.
—Correcto —asintió Marder—. A primera vista, no podemos atribuir este incidente a las condiciones meteorológicas, al mantenimiento del avión o a un error humano. De modo que estamos en blanco. Examinemos la lista de averías posibles. ¿Hay algo en el avión que pueda provocar una conducta en el aparato similar a la que tendría al pasar por una zona de turbulencias? ¿Estructuras?
—Claro —dijo Doherty con tono angustiado—. Una extensión de los
slats
. Comprobaremos la hidráulica de todos los mandos de vuelo.
—¿Aviónica?
Trung estaba tomando notas.
—De momento no me explico por qué el piloto automático no ha tomado el control. En cuanto tenga los datos del registrador de datos de vuelo, sabré algo más.
—¿Electricidad?
—Es posible que hayamos tenido una extensión de
slats
a causa de un circuito parásito —dijo Ron Smith, cabeceando—. He dicho que
es posible
…
—¿Grupo motor?
—Sí; el grupo motor podría tener algo que ver —afirmó Burne, pasándose una mano por el cabello—. Los inversores de empuje podrían haberse desplegado durante el vuelo. Eso haría que el avión entrara en pérdida y girara. Pero si los inversores se han desplegado, tiene que haber daños residuales. Examinaremos las camisas.
Casey miró su cuaderno de notas. Había escrito:
«Estructuras: extensión de
slats
.
»Hidráulica: extensión de
slats
.
»Aviónica: piloto automático.
»Electricidad: circuito parásito.
»Grupo motor: inversores de empuje».
Eso cubría prácticamente todos los sistemas del avión.
—Tenéis mucho que hacer —dijo Marder, poniéndose en pie y reuniendo sus papeles—. Así que no quiero entreteneros más.
—¡Demonios! —exclamó Burne—. Tendremos este asunto resuelto en menos de un mes, John. A mí no me preocupa.
—A mí sí —dijo Marder—. Porque no tenemos un mes, sino una semana.
Se oyó un coro de protestas.
—¡Una semana!
—¡Caray, John!
—¡Venga, John! Ya sabes que el estudio de un incidente suele tardar un mes.
—Esta vez no —atajó Marder—. El jueves pasado nuestro presidente, Hal Edgarton, recibió un encargo oficial del gobierno de Pekín. Quieren comprar cincuenta reactores N-22, y es posible que encarguen otros treinta aparatos en el futuro. Entrega urgente en dieciocho meses.
Hubo un silencio cargado de asombro.
Los ingenieros cruzaron miradas. Durante meses, habían corrido rumores sobre una importante venta a China. La transacción había sido calificada de «inminente» en varios boletines internos. Pero en la Norton nadie acababa de creérselo.
—Es verdad —aseguró Marder—. Y no necesito deciros lo que eso significa. Es un pedido de ocho mil millones de dólares del mercado aeronáutico con mayor crecimiento del mundo. Son cuatro años de producción al máximo de nuestra capacidad. Esa venta permitirá que esta compañía entre con buen pie en la economía del siglo XXI. Financiará nuevos avances en el N-22 y en el fuselaje ancho N-XX. Hal y yo estamos de acuerdo en que esta operación es una cuestión de vida o muerte para la compañía. —Marder guardó los papeles en su maletín y lo cerró—. Volaré a Pekín el domingo para reunirme con Hal y firmar el contrato con el ministro de Transporte, que querrá saber qué sucedió con el vuelo 545. Y será mejor que pueda contarle algo, o nos volverá la espalda y firmará con Airbus. En ese caso, yo estaré con la mierda al cuello, la compañía estará con la mierda al cuello, y todos los presentes iréis al paro. El futuro de la compañía Norton depende de esta investigación. De modo que lo único que pido son respuestas. Y las quiero para dentro de una semana. Hasta mañana.
Se volvió y salió de la habitación.
—¡Qué imbécil! —protestó Burne—. ¿Así es como motiva a sus tropas? ¡Que le den por el culo!
—Así ha sido siempre —dijo Trung encogiéndose de hombros.
—¿Tú qué crees? —preguntó Smith—. Esto podría ser una noticia fantástica. ¿Será verdad que Edgarton recibió el pedido de China?
—Supongo que sí —respondió Trung—. Porque en la planta se han estado construyendo herramientas en secreto. Han hecho otro par de herramientas para el ala, y están a punto de enviarlas a Atlanta. Apuesto a que el trato ya es seguro.
—Lo que es seguro es que Marder quiere salvar el pellejo.
—¿Qué quieres decir con eso?
