—Eh, tú. ¿Quieres robar? ¿Carne o lana, eh?
Perdiz se tapa la cara con la bufanda, se pone la capucha y sacude la cabeza.
—Solo quiero agua —dice, y avanza hacia la charca.
—Si bebes de ahí se te pudrirá el estómago —le advierte el hombre, cuyos dientes brillan como perlas ennegrecidas—. Ven, anda, yo tengo agua.
Las ovejas y sus grupas grises retroceden hacia el bosque con el pastor en cabeza y Perdiz a la zaga. Los árboles aún están negros pero empieza a surgir algo de verde aquí y allá. Al poco llegan a un cobertizo y a un corral hecho con alambre y estacas adonde el hombre conduce las ovejas; cuando algunas se resisten les atiza en el morro y balan. El corral es tan pequeño que los animales apenas caben; se cubre entero de lana.
—¿A qué huele? —pregunta Perdiz.
—A estiércol, a meado, a roña, a lana podrida. Un poco a muerto. Tengo licor casero. Te puedo vender.
—Solo agua —responde Perdiz, humedeciendo la bufanda con el aliento.
El chico saca una botella de la mochila y se la tiende al hombre, que se queda mirándola un instante. A Perdiz le preocupa que algo en ella haya alertado al pastor, pero este entra en el cobertizo. Perdiz atisba unos segundos por la puerta alabeada y atrancada en el barro: el lustre de animales despellejados que cuelgan de ganchos por las paredes; como no tienen cabeza no puede identificarlos. Aunque tampoco sus cabezas tienen por qué decirle mucho.
Perdiz siente un pinchazo en el brazo. Se da un palmetazo y ve un escarabajo acorazado con unas grandes tenazas. Intenta espantarlo pero parece clavado en la piel, de modo que hunde los dedos y se lo arranca de cuajo.
El hombre regresa con la botella rellena de agua.
—¿De dónde vienes?
—De la ciudad —responde Perdiz—. Tendría que ir volviendo.
—¿De qué parte de la ciudad? —indaga el hombre. Su ojo hundido parpadea por debajo del otro. Perdiz mira por turnos a uno y a otro.
—De las afueras —le dice Perdiz, que se dispone a volver por donde ha venido—. Gracias por el agua.
—Hace poco he sufrido una pérdida —le cuenta el hombre—. Mi mujer, que ha fallecido. Murió hace nada y necesito un par de brazos aquí. Hay trabajo para más de uno.
Perdiz mira las ovejas en el corral. Una de ellas tiene una pezuña con forma de pala, oxidada y dentada. El chico se atrinchera en una esquina.
—No puedo.
—Tú no eres normal, ¿verdad?
Perdiz no se mueve.
—Tengo que volver.
—¿Dónde están tus marcas? ¿A qué estás fusionado? No veo que tengas nada.
El hombre coge la vara y señala con ella a Perdiz, que ahora distingue mejor las cicatrices de la cara del pastor, un amasijo de rasguños.
—Quieto ahí —le dice el hombre lentamente al tiempo que se agacha.
Perdiz se da la vuelta y echa a correr sobre sus propios pasos. Su velocidad se activa, el movimiento de sus brazos y piernas es rápido y estable como el de un pistón. Cuando sale del bosque por donde entraron, tropieza con un tronco no muy grueso y se cae al suelo. Ahí tiene de nuevo el agua de lluvia estancada donde han bebido antes las ovejas. Vuelve la vista hacia el tronco y ve que no es tal, sino una maraña de juncos, algunos verdes y otros marrones anaranjados. Piensa en las cosechadoras que hay cerca de la academia. Aguza el oído para ver si oye al pastor pero no se escucha ningún ruido. Va hasta los juncos y ve el brillo del cable que los mantiene atados; cuando mira con más detenimiento distingue un destello más claro, algo húmedo e inerte. Alarga una mano temblorosa. Se desprende un olor dulzón pero viciado. Aparta los juncos, que están húmedos, casi gomosos, y deja al descubierto una cara humana, con una mejilla grisácea y la otra rojo oscuro, la carne como a la parrilla, la boca amoratada de la falta de aire y de sangre. La mujer del pastor «murió hace nada». Así es como la ha enterrado.
