Puro (31 page)

Read Puro Online

Authors: Julianna Baggott

Tags: #Ciencia Ficción, Infantil y juvenil

Pressia no entiende por qué tiene que guardarse nada en las mangas.

Cuando el chófer aparca delante de unos escalones que dan a un amplio porche, Pressia se acuerda de la letra de la grabación que a su madre tanto le gustaba, la nana de la niña que baila en la soledad del porche.

Y en ese momento una mujer sale de la casa para recibirlos. Lleva un vestido amarillo chillón, como para ir conjuntada con la casa, y a primera vista se le ve una piel tan blanca que parece que brilla. ¿Será una pura? Luego Pressia se da cuenta de que no es piel, sino una especie de media de un material muy fino, elástico y casi brillante. Le cubre hasta el último centímetro de cuerpo y está rematada por guantes en los dedos y unos agujerillos bien remachados para ojos y boca. Y ahora que la ve más de cerca Pressia se da cuenta de que tiene agujeros hasta para la nariz. La mujer está tan chupada como Ingership. Los hombros angulosos parecen un amasijo de huesos.

Ingership sale por un lado del coche y Pressia lo imita.

—¡Qué estupendo, qué estupendo que hayas llegado a salvo! —dice la mujer, aunque la media no se mueve. Está perfectamente fijada a los músculos de su cara, ni se frunce por los labios ni aplasta la nariz. Lleva peluca, una rubia y ahuecada que le tapa las orejas y tiene recogida en la nuca con una gran horquilla. No se aventura por las escaleras; se limita a sujetarse a la barandilla para no perder el equilibrio.

Pressia sigue hasta el porche a Ingership, que besa a su mujer en la mejilla (aunque no es tal cosa: es la piel de media).

—¡Esta es mi queridísima esposa!

La mujer está algo turbada por la visión de Pressia, se diría que no está acostumbrada a ver a supervivientes. Se le dobla un tobillo en sus zapatos puntiagudos.

Pressia esconde el puño de cabeza de muñeca tras la espalda.

—Encantada de conocerla —dice a media voz.

—Sí —responde la esposa de Ingership.

—¿Ostras en su concha? —pregunta el hombre.

—¡Marchando! —exclama con una sonrisa la esposa, con la media de la cara lisa y tensa.

Pressia

Ostras

E
n cuanto entran, la mujer de Ingership cierra y pulsa un botón de la pared que, acto seguido, precinta la puerta con goma. «¿Para que no entre el polvo?», se pregunta Pressia. Si es para eso, funciona bien. Las paredes son de colores pastel y están relucientes, como los suelos de madera. Hay un cuadro de la propia granja rodeada de colinas nevadas, blancas y centelleantes como si la ceniza no existiera.

—Bienvenida a nuestra humilde morada —le dice Ingership, que a continuación pasa un dedo por una franja de madera blanca que recorre las paredes, un poco por encima de la cintura. Alza el dedo ligeramente tiznado de ceniza. No se molesta en abrir la bisagra metálica que tiene por mandíbula y habla entre dientes—. ¿Es repulsivo o no?

La mujer parece turbada. Cabecea ligeramente y responde con voz aguda:

—¡Repulsivo!

Pressia nunca ha visto tanta elegancia: una alfombra bordada con flores azules, el pasamanos terminado en una floritura labrada y los techos dorados. Pasan a un comedor con una larga mesa cubierta por un mantel rojo. Los platos están puestos, la cubertería de plata reluce y el estampado de las paredes tiene más flores. Colgada del techo hay una lámpara gigante hecha de vidrio destellante, pero no de burdos pedazos, sino en formas finamente recortadas. Pressia no se acuerda del nombre de esas lámparas. Se lo oyó al abuelo cuando ella jugaba con
Freedle
y él decidió poner una vela dentro de la jaula. Iluminó la habitación desde arriba y quedó muy bonita.

