Rebelde (24 page)

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Authors: Mike Shepherd

—¿Para qué necesita todo esto? —preguntó la teniente, escéptica.

—Si está roto, tenemos que arreglarlo. —Kris tendría que dirigirse después al coronel para que diese la respuesta por válida. Pese a ello, la jefa de administración le devolvió el papeleo a Kris en cinco ocasiones para que llevase a cabo correcciones sin importancia. Y cinco veces lo reenvió Kris.

—¿Por qué aguantas todo esto? —preguntó Tommy.

—No lo haría si ya tuviésemos camiones funcionando, pero los que deberían estar en marcha ni siquiera arrancan.

Kris suspiró y decidió seguirle el juego a la teniente. Cuando la docena de camiones llegó finalmente, Kris se alegró de todo el trabajo que había llevado a cabo. Eran camiones donados, y los más nuevos habían recorrido ya ciento sesenta mil kilómetros. Los mecánicos les echaron un vistazo, negaron con la cabeza, se pusieron manos a la obra y empezaron a repararlos, utilizando todos los componentes y herramientas que Kris había puesto a su disposición.

Kris no permitió que Pearson y sus subalternos consumiesen todo su tiempo. Por la mañana se ocupaba de todas las tareas de la Marina. Por la tarde, dedicaba la mayor parte del tiempo a la fundación Ruth Edris. Si no conseguía poner en marcha un camión de suministros, distribuía la comida a pie y así comprobaba cómo iba todo. Se acabaron los robos y las palizas. La lluvia seguía cayendo a mares mientras Kris recorría las anegadas calles de Puerto Atenas; la gente continuaba guareciéndose de ella mientras saltaba de charco en charco, pero parecía menos abatida.

Condujese o caminase, siempre recibía el atardecer calada hasta los huesos, desde el sombrero a las empapadas suelas de sus botas. Lo único que facilitaba la vida a Kris eran los controles de humedad de los barracones y, cuando Millie informaba de que toda su unidad estaba lista para dar por terminada la jornada, Kris pagaba un dinero extra para contratar al único hombre del planeta capaz de mantener aquel destartalado sistema. Pasar una noche seca y tibia valía su peso en oro.

Pearson seguía desarrollando su política cuando los mecánicos se quitaron la grasa de las manos y declararon que seis de los camiones estaban totalmente listos para recorrer las carreteras. Kris no quería esperar más a las instrucciones; había hambre en las granjas. Reunió a las personas con las que había contactado para la tarea y lanzó la pregunta:

—¿Por dónde empezamos?

—Creo que en el sur es donde peor lo están pasando —aconsejó un comercial de artículos de granja—. Al norte, la tierra está llena de colinas y barrancos. Los barrancos absorben buena parte del agua. Pero el sur es llano. El agua no tiene adonde ir. Se está convirtiendo en un cenagal.

Al otro lado de la mesa, un sacerdote y un religioso negaron con la cabeza.

—Eso es lo que nosotros hemos oído también —dijo el sacerdote—. Pero, joven, en el sur es donde más actividad de bandas hay. La zona está llena de pistoleros. Y, por culpa de los pantanos, no hay quien pueda seguirles el rastro.

—Tenemos equipo para ello, padre —contestó Kris.

—Lo sé, pero no lo he visto por aquí —replicó el colorado sacerdote—. ¿Me da esa impresión, o están racaneando en esta misión?

—¡Padre! —Ester Saddik le dio una manotada en la muñeca—. Mi madre me enseñó a dar las gracias cuando alguien te ofrece una mano, en vez de ponerse quisquilloso.

—Lo siento.

—No se preocupe, padre —dijo Kris—. Mañana me llevaré media docena de camiones al sur. Regresaremos en un día. Gracias por la ayuda.

—¿Quieres que envíe a hombres armados contigo? —propuso Ester.

Kris había estado pensando en ello. No le gustaba la idea de llevar a civiles armados con la Marina. Además, ¿testigos? Mejor no.

—Este es un asunto de la Marina, señora. Lo haremos a nuestra manera.

Los camiones eran grandes remolques de ocho ruedas, supuestamente de óptima calidad para garantizar buena tracción y maniobrabilidad. Pero a Kris le bastaba con que girasen. Cada cabina tenía asientos para el conductor y el copiloto y un gran asiento trasero.

