Perdiz piensa en Hastings y en el miedo que tenía a las tictacs. Le dijo a su compañero que no existían, que era una leyenda, pero no es así.
—¿Qué es? ¿Qué pasa? Habla —le urge Bradwell.
Las pulsaciones se acercan ahora a más velocidad todavía. El crujido y el zumbido eléctricos parecen venir hacia ellos como un cohete a través de la espesura.
—Tiene una bomba en la cabeza.
—¿De qué estás hablando? —pregunta Bradwell.
Pressia mira hacia el suelo como si estuviese recordando lo que pasó en la granja, encajando las piezas.
—Tienen un interruptor y lo pueden pulsar, y si lo hacen le estalla la cabeza.
Todos se quedan mirando a Pressia y Perdiz se pregunta por un momento si va a echarse a llorar; no la culparía. En lugar de eso les devuelve la mirada con solemnidad, con los ojos tranquilos, como si lo aceptase. Perdiz se da cuenta de que todavía lucha contra la idea de que los humanos puedan ser capaces de tales maldades.
Pressia posa la mirada colina arriba, donde algo capta su atención.
—Se ha parado, se ha quedado suspendida en el aire.
Y allí está la cigarra, describiendo un pequeño círculo en torno a un punto en concreto.
Il Capitano corre hacia ella y empieza a escarbar la tierra con las manos. En poco tiempo despeja un panel con forma de media luna de cristal grueso.
—Aquí está.
Perdiz echa a correr y se tumba para ver el interior. Está oscuro pero de algún punto más profundo llega un resplandor.
—¡Es aquí! —exclama—. Coged una piedra. Vamos a intentar romperlo.
Las pulsaciones son casi constantes y el zumbido eléctrico se ha convertido en un pitido de lo agudo que es ya. No hay tiempo para piedras.
Los cuerpos surgen uno a uno de entre los árboles hasta que aparecen cinco. Son grotescos: muslos monstruosos y torsos hinchados; los brazos, de poderosos músculos, fusionados con un arsenal de armas. Tienen las caras deformadas y los cráneos con huesos ensanchados y protuberantes. ¿Pudieron alguna vez estos soldados ser muchachos de la academia que pasaban el rato en los céspedes, que atendían a las clases de historia del arte de Welch y su proyector, que oían los temerarios comentarios de Glassings? ¿A cuántos les ha hecho esto la Cúpula? ¿Eso era lo que tenían pensado hacerle a Sedge? ¿Contribuyó esa perspectiva de futuro a que se matase?
Uno de los soldados le pega un codazo en toda la cara a Il Capitano, que cae al suelo con todo su peso, y Helmud se lleva la peor parte. El soldado le quita el rifle de las manos al hermano mayor.
Aparece otro que está medio tapado por una tela blanca ondeante. Perdiz ve entonces que lo blanco es ropa, un mono. Una figura menuda con la cabeza afeitada y la cara tapada por un pañuelo, una mujer. El soldado —si se le puede llamar así— la tiene agarrada por la cintura y en ese momento le aparta el pañuelo de la cara.
Lyda… sus delicados pómulos llenos de ceniza, sus ojos de ese azul deslumbrante, sus labios, su frágil nariz…
—¿Qué haces tú aquí? —le pregunta Perdiz aturdido, aunque sabe la respuesta, al menos parte de ella: ha venido para obligarle a tomar una decisión. Pero ¿cuál?
—Perdiz —susurra, y el chico ve que tiene una caja azul en la mano. Por una fracción de segundo se pregunta si habrá venido a darle algo que se le había olvidado… ¿una flor para el ojal del traje del baile? Sabe que la idea es absurda pero no puede quitársela de la cabeza.
Lyda levanta la caja y dice:
—Es para alguien que se llama Pressia Belze. —Dicho esto, mira fijamente a cada uno de los presentes.
Pressia da un paso adelante y se dirige hacia Lyda. Es evidente que la chica no quiere coger la caja.
Lyda también está dudosa.
