Realidad aumentada (3 page)

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Authors: Bruno Nievas

Tags: #Ciencia ficción, Fantástico

—Sí, pero… necesito la ayuda de un experto en interpretación neuronal. Estamos un poco más allá de esos «simples» dispositivos que se limitan a decirte que estás frente al Arco del Triunfo, cuando lo tienes delante de ti.

Alex no pudo reprimir una sonrisa.

—Stephen, ¿me estás hablando acaso de un aparato que no solo reconoce el entorno, y superpone información, sino que interactúa con el usuario?, ¿es eso? ¿Y cómo lo hace? ¿Funciona por voz o te has adelantado a eso? ¿No será capaz de interpretar ondas cerebrales?

Stephen dejó la taza de café sobre la mesa, sonriendo abiertamente antes de interrumpirle:

—Alex, te tengo por una persona muy inteligente y creo que he acertado en venir a buscarte. Pero a partir de este punto, y para poder seguir hablando de esto, necesito que firmes un contrato de confidencialidad.

El neurólogo también sonrió. No recordaba la última vez que había sentido algo así.

—Hazme llegar ese contrato. Le pediré a mi asesor que lo revise. Si todo está en orden…

—Hace unas horas que tu asesor tiene el contrato en su correo electrónico —le interrumpió Stephen, levantándose y dejando unas monedas sobre la mesa—. Espera tu llamada, que confío en que hagas cuanto antes. Y, por cierto —añadió, guiñándole un ojo—, te aseguro que, si te unes a nosotros, te llevarás más de una sorpresa.

Nada más conectarse al bluetooth del vehículo, Alex tocó varias veces la pantalla de su iPhone con el dedo índice. En unos segundos la voz de su asesor sonó por los altavoces:

—Estaba a punto de llamarte. ¿Sabes algo de un contrato que ha aparecido en mi correo electrónico? Viene a tu nombre. Acabo de leerlo… ¡Es muy llamativo!

—Sí —contestó el neurólogo—. Todo en este asunto parece «llamativo». ¿Me lo puedes resumir?

—Eso es muy fácil… —oyó—. Lo haré en tres palabras: ¡firma ahora mismo! Te proponen un contrato por asesoramiento en el que te pagan una fortuna. Si el proyecto se interrumpe, te indemnizan por una millonada, y si sale bien te garantizan un contrato de por vida, con beneficios por la explotación del desarrollo. ¡Y todo por tu asesoramiento! Mira, lo único es que…

—Un momento… —dijo, interrumpiendo a su amigo—. ¿Menciona algo sobre el proyecto en sí? Un contrato tan aparentemente bueno tiene que tener algún problema. Tú siempre lo dices.

—Llevas razón, Alex. No, no pone nada del trabajo en sí. Solo habla, literalmente, de «un proyecto basado en realidad aumentada». No sé ni lo que es eso.

—Es algo largo de explicar… —masculló Alex, frunciendo el entrecejo y mirando de reojo a dos motoristas de la Guardia Civil que le adelantaron—. ¿Qué pone en las cláusulas de confidencialidad? Creo que son muy duras…

—Sí, lo son realmente. Resumiendo, avisan de que más te vale no hablar con absolutamente nadie sobre lo que sea que vayas a hacer con esta gente. La demanda puede ser por cientos de millones de euros, y podrías incluso acabar en la cárcel. Y son concretas en un aspecto: la obligación es de por vida. Vamos, que morirás sin poder soltar palabra…

Alex sintió cómo un escalofrío recorría su cuerpo, una sensación que tenía cada vez que se encontraba frente a algo importante. Sin ser consciente de lo que hacían sus dedos, tamborileó con ellos sobre el volante durante unos instantes mientras permanecía en silencio. Al final, y casi sin ser consciente de sus palabras, dijo:

—José, arregla los papeles con IntexSys para pedir una excedencia. Los dejo un tiempo.

