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Authors: Julianna Baggott

Tags: #Ciencia Ficción, Infantil y juvenil

¿Qué les pasa a los chicos de la Cúpula cuando cumplen los dieciséis? Pressia se imagina que es como en el Antes: tartas y regalos envueltos en papel brillante, y esos animales de cartón rellenos de caramelos y colgados del techo a los que se pega con un palo.

—¿Puedo ir al mercado? Casi no nos quedan raíces. —A Pressia se le da muy bien preparar algunos tipos de tubérculos; prácticamente se alimentan solo de eso. Y además quiere salir a la luz del día. El abuelo la mira con inquietud—. Todavía no han puesto mi nombre en la lista —esgrime la chica.

La lista oficial de los que tienen que presentarse ante la ORS se pega por toda la ciudad: en ella figuran los nombres y días de nacimiento en dos columnas ordenadas, datos todos ellos cosechados por la ORS. La organización surgió poco después de las Detonaciones, cuando se llamaba Operación Rescate y Salvamento. Formaron unidades médicas, recabaron listas de supervivientes y de caídos y, con el tiempo, crearon una pequeña milicia para mantener el orden. Sin embargo, depusieron a sus cabecillas y la ORS pasó a ser Operación Revolución Sagrada. Sus nuevos líderes han impuesto el gobierno del miedo y pretenden tomar la Cúpula algún día.

Ahora la ORS ordena registrar a todos los recién nacidos, so pena de castigar a los padres que desobedecen. Aparte, hace registros de casas al azar. La gente se muda con tanta frecuencia que ya no pueden tener localizados los domicilios. Ya no existen las señas: todo lo que queda está derrumbado, desaparecido, y los nombres de las calles se han borrado. Hasta que Pressia no vea su apellido en la lista no le parecerá real; vive con la esperanza de no aparecer nunca: tal vez se hayan olvidado de su existencia, quizás hayan perdido una montaña de expedientes y el de ella sea uno de esos.

—Además, hay que ir guardando reservas.

Tiene que conseguir toda la comida que pueda para los dos antes de que sea el abuelo quien se encargue de ir al mercado. A ella se le dan mejor los trueques, siempre ha sido así. Le inquieta lo que pueda ocurrir cuando lo tenga que hacer él.

—Vale, está bien —cede el abuelo—. Kepperness todavía nos debe algo por la costura del cuello de su hijo. —Kepperness —repite la niña. Hace tiempo que el hombre pagó su deuda. A veces el abuelo se acuerda solo de lo que quiere.

Va hasta la repisa que hay bajo la ventana astillada, donde tiene colocados en fila unos pequeños seres que ha hecho con trozos de metal, monedas antiguas, botones, goznes y engranajes que va cosechando en sus paseos. Son juguetitos de cuerda: pollitos que saltan, orugas que reptan, una tortuga con el morro picudo. Su favorito es la mariposa; ha hecho ya una media docena ella sola. Forma el armazón con púas de viejos peines negros de barbero y las alas con trozos de baberos blancos. Aunque ha conseguido que las mariposas batan las alas cuando se les da cuerda, todavía no ha logrado que vuelen.

Coge una de las mariposas y le da cuerda. Al instante aletea y despide un poco de ceniza, que se arremolina. Ceniza arremolinada… no todo es malo. De hecho ese remolino de luz puede ser bonito. No quiere ver su belleza pero tampoco puede evitarlo: percibe breves destellos de belleza por doquier, incluso en lo feo, en la espesura de las nubes que cubren el cielo, a veces de un azul rayano en lo negro; aún hay rocío que surge de la tierra y cubre con sus perlas trozos de cristal ennegrecido.

Se asegura de que el abuelo está mirando por la puerta del callejón antes de meter la mariposa en la bolsa. Lleva utilizándolas para trocar desde que la gente dejó de recurrir al Cosecarnes para sus remiendos.

