Puro (40 page)

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Authors: Julianna Baggott

Tags: #Ciencia Ficción, Infantil y juvenil

—Y, en el cuento, la esposa cisne se esconde bajo tierra. Puede que esté en un búnker subterráneo por esa zona —propone Pressia.

—Así que mañana ponemos rumbo este —dice Perdiz.

—Pero eso podría ser un error mortal.

—No me gusta eso de mortal —opina Perdiz.

—El este es lo único que tenemos —sentencia Bradwell.

Pressia escruta la cara de Bradwell y ve las motas doradas de sus ojos castaño oscuro. No había reparado en ellas antes; son bonitas… como de miel.

—Ah, ¿es lo único que «tenemos»?, ¿nosotros? —le pregunta a Bradwell—. Tú ya has pagado tu deuda, ¿no?

—Yo sigo en esto.

—Pero solo porque te conviene.

—Vale, lo que tú quieras, porque me conviene. Tengo mis propias razones egoístas. ¿Te vale así?

Pressia se encoge de hombros.

Bradwell la coge de la mano, le abre la palma, sus dedos en los de ella, y deja caer el colgante.

—Deberías ponértelo.

—No. No es mío.

—Pero ahora es tuyo, Pressia —le insiste Perdiz—. Ella querría que lo tuvieses. Eres su hija.

«Hija»…, la palabra se le hace rara.

—¿Lo quieres? —pregunta Bradwell.

—Sí —decide la chica.

Bradwell abre el delicado broche y Pressia se gira y se aparta el pelo con cuidado de no pillar el vendaje. El chico se le acerca y mantiene el colgante cogido por ambas manos. Cierra el broche y cuando está bien sujeto, lo suelta.

—Te queda bien —le dice.

Pressia se lleva la mano al pecho y toca el colgante con un dedo.

—Nunca he llevado un collar de verdad. Al menos que yo recuerde.

El colgante le cae por debajo de la gargantilla de cuero que sujeta el vendaje contra la nuca, en el hueco entre las clavículas. La piedra lanza destellos azul brillante. En otros tiempos perteneció a su madre, rozó la piel de su madre. ¿Y si era un regalo del padre de Pressia? ¿Llegará a saber algún día algo sobre su padre?

—Ahora la veo a ella en ti —le confiesa Perdiz—, en cómo inclinas la cabeza, en los gestos…

—¿De verdad? —La posibilidad de parecerse a su madre la alegra más de lo que habría imaginado.

—Eso… Eso es: tu sonrisa.

—Ojalá mi abuelo pudiera verlo —les dice. Se acuerda de que, cuando le regaló los zuecos, le dijo que desearía que fuesen algo más bonito, que ella se merecía cosas hermosas.

Ahí lo tiene, un pequeño retazo de belleza.

Pressia

Pistones

P
erdiz es el primero en quedarse dormido. Está tumbado boca arriba con la mano herida sobre el corazón. Pressia está en el otro palé y Bradwell en el suelo; aunque el chico ha insistido, ahora se le oye dar vueltas todo el rato para intentar acomodarse.

—Ya vale. No podré dormir si te tiras toda la noche dando vueltas. Te haré un hueco.

—No, gracias, estoy bien.

—Ah, ¿conque quieres hacer todos los favores del mundo y además ser un mártir? ¿Ese es tu plan?

—Que yo no fui en tu búsqueda solo porque le debiese algo a tu abuelo. Ya he intentado explicártelo pero no escuchas.

—Lo único que escucho es que tú vas a dormir en el suelo y yo me tengo que sentir culpable.

—Vale —cede Bradwell, que se levanta y se tumba a su lado en el palé.

Ella está tumbada boca arriba pero Bradwell no puede: tiene los pájaros durmiendo. Se hace un ovillo de cara a Pressia. Por un momento la chica se imagina que están en el campo, bajo las estrellas en una noche despejada. Con tanto silencio no puede dormir.

—Bradwell —murmura—. ¿Jugamos al Me Acuerdo?

