Read Puro Online

Authors: Julianna Baggott

Tags: #Ciencia Ficción, Infantil y juvenil

Puro (22 page)

Pressia vuelve el brazo y le enseña la cara de muñeca que tiene por mano.

—De la explosión. ¿No querías verlo antes? Pues aquí lo tienes.

—Ya lo veo.

—Llevamos nuestras marcas con orgullo. Somos supervivientes —le dice Bradwell.

Pressia sabe que a Bradwell le gustaría que fuese verdad, pero no es así, al menos para ella no.

—Voy a echar un vistazo. No me pasará nada.

Perdiz asiente y la deja ir.

La chica sube los escalones de piedra hasta llegar a la luz, pero se parapeta con las ruinas de la iglesia. Se agacha tras un trozo de un muro y mira por un lateral hacia la calle. Hay unas cuantas personas formando un círculo justo delante de la casa de la anciana. En las ventanas ya no hay rastro de la lona y la puerta de tablones ha desaparecido.

Cuando la gente se dispersa, Pressia ve allí mismo en el suelo un charco de sangre que reluce con esquirlas de cristal.

Le escuecen los ojos pero no llora. Al instante piensa que la mujer no debería haber cantado así, que debería haber parado. ¿Es que no lo sabía? Y Pressia nota el cambio en su interior, de la pena a la repulsión. Odia ese cambio; sabe que está mal pero aun así no puede evitarlo. La muerte de la mujer tiene que servir de lección. Eso es todo.

Da media vuelta.

En ese instante la golpean en el brazo. Un gruñido, una respiración, y alguien que la coge por la barriga, la levanta y echa a correr. Al principio cree que es Perdiz o alguien de la muertería. Pero no. Oye un motor: es la ORS. Echa mano del cuchillo que le dio Bradwell, agarra el mango y lo saca del cinturón pero entonces una mano con un oscuro dedo de metal le rodea la muñeca con tanta fuerza que deja caer el cuchillo, que resuena contra el suelo.

La mano con el dedo metálico le tapa la boca. Intenta gritar pero está amordazada. Como el niño de los dedos mutilados de la sala de encima de la reunión, le muerde la parte carnosa de la mano, por donde la piel es más fina. Oye una maldición tan inmunda que a su captor se le contraen las costillas, aunque no hace sino apretarla con más fuerza aún. Le ha hecho sangre y ahora le sabe la boca a óxido y sal. Arquea la espalda, intenta darle patadas y pegarle puñetazos con la mano de muñeca. ¿Saben Bradwell y Perdiz que la han cogido? ¿La buscarán?

Intenta escupir. Siente el viento en el pelo y oye un motor. Alza la vista y ve la parte trasera del camión: han venido a por ella. Se acabó.

Perdiz

Boca

A
l cabo de unos minutos Perdiz sube las escaleras de piedra de la cripta para ver dónde está Pressia. ¿Por qué tarda tanto? Hace viento. El horizonte está despejado salvo por una mancha en el suelo, sangre recién derramada e impregnada de cristales.

Se vuelve hacia Bradwell, con una mano a cada lado de la escalera y los brazos extendidos.

—¿Adónde ha ido?

—¿De qué hablas? —Bradwell le empuja al pasar a su lado y sube los escalones de tres en tres—. ¿Qué coño quieres decir? ¡Pressia! —grita.

—¡Pressia! —chilla ahora también Perdiz, aunque sabe que no deberían; podrían llamar la atención.

Bradwell corre hasta el charco de sangre y Perdiz lo sigue con el estómago encogido por el miedo. No está seguro de qué hacer.

—¿Crees que es sangre de ella? —le pregunta a Bradwell con un hilo de voz.

—Tiene una capa fina que está empezando a coagularse. Lleva más tiempo —Bradwell tiene los ojos desencajados mientras escruta los alrededores.

—Ha desaparecido —dice Perdiz—. No volveremos a verla, ¿no?