—Sabes que somos unos afortunados por contar con este sitio… y ahora con ruta de escape y todo —le dice el abuelo—. Tuvimos suerte desde el principio. Suerte de que fuese al aeropuerto con tiempo a por ti y tu madre, a la recogida de equipajes. ¿Qué hubiese pasado si no hubiese oído que había tráfico? ¿Y si no hubiese salido tan temprano? Y tu madre era tan guapa… tan joven…

—Ya, lo sé —contesta Pressia haciendo un esfuerzo por no parecer impaciente, pero están tan trilladas esas palabras…

El abuelo habla del día de las Detonaciones, hace ya nueve años, cuando ella tenía siete. Su padre estaba en un viaje de negocios. Era arquitecto, con el pelo claro; al anciano le gustaba contarle que era un poco patizambo pero un buen
quarterback
de fútbol americano, ese deporte muy ordenado que se jugaba en un campo de hierba, con unos cascos abrochados y agentes que usaban silbatos y agitaban pañuelos de colores.

—De todas formas, ¿qué sentido tiene que mi padre fuese un
quarterback
patizambo si no lo recuerdo? ¿De qué sirve una madre guapa si no puedes evocar su cara en tu mente?

—No digas eso. ¡Claro que los recuerdas!

Pressia no logra discernir entre las historias que le cuenta el abuelo y sus propios recuerdos. La recogida de equipajes, por ejemplo; el abuelo se lo ha explicado un montón de veces: que si bolsas con ruedas, que si un cinturón móvil muy grande o mucha seguridad alrededor y perros pastores entrenados… Pero ¿es eso un recuerdo? A su madre le cayó encima una cristalera con todo su peso y murió al instante, según le ha contado el abuelo. ¿Pressia lo recuerda de verdad o solo se lo ha imaginado? Su madre era japonesa, de ahí que ella tenga el pelo negro brillante, los ojos almendrados y la piel impecable…, salvo por la lustrosa marca de la quemadura en forma de media luna rosada que le rodea el ojo izquierdo. También tiene una fina capa de pecas heredada de su familia paterna. Escocésirlandés, según proclama el abuelo, aunque a ella todas esas cosas le dicen poco: ¿japonesa, escocés, irlandés? La ciudad donde se encontraba su padre de viaje fue diezmada y desapareció, como el resto del mundo, por lo que sabían. Japoneses, escoceses, irlandeses… nada de eso existe ya.

—BWI —prosigue el abuelo—, así se llamaba el aeropuerto. Y logramos salir de allí siguiendo a los que no habían muerto. Fuimos dando tumbos en busca de un lugar seguro. Nos detuvimos en esta ciudad, que apenas permanecía en pie, pero que no quedaba lejos de la Cúpula. Vivimos un poco al oeste de Baltimore, al norte del DC. —De nuevo todo aquello no le dice nada: BWI y DC para ella son solo letras.

Sus padres no son algo que pueda llegar a conocer, y eso es lo que mata a Pressia. Si no sabe nada de ellos, ¿cómo va a conocerse a sí misma? A veces tiene la sensación de haber sido desgajada del mundo, como si flotara, una mota de ceniza arremolinada en el aire.

—Mickey Mouse —dice el abuelo—. ¿No te acuerdas de él? —Al parecer, eso es lo que más le preocupa al anciano, que no se acuerde de Mickey Mouse ni del viaje a Disney World del que regresaban su madre y ella—. ¿Con orejas grandes y guantes blancos?

Pressia va a la jaula de
Freedle
, construida con viejos radios de bicicleta, una fina lámina de metal en la base de la jaula y una puertecita que sube y baja. Dentro, posada en su percha, está
Freedle
, una cigarra con alas mecanizadas. La chica mete el dedo entre los delgados barrotes y acaricia las alas de filigrana. El bichillo lleva con ellos tanto tiempo como alcanza a recordar. Aunque viejo y oxidado, todavía bate las alas de vez en cuando. Es la única mascota de Pressia, quien le puso el nombre cuando era pequeña porque cuando la soltaban y volaba por el cuarto producía una especie de chirrido, como si dijese: «¡Freedle! ¡Freedle!» Todos estos años se ha asegurado de que funcione con la ayuda del aceite que el barbero utilizaba para engrasar los engranajes.