—Ya conoces mi vida, la conté en la reunión.

—Pues piensa en otra cosa, lo que sea. Habla, quiero oír la voz de alguien.

En realidad quiere oír la voz de él. Por mucho que a veces la ponga de los nervios, su voz es profunda y calmante. Se da cuenta de que quiere que hable porque, esté de acuerdo con él o no, siempre es honesto y puede confiar en lo que le cuenta. Por eso le sorprende que lo primero que le diga sea:

—Bueno, una vez te mentí.

—¿En qué?

—En lo de la cripta. La encontré cuando era solo un crío, antes de dar con la carnicería. Estuve durmiendo allí unos días mientras la gente moría por todas partes. Y recé a santa Wi y sobreviví. Así que seguí volviendo.

—O sea que tú eres uno de los que reza por esperanza.

—Sí.

—No es una mentira muy horrible.

—Ya, no es horrible.

—¿Y funcionaron las plegarias? ¿Tienes esperanza?

Se rasca la mandíbula con saña y dice:

—La verdad es que desde que te conozco creo que tengo más.

Pressia siente que se le encienden las mejillas, aunque no está segura de a qué se refiere el chico. ¿Le está diciendo que tiene esperanzas gracias a algo relacionado con ella? ¿Le está confesando que le gusta, ya que le ha confesado que le ha mentido? ¿O se refiere a otra cosa? ¿A que ella ha hecho que vea las cosas de otra manera?

—Pero eso no era lo que querías —continúa Bradwell—. Tú querías un recuerdo.

—Está bien.

—¿Puedes dormirte ya?

—No.

—Vale, entonces un recuerdo. ¿Tiene que ser feliz?

—No. Prefiero que sea verdadero a que sea feliz.

—De acuerdo. —Se queda pensativo un momento—. Cuando mi tía me pidió que saliese de la cochera, me fui y metí el gato muerto en la caja; después oí que el motor se encendía… y un grito. Era igual que el que mi padre pegaba cuando se desollaba un nudillo o le daba un tirón en la espalda. Así que hice como si fuese su voz, cerré los ojos y me imaginé a mi padre saliendo de debajo del coche con el corazón fusionado con el motor en el pecho, como un superhéroe. Me lo imaginé resucitando. —Pressia visualiza en su mente al pequeño Bradwell con los pájaros en la espalda, en un césped calcinado y con una caja con un gato muerto a sus pies. Se ha quedado un momento callado pero entonces añade—: Nunca se lo he contado a nadie. Es absurdo.

Pressia sacude la cabeza.

—Es bonito. Estabas intentando imaginarte algo grande, otra cosa, otro mundo. Eras solo un crío.

—Supongo… Ahora te toca a ti.

—Es evidente que no recuerdo mucho del Antes.

—No tiene por qué ser del Antes.

—Vale. A ver, hay una cosa que tampoco le he contado nunca a nadie. Mi abuelo lo sabe… aunque en realidad no.

—¿El qué?

—Intenté cortarme la cabeza de muñeca cuando tenía trece años. O eso es lo que le conté al abuelo, que me la cosió a toda prisa. Nunca me preguntó por qué lo hice.

—¿Te ha quedado marca?

Pressia le enseña la pequeña cicatriz donde la cabeza de muñeca se une con el brazo. Tiene la piel surcada por venillas azules y un tacto como de goma.

—¿Querías quitártela o…?

—O tal vez estaba cansada… Pero lo que quería era no sentirme perdida. Echaba de menos a mis padres y el pasado…, quizá porque había dejado de verlos bien en mi cabeza y ya no tenía su compañía. Me sentía sola.

—Pero no lo hiciste.

—Quería vivir. Lo supe en cuanto vi la sangre.

Bradwell se incorpora y toca la cicatriz con la yema del dedo. La mira a los ojos como si estuviese asimilando toda su cara, los ojos, las mejillas, los labios. Por regla general Pressia apartaría la mirada, pero no lo hace.

—Es bonita la cicatriz —le dice el chico.

