Puro (30 page)

Read Puro Online

Authors: Julianna Baggott

Tags: #Ciencia Ficción, Infantil y juvenil

La mujer con el cuchillo de cocina agarra a Perdiz del brazo, con una mano que parece tener incrustadas hileras de dientes afilados que le cortan la piel, y lo pone en pie de un tirón. El chico se mira el brazo pálido salpicado de sangre y ve entonces en la palma de la mujer trozos de espejo. Del cinturón lleva colgada una vieja funda de almohada sucia. Por detrás, otra le dobla los brazos con tanta fuerza que los codos casi le rozan la espalda. Mira de reojo a Bradwell, al que también han puesto de pie y han atado.

Lo último que Perdiz ve antes de que le cubran la cabeza con la funda de almohada es una cruz de oro con una cadenita engarzada a un pecho escaldado.

Y luego la oscuridad, su respiración humedeciendo el interior de la caperuza.

Piensa en el mar. ¿Lo envolvió una vez su madre en una manta? ¿Escuchó el sonido del viento agitando una tela contra sus orejas, atenuando el rugido constante de las olas? ¿Qué habrá sido del mar? Ha visto algunas imágenes, en blanco y negro, está turbulento y arremolinado. Pero el blanco y negro nunca le hará justicia a la esencia del mar, ni siquiera en una imagen estática. Cierra los ojos y finge tener la cabeza en una manta, el mar no está lejos y su madre, a su lado. Espera no morir.

Un chiquillo emite un graznido penetrante como el de una gaviota.

Pressia

Árabes

I
ngership tiene la mitad de su huesuda cara recubierta con una placa de metal y una bisagra donde debería haber un trozo de mandíbula. Aquel arreglo se lo había hecho alguien que sabía lo que se hacía, un profesional, no un simple cosecarnes como su abuelo; era obra de alguien con conocimientos e instrumental reales. La bisagra le permite hablar, masticar y tragar. Con todo, las palabras no le salen con naturalidad, tiene que forzarlas. La lámina de metal, por su parte, se extiende desde el mentón y, como lleva una gorra militar, es imposible saber dónde acaba la placa y dónde empieza la piel que le recubre el cráneo. El otro lado de la cabeza lo tiene afeitado al cero; está rosa. A Pressia la visión de esa cabeza le trae al recuerdo el disparo, la sacudida y el cráneo machacado del niño contra el suelo. No es una asesina pero ha dejado que le dispare. Iba a morir, sí, y le pidió a Il Capitano que lo hiciera, fue un acto de compasión. Pero eso no la ayuda: es culpable.

Está sentada enfrente de Ingership, en el asiento trasero de un sedán negro milagrosamente reluciente. Tienen el sol justo sobre sus cabezas. Las órdenes decían que Il Capitano debía conducir a Pressia Belze a campo traviesa cinco kilómetros hasta un viejo depósito de agua caído —con su bulbosa cima quebrada y ennegrecida—, donde los estaría esperando el coche. Y cuando han llegado ya estaba allí aquel vehículo tan impoluto que parecía sacado de otro mundo. La ventanilla tintada ha bajado con un zumbido y ha dejado al descubierto la cara de Ingership. «Arriba», les ha ordenado.

Pressia ha seguido hasta el otro lado del coche a Il Capitano, que le ha abierto la puerta. La chica ha entrado la primera y luego el oficial ha subido y ha cerrado de un portazo. Entre el rifle que le colgaba de un hombro y Helmud, no ha podido recostarse en el asiento. El hermano es voluminoso y el coche parecía estrecho para todos. Ingership lo ha mirado con frialdad, como si quisiera pedirle a Il Capitano que se deshiciese de Helmud. Pressia se ha imaginado a Ingership diciendo: «¿No podemos meter el equipaje en el maletero?» Pero en lugar de eso, ha dicho:

—Fuera.

—¿Quién, yo? —se ha extrañado Il Capitano.

