Aunque el aire en la Cúpula suele ser seco y estéril, como una presencia estática, aquí en los Archivos de Seres Queridos el ambiente parece cargado casi con electricidad. Perdiz no puede asegurarlo; por supuesto, se dice para sus adentros, no es posible que las pertenencias de los muertos almacenadas en ese lugar tengan un ajuste molecular distinto al de otros objetos, pero lo parece.
O tal vez no sean ni las pertenencias de los muertos ni el aire. A lo mejor son los muchachos de la academia los que están cargados, cada cual enfrascado en la búsqueda de un nombre en particular. Todos perdieron a alguien en las Detonaciones, al igual que Perdiz, y si había sobrevivido algún objeto de toda la existencia de esa persona se ponía en una caja metálica y pasaba a etiquetarse, clasificarse y permanecer allí atrapada para siempre… ¿en conmemoración? Y luego están los chicos que conocen a alguien que ha muerto después de las Detonaciones en la propia Cúpula. Perdiz también tiene una de esas cajas. Pero cuando se te muere alguien en la Cúpula, no se hace gran cosa. Hay que aceptar las pérdidas como vienen; ante la cantidad de bajas globales, ¿cómo tomarse una muerte cercana tan a pecho? Además, las enfermedades graves no suelen darse…, o puede que, en realidad, se den pero se escondan.
Glassings llevaba años solicitando la autorización para esa excursión una y otra vez. Por fin había recibido el visto bueno, por eso están ahí ahora. Suena una narración grabada a través de unos altavoces que no se ven; es una mujer que dice: «A cada persona que fallece se le destina una pequeña caja metálica para sus pertenencias. Los cuerpos se incineran porque el espacio es un bien escaso. Debemos reducir las huellas al mínimo. De momento esa es la normativa, hasta que la Tierra vuelva a ser habitable y recobremos nuestro lugar legítimo como participantes de pleno derecho y recreadores del paisaje natural».
—¿Podemos abrir las cajas? —pregunta a lo lejos Arvin Weed—. He encontrado a una tía mía.
—¡Tita Weed! —chilla uno de los chicos, mofándose de él.
—Sí —responde Glassings, que sin duda está distraído con su propia búsqueda—. No se os permite venir aquí todos los días, así que sed respetuosos y no toquéis nada.
Eso quiere decir que si Glassings encuentra la caja que está buscando la abrirá. Perdiz había dado por hecho que no les dejarían abrir nada, que solo vería las filas de cajas metálicas. Empieza a latirle con fuerza el corazón. Apresura el paso, no sea que Glassings cambie de opinión, no sea que llegue otro de los docentes y les diga que no. Está casi corriendo y se siente mareado. Da la impresión de que el resto de chicos también han echado a correr, doblando las esquinas a toda velocidad, con pequeños tambaleos por el efecto de la codificación en su sentido del equilibrio.
Recorre las largas filas hasta el final del alfabeto: Willux. Encuentra el nombre de su hermano, Sedge Watson Willux, y las fechas, tan definitivas, en letras de molde. Pasa los dedos por la cinta, donde la tinta no está descolorida como en otras; Sedge solo lleva un año muerto. En cierto modo parece que lleva muerto desde siempre y, al mismo tiempo, que todavía está vivo y todo ha sido un error burocrático. Se acuerda de la última vez que lo vio: estaban en su cena de reclutamiento. Sedge y los otros cinco chicos de la academia recién licenciados eran los primeros miembros del nuevo cuerpo de élite. Sedge llevaba puesto el uniforme. La codificación estaba a pleno rendimiento: era más alto, más robusto, con la mandíbula más ancha. Le dijo a Perdiz que estaba demasiado enclenque: «Dobla las raciones de barritas proteínicas —le dijo; y luego en otro momento miró a su hermano pequeño y le preguntó—: ¿Te acuerdas de las historias que me contabas? ¿De los cuentos infantiles?» Perdiz negó con la cabeza. «Todavía pienso en ellos de vez en cuando.» Sedge se rio. Después, justo antes de irse, su hermano le dio un abrazo y le susurró al oído: «A lo mejor a ti no te pasa esto». En el momento Perdiz lo entendió como algo negativo, como si no fuese lo suficientemente hombre para superar la instrucción. Pero después de que encontraran el cuerpo de Sedge, Perdiz se preguntó si había sido un deseo sincero, una esperanza.
