Se viste a toda prisa, se pone los pantalones y la camisa, se anuda y se aprieta la corbata. Tiene el pelo tan corto que no le hace falta ni peinarse. Ahora tiene que concentrarse en una única cosa: Lyda Mertz.
Magdalenas
C
uando Lyda ayudó a decorar la cafetería con guirnaldas y a pegar estrellas de cartulina doradas por el techo, todavía no tenía acompañante. Aunque había unos cuantos con los que no le importaría ir, el único que la chica deseaba que se lo pidiese era Perdiz. Cuando lo hizo junto a las gradas metálicas de las pistas de atletismo, en uno de los pocos momentos en que no rondaba por allí ninguna profesora, Lyda pensó: «¿No sería bonito que hiciese un poco de fresco, que nos azotase el viento y el cielo estuviese revuelto, como en un día de otoño auténtico?» Por supuesto, no comentó nada de eso; lo único que dijo fue:
—¡Sí, me encantaría ir contigo! ¡Qué bien! —Acto seguido se metió las manos en los bolsillos por miedo a que el chico quisiese cogérselas y viese que las tenía sudadas.
Perdiz miró a su alrededor cuando Lyda aceptó, como si esperara que nadie los hubiese escuchado, para poder echarse atrás si alguien lo había oído.
—Pues entonces, guay. Nos vemos allí mismo si te parece bien —dijo.
Y aquí están ahora, sentados el uno junto al otro ante las mesas vestidas. Perdiz tiene un aspecto estupendo, y unos ojos grises tan bonitos que cuando la mira siente como si el corazón le fuese a estallar, aunque apenas la ha mirado, a pesar de que están sentados codo con codo.
Han puesto música, todo canciones antiquísimas de la lista permitida. La que suena ahora es una canción melancólica pero algo inquietante sobre alguien que está vigilando cada paso y cada respiración que da otra persona. La hace sentir un poco paranoica, como si alguien la estuviese escrutando, y ya siente bastante vergüenza por lo bajo que lleva el escote del vestido.
El compañero de cuarto de Perdiz está apoyado en la pared del fondo y habla con una chica. Cuando mira hacia donde está la pareja y ve a Perdiz, este lo saluda con la cabeza. Hastings le responde con una sonrisa y cara de tonto, y luego vuelve con la chica.
—¿Se llama Hastings, no? —le pregunta Lyda, en un intento por sacar conversación, aunque Hastings no le importa en realidad, tal vez para insinuar que ellos dos podrían sentarse más juntos y hablar entre susurros.
—Es todo un milagro —comenta Perdiz—. No se le dan muy bien las mujeres. —Lyda se pregunta si a Perdiz sí se le dan bien pero, por alguna razón, con ella no está desplegando todos sus encantos.
Como es una ocasión especial, las pastillas alimenticias —las balas, como las llaman los chicos de la academia— han sido sustituidas por magdalenas en bandejitas azules repartidas por todas las mesas. Observa cómo Perdiz se mete en la boca unos buenos pedazos con el tenedor. Lyda piensa que le va a dar algo comiendo tanto, con lo poco acostumbrados que están. Ella prefiere picotear su dulce, saborearlo, para que dure.
Hace un nuevo intento por iniciar una conversación, aunque esta vez habla sobre la clase de plástica, su favorita.
—Han elegido mi pájaro de alambre para la próxima exposición de la galería del Salón de los Fundadores, una muestra de estudiantes. ¿Tú tienes clase de plástica? Según tengo entendido, a los chicos no os dejan escoger plástica, a no ser que tenga aplicaciones prácticas, como en ciencias. ¿Es verdad?
—Yo doy clases de arte. Se nos permite dar algo de cultura. Pero, en realidad, ¿para qué íbamos a querer nosotros hacer un pájaro de alambre? —pregunta sin mucho tacto. Acto seguido se recuesta en su silla y se cruza de brazos.
—¿Qué pasa? ¿He dicho algo malo? —pregunta Lyda. Perdiz parece enfadado con ella. Entonces, ¿para qué le ha pedido salir?
—Ya no importa —le responde él, como si ciertamente hubiese dicho algo malo y la estuviese castigando por ello.
Lyda hunde el tenedor en la magdalena.
—Mira, no sé qué es lo que te pasa, pero si tienes algún problema me lo puedes contar.
—¿Eso es lo que te gusta? ¿Hurgar en los problemas de la gente? ¿A eso te dedicas?, ¿a buscarle pacientes a tu madre?
La madre de Lyda trabaja en el centro de rehabilitación al que mandan a los alumnos cuando tienen problemas de adaptación mental. De vez en cuando alguno de ellos regresa pero, por lo general, no se les vuelve a ver.
A Lyda le duele la acusación.
—No sé por qué tienes que tratarme así, pensaba que eras una buena persona.
No quiere irse enfadada pero sabe que tiene que hacerlo, le acaba de decir que es mala persona. ¿Qué puede hacer, si no? Tira la servilleta y se dirige hacia la ponchera. Se niega a mirar atrás.
