Puro (44 page)

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Authors: Julianna Baggott

Tags: #Ciencia Ficción, Infantil y juvenil

—No era muy buen estudiante que digamos. Pero sé que tenemos formas de detectar esas luces tan sencillas. Y Weed estaba en lo cierto, hay otros niveles de luz. Desde su ventana enviaba un rayo de luz hasta la de su novia y esta lo veía por una lente que solo distingue frecuencias de luz fuera de nuestro rango de visión. Eso de doscientos sesenta y dos, trescientos cuarenta y nueve, trescientos setenta y cinco.

Pressia y Bradwell intercambian una mirada; ninguno tiene ni idea de qué habla. La chica ve la consternación en la cara de Bradwell; sabe lo mucho que le gusta conocer cosas. A ambos les despojaron de una educación que a Perdiz le vino dada, y él no es consciente.

—Y necesitan lentes para ser detectadas —prosigue Perdiz—. También habría que dirigir los rayos hacia la persona que está mirando por la lente, ¿no es verdad? Porque los láseres no propagan la luz.

—Es igual que lo de los perros, que pueden oír silbidos que están fuera de nuestro rango de audición —aventura Bradwell.

—Supongo que sí. Aunque nunca he tenido un perro.

—Entonces, ¿pueden existir luces en un espectro que solo se ve a través de un tipo concreto de filtro? ¿Es eso? —pregunta Pressia.

—Exacto —concede Perdiz.

La chica siente un escalofrío que le recorre el cuerpo. Vuelve a llevarse el ojo azul del cisne al suyo y el paisaje nada ante ella, bañado en azul.

—¿Y si esto no es solo el ojo de un cisne? ¿Y si es nuestra lente, nuestro filtro?

—Camina siempre en la luz —recita Bradwell.

Pressia mira hacia los montes que tienen delante y va moviendo la cara hacia un lado y hacia otro. Pasa por una lucecita blanca destellante, se detiene y vuelve a ella. La luz es como un faro, como una estrella encima de un árbol de Navidad de los del Antes.

—¿Qué has visto? —le pregunta Bradwell.

—No lo sé…, es una lucecita blanca. —Pressia parpadea y ve un nuevo puntito blanco parpadeante por encima de otro árbol en la ladera del monte—. ¿Puede ser ella?

Si eso es obra de su madre, podría ser la primera cosa real que Pressia conoce de ella, por su cuenta, nada de historias ni fotografías, ni pasados borrosos. Su madre es una luz blanca parpadeante que late en los árboles.

—Aribelle Cording Willux —dice otra vez Bradwell, igual de asombrado y perplejo que la otra vez.

—¿Puedo mirar? —le pide Perdiz.

Cuando Pressia le pasa la piedra, el chico se sienta en el asiento de en medio, pegado al borde. Baja la cabeza y mira por la piedra con los ojos guiñados.

—Solo se ve una neblina azul.

—Sigue mirando. —No está loca, ha visto la luz, estaba allí, destellando.

Y en ese momento también él la ve. Pressia lo sabe.

—Un momento. Está justo enfrente.

—Si es así, cuando nos acerquemos no tendremos perspectiva para que nos guíe —advierte Bradwell—. Tendremos que buscar algún hito para no salirnos del camino.

—Si ya hemos llegado hasta aquí… —opina Perdiz.

—Lo mismo tenemos suerte —sugiere Il Capitano.

Helmud tiene la mandíbula lacia, pero sigue con su tic nervioso, moviendo las manos por detrás de la espalda de su hermano. Algo en sus ojos hace pensar a Pressia que tal vez sea más listo de lo que parece.

—Suerte —dice Helmud.

