Puro (41 page)

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Authors: Julianna Baggott

Tags: #Ciencia Ficción, Infantil y juvenil

Pero esos escenarios falsos de vida doméstica no pueden engañar a nadie, ¿o sí? Desde luego, no con esas luces fluorescentes parpadeando y zumbando en el techo; ni tampoco con esas puertas que se abren con un gruñido para dejar a la vista una habitación mustia donde un molde corporal reposa sobre una camilla con barrotes a los lados. ¿Hay alguien dentro del molde? Nunca lo sabrá, al menos no mientras los operarios médicos sigan pasando zumbando de un lado a otro con las mascarillas, las batas y los guantes.

Algo más allá hay chicos de la academia en fila india. Les da un repaso rápido con la mirada, y algunos la reconocen y abren mucho los ojos al verla, mientras que otros sueltan risitas. Se niega a bajar la vista, ella no ha hecho nada malo, de modo que camina con la cabeza alta y la mirada fija en una cabina que hay empotrada en la pared al fondo del pasillo.

Oye su nombre y el de Perdiz entre susurros. Quiere preguntarles qué historia les han contado: cualquier cosa —incluso la mentira que habrán hecho circular— es mejor que la ignorancia en que la tienen a ella.

Las guardias doblan al fondo del pasillo y por fin llegan ante una puerta en la que una placa reza: «Ellery Willux». A la chica se le corta la respiración.

—Esperad. Yo no sabía…

—Si no te lo han dicho será

porque tenía que ser una sorpresa —le explica la guardia que le quitó las esposas.

—Dadme un minuto —ruega Lyda, a quien ya han empezado a sudar las manos, por lo que se apresura a limpiárselas en las perneras del mono blanco.

La otra guardia llama a la puerta.

—Llegamos a tiempo —comenta.

Una voz de hombre responde:

—Pasen.

Willux es más pequeño de lo que creía. Tiene los hombros echados hacia delante, encorvados. Lo recordaba como un hombre robusto. Antes era quien daba los discursos en las ceremonias y los actos públicos. Aunque, ahora que se da cuenta, hace unos años Foresteed empezó a encargarse de todo eso sin mediar explicación, quizá porque es más joven y le brillan los dientes como si se hubiese tragado la luna y despidiera una luz desde dentro. Willux ha envejecido, al igual que la mayoría de los gerifaltes de la Cúpula, que parecen apagados, con una mirada pesada que recae sobre sus vientres. Willux, sin embargo, parece frágil y su barriga apenas es un odre desinflado.

El hombre se remueve en su asiento ante un banco de pantallas y teclados, y sonríe ligeramente. Se quita las gafas… ¿serán solo un adorno? Lyda no recuerda la última vez que vio unas gafas. Las pliega y se las apoya contra el pecho.

—Lyda.

—Hola —le dice la chica, que le tiende la mano.

Willux sacude la cabeza.

—No hay necesidad de andarse con formalidades —le dice, aunque Lyda se siente rechazada. ¿O más bien reprendida? Cuando pasas por un centro de rehabilitación, ¿te vuelves impura?—. Siéntate. —Le indica un taburete negro y la chica se sienta en el borde. Willux le hace un gesto a las guardias—. Vamos a charlar en privado. Gracias por traérmela sana y salva.

Hacen una ligera reverencia y la guardia que le cortó la cincha la mira por un instante, como para animarla un poco. A continuación se van y cierran la puerta tras de sí.

Willux deja las gafas en el filo del escritorio, junto a una cajita azul claro. Cabría una magdalena, se dice, y recuerda entonces las del baile, con esa textura esponjosa, y cómo cada bocado le parecía demasiado dulce pero le maravilló ver la forma en que Perdiz se las comía a grandes mordiscos, sin ningún reparo. Se pregunta si en la cajita habrá un regalo o algo parecido.

—Supongo que sabrás que mi hijo ha desaparecido.

Lyda asiente.

—Tal vez no sepas que en realidad no está.