El corazón le da un vuelco y se lleva la cabeza de muñeca al pecho.

—¿Bonita? Es una cicatriz.

—Es una señal de haber sobrevivido.

Bradwell es la única persona que conoce que podría decir algo así. Siente que le cuesta respirar, apenas puede susurrar:

—¿Tú nunca tienes miedo de nada?

En realidad no se refiere a todas las cosas de las que ella podría tener miedo, como adentrarse en las esteranías al día siguiente, o los terrones que puedan salirle al paso. De lo que está hablando es de esa ausencia absoluta de miedo por parte del chico, que dice que una cicatriz es bonita. Si no le asustase la idea, Pressia le confesaría que está contenta de seguir con vida, aunque solo sea por estar compartiendo ese momento con él.

—¿Yo? Tengo tanto miedo que me siento igual que mi tío debajo del coche, como si tuviera pistones en el pecho. Tengo muchísimo miedo, y lo siento como un repiqueteo mortal por dentro. ¿Entiendes?

Pressia asiente. Se hace el silencio y ambos oyen a Perdiz farfullar entre sueños.

—Entonces… —empieza a decir Pressia.

—Entonces, ¿qué?

—¿Por qué viniste a buscarme si no fue por mi abuelo?

—Tú sabes por qué.

—No, no lo sé. Dímelo. —Están tan juntos que Pressia nota el calor que desprende el cuerpo del chico.

Bradwell sacude la cabeza y dice:

—Tengo algo para ti. —Se hurga en la chaqueta—. Te buscamos en tu casa, pero tu abuelo no estaba.

—Ya lo sé. Lo tienen en la Cúpula.

—¿Lo han cogido?

—No pasa nada, está en un hospital.

—Aun así… Yo no estaría muy seguro de…

Ahora mismo no quiere hablar del abuelo.

—¿Qué me has traído?

—Me encontré esto.

Saca algo del bolsillo del chaquetón y lo deja en el punto donde las costillas de Pressia forman un arco.

Una de sus mariposas.

—Me hizo preguntarme: ¿cómo puede todavía existir algo tan pequeño y hermoso? —le confiesa Bradwell.

Pressia se ruboriza, pero coge la mariposa y la sujeta en alto para ver la tenue luz que pasa a través de las delicadas alas cubiertas de polvo.

—Se van acumulando todas las pérdidas; no puedes sentir una sin notar las que han venido antes. Pero esto se me antoja un antídoto. No puedo explicarlo… aunque… es como algo que resiste.

—Ahora parecen una pérdida de tiempo. Ni siquiera vuelan. Les puedes dar cuerda y baten las alas pero ya está.

—A lo mejor es que no tienen que ir a ningún sitio.

Lyda

Cajita azul

P
ara pasar el tiempo Lyda teje y desteje la esterilla una y otra vez, aunque nunca le convence; mientras, tararea la melodía de «Brilla, brilla, estrellita».

Nadie ha ido a verla, ni su madre ni los médicos. Las guardias le traen la bandeja con la comida y las pastillas, eso es todo.

Cuando se levantó a la mañana siguiente de que la pelirroja le diese el mensaje por la ventanilla rectangular, la chica había desaparecido. Igual estaba loca, después de todo. ¿A quién se le ocurre que mucha gente piense que algún día derrocarán la Cúpula? ¿Que se lo diga a él? ¿A quién, a Perdiz? ¿Creía la pelirroja que Lyda podía comunicarse con él? ¿Y por qué iba a decirle eso Lyda, en el caso de que pudiese? La pelirroja tenía que estar loca. Al fin y al cabo, están en una institución para gente desequilibrada; precisamente para eso construyen esos sitios. Lyda es la excepción a la regla.