—¿Tú eres el cisne? —pregunta.
—¿Qué has dicho? —se extraña Perdiz.
—¿Quién de vosotros es el cisne?
—¿Te ha dicho alguien algo de un cisne?
—Están esperando al cisne —les dice Lyda al tiempo que deja la caja en las manos de Pressia—. Eso es lo único que sé. —Quiere quitarse de encima el regalo, le da miedo.
Pressia mira a Lyda y luego a los soldados que la rodean. Las luces de las miras de sus fusiles están fijas en su pecho. Le tiemblan las manos al abrir la caja y toquetear un trozo de papel de seda. Cuando mira lo que hay dentro, Perdiz ve que, de primeras, no le dice nada. Pero al instante alza la vista, deja caer la caja al suelo y se le va el color de la cara. Se tambalea hacia atrás e hinca las rodillas en la tierra.
Lyda hace ademán de coger a la chica, o tal vez la caja, pero el soldado la aparta de un tirón.
—¡Levanta! —le grita el soldado. Pressia alza la mirada y ve el punto rojo de luz que dirige a su frente. El soldado le habla entonces con más calma—. Levántate, anda. Es la hora.
Y es en esa voz más suave —puede que en el ritmo de las palabras— en la que Perdiz reconoce la voz de su hermano hablando como solía hablarle a él cuando era un chiquillo al que se le pegaban las sábanas y no quería despertarse.
«Levántate, anda. Es la hora.»
Sedge.
Túnel
L
o primero que se dice es que el abuelo no está muerto, que simplemente le han quitado el ventilador, le han arreglado la garganta y lo han cosido. Pressia sigue de rodillas, no puede levantarse. Alza la mirada hasta la cara de la niña: una pura. Perdiz la conoce, la ha llamado Lyda.
—No está muerto —acierta a decir Pressia.
—Se supone que tengo que decirte que es todo lo que han dejado —le informa Lyda intentando decirlo con el mayor tacto posible.
Las pequeñas aspas del ventilador parecen pulidas, como si alguien se hubiese tomado su tiempo para limpiarlas. El abuelo de Pressia está muerto, ese es el mensaje. ¿Y qué significa la luz que llega por la ventana en forma de media luna que hay excavada en la tierra?, ¿que su madre está viva? ¿Así funciona el mundo: un constante toma y daca? Es cruel.
Aún de rodillas, Pressia coge un puñado de tierra del suelo.
Tiene una bomba en la cabeza. La Cúpula ve lo que ella ve y oye lo que ella oye. Han escuchado todo lo que Bradwell y ella se han dicho por la noche: la confesión de su mentira, el deseo del chico de ver a su padre con un motor en el pecho, la cicatriz de Pressia. Se siente despojada de toda intimidad. Mira a Bradwell, que tiene su hermosa cara contraída por la angustia. Cierra los ojos, se niega a dejarles ver nada. Se presiona la cabeza de muñeca y la mano llena de tierra contra las orejas. Los mataría de hambre… al enemigo, a la gente que ha asesinado al abuelo y que pueden acabar con ella haciendo estallar su cabeza con un control remoto. Pero eso solo lo empeora; se está castigando a sí misma para castigarlos a ellos. «Matadme —quiere susurrar—. Acabad con esto», como si así pudiese lograr que descubriesen su farol. El problema, sin embargo, es que no están tirándose ningún farol.
Vuelve a mirar a Bradwell, que tiene los ojos fijos en ella como si deseara desesperadamente ayudarla. Pero, cuando la llama por su nombre, Pressia sacude la cabeza. ¿Qué puede hacer él? Han matado a Odwald Belze y luego le han ordenado a alguien que pula el ventilador que tenía en la garganta, lo envuelva en papel de seda y busque la caja ideal. Y tiene a la gente que le ha hecho eso dentro de la cabeza; es así de simple y de innegable.
Pressia se levanta, todavía con la mano llena de tierra y llorando en silencio, las lágrimas abriéndose paso por su cara.