Cuchillo
P
erdiz se siente culpable antes incluso de que Lyda se vaya, aunque también aliviado. Lo que ha hecho forma parte del plan: quiere la llave que lleva la chica en el bolso. Se ha comportado como un capullo con la esperanza de que ella se levantase y se fuese sin cogerlo. Pero ha estado a punto de pedirle perdón varias veces; le ha resultado más duro de lo que creía. Es más guapa de lo que recordaba —con esa naricilla respingona, las pecas y los ojos azules— y no estaba preparado para eso. No le había pedido ser su acompañante porque fuese guapa.
Mueve las manos por detrás de la espalda, saca el llavero con las llaves del bolso de la chica y se lo mete en el bolsillo de la chaqueta. Retira la silla con fuerza, como si estuviese enfadado y todo formase parte de la pelea, y sale apresurado en dirección al baño, que está al fondo del pasillo.
—¡Perdiz! —Es Glassings, que lleva pajarita.
—Va usted de punta en blanco —le dice Perdiz intentando sonar lo más natural posible. Glassings le cae bien.
—He venido acompañado —le dice el profesor.
—¿En serio?
—¿Tanto cuesta creerlo? —pregunta Glassings poniendo cara de pena, pero está de broma.
—Con esa pajarita todo es posible —replica Perdiz.
Glassings es el único profesor con el que puede bromear así…, tal vez incluso el único adulto. Desde luego con su padre no puede. ¿Y si fuese hijo de Glassings? La idea revolotea por la mente de Perdiz. Le contaría la verdad; de hecho, se lo quiere contar todo, pero mañana a estas horas ya se habrá ido.
—¿Piensa bailar esta noche? —le pregunta Perdiz sin poder mirarlo a los ojos.
—Claro. ¿Estás bien?
—Muy bien —responde sin saber muy bien qué ha hecho para disparar las alarmas de Glassings—. Solo un poco nervioso, no sé bailar muy bien que digamos.
—En eso no te puedo ayudar. Soy un patoso de campeonato. —En ese punto la conversación se estanca por un momento. Acto seguido el profesor finge ponerle bien la corbata y el cuello a Perdiz al tiempo que le susurra—: Sé lo que te reconcome, pero no pasa nada.
—¿Que sabe lo que me reconcome? —repite Perdiz en un esfuerzo por parecer inocente.
Glassings lo mira fijamente y le dice:
—Venga, Perdiz, que no me chupo el dedo.
El chico se siente mareado. ¿Tan descarado ha sido? ¿Quién más conoce sus planes?
—Has robado las cosas de la caja de tu madre de los Archivos de Seres Queridos. —Glassings relaja el gesto y le sonríe—. Es normal, quieres recuperar una parte de ella. Yo también me llevé algo de las cajas.
Perdiz se mira los zapatos. Las cosas de su madre, conque se trata de eso… Cambia el peso de pierna y dice:
—Lo siento, no era mi intención, fue un impulso.
—Tranquilo, no se lo contaré a nadie —le dice en voz baja el profesor—. Si alguna vez quieres hablar, ven a verme.
Perdiz asiente.
—No estás solo —susurra Glassings.
—Gracias.
El profesor se le acerca aún más y le dice:
—No te vendría mal juntarte con Arvin Weed. Ha hecho progresos en el laboratorio, está dando grandes pasos, la verdad. Es un chico listo y llegará lejos. No es que quiera escogerte los amigos, pero Arvin está hecho de buena pasta.
—Lo tendré en cuenta.
Glassings le da un puñetazo amistoso en el hombro y se aleja. Perdiz se queda allí parado un minuto, con la sensación de haber desbarrado, aunque no es así; solo ha sido una falsa alarma. Se dice que tiene que concentrarse. Finge que ha perdido algo, se palpa los bolsillos de la chaqueta —donde tiene guardadas las llaves— y los del pantalón y luego sacude la cabeza. ¿Lo está mirando alguien? Al cabo, dobla por el primer pasillo en penumbra, por donde se vuelve a las habitaciones. Sin embargo, nada más torcer la esquina, cambia de nuevo de dirección, hacia la puerta del Salón de los Fundadores, donde saca las llaves de Lyda, escoge la más grande y la mete en la cerradura.
El Salón de los Fundadores es el principal espacio expositivo de la Cúpula, donde esos días hay una muestra de hogar. Perdiz saca su bolígrafo-linterna y desplaza el haz sobre unas cucharas metálicas para medir, un pequeño temporizador blanco y platos con los bordes muy elaborados. Lyda es la encargada de la muestra de hogar; por eso la abordó, fue un movimiento calculado para conseguir las llaves, aunque suena peor de lo que es. Perdiz se recuerda que nadie es perfecto; ni siquiera Lyda. ¿Por qué había aceptado ella? Probablemente porque es hijo de Willux. Esa circunstancia había empañado todas y cada una de sus relaciones personales. Al haberse criado en la Cúpula, nunca ha estado seguro de si le cae bien a la gente por sí mismo o por su apellido.
