Puro (14 page)

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Authors: Julianna Baggott

Tags: #Ciencia Ficción, Infantil y juvenil

Todas las casas de la muerte se hundieron.

Todas las casas de la muerte se hundieron.

Las almas enfermas vagan en duelo.

¡Cuidado! Que te arrastran al subsuelo.

Nunca ha visto esos edificios caídos con sus propios ojos; jamás ha llegado tan lejos. No hay nadie por la calle. Hace frío y todo está húmedo y oscuro. Se cubre bien el cuello con el jersey grueso, se mete el puño de muñeca enfundado en el calcetín bajo el brazo y corre hacia el siguiente callejón. Todavía guarda la campanilla hueca, la tiene en el fondo del bolsillo.

Aparte de a los cánticos de la muertería está atenta a los amasoides. El desasosiego de ser incapaces de escaparse los unos de los otros los hace echarse a las calles por las noches. Algunos amasoides utilizan su fuerza conjunta para acorralar a la gente y robarle…, aunque tampoco es que ni su abuelo ni ella tengan mucho que se les pueda robar. También está atenta a los camiones de la ORS; son la razón de que haya decidido ir por las callejuelas en lugar de por las calles más anchas.

Cruza a otro callejón y entonces, cargada como se siente de adrenalina, echa a correr; no puede evitarlo. Las calles están tan silenciosas, con solo los cánticos en la distancia, que quiere llenarlas con el sonido de sus latidos en los oídos. Se adentra por otro callejón pero oye un motor de la ORS. Retrocede y va en dirección opuesta a los cánticos. Atraviesa un callejón tras otro y en dos ocasiones capta el destello de un camión de la ORS y tiene que cambiar de dirección.

Cuando llega a los escombrales ha dado muchos rodeos. Se queda al resguardo de un edificio de ladrillo medio en pie que forma parte de una hilera en ruinas. Tiene que decidir entre rodear la zona, lo que le llevaría al menos una hora más, o atajar por en medio. Los escombrales eran antes el centro de la ciudad, atestado de edificios altos, camiones y coches, un sistema de metro subterráneo y, en la superficie, la muchedumbre cruzando por los pasos de cebra.

Ahora hay colinas de piedra derruida. Las alimañas han cavado madrigueras y covachas en ellas. Pressia ve tirabuzones de humo que surgen de entre los huecos por aquí y por allá. Las alimañas se están calentando con fogatas.

No tiene mucho tiempo de decidir su próximo paso porque un camión de la ORS ruge calle arriba y se detiene frente al edificio más cercano a ella. Pressia dobla la esquina y pega la espalda contra los ladrillos.

La puerta del copiloto se abre y baja un hombre con el uniforme verde de la ORS. Le falta un pie, lleva recortada una de las perneras del pantalón y, en lugar de rodilla, tiene la cervical de un perro, el cráneo peludo, los ojos saltones, la mandíbula, los dientes. ¿Formará la pierna del hombre parte de la columna del perro? Es imposible saber dónde estuvo en su momento la pierna del hombre. Al perro le falta una pata trasera y la cola, pero se va arrastrando allí donde el hombre tenía un pie. Han aprendido a andar con una cojera rápida e irregular. Rodea el vehículo y abre la puerta, de la que saltan otros dos soldados más con sus botas negras; van armados con rifles.

—¡Última parada! —grita el conductor.

Pressia no le ve la cara tras el cristal pero le da la sensación de que hay dos hombres, una cabeza pegada a otra…, o quizás una detrás de otra. ¿Será un amasoide el conductor? Oye otra voz que remeda al conductor:

—Última parada. —¿Ha salido de la otra cabeza?

El corazón le late con fuerza y respira en un suspiro.

Los tres hombres irrumpen en el edificio.

—¡ORS! —grita uno de ellos.

A continuación escucha el ruido de las botas aporreando el suelo de la casa.

El soldado que conduce el camión enciende la radio y Pressia se pregunta si será el mismo camión que fue antes a su callejón.

Más allá, por la misma calle, surge un grupo de voces. Hay una figura, alguien con una capucha puesta, una cara oculta por una bufanda. Está demasiado oscuro para ver algo más.

—¡Para, déjame en paz! —grita la figura, con una voz de chico atenuada por una bufanda. Aparenta más de dieciséis años. La ORS se lo llevará si lo ve.

Acto seguido ve al amasoide salir de una bocacalle. Lo que en otro tiempo eran siete u ocho personas forman ahora un enorme cuerpo único, un enredo de brazos y piernas con algunos destellos de cromo y caras de mirada lasciva —quemadas, cableadas, algunas unidas, dos caras en una—. Están borrachos, lo sabe por su forma de tambalearse y por lo vulgar de sus insultos.

El soldado tras el volante mira por el espejo retrovisor, pero la escena no parece interesarle y se saca una navaja y empieza a limpiarse las uñas.

—¡Danos lo que tengas! —le dice uno del amasoide.

—¡Trae para acá! —le grita otro.

—No puedo —dice la voz tras la capucha—. No es nada. Para vosotros no significaría nada.