Bradwell mira en todas direcciones y le grita:

—¡No digas eso! Ve a mirar en la casa de la anciana. Yo subiré ahí arriba para intentar tener una mejor panorámica.

El aire se ondea con las sombras grises de la ceniza. Perdiz se queda desorientado por un momento. Ve luego la entrada de la anciana donde, no hace tanto, ha descubierto que su madre sobrevivió. Y ahora Pressia ha desaparecido, y es culpa suya. Corre hacia la casa, que ya no tiene tablones por puerta. Se desliza por el espacio estrecho y grita:

—¡Pressia!

La mujer no tenía nada. Un hoyo para hacer fuego en un punto donde la casa no tenía techo, unos cuantos tubérculos en un rincón oscuro y unos trapos enrollados en el suelo, moldeados como para que parezcan un bebé, con una boca marrón oscuro, como de sangre seca.

Oye a Bradwell gritar fuera:

—¡Pressia!

No hay respuesta.

Perdiz vuelve corriendo a la calle con Bradwell.

—¿Nada? —Más que preguntarle, le está exigiendo una respuesta. Bradwell parece saberlo todo, debería saber esto—. ¿Se la han llevado?

El chico se da la vuelta y le pega un puñetazo en la barriga a Perdiz, que pierde el equilibrio y clava una rodilla en el suelo mientras se coge la barriga con el brazo y apoya los nudillos de la otra mano en el suelo de piedra.

—¿Qué haces? —musita, con una voz que es un murmullo ronco; le falta aire en los pulmones.

—¡Tu madre está muerta! ¿Te enteras? ¿Te crees que puedes venir aquí y hacer que lo arriesguemos todo por una mujer muerta? —le grita Bradwell.

—Lo siento. Yo no quería…

—¿Te crees que eres el único que ha perdido a alguien y que quiere volver a casa? —Bradwell está furioso, se le marcan las venas de las sienes y suena el extraño ruido de tela en su espalda—. ¿Por qué no te vuelves a tu bonita cúpula y te ciñes al plan: ver cómo nos morimos aquí todos «desde la distancia, con benevolencia»?

Perdiz sigue intentando que el aire le llegue a los pulmones, pero, mientras, se siente bien allí tirado en el suelo, se merece que le peguen. ¿Qué ha hecho? Pressia ha desaparecido.

—Lo siento. No sé qué más puedo decir.

Bradwell le dice que se calle.

—Lo siento.

—Ha arriesgado su vida por ti.

—Sí, lo sé. —Perdiz comprende que el otro chico no pueda ni verlo.

Bradwell coge al puro por los brazos y lo levanta del suelo pero este siente una oleada de furia e instintivamente empuja a Bradwell en el pecho. Sus movimientos son más rápidos y contundentes de lo que esperaba, casi lo tumba en el suelo.

—No lo he hecho aposta.

—Si no hubieses venido, ella estaría bien.

—Ya lo sé.

—Ahora te tengo aquí y estás en deuda conmigo. Se lo debes a ella. La misión es esta, no tu madre: Pressia. Tenemos que encontrarla.

—¿Tenemos? ¿Y qué hay de tu bonito discurso sobre cómo sobreviviste porque no te dejaste lastrar por nadie, porque siempre has estado solo?

—Mira, te ayudaré a encontrar a tu madre solo si primero me ayudas a encontrar a Pressia. Es lo que hay.

Perdiz se odia a sí mismo por pensarlo, pero le asalta la duda. Tal vez Bradwell tuviese razón en la cripta, quizá sea mejor ir por cuenta propia, lo mejor para sobrevivir. ¿Podría lograrlo él solo? ¿Adónde iría a partir de aquí? Piensa en Pressia, en cómo ella tiró el zapato para darle al bidón de gasolina. Si no fuese por ella ya estaría muerto. A lo mejor así es como tiene que ser, quizá sea el destino.

—Tenemos que encontrar a Pressia —sentencia Perdiz—. Claro. Es lo más justo.

—Se la han llevado por alguna razón.

—¿Qué?