—¿Yo? —ha dicho a su vez Helmud.

Ingership ha asentido.

—Espera aquí. El chófer la traerá de vuelta.

Pressia no quería separarse de Il Capitano y quedarse a solas con Ingership. Su discurso mecanizado y su calma sobrecogedora tienen algo que le produce cierta desazón.

Il Capitano ha abierto la puerta, ha bajado, la ha cerrado de golpe y después ha llamado a la ventanilla.

—Pulsa el botón —le ha dicho Ingership a Pressia.

La chica le ha dado al botón que hay en la manija interior y ha sentido la vibración eléctrica en la yema del dedo. La ventana ha desaparecido por dentro de la puerta.

—¿Cuánto tiempo vas a tardar? —le ha preguntado Il Capitano, a quien Pressia ha visto frotar el dedo contra el gatillo.

—Tú espérala —ha dicho Ingership, que a continuación le ha ordenado al chófer que arranque.

El coche ha vuelto entonces a la vida, entre una humareda de polvo, y los pasajeros se han visto propulsados hacia delante. Aparte del paseo en el camión de la ORS con las manos atadas y la boca precintada, Pressia no ha estado en un coche hasta donde tiene memoria. ¿Recordaba siquiera esa sensación en lo más hondo de su memoria? Al entrar el viento y la ceniza por la ventanilla, ha tenido miedo de colarse de algún modo por el asiento.

—¡Cierra esa ventana! —le ha gritado Ingership.

Pressia ha pulsado el botón en el otro sentido y el cristal ha subido.

Ahora llueve un poco y el sedán está tan encerado que las gotas resbalan. Pressia quiere saber de dónde ha sacado ese coche, tan impecable, tan impoluto. ¿Sobreviviría en una especie de cochera ultrarreforzada?

El chófer vigila por el retrovisor a los pasajeros que lleva en el asiento trasero. Es un hombre entrado en carnes, tiene el volante agarrado con unas grandes manazas. Su piel es oscura salvo donde las quemaduras la tiñen de un rosa oscuro. Están atravesando los restos baldíos de una autovía destrozada. Aunque la carretera está casi despejada de residuos, la conducción sigue siendo lenta. El paisaje es desolador; hace tiempo que han dejado atrás los fundizales, las cárceles, los centros de rehabilitación y los sanatorios quemados. En la calzada resquebrajada se han abierto paso la maleza y las grietas. Por la posición del sol Pressia sabe que se dirigen hacia el noreste. Cada tanto hay vallas publicitarias decapitadas, restos fundidos de restaurantes de carretera, gasolineras y moteles, remolques destrozados de tráilers y camiones incinerados, abandonados en la cuneta como las costillas negras de una ballena muerta. De vez en cuando se ven sitios donde alguien ha arrastrado restos de cosas de los escombros para disponer mensajes como «I
NFIERNO, DULCE INFIERNO
» u otros más crudos como «C
ONDENADOS
».

Y el paisaje entonces se hace cada vez más árido: las esteranías. A Pressia le hacen pensar que tiene suerte, porque allí fuera lo único que queda es tierra carbonizada que es muy probable que se extienda sin más en todas direcciones, hasta el infinito. Tampoco hay carretera y por vegetación solo se ve de vez en cuando algún que otro arbusto desértico.

Las esteranías, sin embargo, esconden atisbos de vida: en ocasiones algo corretea por la superficie, terrones ronroneantes, esas criaturas que han pasado a formar parte de la propia tierra.

Se nota la inquietud de los pasajeros al atravesar las esteranías. El ambiente es desazonador, como si hubiese subido de repente la presión del aire. Un terrón se levanta con su corpulencia de oso pero hecho de tierra y cenizas; el chófer gira bruscamente el volante y lo esquiva.

Ingership está sentado muy recto. Ha dejado claro que no tiene ninguna intención de hablar de nada importante, al menos de momento.

—Nunca has salido de la ciudad, ¿verdad? —le pregunta a Pressia. A ella le sorprende ese comentario tan banal, como si estuviese nervioso.

—No.

—Es mejor que Il Capitano no venga con nosotros, no está preparado. No le digas lo que vas a ver aquí fuera. Se hundiría. A ti te va a gustar, Belze. Creo que sabrás apreciar lo que hemos construido aquí. ¿Te gustan las ostras?

—¿Las ostras? ¿Como las del mar?

—Espero que te gusten. Están incluidas en el menú de hoy.

—¿Cómo las ha conseguido? —le pregunta Pressia.

—Tengo contactos. Ostras en su concha. Son un alimento de gusto adquirido.

¿«Gusto adquirido»? Pressia no está muy segura de qué significa pero le encanta. ¿Un gusto se puede adquirir? Le encantaría que le diesen de comer lo que fuese, de forma regular, hasta adquirirle el gusto. Le parecería estupendo tener que adquirir un gusto y luego otro, y otro, hasta hacerse una colección. Pero no. Se recuerda que no puede fiarse en absoluto de esa gente. Un puesto de avanzada… ¿será allí donde querrán sacarle información a base de palizas?

Conducen durante más de una hora en silencio. Los terrones se deslizan por delante del coche reptando como serpientes. El chófer los arrolla y se quedan espachurrados bajo las ruedas. Pressia no tiene ni idea de cuánto queda de camino. ¿Toda la noche? ¿Días? ¿Hasta dónde se extienden las esteranías?, ¿tienen un fin? Se vaya en la dirección que se vaya, al final uno se las encuentra. Nadie ha logrado jamás atravesarlas y volver con vida; al menos que ella sepa. Ha oído que los terrones de esa región son mucho más temibles que los de los escombrales. Son más rápidos y su hambre más feroz. Sobreviven con casi nada y, al no estar fusionados con piedra, son más ágiles. Si realmente Ingership se dispone a llevarla al puesto para sacarle información, ¿será para luego dejarla morir allí en las esteranías?

Por fin se ve una elevación en el horizonte… ¿Una colina? Conforme se acercan Pressia va distinguiendo cierta vegetación, y es verde y todo. Cuando el coche llega a la colina, dobla hacia la derecha por una curva. La tierra vuelve a presentar vestigios de una vieja carretera. En cuanto dejan atrás la curva, Pressia mira hacia abajo y ve un valle con plantaciones rodeado por más esteranías. En los campos hay sembrados, aunque no exactamente de trigo agitado por el viento, sino de algo más oscuro y pesado, con lo que parecen unas florecillas amarillas, filas de tallos arrodrigados, así como otras plantas verdes cargadas de unos frutos morados no identificados. Entre los sembrados hay reclutas con uniformes verdes; algunos llevan pequeños contenedores de agua con ruedas y van rociando la vegetación, mientras que otros parecen estar cogiendo muestras. Caminan con dificultad, con sus pieles estropeadas bajo el sol turbio.

Hay tierras de pasto con animales voluminosos, más peludos que las vacas, con morros más largos y sin cuernos. Andan un tanto inestables sobre sus pezuñas, no lejos de una fila de invernaderos. La carretera serpentea hasta llegar a una casa amarilla con el techo a dos aguas y, algo más allá, un granero rojo en pie y con la pintura nueva, como si nunca hubiese pasado nada malo. Es tan asombroso que Pressia apenas da crédito a lo que ven sus ojos.

Pressia se acuerda de lo que son todas esas cosas por los recortes de Bradwell y, vagamente, por sus propios recuerdos.

El abuelo conoció a granjeros cuando era pequeño. «La agricultura es algo relativamente nuevo, si piensas en toda la existencia del
Homo sapiens
—le había dicho—. Si pudiésemos recuperarla y generásemos más comida de la que necesitamos, recuperaríamos nuestro modo de vida.» La tierra, sin embargo, está carbonizada y es hostil, las semillas están mutadas y la luz del sol todavía enturbiada por el polvo y el hollín. La gente se las apaña mejor con pequeños huertos en las ventanas, a partir de las semillas que han recogido y no les han matado. Pueden vigilarlos y recogerlos por la noche para que no se los roben. Y prefieren los animales híbridos que cazan. La carga de alimentar a un animal y mantenerlo es pedirle demasiado a gente que bastante tiene con intentar seguir con vida. Cada generación de animal tiene sus propias distorsiones genéticas; uno puede estar bien pero su hermano no. Es mejor ver a los animales híbridos vivos —comprobar por uno mismo que están realmente sanos— antes de comerlos.

—Cuánta comida —comenta Pressia—. ¿Cómo tienen sol suficiente?

—Le hemos retocado un poco el código. ¿Cuánto sol necesita una planta? ¿Podemos alterar esa necesidad? Los invernaderos tienen sus mecanismos, superficies reflectoras para rebotar la luz, conservarla y dirigirla hacia las hojas de las plantas.

—¿Y el agua?

—Tres cuartos de lo mismo.

—¿Qué son esos cultivos exactamente?

—Híbridos.

—¿Sabe a cuánta gente se podría alimentar con todo eso? —Pressia lo dice como una expresión de su asombro pero Ingership se toma la pregunta al pie de la letra.

—Si toda fuese comestible, podríamos llegar a abastecer a una octava parte de la población.

—¿No se pueden comer?

—Hemos tenido ciertos logros, pero escasos. Aparecen mutaciones que no suelen entrar en nuestros planes.

—Una octava parte de la población se lo comería aunque no fuese comestible.

—Ah, no, no me refiero a un octavo de los miserables, sino a una octava parte de los habitantes de la Cúpula, para complementar sus necesidades dietéticas y, con el tiempo, llegar a abastecerles cuando vuelvan con nosotros —le explica Ingership.

¿La Cúpula? Pero ¿Ingership no es de la ORS? Es el superior de Il Capitano… Y la ORS planea derrocar la Cúpula algún día; se supone que están formando un ejército.

—¿Y qué pasa con la ORS? —acierta a preguntar Pressia.

Ingership la mira y sonríe por un lado de la cara.

—Todo se aclarará.

—¿Il Capitano sabe algo de esto?

—Lo sabe aunque no quiera reconocerlo. ¿Te imaginas que le cuentas que vivo aquí en una tienda…, como los árabes en la antigüedad, en medio del desierto?

Pressia no tiene claro si bromea o no.

—Árabes —repite, como si hubiese asumido el papel de Helmud. Piensa entonces en el banquete de boda de sus padres, en la descripción del abuelo de las tiendas blancas, los manteles blancos y la tarta blanca.

—Tienda, ¿entendido? Es una orden. —La voz de Ingership se vuelve de pronto severa, como si no solo su cara fuese medio metálica sino también su laringe.

—Entendido —se apresura a responder Pressia.

Se hace el silencio por unos minutos, hasta que Ingership lo rompe:

—En mi tiempo libre me dedico a trastear con antigüedades. Estoy intentando recuperar comidas que se han perdido. Todavía no he llegado a perfeccionarlas, pero casi… No ando desencaminado. —Ingership deja escapar un suspiro—. Un toque de civismo de los viejos tiempos aquí en medio de tanto salvajismo.

¿Civismo de los viejos tiempos? Pressia no tiene ni idea de a qué puede referirse.

—¿De dónde saca las ostras? —le pregunta.

—Ah —dice Ingership guiñándole un ojo—. Eso es un secretito. ¡Tengo que guardarme alguno en la manga!

Other books

El perro canelo by Georges Simenon
Heart's Magic by Gail Dayton
The Zombie Gang #2 by Tilley, Justin, Mcnair, Mike
McMansion by Justin Scott
Kelly by Clarence L. Johnson
City of Fire by Robert Ellis