—¡Pues entonces dánoslo! —interviene otro del amasoide.

Y entonces una mano se abalanza sobre la figura encapuchada y la empuja. Al caerse al suelo deja escapar la bolsa, que aterriza a unos metros. Eso es lo que buscan. Si no es importante, debería dárselo. Los amasoides se pueden poner violentos, sobre todo cuando están contaminados.

La figura encapuchada coge la bolsa con tanta rapidez y seguridad que su mano parece una flecha que dispara desde su cuerpo y luego recoge. El amasoide se ve confundido por la rapidez. Algunos intentan retroceder pero el resto no los deja.

El encapuchado se levanta entonces con una velocidad tan poco habitual que se balancea hacia atrás como si su cuerpo estuviese desincronizado. En pleno tambaleo, uno del amasoide le pega una patada en la barriga y luego todos avanzan en bloque, un único cuerpo enorme.

Podrían matarlo, y Pressia odia al chico encapuchado por no darles la bolsa. Cierra fuerte los ojos y se dice a sí misma que no se entrometa, que lo deje morir. «¿A ti qué te importa?»

Pero abre los ojos y mira al otro lado de la calle, donde ve un bidón de gasolina. El soldado tras el volante está silbando la canción de la radio y sigue aseándose las uñas con el cuchillo. De modo que decide quitarse uno de sus pesados zapatos —uno de los zuecos con la suela de madera— y tirarlo contra el bidón con toda su fuerza. Tiene buena puntería y le da de pleno. El bidón resuena como un gong.

El amasoide levanta la vista, con las caras contraídas por el miedo y la confusión. ¿Será una alimaña de los escombrales? ¿Un grupo de la muertería de la ORS al acecho? No es la primera vez que se ven en alguna emboscada, se nota por su forma de girar las cabezas de un lado a otro; también, por supuesto, ellos han tendido emboscadas a otros.

La distracción le da a la figura encapuchada tiempo suficiente para volver a ponerse en pie —esta vez más lentamente y con más tiento—, subir por la colina y alejarse de ellos. Corre mucho, a una velocidad extrema, incluso a pesar de la leve cojera.

Por alguna razón que no logra entender, el chico corre directamente hacia el camión, se mete debajo y se queda allí parado.

El amasoide mira al cabo de la calle, ve el camión, puede que por primera vez, y entre gruñidos regresa por donde ha venido.

A Pressia le entran ganas de gritarle al encapuchado: o sea que ella busca una manera de distraer al amasoide para salvarlo —para colmo delante de la ORS— y él, ¿coge y se mete debajo del camión?

Los soldados salen de la casa aporreando de nuevo el suelo.

—¡Nada! —le grita al conductor el de la pierna de pitbull antes de subir al asiento del copiloto.

Los otros dos soldados se meten en la parte de atrás y el conductor aparta la navaja y hace un gesto de desdén. La otra cabeza se mueve y surge por encima del hombro. Enciende el motor, mete la marcha y arranca.

Pressia mira hacia arriba y ve asomar una cara por la ventanilla trasera del camión: una cara medio oculta por la sombra, una cara con incrustaciones de metal y una boca tapada por una cinta. Un extraño, solo un chico, como ella. Da un paso adelante hacia el chico del vehículo —no lo puede evitar— y se expone a la luz.

El camión dobla la esquina y el silencio embarga el callejón.

Podría haber sido ella.

En cuanto el vehículo desaparece la figura encapuchada queda a la vista, tumbada en el suelo. Alza la vista y la ve. Sin embargo, la capucha se le ha caído y hay una cabeza rapada. Es un chico alto y delgado, sin marcas ni cicatrices, ni rastro de quemaduras en su despejado rostro pálido. Una larga bufanda cae en un remolino hasta el suelo. Coge la bolsa y la bufanda, se levanta rápidamente y otea a su alrededor, perdido y confundido. Y entonces se tambalea, como si le pesase la cabeza, tropieza con la alcantarilla y se golpea la crisma contra el cemento al caer.

«Un puro. —Pressia escucha la voz de la mujer en su cabeza—. Un puro aquí entre nosotros.»

Perdiz

Crisma

A
hora, aquí, sin aliento. Las estrellas parecen pequeñas picaduras brillantes —casi perdidas en el aire oscurecido por el polvo—, pero no lo son. No es el techo de la cafetería decorado para un baile. El cielo por encima de su cabeza es infinito, no está cercado.

¿Hogar? ¿Infancia?

No.

Hogar era un gran espacio abierto. Techos altos. Blanco sobre blanco. Una aspiradora siempre rumiando en habitaciones lejanas. Una mujer en chándal pasándola por el suelo de moqueta. No su madre, aunque ella siempre estaba cerca. Andaba lento y movía las manos cuando hablaba; se quedaba mirando por las ventanas, maldecía. «No se lo digas a tu padre —pedía—. Recuerda, esto es solo entre tú y yo.» Había secretos dentro de los secretos. «Déjame que te cuente la historia otra vez.»

