Sedge mira a Perdiz y sonríe.
—Perdiz, tú eres el elegido.
—No, eres tú. Siempre lo has sido.
Perdiz vuelve a llamar a Pressia:
—¿Está ya aquí? —Se vuelve y ve a Bradwell llevando en brazos a su madre hasta donde está él y dejándola junto a sus dos hijos. La mujer tiene los ojos desorbitados.
—Cariño, ¿qué te ha pasado? —Tiene la voz desgarrada y aguda—. Sedge, mírame. Sedge.
—Mira, Sedge —le susurra Perdiz—. Es ella. ¡Está aquí! ¡Es de verdad!
Sedge cierra los ojos.
—No —susurra—, la historia que me contaste. El cisne.
—Es real. Ella está aquí —insiste Perdiz.
Su madre coge un frasco de pastillas con las tenazas de metal y se lo da a Perdiz.
—Dile a tu padre que le daré todas las que quiera. Que puede cogerlas. Y a mí también. Pero esto, esto no… —Sus ojos llorosos repasan el cuerpo de Sedge.
Perdiz coge el frasco y casi se cae hacia atrás. Su hermano va a morir y él lo va a ver, no hay nada que pueda hacer.
—¡Sedge! —grita su madre.
Los ojos de Sedge la enfocan y se clavan en los de ella, como si ahora sí la viese de verdad, como si la reconociera.
—¡Sedge, mi pequeño! —Y por un momento Perdiz piensa que tal vez ella lo salve. En su voz hay esperanza.
Sedge sonríe y acto seguido cierra los ojos.
Perdiz ve cómo su madre se echa sobre el cuerpo de su hermano. Le está dando el mismo beso en la frente que les daba todas las noches de pequeños cuando se iban a la cama.
Y entonces, activada por un interruptor en la distancia, la cabeza de Sedge explota y, con ella, Perdiz ve la cara de su madre hecha añicos.
La sangre sale disparada en una fina llovizna que lo rocía.
No oye nada, solo ve la lluvia de sangre. Intenta acercarse a ellos, pero pierde el equilibrio y se cae. Vuelve a ponerse en pie y describe un círculo lento. Su madre y su hermano han muerto.
Pressia está chillando. Ve la boca abierta y los ojos desencajados por el terror, el puño de cabeza de muñeca pegado al pecho. Bradwell la tiene abrazada.
Perdiz no oye nada.
Lyda está a su lado, lo ha agarrado del brazo y está moviendo los labios.
Il Capitano quiere cogerlo por los hombros pero Perdiz cierra el puño y le lanza un golpe. El oficial lo esquiva y el chico pierde el equilibrio y se cae contra una roca. Lyda está diciendo su nombre, lo lee en sus labios: «Perdiz, Perdiz». Se pone en pie y grita el nombre de la chica:
—¡Lyda! —Pero no oye su propia voz.
Il Capitano también le está hablando; le está diciendo algo a gritos, puede ver las venas de su cuello en tensión. Helmud tiene los ojos cerrados y sus labios mascullan el eco de Il Capitano.
Y entonces vuelve a fijarse en Pressia y clava la mirada en sus ojos. Su hermana está intervenida, tiene pinchados el oído y la vista. La Cúpula los observa, su padre está allí. El chico se va directo hacia Pressia, que sigue gritando, y la coge por los hombros.
Pressia cierra los ojos.
—¡Abre los ojos! —le grita, y el sonido de su propia voz le inunda los oídos—. ¡Abre los ojos, te he dicho!
La chica le clava la vista y Perdiz mira más allá de ella: a través de las lentes de sus ojos desafía a los ojos de su padre en la Cúpula.
—¡Sé que estás ahí! ¡Voy a ir a por ti y te mataré por lo que has hecho! Si pudiera me desgarraría la parte que tengo de ti. Me lo extirparía como un tumor.
