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Authors: Bruno Nievas

Tags: #Ciencia ficción, Fantástico

Realidad aumentada (6 page)

—¿Me estás diciendo que el aparato no solo sabía que el técnico había sido alcohólico, sino que además le indujo a beber?

—¡No, en absoluto, mi software no haría eso! —dijo Chen—. Le explico nuestra teoría: todos sabemos que la rehabilitación de un alcohólico nunca es completa. Es cierto que su fuerza de voluntad le mantiene alejado de la bebida, pero el deseo de beber permanece siempre ahí, de fondo.

—Hasta donde sabemos, eso es cierto —puntualizó Boggs.

—Gracias —dijo Chen, y continuó hablando cada vez más rápido—. Desarrollamos una hipótesis basada en que el análisis de ondas cerebrales del dispositivo pudiera haber detectado un deseo oculto del técnico. Un deseo que él mismo habría anulado de su pensamiento consciente, pero no de su subconsciente. Esto último sería lo que el dispositivo habría percibido, así que le buscó opciones para saciar ese deseo que el técnico no sentía, pero que sí existía, alojado en su cerebro.

—¡Pero eso es muy peligroso! —protestó Alex—. ¡Imagínate el riesgo de que ese aparato empiece a ofrecer posibilidades para satisfacer deseos ocultos y vicios a quien lo utilice!

—Eso mismo temimos nosotros —dijo Lia—, así que decidimos comprobarlo. Protocolizamos, en todos los experimentos, quince minutos en los que el sujeto podía moverse libremente por el entorno. Lo registrábamos todo y, posteriormente, entrevistábamos a la persona que había probado el dispositivo.

—¿Y alguno más señaló algo? —preguntó Alex, clavando en ella la mirada.

Lia permaneció quieta unos segundos. Tras un leve temblor en el brillo de sus ojos miró a Chen, que contestó:

—Me temo que… —tragó saliva— todos.

—¿Todos? —preguntó Alex.

—Sí —contestó Chen—. Uno de los técnicos pasó por delante de varios prostíbulos del centro de Madrid, y acabó mirando un escaparate de un
sex-shop
. Reconoció que era un adicto al sexo, pero juró que eso era lo último en lo que estaba pensando mientras hacía la prueba. Otro operario, de mantenimiento, visitó varias iglesias en París y, aunque me señaló que le pareció muy normal pues era un ferviente cristiano, admitió que no se le pasó por la cabeza en ningún momento el ir a verlas y que solo se dejó llevar por el dispositivo. Otro técnico, muy joven, me confesó avergonzado que en su prueba había terminado en uno de los barrios de Roma donde era más fácil conseguir marihuana. Como se imagina, me aseguró que hacía mucho que no tomaba nada, aunque lo hubiera hecho de joven… Y así, todos los que realizaron las pruebas.

Alex no salía de su asombro. Se dio cuenta de que las consecuencias eran inimaginables: ese dispositivo daba rienda suelta a los deseos más ocultos de quien lo usara sin que este fuera consciente de ello.

—Pero fue otro caso el que nos hizo parar el proyecto y proponer tu contratación —dijo Boggs—. Lia, por favor…

Alex se dio cuenta de que ella se mordió los labios un par de segundos antes de empezar a hablar:

—Una semana antes de que Stephen te llamara por teléfono —Lia habló lentamente, como si le costara pronunciar esas palabras—, un informático estuvo paseando por las calles de Venecia durante su prueba. Se asomó durante unos segundos a cada uno de los puentes por los que pasó, como si buscara algo… Cuando Lee lo entrevistó, le preguntó por eso y el informático le contestó que le parecía una apreciación absurda. Ni siquiera recordaba haberse asomado a dichos puentes.

—Creo que sé cómo acaba esa historia… —murmuró Alex comprendiendo por qué a Lia le estaba costando tanto relatárselo.