No sabe qué le ocurrió a los otros cinco que fueron reclutados aquel día. Oyó rumores de que estaban en un entrenamiento intensivo y de que sus familias solo sabían de ellos por cartas. Perdiz dio por sentado que las familias no se quejarían: estarían agradecidas solo de saber que sus chicos estaban aún vivos.
Ahora introduce los dedos en el asa pero por alguna extraña razón no es capaz de abrir la caja. Sedge ya no está. En la pequeña etiqueta bajo su nombre hay escrita una sola línea: «Causa: herida de bala, autoinfligida». Al contrario que en la vida anterior a la Cúpula, el suicidio ya no se ve como algo negativo. Los recursos son para los sanos y para aquellos con una voluntad de vivir inquebrantable. A los moribundos no se les destinan muchos recursos, sería poco práctico. Algún día, con suerte no muy lejano, todos regresarán al mundo exterior, al Nuevo Edén como algunos lo llaman, y tendrán que ser fuertes. El suicidio de Sedge fue trágico porque se trataba de un joven fuerte y sano, pero el acto en sí de quitarse la vida era un síntoma de debilidad, y había algo admirable en el hecho —o al menos esa retórica habían utilizado con Perdiz— de que Sedge hubiese visto ese defecto en sí mismo y se hubiese sacrificado en beneficio del resto. Detestaba cuando hablaban así. «Mi hermano está muerto —quiere decirles a todos—. Fue el asesino y la víctima. Nunca lo recuperaremos.»
Perdiz no quiere ver a qué han reducido a su hermano, al contenido de una caja metálica… No lo soporta.
Le sorprende ver la caja de su madre al lado —Aribelle Cording Willux—, que le hayan concedido un sitio. Al contrario que con Sedge, Perdiz piensa llevarse cualquier recuerdo de ella que encuentre, esté metido en una caja o no. Tira de la pequeña asa metálica, coge la caja y la lleva hasta la mesa estrecha que hay en medio de la fila. Levanta la tapa. No le ha hecho muchas preguntas a su padre sobre ella; sabe que lo incomodarían. Dentro de la caja encuentra una tarjeta de cumpleaños con globos y sin sobre que su madre le escribió por su noveno cumpleaños —aunque cuando murió él aún no había cumplido los nueve—, así como una cajita de metal y una vieja fotografía de ambos en la playa. Lo que más le fascina es lo reales que son esas cosas. Su madre debió de llevarlas a la Cúpula antes de las Detonaciones. A todos se les permitió llevar unos cuantos objetos pequeños, los que fuesen más especiales para ellos. Su padre, claro está, decía que era solo en caso de emergencia, una emergencia que según él era probable que nunca tuviese lugar. Su madre debió de llevar con ella las cosas de la caja.
Ella existió. Piensa ahora en las preguntas que le hizo su padre. ¿Interfirió su madre en su codificación? ¿Le dio unas pastillas? ¿Sabía su madre más de lo que su padre había querido creer?
Abre la tarjeta y lee el mensaje escrito a mano:
Camina siempre en la luz. Sigue tu alma, que ojalá tenga alas. Tú eres la estrella que me guía, como la que se alzaba en Oriente y mostró el camino a los Reyes Magos. ¡Feliz noveno cumpleaños, Perdiz! Te quiere, mamá.