Pressia

Enjambre

I
l Capitano aparca el coche entre unas enredaderas que hay a los pies de la colina y lo cubre lo mejor que puede con tiras de plantas que arranca del suelo, raíces incluidas. Mientras, les va indicando cuáles no deben tocar:

—Las que tienen espinas en las puntas de las hojas trilobuladas tienen una fina capa de ácido y os producirán ampollas. —Señala un grupo de hongos blancos florecientes—. Esos son infecciosos. Si los pisáis y se abren, escupen esporas. —Otro tipo es medio animal, les dice—. Son vertebradas. Producen bayas para atraer a los animales y luego se los comen.

Pressia va justo detrás de Perdiz, que sigue a su vez a Il Capitano mientras sortea las plantas venenosas.

Bradwell ha insistido en ir cerrando la marcha «para vigilar», pero Pressia se pregunta si estará preocupado por ella. Recuerda el tacto de su mano en el cuello antes de extraerle el chip y el roce suave de su dedo sobre la cicatriz de la muñeca. Y sus ojos, las motas doradas. ¿De dónde habían salido? Era como si hubiesen aparecido de un día para otro. Es posible encontrar belleza si te esfuerzas en mirar. De vez en cuando, en un rápido fogonazo, recordará cómo la miró, cómo fue procesando punto por punto su cara. Pensarlo la pone nerviosa, con la misma sensación de cuando tienes un secreto que no quieres que nadie sepa.

Avanzan colina arriba por la espesura, entre zarzas espinosas y enredaderas con púas, intentando mantenerse siempre en la dirección de la luz blanca. Pressia va un tanto inestable, como si tuviera piernas de potrillo. El terreno resbala por las piedrecillas sueltas y oye el ruidillo de los cantos al entrechocar entre ellos conforme avanzan. Il Capitano va resoplando y Helmud hace de vez en cuando ruidos extraños a su espalda, chasquidos y murmuraciones. Todos resbalan cada tanto. El viento es persistente y frío, lo que ayuda a Pressia a estar alerta. A sus espaldas se fruncen las esteranías.

Ahora tiene más conciencia de su cuerpo, aunque su visión sigue un tanto borrosa y los oídos le pitan; las heridas de cabeza y cuello, por su parte, le palpitan.

Si encuentra a su madre, ¿no será el principio de su propia muerte? Si consiguen llevarla a un lugar seguro y no la entregan a la Cúpula, se convertirán en objetivos todos y cada uno de ellos. Y, si fracasan y las Fuerzas Especiales atrapan primero a su madre, Pressia dejará de serles útil y la matarán.

Se le ha hecho un nudo en la barriga del miedo. La posibilidad de que su madre esté viva en un búnker en medio de esos montes debería hacerla feliz; pero, si es así, ¿por qué no buscó a Pressia? No es que el búnker esté en el otro confín del mundo, está ahí al lado. ¿Por qué no salir de él para buscar a su hija y llevársela con ella? ¿Y si la respuesta es tan simple como: «No merecía la pena arriesgarse tanto», o «No te quería lo suficiente»?

Perdiz se detiene tan bruscamente que casi choca con él.

—Esperad.

Todos se detienen y se quedan a la escucha.

—He oído algo.

Es un leve murmullo por el sotobosque. El sonido va a más, hasta que de repente aparecen alas que se baten alrededor de sus cabezas.

Una neblina dorada cae sobre ellos por en medio de los árboles. Il Capitano da palmetadas al aire y Pressia golpea lo que parece un enjambre de abejas gigantes con cuerpos rígidos, como de escarabajo. El zumbido le recorre la cabeza, el pecho, y vibra por todos los árboles que los rodean. Los insectos son como una colmena furiosa a su alrededor. Perdiz aplasta unos cuantos y caen en las zarzas.

Pero en ese momento Pressia ve a uno caído en el suelo: se parece a
Freedle
, salvo por que no está oxidado ni tiene motas. Lo coge en la mano y lo cubre con la otra para que no salga volando. La sensación le resulta familiar al instante. Las alas se pliegan muy pegadas al cuerpo, como las de una cigarra, pero están hechas de un metal de filigrana ligero y adornado. Tiene el lomo de alambre, engranajes que giran lentamente, un aguijón de avispa —una aguja dorada a modo de cola— y ojos pequeños a ambos lados de la cabeza.