A la mañana siguiente había otra chica en el cuarto de la pelirroja. Una nueva, aterrada por el pánico. Y lo cierto es que Lyda se sintió aliviada. ¿Qué podía haberle dicho a la pelirroja después de ese mensaje? Si pretendía salir de allí en algún momento no podía andar confraternizando con chifladas, y menos aún con chifladas revolucionarias. En la Cúpula no existen los revolucionarios; es una de las cosas buenas que tiene. No tienen que preocuparse por esa clase de conflictos —como antes de las Detonaciones—, ya no.

A Lyda tampoco la han vuelto a llevar a terapia ocupacional. Fue darle el privilegio y quitárselo todo uno. Le ha preguntado a las guardias cuándo volverán a darle permiso, pero no han sabido responderle. Aunque podía pedirles más información, se le antoja peligroso; sería como admitir lo que no sabe, y quiere que parezca que sabe algo.

Hoy, sin embargo, aparecen dos guardias antes de comer y le dicen que van a llevarla al centro médico.

—¿Ha llegado mi reubicación? —les pregunta.

—No estamos seguras —le confiesa una de las guardias, otra distinta. Su compañera la espera al otro lado de la puerta—. Ahora mismo esa es toda la información que tenemos. Dónde llevarte, solo eso.

Antes de escoltarla hasta el centro médico le atan las manos con una especie de cincha de plástico tan apretada que siente su propio pulso.

En ese momento, no obstante, pasan dos médicos por el pasillo y uno le susurra al otro:

—¿Es necesario? Piensa en Jillyce.

Es el nombre de pila de su madre. Le resulta muy extraño oírles referirse a su madre con esa familiaridad. No quieren que vea esposada a su propia hija, sería una vergüenza. ¿Significa eso que verá a su madre antes de irse?

En un acto de compasión, los médicos les piden a las vigilantes que le quiten las ataduras. Una de ellas es poco mayor que Lyda, y esta se pregunta si fue a la academia, si alguna vez se cruzaron por los pasillos. La guardia se saca un cuchillo grande de mango rojo y lo pasa entre las esposas de plástico y una de las muñecas de Lyda, quien se imagina por un instante fugaz qué pasaría si la guardia le rajase la muñeca. Todavía va vestida con el mono y el pañuelo blancos; la sangre mancharía la tela inmaculada… Le piden que ande con las manos unidas por delante y así lo hace.

Busca a su madre con la mirada cuando dejan atrás las instalaciones de rehabilitación, pero no la ve.

Las guardias la acompañan en un vagón de tren vacío que se detiene delante del centro médico y luego la conducen por otro pasillo. Nunca ha estado en el centro médico, salvo cuando le quitaron las amígdalas y una vez que tuvo una gripe no muy grave. A las chicas de la academia no se las codifica porque hay demasiado miedo a dañar sus órganos reproductores, más importantes que cualquier potenciación de mente o cuerpo. Ahora las probabilidades de que le den el visto bueno para la reproducción se han reducido casi a cero. A las que son algo mayores y no pueden reproducirse se les permite someterse a codificación cerebral. Lo más probable, sin embargo, es que ella tampoco sea buena candidata para eso. ¿Por qué potenciar un cerebro con la psique dañada? Sabe asimismo que hay posibilidades de que se trasladen al Nuevo Edén mientras ella viva. Llegados a ese punto, ¿no necesitarán a todas las que puedan reproducirse para repoblar, incluso a las que han pasado un tiempo en un centro de rehabilitación como ella? Todavía alberga esperanzas.

El papel pintado de las paredes es de flores, en una especie de intento por hacerlo parecido a un pasillo de un hogar del Antes; hay hasta un par de mecedoras, como una invitación cordial a sentarse allí un rato a charlar. «Será para tranquilizar a la gente», se imagina Lyda. Al contrario que el resto de chicas a las que se les dan muy bien las clases de debate, Lyda tiene que memorizar una lista de preguntas para mantenerse en la conversación hasta el final. Siempre siente el peso de la charla, como si, al acabar, terminase algo de mayor envergadura. Se acuerda de lo que le dijo Perdiz cuando le propuso que bailaran: «Actuemos como la gente normal, así nadie sospechará». Ella no es normal y él tampoco.

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