¿Sabía ella que no iba a estar con él en su noveno cumpleaños? ¿Lo había planeado con anterioridad? Trata de oír las palabras con la voz de su madre. ¿Así es como hablaba en los cumpleaños? ¿De verdad era él la estrella que la guiaba? Toca los garabatos; apretó tanto al escribir que ahora él siente los surcos que dejó con el bolígrafo.
Coge la cajita de metal y ve que tiene un pequeño mecanismo de cuerda por detrás, junto a los goznes de la tapa. Al abrirla surgen unas cuantas notas: es una caja de música. Cierra la tapa rápidamente, con la esperanza de que todos estén demasiado inmersos en sus propios hallazgos como para haberse fijado.
Escondida bajo la caja de música, Perdiz encuentra una cadenita con un colgante, un cisne de oro con una piedra azul brillante por ojo. Al coger el collar, el colgante da vueltas. Si existió, ¿no sería posible que todavía existiera? Vuelve a escuchar la voz de su padre: «Tu madre siempre ha sido muy problemática…» Siempre ha sido.
Perdiz sabe que tiene que pasar al otro lado. Si existe —si hay la más mínima esperanza—, tiene que intentar encontrarla.
Mira a ambos lados de la fila: no hay nadie. Coge todas las pertenencias, a toda prisa se las guarda una por una en los bolsillos de la chaqueta y luego devuelve la caja a su hueco, metal contra el metal y un chirrido final.
Reunión
L
a sala donde se reúnen es pequeña y estrecha. Solo hay una docena de personas, todas de pie, y en cuanto ven bajar a Pressia por la escalera se mueven y refunfuñan, molestos de que haya venido a quitarles el sitio. La chica se imagina que debe de fastidiarles tener que compartir la comida con otra persona más. En la estancia huele como a vinagre. Nunca ha comido
sauerkraut
pero el abuelo se lo ha descrito, le ha contado que es una comida alemana, y se pregunta si será eso lo que van a comer.
El chico que ha aparecido por la trampilla se aposta en la pared del fondo. Pressia tiene que hacerse un hueco en el corro para poder verlo bien. Es ancho y musculoso. La camisa azul que lleva tiene varios desgarrones y está gastada por los codos. Donde faltan botones ha hecho agujeros en la tela y los ha atado con cordel.
Ahora recuerda la primera vez que lo vio. Regresaba a casa por el callejón, un día que había ido a rebuscar, cuando oyó unas voces por la ventana. Se detuvo para mirar por ella y vio a ese chico —con dos años menos que ahora pero aun así fuerte y nervudo— tumbado a un lado de la mesa mientras el abuelo trabajaba inclinado sobre su cara. Aunque la escena era borrosa a través del cristal cuarteado, está convencida de que vio el rápido aleteo de los pájaros alojados en su espalda: unas plumas grises alborotadas y el destello veloz de un par de patitas naranjas acurrucadas bajo una barriga con pelusilla. El chico se incorporó y se puso la camisa. Pressia fue hasta la puerta y se quedó allí sin ser vista. El muchacho no llevaba dinero y se ofreció para volver y llevarle un arma como pago al abuelo, que le dijo, en cambio, que se la quedara: «Necesitas protegerte. Además, dentro de un tiempo tú serás más fuerte y yo más viejo y más débil. Prefiero que me debas un favor». «No me gusta deber favores», repuso el chico. «Qué pena, porque eso es lo que yo necesito», insistió el abuelo. Acto seguido el muchacho se fue a toda prisa y cuando dobló la esquina se chocó con Pressia, que estaba allí apostada. Cuando se cayó hacia atrás él la cogió de la mano. La había agarrado por el brazo del puño de cabeza de muñeca y, al notarlo, le dijo: «Perdón». ¿Por chocarse con ella o por su deformación? Pressia se zafó de su mano y le dijo: «Estoy bien». Pero, en realidad, se sentía avergonzada porque probablemente se había dado cuenta de que lo había estado espiando.