Perdiz parece mareado con esa expresión que tiene en la cara, mezcla de miedo y de expectación angustiada. Mira a Lyda y al soldado que tiene al lado. Las bestias que vio hace unos días con Il Capitano son soldados que una vez fueron humanos, niños. Busca la cigarra con la mirada: se ha posado en una hoja velluda, ha plegado las alas y ha apagado la luz.
El primer soldado que llegó va hacia Perdiz. Pressia hace un esfuerzo por oír, por prestar atención, pero le pitan los oídos.
—Saca a tu madre. No alteres su cuartel. Entréganosla. Te daremos a esta chica. Si no, la mataremos y nos llevaremos a tu madre.
—De acuerdo —se apresura a contestar Perdiz—. Lo haremos.
—Yo no quepo por la ventana —dice Bradwell.
—Ni yo tampoco —advierte Il Capitano—. Con este no. —Señala a Helmud.
Uno de los soldados va hasta la ventana, que está ligeramente en pendiente para coincidir con la inclinación de la ladera. Se tira de rodillas contra el cristal y practica un agujero, que empieza a golpear hasta abrirlo del todo a puñetazo limpio, sin un rastro de sangre en los nudillos.
—Solo el chico de Willux y Pressia.
—Puede que no esté ahí —dice la chica—. Tal vez esté muerta.
El soldado no le dice nada por un instante, como si aguardara a que le confirmasen las órdenes.
—Pues entonces traed el cuerpo.
La ventana es una media luna oscura con una tenue luz procedente del interior. Perdiz entra con los pies por delante y primero tiene que pasar un brazo por debajo de la ventana y luego dejarse caer. Pressia se sienta en el borde de la ventana, donde el suelo está lleno de cristal, mete las piernas y las deja allí colgadas un momento. A continuación siente las manos de Perdiz en sus piernas y mira hacia atrás por última vez: allí están Il Capitano y Helmud, cuyos ojos lanzan miradas de un lado a otro; la pura con la cabeza afeitada y rodeada de los soldados monstruosos que le sacan varias cabezas, y por último Bradwell, la cara llena de mugre y sangre. La está mirando como el que intenta memorizar una cara, como si no fuese a volver a verla jamás.
—Volveré —dice, aunque no es una promesa que se vea capaz de mantener. ¿Cómo puede nadie prometer que volverá? Se acuerda de la cara sonriente que dibujó en la ceniza del armario. Fue infantil, estúpido y, además, una mentira.
Se desliza por el borde y cae al otro lado de la ventana. Aun con la ayuda de Perdiz se lastima en la caída.
Han aparecido en una estancia pequeña con el suelo y las paredes de tierra. Solo se puede avanzar en un sentido, por un estrecho pasadizo recubierto de musgo. Cuando mira hacia la ventana solo ve un trozo de cielo cuajado de nubarrones y tapado por unas cuantas ramas de árbol.
Una voz de hombre resuena en el pasillo:
—¡Por aquí!
En ese momento se perfila una silueta al fondo, aunque a contraluz es difícil distinguir sus rasgos. A Pressia le pasa por la cabeza la palabra «padre», pero ni siquiera llega a escribirse del todo. No puede creerlo… no puede creer nada.
Se vuelve hacia Perdiz y le susurra con apremio:
—Tengo que saber qué va a pasar con la chica.
—Con Lyda.
—¿Vas a entregar a nuestra madre para salvarla?
—Estaba intentando ganar tiempo. Lyda sabe algo, algo del cisne. Pero ¿quién está esperando al cisne? ¿Qué significa todo eso?
—Vas a entregar a nuestra madre en el caso de que esté viva, ¿sí o no? —vuelve a preguntarle Pressia.
—No creo que esa sea mi decisión final.
Pressia lo agarra de la camisa.
—Lo harás, ¿eh?, ¿lo harás por salvar a Lyda? Yo lo hice, sacrifiqué a mi abuelo, y ahora está muerto.