—Déjame que te lo cuente —dijo ella, con lágrimas incipientes en los ojos—. Más tarde, en la misma entrevista, y sin darse cuenta de la evidente relación, el técnico le contó a Lee que el año anterior había sido el peor de su vida. Su mujer le había abandonado y sus padres habían fallecido en un accidente. Se sintió solo en la vida y sin aspiraciones, por lo que había estado a punto de suicidarse en varias ocasiones. ¿Y adivinas cómo había pensado hacerlo?

—Sí, creo que lo sé… —respondió Alex—, es el hombre que saltó desde un puente de la autovía del Mediterráneo, unos días antes de que Stephen me llamara. ¿Es así?

—El problema es que le aseguró a Lee… —exclamó Lia, llevándose las manos a la cara— que él ya había superado esa etapa —dijo, rompiendo a llorar.

Lia se dirigió al baño. Alex apretó los puños, sintiéndose impotente. Deseaba correr tras ella, abrazarla, decirle que no se preocupara, que juntos solucionarían aquel tinglado. Sin embargo, no le pareció lo más apropiado. Por otro lado, no entendía cómo habían podido crear esa especie de monstruo, y tenía muchas preguntas que hacer. Tras unos instantes de silencio, Boggs por fin habló:

—No debemos precipitarnos al extraer conclusiones —dijo, mirándole fijamente—. Nadie del equipo debería sentirse responsable de esa muerte. Estoy convencido de que Alexis tenía planeado suicidarse. Puede que durante la prueba se asomara a unos puentes, pero concluir que el dispositivo le incitaría a matarse dos días después, creo que es absurdo. Quizás el fallo lo cometí yo, al decidir darle tras la prueba unos días libres para que descansara un poco. Puede que él lo interpretara como una falta de confianza, y minara aún más su ya baja moral…

Alex asintió, a pesar de que no podía apartar de su mente la imagen de Lia llorando. Intentando centrarse de nuevo, decidió comenzar su análisis:

—Puede que el aparato no le impulsara necesariamente a saltar en el último momento —dijo con tono de voz serio—, pero sí es cierto que ambos hechos, usar el dispositivo y suicidarse, están relacionados. Si no fuera así, deberíamos demostrarlo para garantizar que el dispositivo no influye tan decididamente sobre personas, induciéndolas a beber, drogarse, saltar por las ventanas o quién sabe qué. Ni siquiera deberíamos seguir con las pruebas sin esa garantía.

—Ese es el motivo por el que está usted aquí, doctor Portago —dijo Chen—. Hemos revisado el código varias veces, y a pesar de que no encontramos nada fuera de lo normal, me siento responsable. De hecho, cuando nos enteramos de la noticia —dijo, suspirando—, presenté mi dimisión.

—Por supuesto, no acepté —medió Stephen—, pero le propuse un trato: si él continuaba, yo le traería al mayor experto en neurología informática, y por eso estás aquí.

—Yo me sentía fracasado, me daba miedo seguir con el proyecto —añadió Chen—. Pero cuando me enteré de que usted había aceptado participar, no pude negarme a continuar.

Alex vio aparecer, a lo lejos, la silueta de Lia. A pesar de estar aún a decenas de metros pudo ver claramente sus preciosos ojos, tristes y aún congestionados. Verla así le enterneció, y se dio cuenta de que él era el apoyo que necesitaba. Sintió cómo el corazón parecía agrandársele.

—Stephen, Lee —dijo animado—, me acabáis de plantear el mayor reto de mi vida. Os garantizo que no descansaré hasta solucionarlo.

—¡Muchas gracias! —exclamó el asiático, sonriente.

—Eso sí… —continuó Alex—. Debemos recomendar paralizar el proyecto y empezar la programación desde cero —Stephen torció el gesto, pero Alex levantó la mano en señal de paciencia y continuó—. Aunque entiendo que tendréis unos plazos de entrega.

—Llevas razón —contestó Boggs—. Si el proyecto no es viable en seis meses nos retirarán la financiación. De ahí las prisas para contratarte y las generosas condiciones de tu contrato. El dinero no es un problema, el tiempo sí. Si este se acaba, adiós desarrollo, e invertirán sus fondos en otros proyectos.