Alza la vista al cielo y empieza a temblarle todo el cuerpo. Suelta los brazos de Pressia, vuelve a mirar y allí está la cara de su hermana, que lo mira con el rostro surcado por las lágrimas y las cenizas. Es su hermana.
La neblina de sangre se ha esfumado.
Sangre
E
n cuanto Perdiz la suelta, Pressia corre hacia el cuerpo de su madre. No queda mandíbula y la cara está cubierta de sangre, salvo por uno de los ojos, que parpadea. Sigue con vida. Lleva la mano al pecho ensangrentado de su madre; tres de los seis cuadraditos laten. ¿Debe bombearle el corazón?
—¡Está viva! —grita—. ¡Está viva!
Bradwell se arrodilla a su lado y le dice:
—Se está muriendo, Pressia. No hay nada que hacer, no sobrevivirá.
Perdiz está en el bosque, se ha adentrado entre los árboles; puede oír sus sollozos entrecortados desde allí.
Su madre la mira fijamente.
—Está sufriendo —se oye la voz de Il Capitano—, y la cosa podría prolongarse.
Su madre se debate por respirar, su ojo parpadea con furia.
Pressia se levanta y Bradwell la sigue. La chica se vuelve hacia Il Capitano cuando este le dice:
—¿Por qué no te apiadas de ella? ¿Puedes hacerlo?
La chica lo mira antes de volver la vista de nuevo a su madre, que empieza a convulsionarse. La cabeza ensangrentada golpea la tierra y las rocas.
—Dame un arma.
Il Capitano se la da. Pressia la levanta, apunta a su madre, toma aire y, cuando suelta la mitad, cierra los ojos y aprieta el gatillo. Siente la detonación recorriéndole todo el cuerpo.
Pressia se queda paralizada, con la vista ida. La cara de su madre ha desaparecido. Los tres cuadraditos parpadean por unos instantes y se detienen todos a la vez.
—Descansa en paz —dice Il Capitano.
La chica le da el arma y no mira hacia atrás. Sabe lo que quiere recordar. Emprende la bajada por la ladera.
—¡Tenemos que movernos! —grita Bradwell—. ¡Hay otro soldado suelto por alguna parte!
Hojas. Trepadoras. La tierra suelta que cambia a su paso.
«Estoy aquí —piensa Pressia—. Estoy en el siguiente momento y en el siguiente.» Pero ¿quién es ella? ¿Pressia Belze? ¿Emi Imanaka? ¿Es la nieta o la hija de alguien? ¿Una huérfana, una bastarda, una chica con un puño de cabeza de muñeca, una soldado?
Está bajando la colina a todo correr, con los demás a la zaga. En su cabeza ve la cara de su madre: desgarrándose, haciéndose añicos, huesos astillados, las cabezas —la de su madre y la de Sedge— impregnadas de sangre. Y entonces, por todas partes, una capa de sangre sobre ortigas, briznas de hierba y zarzas espinosas.
Pero ahora están todos bajando la colina, corriendo a lo loco.
Quiere enterrar los cuerpos.
Pero… no.
Todavía hay un soldado suelto, e irá a por ellos.
Su abuelo trabajaba en una funeraria; podría haberlos dejado bien. Sabía disimular el cráneo abierto de una cabeza y recrear una nariz a partir de un trozo de hueso. Era hábil estirando la piel, moldeando y cosiendo párpados. Antes había ataúdes con forros de seda. Ahora también él está muerto para siempre.
Pressia ha llegado al pie de la colina. No habrá entierros, se los comerán las bestias salvajes. El entierro es su propio sudario de sangre.