—Me acuerdo de
Freedle
—dice—, pero no de ningún ratón gigante al que le gustasen los guantes blancos. —Se jura para sus adentros que algún día le mentirá al abuelo, aunque solo sea para que deje de sacar el tema.

¿Qué recordaba de las Detonaciones? La luz brillante… como sol sobre sol sobre sol. Y se acuerda de que tenía la muñeca en la mano. ¿No era muy mayor para jugar con muñecas? La cabeza estaba unida a un cuerpo de trapo de color tostado y brazos y piernas de goma. Las Detonaciones provocaron una explosión de luz cegadora en el aeropuerto que nubló su visión antes de que el mundo estallase y, en algunos casos, se derritiese. Las vidas se enmarañaron entre sí y la cabeza de la muñeca pasó a ser su mano. Y ahora, claro, la conoce porque forma parte de ella: sus ojos que parpadean cuando se mueve, las filas negras y puntiagudas que tiene por pestañas, el agujero entre los labios de plástico donde tendría que ir el biberón, una cabeza de goma donde antes tenía el puño.

Se pasa la mano buena por la cabeza de muñeca. Nota los surcos de los huesos de sus dedos por dentro, las pequeñas subidas y bajadas de los nudillos, la mano desaparecida fusionada con la goma del cráneo de muñeca. ¿Y la propia mano? Al tocarla con la mano buena, le parece sentir la consistencia de la desaparecida. Así es como siente el Antes: está ahí, lo nota, en esa ligera sensación de nervios, solo superficialmente. Los ojos de la muñeca se cierran; el agujero de los labios fruncidos está lleno de ceniza como si el propio juguete estuviese respirando también ese mismo aire. Se saca un calcetín de lana del bolsillo y cubre la cabeza de plástico: siempre lo hace antes de salir.

Si se queda más rato el abuelo empezará a contar historietas sobre lo que les pasó a los supervivientes tras las Detonaciones: luchas cruentas en lo que quedaba de los hipermercados SuperMart, los supervivientes quemados y contrahechos peleándose por un hornillo de cámping o un cuchillo de pesca.

—Tengo que irme antes de que cierren los puestos —dice Pressia. Antes de las patrullas nocturnas, en realidad. Va hacia donde está sentado el abuelo y lo besa en la mejilla, áspera.

—Al mercado solo. Nada de rebuscar —le advierte el abuelo que, a continuación, baja la cabeza y tose en la manga de la camisa.

Pressia piensa ir a rebuscar; es lo que más le gusta, coger trozos de cosas de la basura para elaborar sus creaciones.

—No, nada.

El anciano sigue con el ladrillo en la mano, pero ahora a ella se le antoja triste y desesperado, como quien admite su debilidad. Puede que fuera capaz de noquear al primer soldado de la ORS con él, pero no al segundo o al tercero, y siempre van en grupos. La chica tiene ganas de decir en voz alta lo que ambos saben: que no servirá de nada. Puede ocultarse en ese cuarto y dormir en un armario, puede sacar el panel falso en cuanto oiga el camión de la ORS en el callejón y echar a correr. Pero no tendrá adonde ir.

—No tardes mucho —dice el abuelo.

—No —responde Pressia. Y entonces, para hacerle sentir mejor, añade—: Tienes razón, somos unos afortunados.

En realidad no lo cree. Los afortunados son los de la Cúpula, que juegan a sus deportes de cascos abrochados, comen tarta, todos tan amigos… y sin creerse nunca motitas de ceniza arremolinada.

—Pues que no se te olvide, pequeñaja.