¿Qué parte de ella está húmeda e inerte? Sus ojos, de un luminoso verde oscuro.
Rehabilitación
L
a habitación blanca y acolchada está helada. Eso le recuerda a Lyda que en otros tiempos, antes de las Detonaciones, había un envase dentro del gran espacio del frigorífico. Ahora solo existen neveras pequeñas porque la gente come más que nada soja texturizada. Pero la cajita grande de la nevera era donde su madre guardaba las lechugas redondas. ¿Eran demasiado delicadas para el espacio común del frigorífico? Piensa en los bordes rizados de las hojas exteriores, como el dobladillo de una falda.
Su madre ha ido a verla dos veces a título personal. En esas visitas se ha mostrado relativamente tranquila, aunque Lyda podía adivinar su rabia. Se puso a charlar sobre los vecinos y el jardín de la cocina, y en una ocasión, en voz muy baja, le soltó:
—¿Tienes la más remota idea de lo que nos va a costar lo que has hecho? Nadie me mira a la cara.
Pero también la abrazaba, al final de las visitas, brusca y rápidamente.
Hoy su madre vendrá como parte del personal para evaluarla. Entrará como el resto, con la bata blanca y un portátil en la mano, como un escudo delante del pecho, tapando sus senos bien envueltos. Bajo la presión del sostén y la carne adiposa de los pechos hay un corazón. Lyda sabe que está ahí y que late con fuerza.
La estancia es pequeña y cuadrada, con apenas una cama, un váter, un lavabo enano y una ventana falsa que brilla en lo alto de una pared. Recuerda que su madre peleó por esa mejora en los cuidados hace unos años. Llevó el caso ante la junta; al parecer alguien había investigado y había descubierto que la luz del sol era buena para las enfermedades mentales. Aunque, por supuesto, las ventanas con luz natural de verdad eran impensables. Se llegó a un acuerdo y ahora la ventana arroja luz cronometrada por un reloj empotrado en la pared. Lyda no se fía ni del reloj ni de la imagen de la ventana. Cree que manipulan el tiempo mientras duerme porque pasa demasiado rápido; o tal vez sea la medicación para dormir. Cuanto más tiempo pasa confinada, más severamente catalogan su enfermedad mental y sus posibilidades de salir se reducen. Por la mañana tiene que tomarse unas pastillas para despertarse y otras para calmar los nervios, a pesar de que ha insistido en que no tiene ningún problema de nervios. ¿O sí? Dadas las circunstancias, tiene la impresión de que lo lleva bastante bien. Al menos de momento…
Independientemente de que salga o no, la mancha está ahí. ¿Quién la querría casada con algún familiar? Nadie. Y aunque no fuera así, no le permitirían tener hijos. Incapacitada para la repoblación genética: el fin.
La imagen falsa de luz solar de la ventana parpadea como si hubiesen pasado unos pájaros por delante. ¿Forma parte del programa? ¿Cómo van a estar pasando unos pájaros por la ventana? Apenas hay aves en la Cúpula. De vez en cuando alguna se escapa del aviario, pero es raro. ¿Se los habrá imaginado? ¿Algún resquicio de recuerdo enquistado?
Hasta la fecha lo peor de todo, aparte del pánico siempre presente, es el cabello. Se lo raparon al llegar. Ha calculado que tendrán que pasar al menos tres años para volver a tenerlo tan largo como antes. Las pocas chicas a las que ha conocido que han vuelto de rehabilitación llevaban peluca al principio. Con el miedo a una recaída instalado en sus caras y el brillo falso del pelo parecían extraterrestres, lo que hacía que diesen aún más miedo. Lyda lleva ahora un pañuelo en la cabeza, blanco para que combine con el mono de algodón fino que le queda holgado y se cierra por delante: una talla vale para todas. El pañuelo lo lleva anudado en la nuca, y le pica. Se pasa los dedos por debajo del nudo y se rasca.