Allí está el coche medio cubierto por los matorrales y las enredaderas, que Il Capitano arranca y tira al suelo. Los tres chicos están a su lado, sin aliento. Bradwell se ha hecho un vendaje alrededor del hombro con una pernera del pantalón. La sangre es oscura. Está sin camisa, el pecho al aire. Perdiz le ha ofrecido su chaquetón pero el otro le dice que está ardiendo. Los pájaros aletean con fuerza, los tres picos relucientes clavados, los ojos disimulados de un lado a otro. Quería verlos y ahora los tiene delante: un abanico gris de alas, los torsos claros, los ojos brillantes, las delicadas patitas de un rojo vivo… Le gustaría saber qué especie de pájaros son. Se lo imagina de pequeño corriendo por en medio de una bandada que levanta el vuelo, justo antes de que sobrevenga la luz cegadora… y los pájaros se quedan con él para siempre. El chico le ofrece la mano.
—No —se niega ella. Tiene que andar ella sola.
Aferra la campanita de la barbería que tiene guardada en el bolsillo de la chaqueta. Nunca se la dará a su madre, el testimonio de su antigua vida. No le contará todas las historias que ha ido atesorando. No hubo tiempo; ni siquiera ha tenido la oportunidad de decirle que la quería…
La chica de blanco está ahora teñida de rojo. Lyda. Perdiz está a su lado y ella lo mantiene en pie más que él a ella.
—Pero si querían a mi madre viva —está diciendo su hermano—. Querían interrogarla… No tiene sentido. —Tiene el frasco de pastillas bien apretado en el puño.
Pressia sigue siendo los ojos y los oídos de la Cúpula. Ven todo lo que ve y oyen todo lo que oye. Pero no entiende qué ha pasado. ¿Ellos sí lo comprenden? ¿Eso es lo que querían desde un principio?
Il Capitano ya ha despejado el coche de las plantas que usó para camuflarlo.
—Vámonos.
—Vámonos —repite Helmud.
Todos se montan: Perdiz y Lyda en el asiento trasero y Pressia y Bradwell delante, con Il Capitano al volante. Helmud tiene la mirada perdida y está temblando.
Il Capitano echa marcha atrás.
—¿Adónde vamos?
—A liberar a Pressia —dice Bradwell—. Quienquiera que le haya hecho eso se lo va a deshacer.
Vuelven a las esteranías, esta vez rumbo sur, rodeando los montes.
—La granja. Tenemos que ir al otro lado de este cerro.
—¿Cómo puede haber una granja aquí? —pregunta Perdiz casi sin fuerza en la voz.
Pressia se acuerda de la mujer de Ingership, y de lo que le dijo en la cocina: que la pondría al abrigo del peligro.
—Tienen ostras, huevos, limonada, unas cerraduras de goma automáticas para que no entre el polvo, una lámpara de araña preciosa en el comedor y sembrados regados por braceros —dice intentando explicarlo pero, mientras lo hace, se pregunta si se ha vuelto loca.
Ve la cara de su madre, el beso que le da a su hijo mayor. Al apretar el gatillo su madre ha muerto. Y pasa una y otra vez, a cámara lenta, en la mente de Pressia. La chica se echa hacia delante y cierra y abre los ojos para volver a cerrarlos de nuevo. Cada vez que los abre la cara de muñeca la está mirando. Así fue como su madre la reconoció: por los ojos que parpadeaban, las pestañas de plástico, la naricita y el agujerito en medio de los labios.
Los terrones se alzan una vez más, aunque en menor cantidad, pues la tierra allí da paso a algo de hierba que ha arraigado. Aun así, se yerguen y los rodean. Il Capitano atropella a uno y los demás salen repelidos hacia atrás.
Bradwell grita que ha visto algo:
—No es un terrón. Es de las Fuerzas Especiales.
Van pegados a la falda del monte, y de repente el soldado salta desde un saledizo y aterriza con un gran porrazo sobre el techo del coche. Pressia mira hacia arriba y ve las abolladuras que han dejado las botas.
Bradwell coge el rifle que está en el suelo al lado de los pies de Il Capitano, lo amartilla, lo apunta hacia arriba y dispara practicando un agujero en el metal. El proyectil perfora la pierna del soldado, que se revuelve contra el techo pero no se cae.