2
Ojos azules

El desdichado no tiene otra medicina que la esperanza.

WILLIAM SHAKESPEARE

Abrió los ojos e intuyó enseguida que no había nadie en casa. Bajó de la cama y, frotándose los párpados, caminó hacia la cocina. A diferencia de otros días no encontró ningún vaso de leche que calentar en aquel microondas nuevo. Tampoco galletas, ni pan, ni nada de lo que su madre solía dejar en la mesa de la cocina, cuando ella ya se había marchado.

Pero lo peor era el silencio. En verano, su hogar era un continuo ir y venir. Por la mañana su padre se levantaba temprano para ir a trabajar, su madre se dedicaba a ordenar ropa, y la chica de la limpieza se ponía a mover cacharros sin ninguna piedad. Además, solía tocar a la puerta algún vecino, el cartero o alguien que quería dejar publicidad en los buzones del edificio. Por eso, y a pesar de no tener que ir ya a ninguna clase, Alex se levantaba temprano.

Pero esa mañana no se oía ningún ruido. Algo no iba bien y no sabía lo que era. Había creído ver algo por el rabillo del ojo, a través de la ventana, y se estremeció. Se giró hacia ella bruscamente y vio algo que le hizo sentirse paralizado: allí estaban, flotando, aquellas enormes naves ovaladas de color gris metálico. Amenazadoras, se encontraban a kilómetros de distancia al norte, sobre el desierto. Sintió un frío glacial que le recorrió la piel: otro de sus estremecimientos, aunque este le duró bastante más de lo habitual, y parecía que se le quería anclar a la médula para siempre. Un ruido le sobresaltó.

Se dio cuenta de que era el ascensor, deteniéndose en su planta. Con el corazón acelerado se dirigió hacia la puerta, intentando tranquilizarse. Tenía que ser alguien conocido, se dijo. Si la Tierra estaba siendo invadida por extraterrestres, dudaba que estos se dedicaran a utilizar ascensores. Con una sonrisa nerviosa, se asomó por la mirilla. Al ver a su madre, por fin relajó los músculos de los brazos, que tenía contraídos. Llorando de alegría, abrió la puerta y la abrazó. Su cuerpo era menudo y tan solo tenía treinta y ocho años, pero era una mujer dura, que había pasado muchas dificultades en la vida, y de la que Alex había heredado su fuerte carácter y una mirada fulminante. Inteligente y severa, le estaba proporcionando todas las herramientas para que triunfara en la vida. Todo lo material se podía perder, pero no los conocimientos, le recordaba ella cuando él remoloneaba ante un inminente examen.

—Hijo mío… —le dijo ella, acariciándole el pelo—. Tranquilo, no pasa nada. Ya eres un hombre, no puedes venirte abajo…

—¿Qué ocurre, mamá? —preguntó, con voz temblorosa—. ¿Es que te vas a ir, es eso?

Su madre dio un paso atrás, separándose de él, y le miró a los ojos. Su rostro reflejaba sorpresa.

—Esto es una guerra… y necesitan a todo el mundo. Tu padre y yo tenemos que luchar, pero tú debes esconderte.

Él quería llorar, pero no podía. El miedo no dejaba brotar las lágrimas.

—Luchar… ¿por qué? ¡Os matarán a los dos! ¡Quedaos conmigo! O mejor… ¡Huyamos, entre los tres podremos escondernos!

—No, no podemos huir —le dijo ella, con una calma sorprendente—. Si lo hiciéramos les entregaríamos el planeta, y al final nos matarán a todos… Eso no puede suceder.

—¡No, mamá, no os vayáis! —dijo él, con lágrimas en los ojos—. ¡Dile a papá que le quiero, no os vayáis!

—Suerte, hijo, no te preocupes… en cierta forma te estaremos cuidando.