—Esperad. Son buenos. —El insecto deja escapar entonces un chasquido y un ronroneo familiares.

—¿Cómo lo sabes? —le pregunta Perdiz.

—He tenido uno igual de mascota casi toda mi vida.

—¿De dónde salió el tuyo? —indaga Bradwell.

—No lo sé, simplemente siempre ha estado allí.

—La tarjeta de cumpleaños —exclama Perdiz—. «Sigue tu alma, que ojalá tenga alas».

—¿De qué va todo eso? ¿Sigue tu alma? —pregunta Il Capitano.

—Alma —repite Helmud.

—Quiere decir que nos estamos acercando.

—¿Crees que los ha mandado ella? —pregunta Pressia.

—Si los ha enviado ella es porque sabe que estamos buscándola —dice Bradwell—. Y no puede ser.

—¿Cómo, si no, sabríamos exactamente hacia dónde ir aquí en medio de los montes? Han venido para mostrarnos lo que queda del camino —dice Perdiz—. Forma parte del plan, lo que pasa es que nos ha llevado mucho tiempo llegar hasta aquí.

—Pero cualquiera podría haber encontrado el colgante y haberlo puesto contra la luz —replica Bradwell—. Estos insectos podrían estar conduciendo al enemigo hasta ella.

La cigarra se revuelve en la palma de Pressia, que agacha la cabeza y abre la mano lo justo para poder ver por los huecos entre los dedos.

Al insecto se le aceleran los engranajes y ladea la cabeza. Un ojo lanza un rayo de luz en el ojo izquierdo de Pressia, que parpadea y siente que se le humedece. El insecto repite el proceso.

—Un insecto mecánico con un escáner retinal —observa Perdiz.

—Tecnología obsoleta. Aunque no parece que reconozca las retinas de Pressia.

—Inténtalo tú —le dice Pressia a Perdiz—. Si lo ha mandado ella, te reconocerá.

Un abalorio que tiene a la mitad del lomo titila y hace que las alas se agiten.

—Sabe quién eres —dice Bradwell.

La cigarra empieza a batir las alas.

Pressia abre del todo la palma y la alza.

—Veamos adónde nos lleva. —Si ha sido su madre la que ha enviado a los insectos, ¿significa eso que
Freedle
fue un regalo de ella?

El bichillo, radiante, alza el vuelo y se adentra entre las ramas.

Perdiz

Pulsaciones

L
as langostas se han dispersado, solo se queda con ellos la que escanea las retinas. Es una sensación extraña que te conozcan por la retina. Perdiz da por hecho que su madre lo programó todo antes de las Detonaciones, que lo planeó de antemano y registró sus retinas. ¿Qué otra explicación hay? Lo detallado de los planes de su madre lo inquieta. Si tanto hizo por preparar todo aquello, ¿por qué no logró mantener unida a la familia? Quiere saber lo que pasó en los últimos días.

Por otra parte, sin embargo, el plan también resulta un poco disperso, como una ráfaga de tiros al aire. Han podido perder el rastro en tantos puntos que se pregunta si de verdad su madre creía que resolvería todos esos acertijos. ¿No hubo de pequeño algunos regalos que no pudo encontrar sin su ayuda, solo con la adivinanza que se había inventado? Se figura que el plan fue fruto de la desesperación. Su madre tuvo que arreglárselas con lo que tenía bajo circunstancias extremas que él no puede ni imaginarse.

El insecto vuela alto delante de ellos, avanzando a gran velocidad entre los árboles, mucho más rápido que el grupo. Sorprende ver a alguien tan rudo como Il Capitano siguiendo a un delicado bichillo alado cual coleccionista de mariposas.