Piensa en Bradwell, no puede evitarlo. ¿Qué diría él de esa ostentación de riqueza? Que es demencial. «¡Ya sabéis que Dios nos quiere porque somos ricos!» Puede oírlo mofándose de aquel sitio, y sabe que también ella debería estar asqueada. ¿De qué modo puede alguien vivir aquí con la conciencia tranquila sabiendo cómo viven los demás? Pero es un hogar… un hogar hermoso y le gustaría vivir en él. Le encantan la reluciente madera redondeada de los respaldos de las sillas, las cortinas aterciopeladas, la empuñadura ribeteada de la cubertería. En algún rincón del piso de arriba tiene que haber una bañera y una cama alta y mullida. Se siente a salvo, caliente y en paz. ¿Tan malo es querer una vida así? Puede ver en su cabeza la cara que pondría Bradwell al decir: «Sí, sí es tan malo, desde luego que sí». Se recuerda a sí misma que poco importa ya lo que piense Bradwell; es probable que no lo vea nunca más. La idea hace que le vuelva a doler el pecho. Ojalá no le doliese, ojalá no le importara.

Encima de la mesa hay un gran sobre amarillo con «Pressia Belze» escrito en gruesos caracteres negros. Le da mala espina, aunque no sabría decir por qué. En lugar de preocuparse decide volcar su atención en la comida: una fuente de mazorcas de maíz aceitosas, lo que deben de ser las ostras en su concha —una plasta ocre sobre unas conchas blancas arrugadas en agua— y huevos, blancos enteros, con su cáscara, cortados en dos, las yemas firmes pero húmedas. ¿Serán estas las antigüedades con las que juguetea Ingership…, esas que todavía no ha perfeccionado pero casi? A Pressia le parecen perfectas.

La mesa está puesta para seis y la chica se pregunta si están esperando a alguien más. Ingership se sienta a un extremo de la mesa y su mujer —cuyo nombre nadie ha mencionado— retira la silla que hay a la izquierda de Ingership y dice a Pressia:

—Tú aquí.

La chica se sienta y la mujer la ayuda a acercarse la silla a la mesa, como si ella no pudiese sola. Deja la cabeza de muñeca debajo de la mesa.

—¿Limonada? —les pregunta la esposa.

Limones… Pressia sabe lo que son pero nunca ha probado la limonada. ¿De dónde sacarán los limones?

Ingership asiente sin mirarla.

—Sí, por favor —dice Pressia—. Gracias.

Hace tanto tiempo que no utiliza sus buenos modales que no está segura de si ha contestado bien o no. El abuelo intentó enseñarle modales cuando era pequeña porque así lo habían educado a él. La madre de este le decía de pequeño: «Por si alguna vez tienes que comer con el presidente». Era como si, a falta de presidente, la buena educación ya no estuviese justificada.

La mujer de Ingership llega a la mesa con una reluciente jarra metálica tan fría que se empaña por fuera y les sirve un vaso a cada uno. La limonada tiene un color amarillo fuerte. Pressia quiere bebérsela pero decide que lo mejor es repetir todo lo que haga Ingership, en el mismo orden. Tal vez así le caiga mejor, si piensa que ella se parece a él en algo. En esa habitación tan iluminada el metal de la cara de Ingership reluce como el cromo. Se pregunta si le sacará brillo todas las noches.

El hombre coge la servilleta blanca de tela, la despliega y se la remete por el cuello. Pressia lo imita, todo con una mano. Ingership se cala mejor la visera de la gorra militar y la chica, que no tiene sombrero, opta por retocarse el pelo.

Cuando la mujer coge la fuente de ostras, Ingership levanta dos dedos y acto seguido ella le coloca dos conchas en el plato. Pressia hace lo propio. Y lo mismo con una aceitosa mazorca de maíz y tres huevos.

—Que disfrutéis de la comida —les desea la esposa, que, cuando termina de servir, se queda apostada a un lado de la mesa.