Piensa en Perdiz, en su mano en la suya mientras recorrían el pasillo hasta el baile. A veces aparece tan rápidamente en su cabeza que se le hace un nudo en el estómago. Está aquí por su culpa. Todas las preguntas que le han hecho se remontan a esa noche. Lo cierto es que apenas lo conoce, pero ya puede repetirlo una y otra vez que nadie la creerá. Lo dice ahora en el espacio en silencio de su calabozo: «Apenas lo conozco». Ni siquiera ella se lo cree. ¿Estará vivo? Tiene la sensación de que, si estuviese muerto, su cuerpo lo sabría de algún modo, en lo más hondo.
A las tres en punto llaman a la puerta y, antes de que pueda responder, la abren. El grupo entra: son dos doctoras y su madre. Lyda mira a esta última esperando algún tipo de señal, pero tiene la cara tan quieta como el estanque de la academia. Aunque mira hacia su hija, en realidad tiene los ojos fijos en la pared de detrás, y los mueve del suelo al lavabo, y luego de nuevo a la pared.
—¿Cómo te encuentras? —pregunta la doctora más alta y espigada.
—Bien. La ventana es bonita.
A la madre le recorre un estremecimiento imperceptible.
—¿Te gusta? —pregunta la doctora alta—. Fue toda una mejora para nosotros, muy importante.
—Una vez más vamos a hacerte unas preguntas breves —interviene la otra doctora, que es regordeta y habla con voz entrecortada—. Nos han ordenado que indaguemos en la naturaleza de tu relación con Ripkard Willux.
—Tu novio, Perdiz —le aclara la doctora alta como si Lyda no hubiese reconocido el nombre del chico.
—Son solo unas preguntas —dice su madre—. No nos extenderemos. —¿Le está diciendo que no se extienda en sus respuestas?
—No sé dónde está Perdiz. Se lo he dicho y se lo he repetido a todo el mundo. —Ya ha habido varios interrogatorios, cada cual más hostil que el anterior.
—Como podrás imaginar, el propio Ellery Willux está siguiendo muy de cerca el caso, por supuesto —comenta la doctora alta; el solo sonido de aquel nombre hace estremecer a Lyda—. Estamos hablando de su hijo.
—Tal vez puedas ayudarnos a localizarlo —añade su madre alegremente, como si estuviese diciendo que tal vez eso las redimiese como familia.
La imagen falsa de la ventana vuelve a parpadear como al pasar un ala… ¿o será que el programa tiene un fallo?, ¿como si tartamudeara? «Tal vez puedas ayudarnos a localizarlo.» ¿Es que se ha perdido? ¿Se ha ido como un pájaro del aviario? ¿Como el que hizo con alambre y que quizás ahora esté expuesto en el Salón de los Fundadores, donde estaban los temporizadores con forma de huevo, los delantales y los cuchillos? ¿O habrán descalificado su pájaro de alambre porque ella ya no estudia en la academia?
—Has declarado que le enseñaste la exposición de hogar a deshoras, justo como solías hacer cuando guiabas a los grupos al mediodía —le dice la doctora regordeta.
—Pero ¿es eso del todo exacto? Un chico y una chica en una sala a oscuras… que se han escapado de un baile, con la música sonando… —añade la doctora alta—. Todos hemos sido jóvenes. —Le guiña un ojo.
Lyda no responde, ha aprendido a contestar a las preguntas con preguntas:
—¿Qué quiere decir?
—¿Te besó? —la interroga la doctora alta.
Lyda siente cómo se le encienden las mejillas. Él no la besó, fue ella la que lo besó a él.
—¿Os abrazasteis?