Bradwell, Pressia, Il Capitano y su hermano son ahora sus amigos, su rebaño. Se acuerda del de los muchachos de la academia la última vez que los vio, cuando se despidieron en el centro de codificación: Vic Wellingsly, Algrin Firth, los mellizos Elmsford, todos con anchas espaldas y voces graves. Se dieron empujoncitos los unos a los otros y se fueron por caminos distintos. De pronto Perdiz echa de menos a Hastings. ¿Habrá comido con Alvin Weed, tal y como le aconsejó? ¿O se habrá unido al rebaño? ¿Habrán pensado en él desde entonces? Se pregunta qué historia les habrán hecho tragarse sobre su desaparición; tal vez piensen que le implantaron una tictac y alguien pulsó el botón para librarlo de sus miserias, como ellos decían.

Il Capitano se detiene delante de él con un dedo alzado y al cabo apunta hacia el bosque. Todos se quedan paralizados y expectantes. Perdiz escruta las sombras y ve un movimiento muy rápido de luz, seguido del chasquido de una rama y el crujido de unas hojas. Pero no hay nadie.

—Son ellos. Las Fuerzas Especiales —aventura Il Capitano—. Así es como se comunican entre sí. ¿Notáis la electricidad? Tienen una especie de ecolocalizador.

—¿Las Fuerzas Especiales? —se extraña Perdiz.

—Pero ¿cómo saben dónde estamos? —pregunta Bradwell.

—Ya no tengo el chip —se defiende Pressia—. No tiene sentido.

Una descarga de electricidad le eriza la piel y cruje como la estática. El zumbido sigue flotando en el aire y Perdiz intenta seguir la pulsación que llega por ondas.

—Son medio animales, medio máquinas —les explica Il Capitano—. Te huelen de lejos.

—Pero no a kilómetros —replica Pressia—. Los han avisado.

Perdiz mira a Pressia y dice:

—Tus ojos. El escáner de retina tenía que haber reconocido los tuyos igual que los míos. Porque lo más probable es que nos registrara a los dos, ¿no?

—No lo sé.

—Algo está interfiriendo, esa es la explicación.

Se suceden varias pulsaciones seguidas que parecen zigzaguear entre los árboles.

—¿De qué hablas? —pregunta Bradwell.

—¿Dónde has estado? —interroga Perdiz a Pressia—. A ver, el coche ese… no pudo sobrevivir a las Detonaciones. Es de la Cúpula, igual que otras cosas que hay aquí. ¿Me equivoco? ¿Qué te han hecho?

—En el cuartel general de la ORS me vistieron, me dieron de comer, intentaron que disparase a gente y al final, cuando me llevaron a la granja, me envenenaron.

—¿Que te envenenaron?

—En realidad no sé qué pasó. Me desmayé porque me hicieron respirar éter o algo así, y cuando me desperté ya estaba en el coche. Me dolía mucho la cabeza, me sentía fatal. Lo veía todo borroso y tenía los oídos como taponados.

—Estás intervenida —dice Perdiz.

—¿A qué te refieres? —quiere saber Bradwell.

—Los ojos, los oídos, cielos… Han visto todo lo que ha visto y oído todo lo que ha dicho. —Mira a Pressia y por un momento se pregunta si su padre le estará viendo en ese instante. Se imagina mirando a través de los ojos hasta el interior de la Cúpula.

—¿Me he sacado el chip para nada? —susurra Pressia.

—No. Será algo temporal, ¿no es así? Podemos quitárselo, ¿verdad? —pregunta Bradwell.

—No lo sé —reconoce Perdiz.

—Las pulsaciones eléctricas son cada vez más fuertes —les advierte Il Capitano—, se están acercando a buen ritmo.

—Vale, mantengamos la calma. Está intervenida, es todo.

—En realidad es peor —confiesa Perdiz, que, aunque no quiere decir lo que sigue, tiene que hacerlo—. El dolor de cabeza… ¿Tienes algún corte o un cardenal?

—Creo que me di en la cabeza mientras peleaba con Ingership.

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