—Gracias, amor —le dice Ingership, que mira entonces a su mujer y le sonríe, orgulloso; esta le devuelve la sonrisa—. Pressia, mi mujer era miembro de las Feministas Femeninas cuando era joven…, o sea, antes…

—Ah —tercia Pressia, a quien lo de «Feministas Femeninas» no le suena de nada.

—De hecho, pertenecía a la junta. Su madre fue una de las fundadoras.

—Qué bien —dice Pressia con la boca chica.

—Estoy convencido de que nuestra invitada es sensible a esa lucha. Tendrá que equilibrar su condición de oficial con su feminidad, por supuesto.

—Creemos en la educación real de las mujeres —interviene la esposa—. Creemos en el éxito y la asunción de poderes, pero ¿por qué ha de estar reñido todo eso con virtudes femeninas como la belleza, la gracia y la dedicación al hogar y a la familia? ¿Por qué tenemos que coger un maletín y actuar como hombres?

Pressia mira a Ingership porque no tiene claro qué decir. ¿Está recitando un antiguo anuncio o algo así? Ya no hay educación real para nadie. ¿Hogar y familia? ¿Qué es un maletín?

—Querida, querida, mejor no entremos en política.

La mujer se queda mirando la media tirante sobre la yema de sus dedos, los frota entre sí y dice:

—Sí, claro. Lo siento. —Sonríe, inclina ligeramente la cabeza y se dispone a volver hacia lo que debe de ser la cocina.

—Espera —la llama Ingership—. Al fin y al cabo Pressia es mujer y le gustará ver una cocina real en todo su esplendor restaurado. ¿Pressia?

La joven vacila, porque lo cierto es que no le apetece alejarse de Ingership. Depende de él para imitar sus modales, pero sabe que tiene que aceptar la invitación, que negarse sería de mala educación. Mujeres y cocinas; no le hace gracia pero dice:

—¡Sí, por supuesto! ¡Una cocina!

La esposa de Ingership parece bastante nerviosa. Y, aunque su cara es difícil de interpretar, oculta como está tras la media, se está tirando de las puntas de los dedos enguantados con la otra mano.

—Sí, sí. Será un auténtico placer.

Pressia se levanta, deja la servilleta en el asiento y acerca la silla a la mesa. Después sigue a la mujer por una puerta batiente.

La cocina es muy espaciosa, con una fina y alargada mesa central sobre la que cuelga una gran lámpara. Las encimeras son amplias y están recogidas y recién fregadas.

—El fregadero, el lavavajillas —le explica la mujer señalando una gran caja negra reluciente bajo la encimera—. La nevera. —Le indica una caja con dos compartimentos, uno grande abajo y uno pequeño arriba.

Pressia va hasta cada cosa y dice:

—Muy bonito.

La mujer se acerca al fregadero y, cuando Pressia está a su lado, le da a un mango de metal con una bola en la punta del que empieza a brotar agua.

—Te pondré al abrigo del peligro —le susurra—. No te preocupes, tengo un plan. Haré lo que pueda.

—¿Al abrigo del peligro?

—¿No te ha contado por qué estás aquí?

Pressia sacude la cabeza.

—Ten —le dice la mujer dándole una tarjetita blanca con una línea roja en el medio, un rojo muy brillante, como de sangre reciente—. Yo puedo ayudarte, pero tú tienes que salvarme.

—No entiendo —balbucea Pressia sin dejar de mirar la tarjeta.

—Tú guárdala. —La esposa de Ingership le empuja la mano—. Guárdala.

Pressia se mete la tarjeta en el fondo del bolsillo del pantalón.

La mujer cierra entonces el grifo y exclama:

—¡Y así es como funciona! ¡Con sus tuberías y todo!

Pressia la mira de hito en hito, confundida.

—¡De nada! —dice la mujer.

—Gracias —acierta a decir Pressia, aunque su tono es más bien inquisitivo.

Salen de la cocina para volver al comedor, donde Pressia retoma su asiento.

—Es una cocina muy hermosa —dice Pressia todavía confundida.

—¿A que sí?

La esposa hace una pequeña reverencia y desaparece de nuevo en la cocina. Pressia oye el entrechocar de las ollas.