—¿Que no está? —Lyda no sabe a ciencia cierta a qué se refiere. ¿Entre los vivos?

—Se escapó de la Cúpula. Y, como podrás comprender, quiero asegurarme de que regrese sano y salvo.

—Ah —dice Lyda. Hasta las chicas encerradas en rehabilitación lo sabían. Está ahí fuera, en alguna parte. ¿Debería hacerse más la sorprendida?—. Normal, es normal que quiera usted que vuelva.

—Y según se rumorea él te tenía mucho aprecio.

Se lleva la mano a la cabeza y se la pasa por el poco pelo que le queda. Así, casi calva como está, a Lyda le recuerda la cabeza de un bebé y le trae a la mente la palabra «fontanela», ese punto suave de la coronilla de los niños donde se puede tomar el pulso y ver si está deshidratado cuando está malo. Ha dado muchas clases sobre el cuidado correcto de los niños, aunque a ella siempre le pareció que la palabra «fontanela» le pegaba más a algo exótico, como a una fuente italiana. A Willux le tiembla la mano. ¿Estará nervioso?

—¿Es eso cierto? ¿Sentía algo por ti?

—Yo no pretendo saber lo que sienten los demás en su corazón, solo sé lo que siento yo.

—Déjame que te lo ponga un poco más clarito. ¿Conocías sus planes?

—No.

—¿Lo ayudaste a escapar?

—No, que yo sepa.

—Pero robó un cuchillo de la muestra y tú se lo permitiste, ¿no es así?

—Puede que robase algo mientras yo no miraba, no lo sé. Estuvimos en la exposición de hogar.

—¿Jugando a las casitas?

—No. No sé a qué se refiere.

—Yo creo que sí. —Tamborilea con tres dedos sobre la cajita azul.

Ahora Lyda se teme lo peor de la caja.

—Pues no.

Willux se echa hacia delante y baja la voz al preguntarle:

—¿Estás entera?

Lyda siente cómo le sube el color a las mejillas y una presión en el pecho. Se niega a responder.

—Puedo llamar para que venga una mujer a comprobarlo. O puedes contarme la verdad sin más.

Lyda se queda mirando las baldosas del suelo.

—¿Fue mi hijo? —sigue interrogándola.

—No he respondido a su pregunta, y no pienso hacerlo.

El hombre se acerca más y le pone la mano en la rodilla.

—No te preocupes.

Siente un mareo. Quiere pegarle una patada. Cierra los ojos; quizá pueda dejarlos así apretados. La mano se va de la rodilla. Mira hacia abajo, de nuevo a las baldosas.

—Si fue mi hijo, podemos arreglarlo para que él lo solucione…, si es que podemos encontrarlo y traerlo de vuelta a casa, claro está.

—Yo no necesito casarme con él, si es eso lo que me está diciendo.

—Pero no estaría mal, ¿verdad? Al fin y al cabo, con tu historial reciente, será difícil que encajes en algún sitio.

—Sobreviviré.

Tras un silencio breve Willux le pregunta, como quien no quiere la cosa:

—¿Sobrevivirás?

Lyda nota los latidos del corazón en los oídos y se da cuenta de que tiene otra vez las manos entrelazadas sobre el regazo, de que las está apretando la una con la otra con tal fuerza que se clava las uñas en la piel.

—Tenemos un plan y requiere de tu participación —le explica Willux—. Vas a salir fuera.

—¿Adónde?

—Fuera de la Cúpula, al otro lado.

—¿Al otro lado de la Cúpula?

Es una sentencia de muerte. No podrá respirar ese aire; la atacarán, aparecerán los miserables, la violarán y la matarán. Fuera de la Cúpula los árboles tienen ojos y dientes. La tierra se traga a niñas a las que no queda ningún trazo de humanidad. Las queman vivas en hogueras y lo festejan. Ahí es adonde va: fuera.

—Las Fuerzas Especiales te llevarán a un emplazamiento exterior donde convencerás a mi hijo para que vuelva.