—¿Cómo dijiste que habías averiguado la forma de salir de la Cúpula? —le pregunta Bradwell—. ¿Por un plano?, ¿eso nos contaste?

—Uno de los planos originales del diseño. Se lo regalaron a mi padre.

—Déjame adivinarlo. Es un regalo bastante reciente, ¿verdad?

—Sí, por sus veinte años de servicio. ¿Por qué?

—¡Un plano, joder, enmarcado y colgado de una pared! ¡Mierda!

—¿Qué tiene de malo? —pregunta Perdiz, pero es como si ya intuyese lo que ha pasado. Se apresura a añadir—: Yo averigüé por mi cuenta lo del sistema de ventilación. Lo cronometré yo todo, tres minutos y cuarenta y dos segundos.

—¿Se te ha ocurrido pensar que esperaban que vieses el plano?

—No. No puede ser. A mi padre nunca se le habría ocurrido pensar que yo fuese a escaparme ni nada parecido. —Perdiz sacude la cabeza—. Tú no lo conoces.

—¿De veras lo crees?

—No me tiene en tanta consideración.

—Ya, claro, ¡es un poco vergonzoso que tengan que enmarcarte el puto plano y colgarlo en la pared!

—¡Cállate! —grita Perdiz.

—Es cierto y lo sabes. Lo intuyes, como un pequeño fuego ardiéndo dentro de ti. Ahora todo tiene sentido. Las piezas empiezan a encajar. ¿A que sí?

Perdiz se ha quedado boquiabierto pero la mente le bulle. Es verdad: necesitaba cosas y se le presentó la oportunidad de obtenerlas. Hacía años que Glassings llevaba pidiendo hacer una excursión a los Archivos de Seres Queridos y justo ahora, de buenas a primeras, ¿se la conceden?

Bradwell le pregunta a Perdiz en voz baja, en un esfuerzo por mantener la calma:

—¿Cómo te cruzaste con Pressia?

—No lo sé. Me contó que estaba esquivando a los camiones de la ORS. Los había por todas partes.

—La ORS. Cielo santo. Habéis sido unas ovejas y os han ido llevando al redil.

—¿La ORS? ¿Crees que reciben órdenes de la Cúpula? Pero ¿no son revolucionarios?

—Tendría que haberme dado cuenta. Incluso la muertería, seguro que también estaba planeada. Han utilizado los cánticos de los equipos para acorralarla. —Bradwell da vueltas de un lado para otro pegando puntapiés a las piedras—. ¿Te crees que la Cúpula te va a dejar por ahí suelto, a tu aire? Ellos lo han planeado todo. Tu papaíto se ha encargado de todo.

—Eso es mentira —replica Perdiz en voz baja—. Un poco más y me matan las aspas del ventilador.

—Pero no te mataron.

—¿Cómo saben dónde está Pressia? Dijo que no le funcionaba el chip.

—Pues se equivocaba.

—Pero ¿qué quieren de ella?

—Tengo que ver todo lo que llevas ahí —le pide Bradwell—. Quiero saber lo que sabes, todo lo que tienes en la cabeza. Y eso es lo que vales para mí, ¿lo entiendes?

Perdiz asiente y dice:

—Vale. Pero puedo ayudar.

Lyda

Tiras

D
esde su habitación Lyda alcanza a ver las caras de las otras chicas cuando miran por las ventanillas rectangulares que hay en la esquina superior izquierda de las puertas. Ella es la que lleva más tiempo. El resto de rostros del ala vienen, se quedan un día y luego desaparecen… ¿Para ir adónde? Ella no lo sabe. Reubicación, así lo llaman las guardias. Cuando le llevan la comida a Lyda en las bandejas compartimentadas murmuran sobre su reubicación. Se preguntan por qué se está retrasando y algunas han llegado a preguntarle, medio en broma: «Y tú, ¿cómo es que sigues aquí?» Para ellas supone un misterio, pero no se les permite hacer muchas preguntas. Hay quienes conocen su vínculo con Perdiz; algunas incluso han bajado la voz para interrogarla sobre él. Una le preguntó: «¿Para qué quería usar el cuchillo?» «¿Qué cuchillo?», respondió Lyda.