La luz recae sobre una fila de objetos destellantes: el estuche de los cuchillos. Va hasta allí a toda prisa, pasa los dedos por el cierre y acerca el llavero de Lyda, que repiquetea en la oscuridad. El ruido de las llaves retumba en su cabeza por culpa de la codificación, resuenan como campanas muy agudas. Prueba una llave tras otra hasta que una entra. Acto seguido la hace girar con un leve chasquido y levanta la tapa de cristal.
Y entonces escucha la voz de Lyda:
—¿Qué estás haciendo?
Vuelve la vista y ve el suave perfil de su vestido, su silueta.
—Nada.
La chica pulsa el interruptor de la luz y se encienden los apliques de la pared, que no iluminan mucho. Parpadea hasta que los ojos se adaptan a la luz.
—¿Quiero saberlo?
—No lo creo.
Lyda mira hacia atrás, hacia la puerta.
—Miraré para otro lado y contaré hasta veinte —le dice clavándole la mirada, como si le estuviese confiando algo. Perdiz, de pronto, también quiere confesarse. Está muy hermosa: la cintura entallada del vestido, el brillo de los ojos, el delicado arco rojo de sus labios. Confía en ella movido por un impulso que no es capaz de explicar.
El chico asiente y ella se da la vuelta y empieza a contar.
El estuche está tapizado con un suave tejido aterciopelado y el cuchillo tiene el mango de madera. Pasa el dedo por la hoja… está menos afilada de lo que le gustaría, pero servirá.
Se mete el cuchillo entre el cinturón y el pantalón, escondido bajo la americana. Cierra el estuche con llave y se dirige hacia la puerta.
—Vamos —le dice a Lyda.
La chica se lo queda mirando un segundo en la tenue luz y él se pregunta si lo interrogará. Pero no es así. Lyda se reúne con él y apaga la luz sumiendo la habitación en la oscuridad. El chico le tiende las llaves y sus manos se rozan. Cuando ambos salen, ella cierra la puerta.
—Actuemos como la gente normal —le sugiere Perdiz mientras recorren el pasillo—, así nadie sospechará.
Lyda asiente:
—Vale.
Perdiz desliza la mano en la de ella. Así actúa la gente normal: se coge de la mano.
Cuando regresan al comedor engalanado, Perdiz se siente distinto, como otra persona. Solo está de paso, se va, todo eso no durará ya. Su vida está a punto de cambiar.
Bajo las falsas estrellas doradas del techo, se adelantan hasta el centro de la pista, donde se mece el resto de parejas. Lyda se le acerca y entrelaza los dedos en su nuca mientras él le rodea la cintura con las manos. La seda del vestido es suave. Perdiz, que es más alto que ella, baja la cabeza para estar más cerca. A la chica le huele el pelo a miel y tiene la piel caliente, tal vez ruborizada. Cuando acaba la canción hace ademán de apartarse pero se detiene cuando están cara a cara. Lyda se alza de puntillas y lo besa. Sus labios son suaves. Huele su perfume de flores y le responde al beso al tiempo que sube un poco las manos por los costados de la chica. Y entonces, como si acabase de darse cuenta de que están en una sala llena de gente, Lyda se aparta y mira a su alrededor.
Glassings da cuenta de un plato de dulces y vuelve a por más. La señorita Pearl está junto a la puerta, ociosa.
—Es tarde —dice Lyda.
—Una canción más —le ruega Perdiz.
La chica asiente.
Esta vez la coge de la mano, la alza a su hombro e inclina la cabeza hasta que roza la de ella. Cierra los ojos porque no quiere recordar lo que ve, sino lo que siente.
Regalos
E
n la mañana de su decimosexto cumpleaños Pressia se despierta en el armario tras una mala noche. Oye la voz de Bradwell preguntándole si ha cumplido ya los dieciséis. Y ahora sí que sí. Aún siente el tacto de las letras al pasar el dedo por su nombre impreso en la lista oficial.
Podría quedarse en el armario a oscuras todo el día, cerrar los ojos y fingir que es una mota de ceniza que flota muy alto en el cielo y que simplemente está mirando hacia abajo, a una niña en un armario. Intenta imaginarlo pero entonces la distrae la tos carrasposa del abuelo y vuelve a su cuerpo, a su columna contra la madera, a los hombros encogidos, al puño de cabeza de muñeca encajado bajo la barbilla.
Es su cumpleaños, no hay vuelta de hoja. Sale del armario y ve al abuelo sentado a la mesa.
—¡Buenos días!
Tiene dos paquetes ante él. Uno es solo un cuadrado de papel puesto encima de un pequeño montículo coronado por una flor, una campanilla amarilla tiznada de ceniza. El otro es algo enrollado y envuelto en un trozo de tela atado con un cordel que termina en un lazo. Pressia deja atrás los regalos y va a la jaula de
Freedle
, donde mete los dedos entre los barrotes. La cigarra bate sus alas metálicas, que resuenan contra la jaula.
—No tenías por qué comprarme regalos.
—Por supuesto que sí —responde el abuelo.
No quiere ni cumpleaños ni regalos.
—No me hace falta nada.