—Puede que Edgarton haya recibido una oferta provisional de Pekín. Pero ocho mil millones de dólares es mucha pasta para un pedido. Boeing, Douglas y Airbus también están detrás de ese encargo. Los chinos podrían cambiar de proveedor en el último momento. Sería muy típico de ellos. Lo hacen continuamente. De modo que Edgarton está cagando clavos, preocupado por si no consigue cerrar el trato y tiene que contarle al consejo directivo que ha perdido la oportunidad de su vida. ¿Qué hace entonces? Le arroja el balón a Marder. ¿Y qué hace Marder?
—Culparnos a nosotros —respondió Trung.
—Exactamente. Este vuelo de TransPacific les pone la oportunidad en bandeja. Si cierran el trato con Pekín, serán unos héroes. Pero si no hay trato…
—Será porque nosotros lo hemos echado a perder —completó Trung.
—Eso mismo. Habremos tirado por la borda ocho mil millones de dólares.
—Bien —dijo Trung poniéndose en pie—. Será mejor que echemos un vistazo a ese avión.
Harold Edgarton, el nuevo presidente de Norton Aircraft, estaba en su despacho de la décima planta, mirando por la ventana con vistas a la fábrica, cuando entró John Marder. Edgarton, un ex zaguero de fútbol americano, era un hombre corpulento, de sonrisa fácil y ojos fríos y alerta. Había trabajado antes en Boeing y había llegado a la empresa tres meses atrás para mejorar la política comercial.
Edgarton se volvió y miró a Marder con el entrecejo fruncido.
—Esto es un desastre —dijo—. ¿Cuántas personas han muerto?
—Tres —respondió Marder.
—Dios —dijo Edgarton y sacudió la cabeza—. No podía haber pasado en mejor momento. ¿Has hablado de la venta a China con la comisión de estudio? ¿Les has explicado que la investigación es urgente?
—Sí. Los he puesto al tanto.
—¿E investigarán este asunto en una semana?
—Yo mismo presido la comisión. Conseguiré que la investigación se haga a tiempo —respondió Marder.
—¿Y qué hay de la prensa? —Edgarton seguía preocupado—. No quiero que el Departamento de Prensa lleve este asunto. Benson es un alcohólico, y los periodistas lo detestan. Y los técnicos tampoco pueden hacerlo. Algunos ni siquiera hablan inglés, por el amor de Dios…
—Lo tengo todo pensado, Hal.
—¿De veras? No quiero que tú hables con la maldita prensa. No está entre tus funciones.
—Lo entiendo —dijo Marder—. He hablado con Singleton para que se ocupe de la prensa.
—¿Singleton? ¿Esa mujer de Control de Calidad? —preguntó Edgarton—. He visto el vídeo que me dejaste, donde habla con los periodistas sobre el asunto de Dallas. Es bastante guapa, pero no tiene pelos en la lengua.
—Eso es lo que necesitamos, ¿no? Una persona sincera, estadounidense hasta la médula, que vaya al grano. Y sepa mantenerse firme, Hal.
—Será mejor que así sea —dijo Edgarton—. Si comienzan a echarnos mierda, tendrá que saber defendernos.
—Lo hará —afirmó Marder.
—No quiero que nadie estropee el trato con China.
—Nadie lo estropeará, Hal.
Edgarton miró a Marder con aire pensativo durante un instante. Luego dijo:
—Será mejor que se lo dejes muy claro a todo el mundo. Porque me importa un rábano con quién estés casado… Si la venta no se concreta, mucha gente quedará en la calle. No sólo yo. Rodarán muchas cabezas.
—Lo entiendo —aseguró Marder.
—Tú has escogido a esa mujer. Ha sido una decisión tuya, y el consejo directivo lo sabrá. Si algo va mal con ella o con la CEI, te quedarás en la puta calle.
—Todo saldrá bien —dijo Marder—. Lo tengo todo controlado.
—Más te vale —sentenció Edgarton, y volvió a girarse para mirar por la ventana.
Marder salió del despacho.
La furgoneta azul cruzó la pista de aterrizaje y se dirigió hacia los hangares de mantenimiento del aeropuerto de Los Ángeles. De la parte trasera del hangar más cercano sobresalía la cola del reactor de fuselaje ancho de TransPacific, con la insignia de la compañía resplandeciente a la luz del sol.
Los técnicos comenzaron a conversar animadamente en cuanto vieron el avión. La furgoneta entró en el hangar y se detuvo debajo del ala; los técnicos se apartaron. El personal de mantenimiento ya estaba trabajando: media docena de mecánicos vestidos con chalecos se movían a gatas sobre la superficie del ala.
—¡Adelante! —dijo Burne mientras subía por una escalera apoyada sobre el ala. Su exclamación sonó como un grito de guerra, y los demás técnicos lo siguieron. Doherty, en último lugar, subió la escalera con expresión derrotista.