—¿Está seguro de que sigue con vida?

—Sí, al menos hace unas horas lo estaba, y no hay nada que nos indique lo contrario.

Siente un pequeño asomo de alivio. A lo mejor consigue convencerlo, y tal vez Willux los deje casarse y todo. Aunque, claro, ¿qué le pasará cuando averigüen que él no está realmente enamorado?, ¿que solo fue amable con ella porque le ayudó a robar el cuchillo?

Willux da una palmada y se dirige a un ayudante invisible:

—Carga la sección uno veintisiete: Perdiz. —Al cabo le dice a Lyda—. Puedes verlo por ti misma.

La pantalla del ordenador se ilumina y aparece Perdiz, que, aunque sucio, agotado y magullado, sigue siendo él. Con sus ojos gris claro y sus fuertes dientes blancos, una cosa eclipsa a la otra… Está siendo visto a través de los ojos de alguien, de una chica. Lyda ve su cuerpo en un momento en que baja la vista y luego vuelve a Perdiz, que le susurra: «Yo no lo sabía hasta que tú lo has sabido. Nunca se me ocurriría ocultar algo así».

«¿Algo como qué?», se pregunta Lyda. Es evidente que conoce bien a la chica. Le gustaría poder verle la cara. Ya no está mirando a Perdiz, sus ojos recorren ahora una pared llena de maquinaria rota y destrozada. Están fuera de la Cúpula.

«Solo quería que lo supieses», dice Perdiz. Y aparece de nuevo su cara, y su mano, que está envuelta en un vendaje sangriento y la lleva pegada al pecho. Le sonríe a la chica, que asiente (se ve por el movimiento de la cámara).

«¿Qué piensas ahora sobre ella?», pregunta la chica. ¿Estarán hablando de Lyda? No puede evitar preguntárselo. ¿Por qué, si no, le iban a mostrar ese corte?

«No lo sé», dice Perdiz, y acto seguido la pantalla se funde en negro.

—Está herido. ¿Qué le ha pasado en la mano?

—Una lesión sin importancia. No hay de qué preocuparse. Aquí podemos corregir casi cualquier cosa.

—¿Por qué me ha enseñado eso?

—¡Para que veas que está vivo, que está bien!

Lyda no se fía de él. Se lo ha enseñado para ponerla celosa. Lo cierto es que ha estado mintiéndoles a ellos y a sí misma. Ella fue la que besó a Perdiz, no hay más vuelta de hoja. Y él nunca le dijo que la quería. Es todo una mentira. No le importa que Willux intente ponerla celosa, le da igual. Como Perdiz nunca ha sido suyo, no pueden quitárselo.

Hay algo más, sin embargo. Perdiz le devolvió el beso y cuando ella se apartó, la cara de él… no puede explicarse. Estaba sorprendido y contento. Piensa ahora en su cara y se sonríe. Que Willux haga lo que le venga en gana con su información. Vuelve a acordarse de Perdiz murmurándole: «Actuemos como la gente normal, así nadie sospechará». Lo dijo él, y se limitaron a fingir que eran normales. Ambos estaban aparte, eran distintos del resto. Fue una especie de confesión, un secreto compartido.

—¿Por qué sonríes? —quiere saber Willux.

—Son buenas noticias; su hijo está vivo.

Willux la escruta con la mirada y después coge la cajita azul y se la tiende.

—Le entregarás esto a una soldado —le ordena. Su mano vuelve a temblar—. Deseamos que trabaje para nosotros, aunque ya ha participado en la muerte y destrucción de uno de nuestros espías. —Respira hondo y suspira—. Llevo muchos años vigilándola. Era un cebo tentador para alguien que yo esperaba que fuese a buscarla algún día, pero ha demostrado ser bastante ineficaz.

¿Un cebo tentador para atrapar a alguien de fuera? ¿A quién? Lyda hace una pregunta más sencilla y permisible.

—¿Puedo saber qué hay en la caja?

