Ya también sin capucha, Bradwell está arrodillado a su lado; parece colorado y mareado.
Perdiz pega la barbilla al pecho para intentar ocultar su cara sin marcas y le susurra al otro chico:
—¿Este era el plan?
—Creo que lo estamos consiguiendo.
—¿Estás de broma? ¿Qué estamos consiguiendo?, ¿que nos maten?
De tamaño industrial, el centro del sótano está vacío. Forma parte de una de esas plantas subterráneas que había en los edificios altos, tal vez bajo un sanatorio. Por todo alrededor, sin embargo, está abarrotado de objetos corrientes ahora combados, oxidados o quemados: ruedas grandes, palas, bolas de jugar a los bolos, mazos, somieres metálicos doblados, tuberías de hierro y cubos de metal con ruedas.
Ante ellos tienen a una mujer que lleva a cuestas a un niño rubio de unos dos o tres años; un brazo está fusionado con la cabeza del crío, como protegiéndolo, mientras que en el otro lleva un bate de béisbol rematado por una cabeza de hacha.
—Muertos, ¿qué hacíais en el territorio de nuestra Buena Madre?
Con la cabeza todavía inclinada, Perdiz mira de reojo a Bradwell, que dice:
—Estamos en una misión: hemos perdido a una persona y queremos que vuestra Buena Madre nos ayude. Es una chica que se llama Pressia y tiene dieciséis años. Creemos que se la ha llevado la ORS pero no estamos seguros.
—Son cosas que pasan, la ORS se lleva a todos lo que cumplen dieciséis, muerto. —La mujer suspira con hastío.
—Bueno, pero las circunstancias no son nada normales porque él no es normal.
Bradwell intercambia una mirada con Perdiz y le dice:
—Enséñales la cara.
El otro chico lo mira de hito en hito. ¿Qué quiere, sacrificarlo? A un puro. ¿Ha sido ese el plan de Bradwell desde el principio? Sacude la cabeza y le dice:
—No. ¿Qué pretendes?
—¡Que les enseñes la cara! —le insiste Bradwell.
No tiene alternativa, las mujeres están expectantes. Alza la barbilla y, cuando las mujeres y los niños se le acercan, se quedan mirándole fijamente, boquiabiertos.
—Quítate la camisa —le ordena la mujer.
—Es más de lo mismo.
—Obedece.
Perdiz se desabrocha un par de botones y se saca la camisa por la cabeza.
—Es un puro.
—Exacto.
—Nuestra Buena Madre estará complacida —dice la mujer con el niño rubio—. Ha oído los rumores sobre un puro y deseará quedárselo. ¿Qué quieres a cambio de él?
—Tampoco es que podáis usarme como moneda de cambio —dice Perdiz.
—¿Es tuyo como para que puedas cambiarlo? —le pregunta la mujer a Bradwell.
—No exactamente, pero seguro que llegamos a un entendimiento.
—Tal vez se conforme con un solo trozo de él —sugiere la mujer.
—¿Qué trozo? —se alarma Perdiz—. ¿De qué habla?
—Creemos que la madre del puro sigue con vida. La está buscando.
—Eso también puede interesarle a nuestra Buena Madre.
—¿Crees que, mientras tanto, podríais correr la voz sobre Pressia entre el resto de madres? Es morena y tiene los ojos negros y almendrados, y una cabeza de muñeca en lugar de mano. Es menuda, con una cicatriz curvada en torno al ojo derecho, como una media luna, y quemaduras por ese mismo lado de la cara. —Conforme Bradwell va describiendo a su amiga, Perdiz se pregunta si el chico siente algo por ella. ¿Le gusta o es solo que se siente responsable? Nunca se le habría pasado por la cabeza que Bradwell pudiese estar pillado por alguien, pero claro que puede; es humano. Por un momento casi llega a caerle bien Bradwell, siente que tal vez tengan algo en común, aunque entonces recuerda que acaba de ofrecerle un trozo de él a unas extrañas.
La mujer asiente:
—Haré correr la voz.
Radio
N
o está muy segura de qué le ha pasado en la granja. Se desmayó y se cayó al suelo cerca de la entrada pero luego se ha despertado en el asiento trasero del coche mientras cruzaban a toda velocidad las esteranías. Esa es toda la información que tiene. ¿Le suministraron éter? ¿La anestesiaron para lavarle el estómago porque había sido envenenada? ¿Qué conseguiría Ingership con eso? A lo mejor simplemente está loco de atar, y su mujer también. ¿Cómo, si no, explicar que la esposa le dijese que iba a abrigarla del peligro al mismo tiempo que la estaba envenenando?
Tiene un chichón en la base del cráneo, como si se hubiese dado contra el suelo o… ¿puede que fuese en su forcejeo con Ingership? Luchó. Hasta ahí llega. Y ahora, cada cierto tiempo, nota una punzada aguda en la coronilla y por detrás de la cabeza, un fogonazo que irradia dolor. Se encuentra fatal, sigue con náuseas y tiene la barriga hinchada y revuelta. La visión se le nubla con densos bancos de niebla, y cuando parpadea se le aparecen lechos de flores fantasmas que al cabo se difuminan. Lo oye todo como apagado, como si estuviese escuchando por un vaso pegado a la pared. El viento tampoco está siendo de gran ayuda; levanta el polvo, le nubla aun más la visión y hace que le retumben los oídos.