En ese momento Lia se incorporó de nuevo al grupo. Tenía los ojos enrojecidos.

—¿Cuánto tardaríamos en programar una nueva versión desde cero? —preguntó Alex.

—Eso sería imposible… —reflexionó Chen—, no podemos pedirte que crees en seis meses, sin errores, un código que nosotros hemos tardado en desarrollar dos años.

—Llevas razón —asintió el neurólogo, pensativo—. No podemos escribir el código de nuevo, ni repasar línea a línea el actual, no tenemos tiempo. Pero… —hizo una breve pausa—, creo que podemos seguir adelante con las pruebas y el desarrollo del dispositivo, mientras damos con el código que ha generado todo este problema.

—¿Qué? —preguntó Lia, aún con signos de congestión en sus ojos—. ¿Cómo piensas encontrar unas líneas de código defectuoso mientras desarrollamos unas pruebas que no sabemos si son seguras? No creo que debamos seguir con ellas, al menos hasta que…

—Creo que yo sí lo sé —interrumpió Chen, con expresión optimista—. El doctor Portago no va a buscar el código línea a línea… —Alex asintió—. Él va a «cazar», de forma literal, el código erróneo. Y para ello, le va a hacer salir de su «madriguera», ¿verdad?

Todos se giraron hacia el médico, que sonreía ampliamente.

—Así es, Lee. Pero para ello necesitaré un cebo.

—¿Es que quieres que muera otra persona? —preguntó Lia, dejando los cubiertos sobre la mesa—. ¿A qué viene esa tontería de que necesitas «un cebo»?

Estaban sentados, uno frente al otro, en la cafetería. Era temprano, por lo que no había comensales. Alex estaba encantado de estar a solas con ella, aunque Lia no parecía sentir lo mismo.

—Llámalo como quieras —sonrió él—, pero es una gran idea. Aunque revisáramos todo el código, algo que nos llevaría años, es posible que no encontráramos nada; como sabrás, los programas de interpretación neuronal funcionan de forma integrada. Es decir, a lo mejor todos los fragmentos cumplen correctamente con su función, pero al ejecutarse conjuntamente, se originan circuitos no planificados inicialmente. Más o menos así es como funciona la mente humana.

—Tu teoría de que el todo es más que la simple suma de sus partes… —contestó ella agriamente.

—¡Exacto, no lo has olvidado! —exclamó Alex—. Una persona es más que la suma de sus recuerdos y su pensamiento lógico. Si así fuera, nuestros actos podrían predecirse. Sin embargo existen infinitas microvariables que influyen cada instante en nosotros, haciendo impredecibles la mayoría de nuestras decisiones. Y estas, aunque a veces parezcan caóticas, se producen por «causalidad», no por «casualidad». Es decir, son el fruto de miles de condicionantes.

—Y eso es lo que nos distingue de las máquinas —contestó ella—. Aunque en algunos
no
parece aplicarse.

Alex captó el tono ácido de su voz: ella siempre le había tachado de excesivamente cerebral. No quiso estropear su primer rato a solas, así que optó por una respuesta neutra:

—Sabes que es cierto…

—Lo único que sé —dijo ella, alzando su tenedor— es que es una locura exponer a más personas al dispositivo sin tener plenas garantías. ¿Y si uno de los informáticos resulta ser un homicida, y no lo sabe aún?

Alex pensó que en ese caso tendrían un serio problema, pero no le pareció que esa fuera la respuesta adecuada. Trató de explicarle lo que pensaba hacer:

—Tenemos que ir a buscar ese código de una forma, digamos, no habitual. De hecho, nuestro principal problema es que no sabemos ni lo que estamos buscando.