—Por supuesto —dice, y en ese momento Lyda se fija en un temblor, igual de leve, un cabeceo—. Echa un vistazo, aunque no creo que te diga gran cosa. Pero nuestra soldado, Pressia Belze, seguro que entiende el mensaje que queremos mandarle. Tal vez nos ayude a convencerla de que recapacite sobre sus lealtades. Puedes decirle que esto es todo lo que ha quedado.

¿Lo que ha quedado de qué?, se pregunta Lyda, pero no dice nada. Aunque no quiere abrir la caja, tiene que hacerlo. Pone la mano encima de la tapa y, al levantarla, el papel de seda celeste del interior cruje. Lo aparta y, como en un nido de papel, ve un pequeño ventilador con un motor roto y unas aspas de plástico sin vida.

Perdiz

Hilos

S
e han puesto en camino antes del amanecer. No es ni media mañana y ya han avanzado bastante. Seis mujeres robustas los flanquean por ambos lados. Muchos de los niños van dormidos, y así deben de pesar más, se figura Perdiz. Una que lleva a un crío fusionado en la cadera le pega la cabeza a su pecho con una mano y con la otra blande un cuchillo de carnicero.

Avanzan en silencio, por medio de casas devastadas, filas y filas completamente arrasadas, pilares carbonizados al aire libre. Más tarde pasan por unas que no son más que armazones calcinados; en otras ha sobrevivido algún ladrillo. De tanto en tanto no está la casa pero en su lugar, como si fuese el escenario de una inquietante obra de teatro, hay un salón de gomaespuma ennegrecida, los palos de una silla o la pila de un lavabo, demasiado destrozados para valer de algo. Perdiz es incapaz de concentrarse, rastreando como está su memoria en busca de alguna pelea de sus padres, algún momento de mal humor, de hostilidad, un estallido de ira. No eran felices pero su padre sabía que su madre tenía otra hija que no era suya. Tenía que saberlo, conocía la ubicación de Pressia y había querido que la chica encontrase a su hermano. ¿Por qué? ¿Le parecía de una gran ironía? ¿Quería engatusar a su madre con los dos hijos que le quedaban vivos? ¿Es posible —siquiera remotamente— que su padre quiera ver a su madre porque la ama y desea que vuelva con él, porque necesita decirle que la perdona? Perdiz es consciente de que es un deseo infantil: dos padres enamorados, un hogar feliz… Pero no puede evitarlo. En una época su padre la quiso, tuvo que quererla; recordarla le duele, Perdiz se lo ha visto en la cara.

Atraviesan más centros comerciales abiertos —destrozados y saqueados— e instituciones… que son lo peor de todo. Aún quedan camillas, aunque los cuerpos hace tiempo que se pudrieron. Las instituciones distan mucho de la realidad de los cuentos de hadas. Perdiz no puede facilitarles una esposa cisne o unas alas perdidas. Son la prueba de la opresión que precedió al final de todo, el Retorno al Civismo.

Huele a muerte y podredumbre. Se acuerda del olor dulzón y fértil del cadáver que se encontró entre los carrizos, esa mujer del pastor allí atada, pero rápidamente intenta apartar la imagen de su cabeza.

Hay más supervivientes por esa zona; Perdiz los oye: un ulular, el ruido de algo que rumia, el gemido de un animal por lo bajo… Y de tanto en tanto las mujeres se detienen a escuchar con las cabezas ladeadas en la misma dirección, pero nadie los ataca.

Cuanto más avanzan, menos hay que ver. El paisaje es llano salvo por las montañas que se yerguen a lo lejos en el este. La tierra se ha vuelto negra y, sin nada que la lastre, el viento la levanta y la ondea en láminas oscuras.

Las mujeres sacan unos pañuelos de algún bolsillo y envuelven las caras de sus hijos y las suyas. Perdiz ya lleva la bufanda, mientras que Bradwell se cubre la cara con el brazo y una mujer le da un pañuelo a Pressia.

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