Y ahora ahí está, el chico al que no le gusta tener deudas pendientes pero que le debe un favor a su abuelo; el chico de los pájaros en la espalda.
La reunión da comienzo.
—Hoy tenemos a alguien nuevo entre nosotros —dice el chico señalando a Pressia.
Todos se vuelven para mirarla; como todo el mundo, tienen cicatrices, quemaduras, grandes trozos de tejido cicatrizado rojo y nudoso, casi como cuerdas. Una de las caras culmina en una mandíbula con una capa de piel retorcida, tan rugosa que parece la corteza de un árbol. Solo reconoce una cara, la de Gorse, el chico que desapareció hace unos años junto con su hermanita Fandra. Pressia la busca con la mirada, su fino pelo dorado y su muñón en el brazo izquierdo. A veces bromeaban sobre que eran perfecta la una para la otra: Fandra tenía bien la mano derecha y Pressia la izquierda. No la ve, sin embargo. Gorse cruza la mirada con ella pero la aparta. Su presencia tiene aturdida a Pressia. El movimiento clandestino… tal vez no solo existe, también funciona. Ahora sabe que al menos uno ha sobrevivido, y además el resto de personas de la habitación parecen mayores que ella. ¿Será esto la clandestinidad? ¿Será el chico de los pájaros en la espalda su cabecilla?
¿Y qué ven cuando la miran a ella? Pega la cabeza al pecho para esconder la cicatriz en forma de media luna y se tira de la manga del jersey para cubrir la cabeza de muñeca. Saluda con un gesto al grupo, deseando que aparten pronto la mirada.
—¿Cómo te llamas? —le pregunta el chico de los pájaros en la espalda.
—Pressia —responde, pero al instante se arrepiente. Ojalá hubiese usado un nombre falso. No sabe quién es esa gente; ha sido un error, ahora lo comprende claramente. Quiere irse pero se siente atrapada.
—Pressia —repite el chico entre dientes, como si practicara la pronunciación del nombre—. Bien —le dice al grupo—, empecemos.
Otro muchacho del corro levanta la mano. Tiene la cara parcialmente descompuesta por las infecciones donde el metal de su mejilla —algo que en otros tiempos era cromo pero ahora está oxidado— se une a la piel fruncida. Una parte de piel está bastante purulenta: si no se echa un ungüento anti-biótico podría morir. Ha visto a otra gente morir de infecciones como esa. A veces venden el remedio en los puestos del mercado, pero no siempre, y además es caro.
—¿Cuándo nos vas a dejar ver lo del baúl? —pregunta.
—Cuando acabe, como siempre, Halpern. Ya lo sabes.
Halpern mira a su alrededor, avergonzado, y se rasca una costra de la mejilla.
Pressia no se había fijado en el baúl, que está pegado a una pared. Se pregunta si será ahí donde guardan la comida.
Se fija en las chicas presentes. A una le salen cables del cuello mientras que otra tiene una mano intrincada con el manillar de una bici, con el metal recortado surgiendo de su muñeca como un hueso protuberante. Le sorprende que no escondan esas cosas. Una podría ponerse una bufanda y la otra un calcetín, como Pressia. Su actitud, sin embargo, es seria, serena y casi orgullosa.
—Para los que sois nuevos en la reunión —dice el chico de los pájaros en la espalda mirando a Pressia—, os diré que soy un muerto. —Eso quiere decir que figura en las listas de los que murieron en las Detonaciones: la ORS no lo busca. Es algo bueno, dentro de lo que cabe—. Mis padres eran ambos profesores y murieron antes de las Detonaciones. Tenían ideas peligrosas. Conservo los restos de un libro en el que estaban trabajando, del cual he sacado mucha información. Tras su muerte fui a vivir con mis tíos; allí estaba cuando estallaron las Detonaciones. Ninguno de los dos sobrevivió, de modo que me he valido por mí mismo desde que tenía nueve años. Me llamo Bradwell y esto es Historia Eclipsada.