Separándose de él, su madre se metió en el ascensor y desapareció de su vista. Alex se quedó en la puerta, en pijama, sintiendo miedo y un intenso frío que se le introducía hasta los huesos. Sabía que no iba a ver más a sus padres. Instantes después, las lágrimas terminaron venciendo al miedo.

Lunes, 2 de marzo de 2009
06:15 horas

Alex despertó con los ojos llenos de lágrimas. Las sábanas estaban enredadas entre sus pies, lo que explicaba el frío que había sentido durante aquella pesadilla. Volvió a cubrirse y, sin saber por qué, siguió llorando. Tras unos minutos su respiración se acompasó.

Pensó que era absurdo sentirse así. Para empezar, sus padres estaban vivos. Vivían en una confortable casa que él les había regalado, y disfrutaban de un cómodo retiro gracias a sus pensiones, sus ahorros y las ayudas que Alex les proporcionaba, a pesar de sus tímidas protestas.

Tampoco habían tenido que ir a ninguna guerra, aunque si hubieran tenido que hacerlo para protegerle, estaba seguro de que no hubieran dudado ni un momento. Querían a Alex y cada vez que iba a verlos lo celebraban. Por desgracia era algo en lo que no se prodigaba mucho últimamente, y quizá por eso había tenido ese sueño. Se prometió solucionarlo, aunque enseguida recordó que ese día iba a ser complicado, pues era el primero en la nueva empresa.

Sonrió al pensar en su trabajo. El papeleo para pedir la excedencia en IntexSys había sido más complicado de lo que esperaba, pues el consejo de administración no vio con buenos ojos que su mejor asesor se ausentara durante un tiempo indeterminado. Se negaron, aduciendo que ambos trabajos eran incompatibles por ejercerse en dos empresas de alta tecnología. Alex argumentó que él realmente iba a ser contratado por una universidad y, dado que en ambos trabajos había firmado contratos de confidencialidad, solo él podía decidir si entraban en conflicto o no. Por último, añadió que su decisión de pedir una excedencia en IntexSys se debía precisamente a su interés por reducir esos posibles conflictos.

Le recordaron que gozaba de grandes privilegios: vivía en su ciudad natal, acudía a la central de Madrid solo una vez por semana, y tenía plena libertad de gestión, entre otros. Asqueado de aquellos directivos estirados que solo se preocupaban por sus suntuosos incentivos anuales, Alex decidió atajar las amenazas implícitas de sus argumentos. A la tercera reunión con el consejo, sin decir ni una sola palabra, dejó dos peticiones sobre la mesa. En una pedía la excedencia por un plazo indeterminado, sin derecho a sueldo; en la otra, la dimisión. Ambas iban firmadas y llevaban la fecha de ese día. En cinco minutos salió con una sonrisa en la cara y una copia de su permiso de excedencia. El ruido de las puertas de la sala de juntas, al cerrarse, le pareció el inicio de una nueva etapa en su trayectoria laboral. Difícilmente volvería, tras esa imagen que le llevaba a cerrar una puerta y a abrir otra nueva.

En la pequeña rueda de prensa que ofreció la empresa un par de horas después, un portavoz alegó «motivos personales» como causa del abandono temporal del doctor Portago. Un directivo, sentado en una de las sillas del salón donde se celebraba el acto le contó a un periodista «confidencialmente» que en los despachos se rumoreaba que los motivos eran de índole médica, concretamente psiquiátricos.

—¿Quién iba a dejar un puesto así? —argumentó, guiñando un ojo al cronista—. ¡Ya lo quisiéramos muchos!

La noticia tuvo repercusión en los principales blogs de tecnología, como
Engadget
,
Gizmodo
o
Techcrunch
, y hasta se escribió una breve reseña en el
New York Times,
pues los reproductores MP3 que tan famosos habían hecho a IntexSys ya eran bastante populares. Alex se divirtió de lo lindo leyendo los comentarios de los lectores de las webs, especialmente los de un usuario que, bajo el seudónimo de Owl —«búho»—, incendiaba cada hilo en el que participaba.