Las caras flotantes de las chicas, como sin cuerpo, en las ventanas rectangulares del resto de celdas de detención son una forma de llevar la cuenta de los días. Llegará otra chica y luego una nueva ocupará su lugar. Algunas van a terapia y después regresan; otras no. Tienen las cabezas relucientes, recién afeitadas, y los ojos y la nariz hinchados y levantados de tanto llorar. La miran y ven en ella algo distinto: a alguien que no está perdida sino encerrada. Le clavan sus ojos suplicantes. Algunas chicas intentan hacer preguntas por medio de gestos con las manos, pero es casi imposible; las guardias hacen la ronda y van dando en las puertas con sus pequeñas porras: antes de que pueda desarrollarse un lenguaje de gestos la chica ha desaparecido.

Hoy, sin embargo, ha venido una de las guardias y no es la hora de comer. Descorre el cerrojo de la puerta y le dice:

—Hoy te toca ocupacional.

—¿Ocupacional? —le pregunta Lyda.

—Terapia. Vas a tejer una esterilla para sentarte.

—Bueno. ¿Necesito una esterilla para sentarme?

—¿Alguien necesita una esterilla de esas? —pregunta la guardia en respuesta; luego le sonríe y le susurra—: Es una buena señal. Eso quiere decir que alguien se está ablandando contigo.

Lyda se pregunta si su madre habrá movido algunos hilos. ¿Se trata del principio de una rehabilitación real? ¿Significará que alguien cree que puede volver a estar bien (aunque en realidad nunca haya estado mal)?

El pasillo se le antoja otro mundo. Va asimilando el suelo embaldosado, las lechadas impolutas, el frufrú del uniforme de la guardia que la precede, la pistola eléctrica que sube y baja atada a su cadera, un armario de la limpieza al lado de una gran pulidora de suelos desenchufada.

Tras una de las ventanitas hay una cara, una chica con los ojos desorbitados por el miedo, y en otra, una joven que está tranquila. Lyda las va clasificando: a la primera todavía no le han dado sus medicamentos y a la segunda, sí. Ha empezado a fingir que se toma las pastillas pero, en cuanto la guardia se va, las escupe y las aplasta hasta reducirlas a polvo.

La vigilante mira su carpeta y se detiene para abrir otra puerta no muy lejos de la de Lyda. Dentro hay una chica nueva, una cara que Lyda no reconoce, alguien que todavía no ha aparecido por el ventanuco rectangular. La chica tiene las caderas anchas y la cintura estrecha; acaban de afeitarle la cabeza, los rasguños son bastante recientes. Lyda deduce que es pelirroja por las cejas.

—¡Arriba! —le grita la guardia a la pelirroja—. Venga.

La chica se queda mirándolas a ambas, coge el pañuelo blanco que tiene en el regazo, se cubre con él la cabeza y se lo anuda en la nuca; a continuación las sigue.

Las conducen hasta una sala con tres mesas largas y bancos a los lados. Lyda ve ahora al resto de chicas, de cuerpo entero, no solo sus caras. Se sorprende; es como si hubiese olvidado que podían tener cuerpos. Reconoce a unas cuantas de las ventanas de los últimos días. También llevan la cabeza cubierta con un pañuelo y visten monos blancos idénticos. «¿Por qué blancos?», se pregunta Pressia. Con lo fácil que es que se manchen. Y luego se le ocurre que eso es algo que ya no le afecta; el miedo a las manchas pertenece a su antigua vida, aquí no tiene razón de ser. No cuando existe el miedo a un confinamiento de por vida.

Las chicas están tejiendo esterillas, tal y como le ha dicho la guardia. Tienen tiras de plástico de varios colores y las van entrelazando entre sí, formando un dibujo a cuadros, igual que los niños en los campamentos.

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