—Discúlpala —dice Ingership soltando una carcajada—. Sabe hacer otras cosas mejor que hablar de política, como antes.

La chica oye un ruido proveniente del vestíbulo y mira en esa dirección: hay una joven que lleva una media muy parecida a la de la esposa de Ingership, aunque no tan impecable. Viste un vestido gris oscuro y zapatos cerrados y, con un cubo y una esponja, se dedica a frotar las paredes, sobre todo el sitio que Ingership ha calificado antes de repulsivo.

El hombre coge una mitad de huevo y se la mete en la boca. Pressia no tarda mucho en imitarlo, pero se lo deja un rato en la boca, donde pasa la lengua por la superficie resbaladiza del huevo y finalmente lo mastica. La yema está salada y blanda, con un sabor muy intenso.

—Naturalmente —le habla Ingership—, te estarás preguntando cómo. ¿Cómo es posible todo esto: la casa, el granero, la comida…? —Menea una mano en el aire como para señalar todo lo que lo rodea. Tiene los dedos sorprendentemente finos.

Pressia se come a toda prisa el resto de huevos. Sonríe con los labios apretados y los carrillos llenos.

—Bueno, voy a contarte un secretito, Pressia Belze. Es el siguiente: mi mujer y yo actuamos de enlaces entre este mundo y la Cúpula. ¿Sabes lo que significa lo de «enlaces»? —No aguarda la contestación de Pressia para proseguir—: Somos intermediarios, tendemos puentes. Ya sabes que este mundo era una causa perdida antes de las Detonaciones. La Ola Roja de la Virtud hizo un gran esfuerzo y le estoy profundamente agradecido por el Retorno al Civismo. Pero algo tenía que pasar, y nuestros adversarios tiraron la primera piedra. Incluso Judas formaba parte del plan de Dios. ¿Entiendes adónde quiero llegar? Hubo quienes abrazaron el civismo y quienes se negaron. En cierto modo, debemos confiar en que las Detonaciones fueron por nuestro bien, por un futuro mejor. Algunos estaban preparados y otros no merecían entrar. La Cúpula es buena, nos vigila como el ojo benevolente de Dios. Y ahora nos pide algo a ti y a mí, y nosotros le servimos. —La mira con severidad—. Sé lo que estás pensando… Que, en los grandes planes de Dios, yo era de los que no se merecían entrar en la Cúpula. Yo era un pecador y tú, una pecadora. Pero eso no quiere decir que tengamos que seguir pecando.

Pressia no sabe en qué concentrarse primero. Ingership es un enlace que cree que las Detonaciones fueron un castigo por los pecados del mundo. Eso es lo que la Cúpula quiere hacer creer a los supervivientes: que se merecen lo que tienen. Ese hombre le parece detestable, más que nada porque tiene poder. Maneja ideas peligrosas y manipula a Dios y el pecado en beneficio del poderoso, por la única razón de que él quiere serlo más. Bradwell seguramente lo cogería por el pescuezo, le abollaría la cara de metal estampándolo contra la pared y le daría una lección de historia. Pero Pressia no cuenta con esa opción. Mira de reojo el sobre amarillo que hay al otro lado de la mesa. ¿Ahí es donde quiere llegar Ingership? ¿A entregarle el sobre? Ojalá acabe pronto. ¿La Cúpula desea algo de ella? ¿Y qué pasa si se niega? Traga su último bocado de huevo; ha saboreado todos y cada uno, hasta «adquirirlo» en su estómago.

Other books

The Gold Cadillac by Mildred D. Taylor
Forecast by Janette Turner Hospital
Never Let It Go by Emily Moreton
Holy Water by James P. Othmer
Cravings by Laurell K. Hamilton, MaryJanice Davidson, Eileen Wilks, Rebecca York
Shooting for the Stars by Sarina Bowen
Shadow Blizzard by Alexey Pehov
Dark as Day by Charles Sheffield
Miriam's Heart by Emma Miller