Lo que más le sorprendió de los preparativos de su nuevo empleo fue un chequeo médico exhaustivo y especialmente profuso a nivel neurológico. Le llamó bastante la atención que tuviera que hacerse un electroencefalograma, una resonancia magnética cerebral y una evaluación psiquiátrica, entre otras pruebas. Intrigado, intentó hablar con Boggs y este le comunicó, por teléfono, que esos días estaba muy ocupado. Le tranquilizó sobre las pruebas, informándole de que formaban parte del protocolo de ingreso en el proyecto. «Pura rutina», le dijo.

Alex intentó aceptar aquella explicación. Sin embargo, él era neurólogo, y cada vez que pensaba en la respuesta de Stephen llegaba a la misma conclusión: por muchos fondos de los que dispusiera una investigación, nadie malgastaría ni un céntimo en exámenes tan caros y exhaustivos. A menos, claro está, que quisiera estar completamente seguro de la salud neurológica de sus candidatos. Esta hipótesis empezó a preocuparle.

Un Audi A8, negro y con los cristales tintados, se detuvo frente a su edificio. Eran las 7:30 de la mañana, la hora acordada. Un tipo de raza negra y con aspecto de guardaespaldas bajó del vehículo. Le abrió la puerta, presentándose:

—Puede llamarme Smith. Si necesita cualquier cosa, no dude en pedirla.

Le abrió la puerta trasera y el médico se acomodó en el mullido asiento de piel. Tras unos minutos, ya en la autovía, dirección norte, Alex sonrió. Le parecía irónico que uno de los proyectos tecnológicos más avanzados se estuviera llevando en el desierto de su provincia natal. Y más aún, que lo estuviera dirigiendo Stephen Boggs, «padre» del sistema operativo más utilizado en el ámbito empresarial, al tiempo que dueño de unos de los ordenadores más conocidos: los Boggs-Uno.

Tras treinta kilómetros circulando a la misma velocidad, el vehículo tomó una salida. Nada más tomarla, el conductor, hombre de pocas palabras, hizo un giro cerrado para coger un estrecho camino dirección sureste. Unos doscientos metros después giraron de nuevo y entraron en un cañón natural. El médico sabía que ese escenario se había utilizado en más de una película de Hollywood. El vehículo siguió circulando lentamente durante dos kilómetros, evitando la mayoría de los baches del escabroso terreno. Por fin se detuvieron, y el conductor se bajó. Abriéndole la puerta, le dijo:

—Es aquí, doctor.

Alex bajó del coche. Estaba algo decepcionado, al ver que allí no había nada más que arena, arbustos y dos paredes de roca de unos tres metros de altura. Una, frente a él, y la otra a sus espaldas. El viento silbaba, lo que aumentaba la imagen de desolación.

Se volvió hacia Smith, y vio cómo este tecleaba en un teléfono móvil. En ese momento, un cuadrado de piedra, de unos tres metros de ancho, se desplazó hacia dentro de la pared de roca que tenía delante. Alex no pudo evitar abrir la boca de asombro. Aquella pared se desplazó hacia atrás unos centímetros y luego hacia la izquierda, dejando a la vista una brillante puerta de acero anodizado, que contrastaba con aquel árido paisaje. En medio de la puerta había un cristal opaco, de color azul oscuro, que cubría casi toda la superficie. Parecía una nave espacial incrustada en aquella roca.

—Tenga, este es para usted —el chófer le entregó un modelo 3120 de Nokia, uno de los más sencillos de la marca—. Tiene varios números grabados en la agenda: los de sus compañeros de trabajo, personal de logística, seguridad… Estos últimos son aquellos a quienes he llamado para que nos abran. Ahora le esperan dentro.

Smith se dio la vuelta y volvió al vehículo. Alex dio un paso y la puerta metálica se abrió suavemente. Deslumbrado por el sol, no pudo distinguir el interior y, respirando hondo, entró.

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