Era siempre el mismo relato: la esposa cisne. Antes de ser esposa, era una chica cisne que salvó a un joven que se estaba ahogando y que resultó ser príncipe, un príncipe malo. Le robó las alas, la obligó a casarse con él y se convirtió entonces en un rey malo.

«¿Por qué era malo?»

«El rey creía que era bueno, pero se equivocaba.

También había un príncipe bueno que vivía en otro país. La esposa cisne aún no sabía de su existencia.

El rey malo le dio dos hijos.»

«¿Y uno era bueno y el otro malo?»

«No, eran distintos. Uno era como el padre, ambicioso y fuerte, y el otro se parecía a ella.»

«¿En qué se parecía?»

«No sé en qué. Escucha. Esto es importante.»

«¿Y el niño, el que se parecía a ella, tenía alas?»

«No, pero el rey malo bajó las alas en un cubo hasta el fondo de un viejo pozo seco y el chico que era como la esposa cisne oyó un aleteo; a la noche siguiente descendió por el pozo y encontró las alas de su madre. Esta se las puso, se llevó consigo al niño que pudo —el que se parecía a ella, que no opuso resistencia— y se fueron volando.»

Perdiz recuerda cuando su madre le contó la historia en la playa. Ella tenía una toalla sobre los hombros que ondeaba al viento como alas.

En aquella playa era donde tenían la segunda residencia, y también donde estaban los dos en la fotografía que había encontrado en la caja de los Archivos de Seres Queridos. Nunca iban cuando hacía frío, salvo en aquella ocasión. Con todo, el sol tuvo que pegar fuerte porque recuerda haberse quemado y tener los labios cortados. Pillaron una gripe, aunque no fue muy fuerte, de esas con las que te mandaban al sanatorio; era una gripe estomacal. Su madre sacó una manta azul de la cómoda y lo tapó, aunque ella también estaba mala. Los dos se acostaron en los sofás y estuvieron vomitando en unos pequeños cubos blancos de plástico. Le puso un trapo húmedo en la frente y se pasó el rato hablándole de la esposa cisne, el niño y el nuevo país donde encontrarían al rey bueno.

«¿Papá es el rey malo?»

«No es más que una historia. Pero escúchame, prométeme que la recordarás siempre y que no se la contarás a tu padre; a él no le gustan los cuentos.»

Perdiz no puede levantarse, se siente como clavado a la tierra y el recuerdo le da vueltas en la cabeza. Y de pronto se detiene. La cabeza le zumba, con un dolor agudo y frío en la base del cráneo. Escucha sus latidos en los oídos, con la misma fuerza que las cosechadoras automáticas de los sembrados que hay al lado de la academia. Le gustaba quedarse contemplando las máquinas desde una recóndita buhardilla al fondo del pasillo de sus habitaciones, cuando Hastings se iba a su casa los fines de semana. Lyda… ¿estará allí ahora? ¿Oirá las cosechadoras? ¿Se acuerda de cuando lo besó? Él sí se acuerda. Le sorprendió y, cuando le devolvió el beso, ella se apartó, avergonzada.

Siente viento en la piel, el aire real. Azota su cabeza y revuelve la pelusilla que tiene por pelo. El aire pega fuerte, como impulsado por aspas invisibles. Piensa en las de los ventiladores, relucientes y veloces en su cabeza. ¿Cómo ha llegado hasta aquí?

Pressia

Ojos grises

E
l puro se levanta como puede y se queda parado en medio de la carretera. Mira a su alrededor un momento, hacia un lado y otro de la fila de ruinas quemadas y saqueadas, por los escombrales, con sus espirales de humo subiendo cual resortes hacia el aire nocturno, y luego de nuevo a los edificios. Se queda contemplando el cielo como si así fuese a recuperar el equilibrio. Por fin se cuelga el asa de la mochila por el hombro y se enrosca la bufanda al cuello y la mandíbula. Fija la vista en los escombrales y pone rumbo hacia ellos.

Pressia se aprieta el calcetín de lana sobre el puño de cabeza de muñeca, se baja la manga del jersey y avanza por el callejón.

—No. No lo conseguirías en la vida.

El chico se gira en redondo, asustado, y sus ojos recaen entonces en Pressia. Es evidente que le alivia comprobar que no es ni un amasoide, ni una alimaña, ni siquiera un soldado de la ORS, aunque la chica duda de que él conozca alguno de esos nombres. ¿De qué podría tener miedo allí de donde viene? ¿Entenderá siquiera lo que es el miedo? ¿Le asustarán las tartas de cumpleaños, los perros que llevan gafas de sol y los coches nuevos con un gran lazo rojo?

Tiene la cara suave y lisa y los ojos gris claro. Pressia apenas puede creer que esté viendo a un puro, un puro vivito y coleando.

Quema a un puro y mira cómo berrea.

Cógele las tripas y hazte una correa.

Trénzale su pelo y hazte una cuerda.

Y haz jabón de puro con la tibia izquierda.

Es lo que le viene a la cabeza. Los niños se pasan el rato canturreándola pero a nadie se le ocurre pensar que va a ver a un puro de verdad, por muchos rumores estúpidos que corran por ahí. Nunca.

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