Y ahora ya no está el chófer. No hay vuelta atrás. Solo tiene a Il Capitano, que va conduciendo a gran velocidad por las esteranías que lindan ya con la ciudad. Cada tanto surgen terrones a la luz de los faros y los embiste, haciendo que sus cuerpos se esparzan por el aire como ceniza, polvo y piedras.
Saca el dispositivo de rastreo del sobre y ve que el punto está atravesando una zona de los escombrales en una línea recta perfecta, a demasiada velocidad para estar moviéndose por terreno irregular. Recuerda que Bradwell le contó que cazaba roedores esperándolos en los extremos de los pequeños conductos que todavía están intactos bajo los escombros, tuberías por las que solo caben bichos pequeños. Está claro que Bradwell y Perdiz han encontrado un chip, se lo han puesto a una de las ratas esas y la han soltado.
—Tenemos que ir a la casa de Bradwell, cerca de los escombrales. Allí vi por última vez al puro.
—¿Lo conoces?
—Sí.
—¿Por qué no me lo has dicho antes?
—¿Por qué tendría que haberlo hecho?
—Ajá. —Il Capitano la mira como si ahora tuviese que repensar todos sus supuestos.
—Ajá —lo remeda Helmud, que también la mira de reojo.
Desde donde está puede ver cómo retuerce ansioso los dedos. Il Capitano menea los hombros y masculla:
—Para ya con eso.
—Para ya con eso —le responde el hermano.
—Cuando lo encontremos, no puedes matarlo —le explica Pressia—. No todos son malos. De hecho el puro al que estamos buscando es bueno, tiene buen corazón y está buscando a su madre. Y yo eso lo respeto.
—Yo también —coincide Il Capitano, y la dulzura de su voz, triste y melancólica, sorprende a la chica.
—Yo también —corrobora Helmud.
—No podemos atravesar el centro con este coche. Llama demasiado la atención.
—Yo sé dónde queda la casa de Bradwell. Iré yo —dice Pressia.
—No estás en condiciones de ir hasta allí andando. Además, alguien se tiene que quedar en el coche. No quiero que los terrones destruyan este cacharro tan bonito.
—De acuerdo —concede Pressia—. Te haré un mapa.
—Conozco un sitio donde podemos dejar el coche a buen recaudo.
Pasado un rato, aparcan bajo una valla publicitaria caída que está apoyada por un lado en el soporte que la mantenía en vertical y es ideal como cochera improvisada.
Al lado hay un tejado vencido que en otros tiempos cubrió varios surtidores de gasolina. Se parapetan tras él, con la esperanza de que les dé un respiro del viento polvoriento. Hay un emblema caído con una B y una P en un círculo verde; una vez significó algo, no recuerda bien qué.
Pressia se encuentra en la tierra un radio metálico que pudo pertenecer en otro tiempo a una moto. Nunca se le ha dado muy bien pintar, pero podía montar y desmontar el reloj del abuelo, arreglar el mecanismo interno de
Freedle
y fabricar su pequeño zoológico —la oruga, la tortuga, la colección de mariposas—, porque siempre ha sido minuciosa y precisa. Espera que ese esmero por el detalle halle su recompensa.
Empieza a bosquejar un plano en la tierra cenicienta iluminada por los faros, una vista aérea de la ciudad donde señala las lindes de los escombrales y pinta una equis para marcar la ubicación de la carnicería de Bradwell.
En cuanto Il Capitano lo procesa, se pone a hacer otro del interior de la carnicería, incluida la cámara frigorífica, donde es más probable que hayan dejado algo, aparte de las armas. Tiene que confiar en él, aunque no está del todo segura porque lo ve lleno de rencor. Sin embargo, más allá de su violencia y su crueldad, vislumbra una parte de él que desea ser buena; a fin de cuentas, ni siquiera quería jugar a El Juego. En un mundo distinto, ¿sería mejor persona? Puede que todos lo fuesen. Quizá, después de todo, ese sea el mayor regalo que ofrece la Cúpula: quien vive en un sitio suficientemente seguro y confortable puede fingir que siempre tomará la mejor decisión, incluso en circunstancias desesperadas. Tal vez, en el fondo, esa forma tan horrible que tiene de tratar a Helmud oculte amor fraternal, un sentimiento que no debe mostrar. Il Capitano solo tiene a su hermano, y le es leal sin reservas, con sus neuras y su mal genio, pero leal. Y eso es un valor importante. Se pregunta cómo perdió él a sus padres, y si piensa tanto en ellos como Pressia en los suyos y en el abuelo.
Pero también tiene una fiereza que a ella le falta. ¿Sabía o no Il Capitano que al dejar al chófer en medio de las esteranías se lo comerían vivo los terrones? No lo tiene claro, pero se dice para sus adentros que hay una posibilidad de que el chófer haya sobrevivido; aunque es más un deseo que otra cosa. Sabe que lo más probable es que sea mentira.