Il Capitano intenta vapulearlo girando bruscamente el volante de izquierda a derecha, pero no funciona. El soldado aparece por la ventanilla de atrás y rompe el cristal de una patada con la pierna buena; se cuela en segundos por el agujero y coge a Perdiz por la garganta, pero este tiene un gancho de carne y su insólita velocidad. Rodea el ancho pecho de su contrincante y le clava el gancho entre los omoplatos.
El soldado deja escapar un gemido gutural, se suelta de donde estaba cogido y Perdiz vuelve a su asiento. Con todo, sigue agarrado al coche y con la mano libre se tantea la espalda en un intento por quitarse el gancho. Bradwell baja la ventanilla, saca la mitad del cuerpo fuera del coche y vuelve a amartillar el arma, pero, antes de poder disparar, el soldado lo ve, se abalanza sobre él y lo saca del coche. Aterrizan los dos en el suelo y salen rodando hasta detenerse.
Pressia quiere gritar: «Bradwell no». No puede perder a más gente, no lo permitirá. No más muertes. Echa mano de la manija pero la puerta está cerrada:
—¡Abre! —chilla.
—¡No! —le dice Il Capitano—. ¡No puedes ayudarlo, es demasiado peligroso!
La chica golpea la cabeza de muñeca contra la puerta.
—¡Dejadme salir!
Perdiz se incorpora en su asiento y le coge las manos para tirar de ella.
—¡No, Pressia!
—Usa la pistola. ¡Apunta bien! —exclama Lyda.
Pressia coge el arma y saca medio cuerpo por la ventanilla.
Il Capitano gira en redondo para que tenga mejor línea de fuego.
—Atenta cuando se separen. Puede que solo tengas una oportunidad.
El soldado intenta ponerse de pie pero tiene desgarrados los músculos de la pierna y además se retuerce por el dolor del gancho clavado en la espalda. Tiene a Bradwell cogido por el cuello pero el chico le pega puntapiés en la herida, le pega un codazo en la barriga y consigue ponerse en pie.
Atraídos por la sangre del soldado, se ha formado un corro de terrones a su alrededor, como buitres, pero acechando desde abajo. Surgen penachos de tierra que entorpecen la visión. Bradwell patea la barriga del soldado pero este lo agarra y lo lanza. El chico se da un buen golpe en el aterrizaje y acaba delante de un terrón. Retrocede como puede. Mientras, el soldado parece estar evaluando los daños de su pierna.
Bradwell coge el gancho de carne y se lo retuerce en la espalda al soldado. Al soltarlo, el chico se cae hacia atrás por la inercia.
Pressia respira, suelta la mitad del aire y dispara.
El soldado se gira y cae al suelo.
Bradwell se levanta y, de un movimiento rápido —con los pájaros convertidos en un borrón frenético de alas—, corta al terrón en dos con el gancho. «Es hermoso —piensa Pressia—, con sus hombros heridos, como si lo hubieran armado caballero con dos tajos, la mandíbula marcada, los ojos relampagueantes.»
Il Capitano detiene el coche al lado de Bradwell y abre el pestillo, aunque Pressia ya está saliendo por la ventanilla. Agarra a Bradwell para ayudarlo a subirse, abre la puerta y ambos entran. La chica cierra nada más subir y entonces mira a Bradwell y alarga la mano para tocarle un corte que tiene en el labio inferior.
—No te mueras. Prométemelo.
Il Capitano mete la marcha y acelera.
—Te prometo que lo intentaré —le dice el chico.
Mira por la luna trasera del coche y ve que hay más terrones rodeando al soldado. Uno se eleva y se retuerce hacia atrás como una cobra. En cuestión de segundos el soldado desaparece tragado por la tierra.
Bradwell levanta la mano y la deja caer por el pelo de Pressia, que le echa los brazos encima y se queda oyendo el latido de su corazón con los ojos bien cerrados. Imagina quedarse así para siempre, y dejar que todo lo demás se diluya.