Casey y Richman bajaron de la furgoneta.
—Todos van directo al ala —observó Richman.
—Exactamente. El ala es la parte más importante de un avión, y la estructura más compleja. Primero revisarán el ala y luego harán una inspección visual del exterior del aparato. Por aquí.
—¿Adónde vamos?
—Adentro.
Casey se dirigió al morro y subió por una escalera con ruedas acoplada a la puerta delantera de la cabina de pasajeros, inmediatamente detrás de la cabina de mando. Al llegar a la abertura percibió un nauseabundo olor a vómito.
—¡Cielos! —dijo Richman a su espalda. Casey entró.
Sabía que la sección delantera de la cabina sería la menos afectada, pero incluso allí algunos de los asientos estaban destrozados. Los brazos se habían soltado y colgaban sobre los pasillos. Los compartimientos de equipaje se habían agrietado y las portezuelas estaban abiertas. Las máscaras de oxígeno pendían del techo, aunque algunas habían desaparecido. Había sangre en la alfombra y el techo, charcos de vómito en los asientos.
—¡Dios santísimo! —exclamó Richman, tapándose la nariz. Estaba pálido—. ¿Todo esto a causa de unas
turbulencias
?
—No —dijo ella—. Casi seguro que no.
—Entonces, ¿por qué el piloto…?
—Todavía no lo sabemos —respondió ella.
Casey caminó hacia la cabina de mando. La puerta estaba abierta y dentro todo parecía en orden. Sin embargo faltaban los papeles y cartas de navegación. Había un diminuto zapato de niño en el suelo. Al agacharse a recogerlo, Casey encontró un objeto de metal negro atascado bajo la puerta de la cabina de mando. Una cámara de vídeo. La recogió, y el aparato se desarmó en sus manos, convirtiéndose en un amasijo de circuitos impresos, motores plateados, y lazos de cinta colgando de un cartucho roto. Se la entregó a Richman.
—¿Qué hago yo con esto?
—Guárdalo.
Casey fue entonces hacia la parte trasera del avión, sabiendo que la encontraría en peor estado. Comenzaba a hacerse una idea de lo que había sucedido en el vuelo.
—Es evidente que el avión ha sufrido importantes oscilaciones de altitud. Eso significa que ha entrado en picado y luego se ha encabritado; es decir que el morro se ha movido hacia abajo y luego hacia arriba —explicó.
—¿Cómo lo sabes? —preguntó Richman.
—Porque eso hace vomitar a los pasajeros. Pueden soportar los alabeos y las guiñadas, pero no los cabeceos.
—¿Por qué faltan algunas máscaras de oxígeno? —preguntó Richman.
—Porque la gente se agarró de ellas al caer —dedujo Casey. Era la única causa posible—. Y los respaldos de los asientos están rotos… ¿Sabes cuánta fuerza se necesita para romper un asiento de avión? Están diseñados para soportar dieciséis unidades de impacto. En esta cabina, los pasajeros rebotaron como dados en una cubeta. Y, a juzgar por los daños, parece que las oscilaciones duraron bastante tiempo.
—¿Cuánto?
—Por lo menos dos minutos —dijo. Una eternidad para un incidente de esta clase, pensó.
Tras pasar junto a una destartalada cocina situada en el centro del avión, llegó a la cabina central. Allí los daños eran mucho mayores. Muchos asientos estaban rotos. Había un ancho arco de sangre en el techo. Los pasillos estaban alfombrados de basura: zapatos, prendas hechas jirones, juguetes.
Una cuadrilla de limpieza, con la inscripción NORTON CEI estampada en los uniformes azules, recogía los efectos personales, poniéndolos en grandes bolsas de plástico. Casey se volvió hacia una mujer.
—¿Ha encontrado alguna cámara?
—Cinco o seis hasta ahora —respondió la mujer—. Un par de ellas de vídeo. Aquí hay de todo. —Metió la mano debajo de un asiento y sacó un diafragma de goma marrón—. Como le decía.
Esquivando con cuidado la basura de los pasillos, Casey siguió hacia la popa. Pasó junto a otro tabique divisorio y entró en la cabina trasera, cerca de la cola.
Richman contuvo el aliento.
Era como si una mano gigantesca hubiera aplastado el interior del avión de un puñetazo. Los asientos estaban hundidos. Los compartimientos de equipaje colgaban del techo, tocando casi el suelo, los paneles superiores se habían abierto, revelando los cables y la tela aislante plateada. Había sangre por todas partes; algunos de los asientos estaban empapados de una sustancia de color rojo oscuro. Los lavabos de popa estaban destrozados, los espejos hechos añicos, los cajones de acero inoxidable abiertos y retorcidos.