—Vale —exclamó ella a regañadientes—, pero…

—Espera, déjame acabar —le interrumpió él, más animado—. No disponemos de tiempo, así que descartamos la opción de depurar línea a línea, ¿de acuerdo? —ella suspiró, cruzando los brazos; Alex sabía que eso significaba que le quedaba muy poca paciencia—. Hemos de procurar que el código salga a la luz y para lograrlo aplicaremos técnicas de depurado de código, junto con el uso de marcadores.

—¿Marcadores? —exclamó ella—. ¿Cómo piensas «marcar» el código? ¡No es ganado, precisamente!

—Muy sencillo —dijo él, sonriendo—. Igual que podemos marcar células cancerígenas para localizar un tumor, podemos crear un programa que nos vaya etiquetando las secuencias de código que se aplican a cada una de las decisiones que toma el dispositivo.

—¡Pero si este procesador toma millones de decisiones cada centésima de segundo! —protestó ella—. ¿Cómo piensas analizarlas todas sin tardar una eternidad?

—Analizaremos las pautas de proceso del código. Estas deben ser «similares» cuando el programa tome decisiones «similares».

—Por ejemplo —murmuró ella—, para buscar lugares concretos, ¿debería darnos siempre una pauta parecida?

—¡Correcto! —contestó Alex—. Pero si pensamos que tenemos hambre, la pauta será otra. Aun así habrá muchas para analizar, pero no tantas como líneas de código que se ejecuten por segundo.

—Creo que voy entendiendo por dónde vas…

—¡Genial! —siguió él—. Nuestro programa depurador marcará las pautas correctas mediante pruebas con las versiones estables del software, es decir, las primeras. Cuando aparezca una pauta anómala, sabrá marcarla como tal.

—Ya, pero hay un problema… —le interrumpió Lia—. ¿Cómo sabremos, con una precisión de milisegundos, qué parte del código hay que analizar?

Alex sonrió por la satisfacción que siempre le daba el anticiparse a los pensamientos de los demás.

—Muy sencillo: el dispositivo tiende a satisfacer deseos que ni el propio usuario conoce desde el momento en el que él deja de dar órdenes conscientes, es decir, en el momento en que su mente queda libre, por decirlo de alguna manera.

—Pero eso es muy impreciso —añadió ella—. ¿Cómo sabes en qué momento exacto deja el aparato de recibir pensamientos conscientes?

—Es que
no
he dicho que sea en ese momento cuando el aparato ejecuta el código erróneo… —respondió él—. En ese momento lo que ocurre es que el dispositivo, libre de órdenes conscientes, busca lo que el usuario quiere, pero de forma inconsciente.

—Me he perdido —dijo ella, frunciendo el ceño.

—Es muy sencillo —la sonrisa del neurólogo se ensanchó—, cuando el individuo que usa el dispositivo deja de enviar órdenes conscientes sigue enviando otras, pero sin darse cuenta. Órdenes que, evidentemente, proceden del subconsciente y que el dispositivo está recibiendo desde que…

—¡Oh, Dios mío! —le interrumpió Lia—. ¡El dispositivo recibe contenidos del subconsciente… desde el mismo instante en que comienza a funcionar!

Alex sonrió, asintiendo con la cabeza.

Tras unos segundos pensativo, Boggs por fin habló, rompiendo el tenso silencio:

—Supongo que podría funcionar…

Todos asintieron, y Alex sintió cómo el ambiente se relajó. Se mantuvo serio, pero estaba feliz. Boggs había reunido a los jefes de equipo —Lia, Chen, Mark y el propio Alex— tras el almuerzo para que el neurólogo pudiera exponer su teoría. Estaban en su despacho, una sencilla estancia que reflejaba el carácter de su dueño: tan solo contenía una mesa con un ordenador portátil y un par de fotos de su esposa y sus dos hijas. No había estanterías, ya que apenas había papel ni libros en todo el complejo, pero sí un par de láminas sobre la pared. A Alex le llamó la atención que eran del desierto de Nevada, tan parecido a la zona donde se encontraban. A poca distancia del escritorio de Boggs se encontraba la mesa de reuniones, en la que se encontraban sentados.

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