¿Podría haberlo salvado? Si hubiese acatado las órdenes…
Perdiz la mira sin pestañear y le pregunta:
—¿Y qué me dices de Bradwell?
La pregunta la coge por sorpresa.
—¿Eso qué tiene que ver?
—¿Qué harías por salvarlo?
—Nadie me ha pedido que entregue a mi madre para salvarlo… —¿La está acusando de sentir algo por Bradwell?—. No viene al caso.
—¿Y si te obligaran a escoger?
Pressia no está segura de qué responder.
—Pues preferiría entregarme a mí misma.
—Pero ¿y si no tuvieses esa opción?
—Perdiz —susurra—. Nos están oyendo y viendo. Todo.
—Me importa poco ya. —Tiene los ojos llorosos y apenas un hilo de voz—. Sedge, mi hermano…, no está muerto. Es uno de ellos.
—¿De quiénes?
—De las Fuerzas Especiales, uno de los soldados que hay arriba. Lo han convertido en eso… No sé si todavía hay algo de él en su interior, no sé qué le habrán hecho a su alma. No podemos…
Por delante vuelve a oírse la voz del hombre, profunda y firme:
—Por aquí. Estamos aquí.
Perdiz va a cogerla de la mano pero la agarra del puño de muñeca. Pressia espera que la suelte pero no es así. Le rodea la cabeza de muñeca con su mano, como si fuese la buena, y se vuelve para mirarla.
—¿Preparada?
Abajo
E
l suelo de tierra del túnel da paso a unas baldosas embarradas con las lechadas negras; el ambiente es húmedo y huele a moho. Al fondo del pasillo hay unas cuantas luces, bajo las cuales revolotean como polillas las cigarras, que chasquean sus alas metálicas. Perdiz coge a su hermana de la cabeza de muñeca; le pertenece: no está con ella, es de ella. Siente su humanidad —el calor, la sensación subyacente de una mano real, viva— y experimenta un gran deseo de protegerla. Las cosas podrían ponerse feas. Sabe que no debería ser tan protector porque Pressia es más fuerte que él; ha pasado por mucho más de lo que él podría imaginar. La madre de ambos está ahí en alguna parte, pero ¿será la mujer que recuerda? Prácticamente todo lo que creía cierto —incluso la muerte de ella— ha resultado ser mentira. Con todo, les dejó todas esas pistas para llevarlos hasta allí, y eso parece algo plausible, maternal.
El hombre al fondo del pasillo tiene los hombros encorvados y una cara de rasgos afilados.
—¿Eres puro? —le pregunta Perdiz sin pensar.
—No, no soy puro, aunque tampoco un miserable. Sobreviví aquí dentro. Diría que soy estadounidense pero es una palabra que ya no existe. Supongo que podéis llamarme Caruso. —Les pregunta entonces si quieren ver a su madre.
—Para eso he venido —contesta Perdiz.
—De acuerdo…, aunque ojalá no lo hubieras hecho.
—¿Que no hubiera hecho qué?
—Salir de la Cúpula —le explica Caruso—. Tu madre tenía un plan para ti.
—¿Qué pensabais hacer si me hubiese quedado?
—Tomarla, desde dentro hacia fuera.
—No lo comprendo. ¿Tomarla desde dentro hacia fuera? Eso no es factible.
—No digáis mucho más. Estoy intervenida —les advierte Pressia.
—¿Intervenida? ¿Quién te ha intervenido?
—La Cúpula.
Caruso se detiene y se queda mirando fijamente a Pressia.
—Bueno, pues entonces que contemplen lo que les parezca, que le den un buen vistazo y no pierdan detalle. Me es indiferente; yo no fui quien destruyó el planeta. No tengo nada de lo que avergonzarme. Hemos vivido aquí en un acto de rebeldía contra ellos, y hemos sobrevivido a pesar de sus muchos esfuerzos por evitarlo. —Se dirige entonces a Perdiz—: Tomar la Cúpula desde dentro es factible si cuentas con un líder allí.