—Podrás hacerlo, estoy convencido. —Perdiz se siente mal por dejar colgado a Hastings; su compañero se quedará un poco desorientado sin él. Y no quiere que caiga en el rebaño, donde se convertiría en el hazmerreír de todos—. Igual hoy no voy a la cena, me quedaré estudiando. Ve con Arvin Weed, siéntate en su mesa, ¿vale?
—¿Pretendes organizar mi vida social o algo?
—Tú hazlo, ¿vale? Recuerda lo que te he dicho.
—Estás un poco raro.
—No sé de qué hablas.
Dos escoltas los recogen y los llevan en direcciones opuestas.
—Te veo luego, rarito —se despide Hastings.
—Adiós —le dice Perdiz.
Lo conducen a un pequeño cuarto blanco sin ventanas. El molde de momia está sobre la camilla, impecable y con bisagras en un lateral para que Perdiz pueda meterse dentro. Por encima y a los lados hay instrumental —brazos robóticos, tenazas, tubos de aspiración—, todo en cromo resplandeciente, recién pulido. Un escritorio con un ordenador y una silla con ruedas ocupan una de las esquinas; el tablero está adornado por un jarrón con una flor falsa en el borde. «¿Un recordatorio del hogar o la naturaleza?», se pregunta Perdiz. Por lo general ese tipo de detalles no son corrientes en la Cúpula.
Y de repente Perdiz empieza a arrepentirse: no hay necesidad de pasar por todo eso. Nadie tiene por qué enterarse: puede ir a cenar con Hastings y pedirle a Lyda que le ayude a devolver el cuchillo. Se acuerda del tacto de su cintura estrecha y de sus costillas al pasar las manos por el vestido de seda mientras la besaba. Le encantaría volver a oler su pelo de miel.
Alguien ha tenido que notar la ausencia del cuchillo, algún profesor o conserje. Es perfectamente posible que estén interrogando en ese mismo instante a Lyda en el despacho del director. Si lo pillan, su padre se pondrá furioso. Puede que lo expulsen de la academia y lo envíen al centro de rehabilitación para que hable con alguien como la madre de Lyda, la señora Mertz. ¿Y la chica? También se metería en problemas si lo pillasen. Tendrá que contarles cómo consiguió entrar en la sala de exposiciones.
En Glassings podía confiar. Pero ¿qué haría su profesor? Lo llevaría a la biblioteca, donde mantendrían una conversación secreta, tal vez con la ayuda de cuadraditos de papel y lápices enanos. Glassings sudaría, como de costumbre, y se enjugaría las gotitas que le perlarían la frente hacia las entradas. Sin duda le aconsejaría que no hablase. Se portaría bien con él.
Ahí está su horma, esperándolo, un molde perfecto de su cuerpo. Le sorprende lo grande que es; hace tan solo unos años era el más bajo de la clase, y también bastante fofo. Pero el molde es tan largo y delgado que parece de otra persona, de alguien mayor, más de la edad de Sedge. Si su hermano viviese aún, ¿sería Perdiz más alto que él? Nunca lo sabrá.
Quiere echarse atrás pero ya es demasiado tarde.
Solo tiene unos minutos antes de que aparezca el técnico. Sale aire frío por la rejilla de ventilación. Coge la silla con ruedas y la pone debajo del conducto. Se sube con la esperanza de que aguante, desatornilla la tapa y la empuja hacia arriba. Se alza rápidamente, doblando las manos por el marco de metal, y luego, tras empujar la silla hacia su sitio con el pie, trepa al conducto oscuro. A gatas, vuelve a colocar la tapa en el agujero. No engañará a nadie mucho tiempo pero tal vez gane unos minutos.
Los conductos están más oscuros de lo que esperaba, y también hay más ruido. El sistema está encendido y vibra como un descosido. Gatea todo lo rápido que puede. Tiene que haber llegado al primer tramo de filtros para cuando se detenga el sistema. Llegado a ese punto solo tendrá tres minutos y cuarenta y dos segundos de cuenta atrás para pasar por ese primer tramo y su fila de ventiladores y luego por la segunda barrera de filtros. Para salir al mundo tendrá que abrirse camino con el cuchillo. Eso si llega a tiempo y las aspas no lo han hecho picadillo para entonces.
Según indican los planos, si va gateando por la red de conductos, llega al gran túnel de purificación del aire. De pie casi roza el techo con la cabeza. La lámina de metal está perfectamente redondeada y le viene a la cabeza la palabra «hojalata»; pero siempre le ha parecido raro ese concepto: ¿cómo pueden ser de lata las hojas de los árboles?
Justo enfrente tiene el primer tramo de filtros rosas, muy tensos, como una densa cortina fija que le bloquea el camino. A Perdiz le sorprende que los filtros sean tan rosas, de color lengua, y que todo esté tan iluminado. Se pregunta por qué. ¿Cuestiones de mantenimiento?
Saca el cuchillo de cocina y se acuerda de Lyda, de su voz contando hasta veinte, despacio, en la sala medio a oscuras, y de sí mismo pasando los dedos por la hoja. Empieza a serrar los filtros. Las fibras son recias, de hilos gruesos, como los nervios de la carne. Comienzan a ceder y se desprenden partículas que giran y suben, lo que hace que le venga a la cabeza otro recuerdo de su infancia, aunque no sabe qué: ¿algo parecido a la nieve?
Perdiz ha oído que las fibras tienen pinchos y que se te pueden meter en los pulmones y causarte una infección. No sabe qué hay de cierto en todo eso. Ha acabado por desconfiar de todo lo que le han presentado por hecho. Pero tampoco quiere correr riesgos innecesarios, de modo que se sube la bufanda y se la ata por encima de la boca.
Cuando ya ha perforado lo suficiente el filtro se cuela por el agujero. Con la sudadera llena ahora de polvo rosa ve la serie de ventiladores monstruosos que tiene ante él, con las aspas afiladas e inmóviles.
Corre hacia el primer ventilador y, sin tocarlas, encuentra un triángulo entre las aspas por el que se cuela, pero le resbalan las botas en el suelo deslizante y se cae sobre un costado, con un porrazo que reverbera por los conductos, todo por culpa de la torpeza producida por la codificación. Se pone rápidamente en pie y pasa por el siguiente ventilador y el otro, cogiendo ritmo. ¿Se habrá dado cuenta ya el técnico de que el molde de su cuerpo está vacío? ¿Habrá dado alguien la voz de alarma? ¿Estarán las Fuerzas Especiales sobre aviso? Perdiz sabe que en cuanto se corra la voz de que el hijo de Willux —su único hijo vivo— ha desaparecido, la búsqueda no tendrá fin.
Cada vez avanza más rápido de un ventilador a otro, como en una carrera de obstáculos. Se acuerda de un jardín, posiblemente el de su propia casa cuando era niño, o quizás el de otra persona. Había un césped verde con briznas de hierba que se podían arrancar de la tierra, árboles con troncos que no estaban alisados ni pulidos… y hasta un perro. Su hermano mayor y otra persona, una chica alta, construyeron un recorrido con cuerdas que tenían que esquivar y saltar con una pelota en la mano que al final del todo lanzaban a un cubo. Había latas de refresco con pajitas. El cuello de estas era como un pequeño acordeón y se doblaban para llevárselas a la boca.
De pronto siente que le pesa mucho la cabeza y que el cuerpo se le va. Se sujeta en una de las aspas, pero está muy afilada y le sale sangre. Las gotas caen al suelo. Solo ha sangrado un par de veces en su vida: en la consulta del dentista, por ejemplo, una vez que las máquinas estaban muy fuertes y la espuma de la boca se le volvió rosa. La visión se le estrecha hasta un puntito blanco de luz y luego vuelve del todo.
Mira el reloj: le quedan treinta y dos segundos y once ventiladores más. Le sorprende pensar que puede que no lo consiga, que tal vez muera hecho picadillo y que, como ha cortado los filtros, su cuerpo será expulsado y su sangre arrastrada por la fuerte corriente de aire junto con el resto de fibras más pequeñas, que se volverán rojas de la sangre. Los operarios tendrán que cerrarlo todo. Alguna gente tendrá que ser reubicada en viviendas temporales. Difundirán rumores y encubrirán la historia verdadera; no dirán ni una palabra sobre el problema con el filtrado del aire porque todos darán por hecho que los miserables se han rebelado y han organizado una guerra bacteriológica. Puede que hasta piensen que la ORS, ese endeble régimen militar, los ha atacado. Cundirá el pánico entre las masas y se encargarán de inventar alguna excusa; en cuanto a Perdiz, algo se les ocurrirá, con suerte alguna historia digna. Pobre Willux; su padre volvería a recibir tarjetas de pésame… No habría un entierro real, igual que la otra vez. Nadie quiere ver un cadáver; el hermoso barbarismo no es plato de buen gusto. El bueno de Willux, pobre hombre, con su mujer y sus dos hijos muertos: tres cajas en los Archivos de Seres Queridos.
Perdiz avanza deslizándose por el suelo y saltando entre las aspas. Siente otro arañazo en la mejilla. Oye un traqueteo lejano, el motor. Sortea el penúltimo ventilador y echa a correr. Ve el último tramo de filtros rosas al final del túnel. Quiere salir, quiere volver a sentirlo todo de nuevo: el viento, el sol… Encontrar la calle donde vivía, su antigua casa, que seguro que no está porque voló por los aires, pero aun así. Hay resistencia en su codificación conductiva. ¿Por qué? ¿Qué tiene que ver con su madre? Todo ha cambiado desde que encontró las cosas de ella en la caja. Lleva el sobre con sus pertenencias —el colgante de cisne en la cadenita de oro, la tarjeta de cumpleaños, la cajita de música metálica y la foto— metido en una funda de plástico. Lo siente todo contra él, en la espalda.
El ventilador del final se acciona hacia atrás, tan solo un centímetro, y Perdiz se lanza por el último tramo de aspas justo cuando los ventiladores empiezan a rugir a sus espaldas y succionan el viento como un profundo respirar sin fin desde el otro lado de los últimos filtros. La corriente lo arrastra hacia atrás. Así es como siente su memoria, como una inspiración sostenida que lo arrastra hacia el pasado. Se cae al suelo pero apoya los talones y, a cuatro patas, logra apartarse de las aspas. La codificación de su fuerza le está haciendo efecto: siente un arrebato de energía. Cuando llega lo suficientemente cerca extiende el brazo, clava el cuchillo de cocina en los filtros y tira de su cuerpo hacia delante, contra el viento. Las fibras rosas ceden y, al pasar a su lado succionadas por los ventiladores, le viene a la cabeza la palabra «confeti».
Golpe
E
s bien entrada la noche y Pressia está trabajando en sus pequeños seres. El abuelo duerme junto a la puerta del callejón, sentado muy recto en su silla de ruedas y con el ladrillo sobre el muslo. Desde que él ha empezado a encargarse de los trueques, ha tenido que hacer más seres para venderlos por menos. Hay días en que está demasiado enfermo para ir al mercado y entonces ambos se sienten inútiles, algo que los dos detestan. Ahora lleva la cuenta del tiempo por el hambre. En las últimas noches ha empezado a comprender que puede morir aquí de una muerte lenta, consumirse en ese armario cubierto de ceniza en un cuartucho lleno de cachivaches. Mira a su abuelo, su muñón lleno de cables, sus tiernos ojos cerrados, el viso de sus quemaduras, el trabajoso subir y bajar del pecho, el leve rumiar de las cenizas en sus pulmones, el ventilador que gira en su garganta. Tiene la cara contraída incluso en sueños.
Ha puesto en la mesa el regalo de Bradwell, la fotografía de la revista y, aunque a veces odia a esa gente con gafas 3D —un feo recordatorio de lo que nunca tendrá—, no se ve capaz de quitar de allí la imagen.
Desde que abrió el regalo ha tenido más recuerdos en breves fogonazos: una pequeña pecera con peces nadando de un lado a otro, el tacto de la lana de la borla del bolso de su madre, esas fibras suaves en su puño, un conducto caliente bajo una mesa que ronroneaba como un gato. Se acuerda de ir sobre lo que debían de ser los hombros de su padre mientras paseaban bajo unos árboles floridos, de que la envolviese en su abrigo cuando se quedaba dormida y la llevase en volandas del coche a la cama. Se acuerda de peinarle el pelo a su madre con un cepillo de púas mientras sonaba una canción en un ordenador portátil: la imagen de una mujer cantando una nana sobre una chica en un porche a la que un muchacho ruega que le coja de la mano para que vaya con él a la Tierra Prometida. Solo la voz de ella, sin ningún instrumento. Debía de ser la nana favorita de su madre porque ponía esa grabación todas las noches cuando Pressia se acostaba. En aquella época se cansó de la canción pero ahora daría casi cualquier cosa por volver a oírla. Su madre olía como a jabón de hierbas, a limpio y a dulce; su padre, a algo más sabroso, como a café. Por alguna razón la fotografía del cine le revuelve la memoria, y echa tanto de menos a sus padres que a veces le falta el aire. Pese a no recordarlos como un todo, se acuerda de sentirse arropada por su madre, de la suavidad de su cuerpo, su pelo sedoso, la dulzura de su esencia, el calor. Cuando su padre la envolvía en su abrigo, se sentía como en un capullo protector.
Piensa en eso mientras sus dedos van pegando mañosamente las alas al armazón de una mariposa, cuando llaman a la puerta. El golpe es seco, el sonido de un solo nudillo. No se oye ningún motor de los camiones de la ORS. ¿Quién puede ser?
El abuelo duerme profundamente con unos ronquidos graves y carrasposos. Se levanta y va hasta la puerta de puntillas, aunque los zuecos de origen holandés no son de mucha ayuda. ¿Acaso los holandeses no tenían que andar nunca con sigilo? Pone la mano en el hombro del anciano y lo sacude.
—Hay alguien —le susurra.
Se despierta aturdido al tiempo que suena otro golpe al otro lado de la puerta.
—Al armario —le dice. Han quedado en que ella se esconda en el armario si alguien llama a la puerta; si hace sonar el bastón (pamparapampan, pampán) tiene que escapar por el panel-trampilla. El abuelo le ha explicado que es una especie de cancioncilla. Ese es su santo y seña.
Pressia va corriendo al armario y se mete dentro, aunque dejando una mínima rendija en la puerta para poder ver qué pasa.
El anciano va cojeando hacia la puerta y atisba con cautela por la mirilla que ha abierto en la madera.
—¿Quién es? —pregunta.
Del otro lado llega una voz de mujer. Pressia no logra oír lo que dice pero debe de haber tranquilizado de algún modo al abuelo porque este abre la puerta y la señora entra a toda prisa y sin resuello. Cierra la puerta tras ella.
Pressia ve a la mujer en pequeños destellos: el óxido de los engranajes incrustados en la mejilla, el brillo del metal alojado sobre uno de los ojos. Es delgada y bajita, y tiene los hombros prominentes. Sujeta un trapo ensangrentado contra el codo.
—¡Muertería! —le dice al abuelo de Pressia—. ¡Sin avisar! Y no hace ni un mes de la última. Me he escapado por los pelos.