Le vibra el ventilador de la garganta. Cuando estallaron las Detonaciones —fue en verano—, llevaba un ventilador eléctrico en la mano y ahora el aparato está con él para siempre. A veces le cuesta respirar porque el mecanismo de giro se queda atascado con la ceniza y la saliva. Algún día acabará con él, cuando se le acumule el polvo en los pulmones y el ventilador decida pararse.

Pressia va a la puerta del callejón y la abre. Oye un rechinar que casi parece un pájaro y después algo oscuro y peludo sale corriendo por unas piedras cercanas. Ve uno de sus ojos húmedos clavado en ella. Gruñe, despliega unas alas pesadas y romas y se impulsa hacia arriba, hacia el cielo gris.

A veces le parece oír el zumbido del motor de una aeronave allí arriba. Se sorprende a sí misma buscando en el cielo las hojas de papel que una vez lo llenaron… ¡Ay, qué bonito lo contaba el abuelo, todo eso de las alas! Tal vez algún día haya otro Mensaje.

«Nada durará —se dice Pressia—. Todo está a punto de cambiar para siempre.» Puede sentirlo.

Mira hacia atrás de reojo antes de internarse en el callejón y sorprende al abuelo mirándola de esa forma en que lo hace a veces: como si ya se hubiese ido, como si estuviera ensayando la pena.

Perdiz

Momias

P
erdiz está en la clase de historia mundial de Glassings intentando concentrarse. En teoría la ventilación del aula debe aumentar en función del número de cuerpos presentes, y unos estudiantes adolescentes —motores de energía revolucionados— pueden hacer que el ambiente de una estancia esté realmente cargado y caluroso si no se revisa el funcionamiento. Por suerte el pupitre de Perdiz no está muy lejos de una rejilla de ventilación del techo y es como si se encontrara bajo una columna de aire fresco.

La clase de hoy de Glassings versa sobre culturas antiguas. Lleva como un mes entero hablando de lo mismo. La pared frontal está cubierta de imágenes de Bryn Celli Ddu, Newgrange, Dowth y Knowth, las murallas de Durrington y Maes-howe…, todos ellos ejemplos de túmulos neolíticos que se remontan aproximadamente al año 3000 a. C. Los primeros prototipos de la Cúpula, en palabras de Glassings.

—¿Creéis que fuimos los primeros en concebir una cúpula?

«Vale, lo pillo —piensa Perdiz—: antiguos, túmulos, tumbas, bla, bla, bla…»

Delante de la clase, Glassings viste su americana almidonada de siempre, con el emblema de la academia, y una corbata azul marino con el nudo demasiado apretado, como es habitual en él. Perdiz preferiría que Glassings abordase la historia reciente, aunque nunca se lo permitirían. Solamente saben lo que les han contado: Estados Unidos no empezó la pelea pero actuó en defensa propia. Las Detonaciones fueron cada vez a más y llevaron a la destrucción casi total. Gracias a las precauciones que se tomaron en la Cúpula de forma experimental —como un prototipo de vida sostenible ante posibles detonaciones, ataques víricos y catástrofes medioambientales—, esa zona es probablemente el único lugar de la Tierra donde hay supervivientes, y ahora los miserables de las inmediaciones están gobernados por un régimen militar débil. La Cúpula vela por los miserables y un día, cuando la Tierra se haya recuperado, volverán para cuidar de ellos y empezar de cero. Tal y como lo cuentan parece sencillo, pero Perdiz sabe que la cosa tiene más miga y está convencido de que el propio Glassings tendría bastante que decir al respecto.

A veces el profesor se emociona dando clase, se desabrocha la chaqueta, se aparta de los apuntes y se queda mirando a la clase, fijando los ojos en un muchacho tras otro por un momento, como si quisiera que entendiesen algo que desea recalcar, que asimilen una lección del pasado y la apliquen en el presente. A Perdiz le gustaría, siente que sería capaz, al menos si tuviese algo más de información.

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