Recuerda la mano de él alrededor de su cintura, rozándole ligeramente las costillas, el frufrú de la tela por su barriga. Bailaron dos canciones. Había muchos testigos y el señor Glassings y la señorita Pearl hacían de carabinas en el baile. Perdiz inclinó la cabeza mientras bailaban y ella sintió su aliento en el cuello. Llevaba un cuchillo en el cinturón, tapado por la chaqueta. Sí. ¿El beso? ¿Se dio cuenta la gente? Fueron cogidos de la mano hasta la puerta del cuarto de Lyda, los vieron. ¿Había alguien mirando por una ventana? ¿Había más parejas andando por la senda?
—Independientemente de si a ti te gustaba o no —interviene la doctora regordeta—, ¿crees que él albergaba sentimientos profundos por ti?
A Lyda se le humedecen los ojos. No, no lo cree. No, él no sentía nada por ella, la había elegido por conveniencia. Había sido un maleducado desde el principio y solo había sido amable con ella porque le había dejado salirse con la suya y robar un cuchillo de las vitrinas. ¿Con qué fin lo utilizó? Eso nadie se lo va a contar. Y luego bailó con ella porque quería que pareciesen personas normales, que encajasen y no levantasen sospechas. ¿Les preocupa que pueda estar muerto? ¿Creen que se ha largado para matarse, igual que su hermano? Ahora mira a su madre como rogándole: «¿Qué debo hacer?»
—¿Te quería? —repite la doctora alta.
La madre de Lyda asiente, aunque no llega a ser un gesto claro, parece más una ligera sacudida, como si intentara no toser. Lyda se enjuga las lágrimas. Su madre le está diciendo que diga que sí, que les diga que Perdiz la quería. ¿La hará eso más valiosa? Si tiene algún valor, ha de ser porque él está vivo. Si creen que la quiere, tal vez prefieran utilizarla… ¿como mensajera?, ¿intermediaria?, ¿o como señuelo?
Se agarra las rodillas, la tela arrugada entre los dedos, y después se pone a alisar el mono.
—Sí —dice bajando los ojos—. Me quería. —Y por un momento, finge que es cierto y lo repite, con más fuerza—. Me lo dijo. Esa noche me dijo que me quería.
La ventana vuelve a parpadear. ¿O es su vista?
Zapato
P
ara llegar a la casa de Bradwell, Pressia cruza la calle y pone rumbo hacia el callejón que corre en paralelo al mercado. A lo lejos se oyen los cánticos de la muertería. A veces le gusta creer que provienen de una boda. ¿Por qué? Suben y bajan, y parece como si celebraran algo… ¿por qué no el amor? El abuelo le había hablado de la boda de sus padres: las tiendas blancas, los manteles, la tarta de varios pisos…
Pero ahora no puede hacer eso. Trata de localizar su posición y decide que deben de andar por los fundizales, la zona donde estaban antes los barrios residenciales. Conoce a gente que se crio allí y ha oído hablar de ellos en las partidas de Me Acuerdo: casas idénticas, aspersores, muebles de plástico para jugar en todos los jardines. Por eso se llaman fundizales: en todos los jardines había una gran masa colorida de plástico fundido que en otros tiempos fue un tobogán, unos columpios, un cajón de tierra con forma de tortuga…
Intenta averiguar por los cánticos de qué equipo se trata. Hay algunos más depravados que otros, aunque en realidad nunca ha logrado diferenciarlos bien. El abuelo los llama «reclamos», como los cantos de los pájaros, y en teoría se pueden distinguir unos de otros. No sabría decir si están empezando o acabando, ya en terreno enemigo. Por suerte los cánticos suenan por la zona meridional de los fundizales, en dirección opuesta a la suya. Y ahora que presta más atención, puede que estén incluso más lejos. Tal vez estén en los alrededores de las cárceles, los asilos y los sanatorios, esos armazones de acero calcinados, con las piedras derruidas y los restos de alambrada. Los niños cantan una canción sobre las cárceles: