La chica se vuelve y lo mira entrecerrando unos ojos enrojecidos y húmedos.
—¿Estás bien?
Pressia asiente y dice:
—Ingership vive en una tienda, como los antiguos árabes.
—¿Es verdad eso?
—¿Eso? —recalca Helmud.
Pressia se queda mirando por la ventanilla, levanta el puño de cabeza de muñeca muy despacio y lo mueve hacia ambos lados, como negando. ¿Está hablando por ella la muñeca? La chica mira a Il Capitano como preguntándole si ha entendido el gesto y él se figura que no se fía del chófer y que no quiere que escuche nada.
Il Capitano asiente y luego hace una prueba.
—¿Y os lo habéis pasado bien? ¿Os habéis dado un buen festín?
—Ha sido estupendo —dice Pressia, que vuelve a menear la cabeza de muñeca.
Il Capitano lo capta: algo ha pasado, algo malo.
—¿Estas son las órdenes? —Toca el sobre.
—Sí.
—¿Se me ha asignado algún papel?
—Quieren que seas mi ayudante.
—Necesito sus órdenes, Belze. ¿Dónde vamos? —la urge el chófer.
—No me gusta tu tono —le dice Il Capitano. Se le pasa por la cabeza pegarle un puñetazo al chófer pero decide que mejor no; no quiere incomodar a Pressia.
—A ti no tiene por qué gustarte mi tono —le responde el conductor.
Pressia levanta el sobre por una punta y el contenido se desliza fuera: un folio con una lista de órdenes, una fotografía de un apacible anciano en una cama de hospital y un pequeño dispositivo portátil. Il Capitano lleva años sin ver un ordenador que funcione; solo ha visto restos: pantallas negras, plástico fundido, unos cuantos teclados y partes enquistadas en piel.
—El punto —le explica Pressia—. Tenemos que encontrar ese punto. Es un varón de dieciocho años de edad.
Il Capitano coge el aparato, pero está tan acostumbrado a su
walkie-talkie
que se le hace extraño; resbala y tiene la pantalla brillante, casi aceitosa. En la imagen se ve la zona desde una vista aérea. Y es cierto que tiene un puntito azul que late y se mueve por la pantalla. Il Capitano toca lo azul y, de repente, la pantalla salta a un primer plano de la zona que rodea el punto parpadeante. Aparecen unas palabras escritas: «Calle 24 con avenida Cheney, Banco de Comercio y Crédito». ¿No llamaba su madre a ese banco el «C y C»? ¿Era el banco de su madre? Se acuerda de unas piruletas en un bote con un tapón de goma, y de una línea de gente como un laberinto en un redil de cuerdas de terciopelo. Pero las calles ya no son lo que eran. La pantalla muestra la verdad: una ciudad demolida que solapa el antiguo plano urbano.
—Yo sé dónde está el puntito azul.
—Sí.
Rastrea la pantalla para buscar un mercado que ha surgido no hace mucho cerca de allí, pero no está.
—No está actualizado.
—No del todo.
—¿Sabes quién es el punto? —le pregunta Il Capitano.
—Es un puro. Se ha escapado de la Cúpula por el sistema de filtrado del aire.
Il Capitano quiere matar a un puro. Es un deseo sencillo, tan básico y contundente como el hambre.
—¿Y qué vamos a hacer con ese puro? ¿Prácticas de tiro?
—Vamos a usarlo para que nos lleve hasta su madre. —Pressia mira con los ojos entornados hacia el horizonte—. Al final entregaremos al puro y a su madre a Ingership.
—¿Los ejecutará en público?
—Va a devolverlos.
—¿A devolverlos?
—Sí.
A la Cúpula. Il Capitano comprende que Ingership ha estado trabajando con ella. Es como si ya lo supiera pero no hubiese querido admitirlo. «Claro —piensa—. Eso significa que la ORS ni siquiera existe.» Il Capitano recuerda lo que sintió mientras buscaba las armas que había enterrado, con su hermano moribundo a la espalda y la sangre bombeándole por el cuerpo desesperadamente en su búsqueda de los puntos de referencia. El mundo había sido desmantelado, aniquilado. Su madre ya había muerto, estaba encerrada en el cementerio, a las puertas del asilo. Se quedó sin nada que lo atase al mundo. Pero sobrevivió a todo eso, se recuerda ahora.
—Me alegra ver que Ingership se ha ganado tu lealtad y tu confianza.
—Desde luego —corrobora Pressia, que todavía está mirando por la ventanilla.
Il Capitano no pierde de vista la cabeza de muñeca, que ahora se levanta, a solo unos centímetros del asiento y se mueve de un lado a otro. Acto seguido la chica le mira a los ojos.
—Espero que también cuente con tu lealtad y tu confianza.
¿Estará el chófer escuchando e informando? Qué importa. Il Capitano no es capaz de responder, ni siquiera asiente con la cabeza: no es así como tiene pensado caer. Siente que le arde el pecho. Helmud está inquieto, como si el calor airado de Il Capitano se expandiese hasta él a través de la sangre que comparten. Está otra vez jugueteando con los dedos, como una abuela nerviosa que teje botitas de bebé.
—¿Adónde? —insiste de nuevo el chófer.
—¿Quieres esperar a que te lo digamos? —le grita Pressia.
Il Capitano está orgulloso de ella y le alivia ver que la chica ha recuperado el color de las mejillas. Vuelve a mirar el aparato.
—¿Tienes algún plan?
Asiente con la cabeza de muñeca y luego, para disimular, dice:
—Seguiremos el punto azul.
Il Capitano señala la foto con el dedo y la empuja hacia el otro lado del asiento.
—¿Lo conoces?
—Es mi abuelo.
—Bonito tinglado le han montado.
—Sí.
De modo que tienen al abuelo de Pressia de rehén, así se las gastan… Coge el folio con las órdenes y las repasa: localizar al puro, ganarse su confianza, seguirlo hasta el objetivo —la madre— y entregar el objetivo a las Fuerzas Especiales, que aparecerán cuando se las avise por
walkie-talkie
.
—¿Fuerzas Especiales?
—Los seres que te roban las trampas.
Il Capitano intenta asimilarlo todo. Sigue leyendo: se supone que tienen que proteger la vivienda y los objetos que encuentren dentro —a toda costa—, en particular cualquier pastilla, cápsula o vial. «Todo lo que tenga aspecto de medicamento.» Belze está al mando e Il Capitano ha de ayudarla y obedecerla. Se siente mareado y atrapado, como los reclutas en los corrales. Tiene los puños cerrados, e igual siente el pecho.
—¿Sabes adónde vamos?
Pressia asiente.
—Solo estoy dispuesto a seguir órdenes si realmente sabes cuál es tu misión.
—Como dice Ingership: «La Cúpula es buena, nos vigila como el ojo benevolente de Dios. Y ahora nos pide algo a ti y a mí, y nosotros le servimos».
Il Capitano no puede evitarlo y se echa a reír.
—Ah, me he estado equivocando todos estos años. Ajá. Qué estúpido por mi parte, ¿verdad? La Cúpula no tiene nada de malo. Y nosotros toda la vida pensando que era el enemigo y que algún día tendríamos que combatirlo… ¿No es verdad, Helmud?
Helmud no dice nada. Pressia mira hacia el frente por el parabrisas.
—No, no combatiremos.
Pero Il Capitano mira de reojo la cabeza de muñeca de Pressia, que la levanta y la deja caer. Sí, combatirán. La chica lo recalca golpeando el asiento de cuero.
—Bien —dice Il Capitano. Una cosa está clara, se tiene que deshacer del chófer—. ¿Por qué no bajas para que te dé un poco de viento en la cara? —Nunca se ha oído hablar en semejante tono, con esa amabilidad y esa calma—. Antes de nada, lo primero es que puedas caminar bien. ¿Por qué no te das un paseíto?
Pressia lo mira unos instantes y luego asiente. Se baja del coche apoyándose en la puerta, se pone de pie a duras penas y entonces se coge la cabeza con la mano buena, medio mareada, antes de cerrar la puerta. Il Capitano se queda esperando a que desaparezca de la vista por detrás del depósito de agua caído.
—¿Qué crees que haces? —le dice el chófer volviéndose en su asiento.
Helmud está alterado y empieza a balancearse en la espalda de su hermano.
—Haces, haces, haces —murmura. Es un aviso, Il Capitano lo sabe. Le está diciendo al conductor que se calme. Pero todo lo contrario:
—Belze tiene una misión. Como interfieras en algo informaré de ello. Seguro que Ingership…
Il Capitano se echa hacia delante y le pega un puñetazo en la garganta al chófer, que va a dar con la cabeza contra la ventanilla. Se baja del coche con su hermano a cuestas y, en un par de zancadas rápidas, se planta delante de la puerta del conductor y lo saca por las solapas de la chaqueta. Los tres se tambalean. Il Capitano le pega un cabezazo y lo lanza al suelo ante la luz de los faros. La frente de Helmud golpea la nuca de su hermano, que empieza a propinarle puntapiés en las costillas al chófer para luego rodear el cuerpo aovillado y ensañarse con los riñones. Se lleva la mano a la pistola que tiene en el cinturón y baraja la posibilidad de dispararle, pero al final decide dejarlo a su suerte allí en medio de las esteranías.
El chófer se retuerce en el suelo y escupe sangre, que tiñe la arena. Il Capitano da una palmada sobre el capó del coche y recuerda entonces su motocicleta, cómo casi volaba con ella. Se sube al asiento del conductor, pasa la mano por el salpicadero y coge el volante con ambas manos. Antes sabía todo lo que había que saber sobre pilotar aviones, y es consciente de que nunca lo hará. Pero tal vez aquel trasto se le parezca, aunque solo sea un poco.
Baja la ventanilla con el botón y pega un silbido.
—¿Pressia?
La chica vuelve, ahora con mejor aspecto, más enérgica.
—Sube al asiento del copiloto. El chófer se encuentra un poco indispuesto y voy a conducir yo.
Pressia se sube y cierra la puerta sin hacer ninguna pregunta. En el interior del coche el aire parece electrizado. Il Capitano gira el contacto, mete la marcha atrás, retrocede y por último se incorpora al camino. Da un volantazo para esquivar al conductor y las ruedas derrapan, pero después recuperan agarre y el coche pega una sacudida hacia delante, con un sonido gutural que se le cuela por las costillas y un remolino de polvo que gira en la estela donde un terrón toma forma rápidamente. Il Capitano lo ve por el retrovisor, a la luz de los faros traseros. Y como si fuese medio animal, atraído por la sangre del chófer, el terrón se abalanza sobre el cuerpo del hombre, perdido en una tormenta de arena que hace revolotear la gorra por las esteranías.
Madres
E
n la costura de la funda de almohada que cubre la cabeza de Perdiz hay un mínimo desgarrón por el que divisa pequeños fragmentos de lo que lo rodea, aunque no le basta para saber dónde está. Es consciente de que están flanqueados por todos lados por mujeres armadas hasta los dientes y sus hijos: tejido musculoso, caderas anchas, espaldas fuertes y arqueadas. La mujer que va en cabeza lleva en alto un farolillo como los de cámping atado con cinta americana a un palo; al cabecear, la luz arroja sombras sobre toda la comitiva. Ve que las mujeres con chiquillos en la parte superior de sus cuerpos caminan a grandes zancadas, mientras que las que los tienen en las piernas van arrastrando las extremidades y alzándolas, una forma de andar que les exige gran esfuerzo y desgaste. Las hay que no tienen niños y, comparadas con el resto, parecen desnudas, mermadas, como reducidas a una versión inferior de sí mismas.
Los pájaros de la espalda de Bradwell están quietos; deben de estar reaccionando al miedo de Bradwell…, aunque puede que el chico ya no se asuste ante situaciones así. Tal vez esa sea una de las ventajas de estar muerto, o quizá simplemente los pájaros sepan cuando estarse quietos.
Cada tanto Bradwell pregunta dónde los llevan y no obtiene respuesta. Las mujeres caminan en silencio. Cuando los niños hablan o gimen, los mandan callar o se sacan algo del bolsillo y se lo meten al crío en la boca. Por la raja Perdiz ve únicamente destellos de niños que atisban desde piernas, se agarran a cinturas o cuelgan de un brazo. Tienen un extraño brillo en los ojos y sonrisas fugaces. También tosen aunque, al contrario que los niños del mercado, no con carraspeos sonoros.
Perdiz ve que las mujeres los han conducido fuera de un vecindario amurallado y se alejan de los fundidos. En la tierra hay más escombros, cemento y asfalto antiguos, de modo que asume que se dirigen hacia lo que en otros tiempos fue un centro comercial abierto. Mueve la cabeza para colocarse el desgarrón al frente. Aparte del farolillo hay otra mujer que lleva una linterna para iluminar el paseo comercial y que sortea los restos ágilmente. Hay un trozo de la marquesina de un cine donde quedan una
a
, una
n
y una
g
, y al chico le viene a la cabeza la palabra «anguila», la eléctrica. ¿Eran peces o serpientes? El resto de tiendas no se pueden identificar, han sido despojadas de todo lo que valía la pena; ha desaparecido hasta el vidrio y el metal. Hay unos cuantos azulejos y luego, como por obra de magia, la linterna apunta hacia la penumbra más profunda y recae sobre un tubo fluorescente que está intacto.
Sus pisadas han dejado de resonar, parece que se dirigen hacia algo más grande y casi macizo. Vislumbra uno de los monstruosos edificios industriales semiderruidos, aquellos en los que solían meter a los presos, a todo el que resultaba molesto —como la señora Fareling—, o a los que estaban muriéndose de algún virus. Avanzan en un grupo compacto entre medio de las ruinas.
—Aquí estuve viviendo yo tres años —comenta una de las mujeres—. En el ala femenina, habitación 1284. Con la comida por debajo de la puerta y la luz apagada después de rezar.
Perdiz revuelve la cabeza bajo la capucha para ver quién habla: es una de las mujeres sin hijos.
—Yo solo rezaba una cosa —murmura otra—: Sálvanos, sálvanos, sálvanos.
Nadie habla en un buen rato y siguen caminando hasta que una mujer dice:
—Abajo.
Justo en ese momento el suelo desaparece bajo los pies de Perdiz, desciende un primer escalón alto y luego todo un tramo de escaleras.
—Bradwell, ¿sigues ahí?
—Sigo.
—¡A callar! —les ordena la voz de un niño.
Descienden en fila hasta lo que debe ser un gran sótano, a juzgar por la acústica. La temperatura baja rápidamente. El aire es húmedo y cerrado, y está todo en silencio. A Perdiz lo empujan para que se arrodille. Sigue con las manos atadas a la espalda. A continuación le desgarran la funda, y agradece respirar aire fresco y tener una visión completa: están rodeados por más de una docena de mujeres armadas hasta las cejas, unas con críos y otras sin.