Il Capitano se levanta y dice:
—Vamos allá. Ya lo tengo.
—Lo tengo —repite Helmud.
Tira del rifle que tiene colgado y se lo tiende.
—Quédate en el coche pase lo que pase. Dispárale a todo lo que se mueva.
—Eso haré —afirma, aunque no sabe si podrá. Se sube al asiento del conductor y cierra la puerta.
—Si tienes que largarte, lárgate. Las llaves están en el contacto. Por mí no te preocupes.
—Preocupes.
—No sé conducir.
—Es mejor tener las llaves que no tenerlas. —Apoya la mano en el capó y añade—: Ten cuidado. —Es evidente que Il Capitano se ha enamorado del coche.
—No me moveré de aquí —le asegura Pressia, que siente que se lo debe. ¿Qué otra persona le habría ayudado de esa manera? Sin él no lo habría conseguido—. Si he llegado hasta aquí ha sido por ti.
Il Capitano sacude la cabeza y le dice:
—Tú cuídate, ¿vale? —Se queda contemplando el perfil turbio de la ciudad demolida antes de añadir—: Voy a coger por este atajo, que me lo conozco y me llevará cerca de los escombrales. Y también volveré por aquí.
Pressia se queda mirando cómo se aleja, aunque sigue con la visión velada. Ese trecho de esteranías es ceniza pura. Los terrones corretean y se retuercen por la llanura, que está surcada por trozos de asfalto que surgen de la tierra como pruebas de la autovía que pasó por aquí en otra época. Lo último que ve es a Helmud, que se da la vuelta y se despide contoneando su delgado y largo brazo. Acto seguido, en apenas segundos, Il Capitano y su hermano desaparecen en la distancia turbia y vaporosa. Tiene que apagar las luces. Todo se vuelve oscuro.
Cámara
I
l Capitano se desliza por la rampa del corral de aturdimiento y pasa por delante de las cubas, los estantes y el techo con raíles. Alarga la mano y coge un gancho.
—Vaya —le dice a Helmud—, este sitio es perfecto.
—Perfecto —coincide Helmud.
—Aquí podríamos haber sobrevivido tú y yo por nuestra cuenta. ¿Eres consciente?
—¿Consciente?
—El tal Bradwell ha tenido potra —masculla Il Capitano.
—Potra.
Han llegado más rápido de lo que había calculado Il Capitano. En las calles no se oía nada y la poca gente con la que se han cruzado ha salido corriendo al verlos, se ha refugiado en portales oscuros o ha echado a correr por los callejones. Si no los han reconocido a ellos en concreto, han visto el uniforme y con eso basta.
Procura terminar todo lo aprisa posible. Tiene que admitir que le ha cogido cariño al puñetero coche. Una de las razones por las que se ha deshecho del chófer es porque quería poner a prueba el motor por las esteranías. Así que sí: quiere volver al vehículo, aunque también que Pressia se encuentre a salvo. Si regresa y ella no está o solo quedan sus restos, no sabe si podrá superarlo. La chica tiene algo… buen corazón. Hacía mucho tiempo que no encontraba a nadie igual, ¿o será que dejó de buscar?
Es extraño tener a alguien esperándote en algún lugar. Hay historias, leyendas de amantes que murieron el uno por el otro en las Detonaciones. Gente que, como Il Capitano, sabían lo que podía sobrevenir, que hicieron planes para escapar, guardaron reservas y quedaron en encontrarse en algún sitio. Sin embargo, las citas no funcionaron: los unos se quedaron esperando a los otros. Puede que, según los planes, solo tuvieran que aguardar un tiempo determinado —media hora o cuarenta minutos— antes de ir a guarecerse en sitio seguro. Pero siempre esperaban más de la cuenta, para siempre, hasta que los cielos se tornaron ceniza roja. Una vez escuchó una canción sobre esos amantes y nunca la olvidará. Era rara, la estaba cantando un tipo en medio de la calle:
Al andén de la estación
nada llega ya.
Contempla las estelas de vapor,
suben y vuelven a posarse.
Veo a mi amante ascendente,
mira el reloj y sonríe.
Sabe que he estado esperándola,
toda una vida, y más.
Y luego el viento la levanta
y como una brisa se disipa.
La ceniza se me ha pegado a las lágrimas
y me tiene atrapado.
Ceniza y agua, ceniza y agua, la piedra perfecta.
Me quedaré donde estoy y esperaré por siempre,
hasta convertirme en piedra.
La escuchó cuando era más joven, un día que estaba patrullando las calles. Uno de los soldados que lo acompañaban dijo: «Por Dios, que alguien le pegue un tiro». Pero Il Capitano le paró los pies: «No, dejadle que cante». Nunca ha olvidado la canción.
Entra en la cámara frigorífica y, efectivamente, hay un bicho parecido a una rata en una jaula, tal y como indicaba el plano de Pressia. Se plantea robarlo, está bastante gordo. El olor a carne carbonizada es fuerte. Oye cómo su hermano empieza a chasquear la lengua para llamar al animal.