Se acabaron los días en los que las tropas viajaban en la parte trasera del camión, donde no había cinturones de seguridad. Kris asignó a tres artilleros al asiento trasero de cada uno de los camiones. Eso dejaba espacio para un conductor y un oficial en la sección frontal. Kris se ocuparía del primer camión. Hubiera querido asignar el último a Tommy, pero él le pidió que condujese ella; quizá después de todo fuese una buena idea contar con dos oficiales en los asientos de delante. Incluyendo a su pareja de suboficiales de tercera, solo pudo designar a un supervisor en tres de los seis camiones. Su contable insistió en conducir uno de los grandes vehículos.

—O salgo de la oficina o los auditores van a encontrar algunas cosas muy extrañas —había sido su amenaza, y Kris la transigió.

Por desgracia, cuando uno cede ante una amenaza, no tardan en llegar las siguientes.

—Como no conduzca un camión, vas a encontrarte quemadas las tostadas —dijo Courtney con una sonrisa. Así que consiguió un día libre, lejos del comedor.

El sexto camión estaba tripulado exclusivamente por marines.

Una vez el convoy se puso en marcha, Kris se encontró con mucho tiempo en sus manos y un rompecabezas que no terminaba de resolver. Se suponía que allí todo el mundo estaba armado hasta los dientes; al menos los ciudadanos lo estaban. Entonces, ¿cómo era posible que las granjas estuviesen desconectadas de la red, mientras se extendían los rumores de que habían sido saqueadas? Las fotografías orbitales revelaban que la mayoría de ellas se encontraba en mitad de extensos campos, vías despejadas desde las que cualquier tirador podría disparar. Todo aquel que intentase robar una granja acabaría muerto con solo acercarse a quinientos metros de distancia. Quizá alguien pudiese saquear una o dos, pero a Kris le habían sugerido que se detuviese en cinco. ¡En cinco! Algo iba mal.

Eso mismo pensaban, desde luego, los tres reclutas que viajaban en el asiento trasero, aunque no con respecto a lo que preocupaba a Kris.

—No me alisté en la Marina para ser el chico de los recados —dijo uno de ellos, sin importarle que Kris lo escuchase.

—Joder —protestó otro, dándole la razón—, si quisiese encargarme del reparto, me hubiese quedado en casa, trabajando para la tienda de mi padre. Al menos allí, después de haber cumplido las ocho horas, tienes el resto del día libre. Sin ofender, señora. No es culpa suya que tengamos que montar guardia una vez a la semana.

—No me ofendo —lo tranquilizó Kris, a sabiendas de que todas las tropas conocían bien el motivo de las guardias nocturnas.

—Tampoco ganaríais mucho teniendo tiempo libre —intervino la tercera recluta, una mujer—. No hay lugar al que acudir, y si sales, no hace más que llover, y llover, y llover. Te unes a la Marina para caer en el barro.

El primero estaba listo para intervenir de nuevo.

—Yo me alisté para ser artillero. Obtuve la puntuación más alta de Sauceria en el simulador. Nadie se carga a esos bichos de ojos saltones como yo.

—No hemos vuelto a dar con alienígenas —observó Kris—. Llevar comida a gente hambrienta es un poco más importante que prepararse para amenazas a las que aún no nos hemos enfrentado.

—Sí, lo sé. Usted es una oficial, señora, y tiene que pensar como tal. Pero a mí, deme un láser de cuatro pulgadas y un escuadrón enemigo aproximándose, y verá lo que puedo hacer. Todo esto solo sirve para que los buenos samaritanos de la Tierra se tumben en sus sofás y sientan que han hecho algo bueno al pagar sus impuestos. Deberían salir de casa y venir a jugar aquí, al barro.

Kris no le dijo que Bastión también tenía buenos samaritanos, y que por eso se había unido a la Marina.

La primera granja de su lista era grande: allí estaban sus dueños, sus hijos y esposas, sus nietos (algunos ya aproximándose a la edad de casarse), en una docena de casas. Varias familias procedentes de pequeñas granjas también se habían refugiado allí. Antes de desconectarse de la red, habían informado de la presencia de bandidos a caballo y camiones rondando la zona. Kris negó con la cabeza; deberían haber establecido una vigilancia continua. No deberían haberse desconectado de la red.

Mientras se aproximaba a la granja, Kris comparó el mapa de su lector con la realidad. La embarrada carretera era lo bastante ancha para que pasasen por ella dos camiones, pero necesitaba que la reparasen; el vehículo de Tom resbaló y patinó de lado a lado, buscando los socavones menos profundos. Los campos que se extendían a ambos lados de la carretera estaban llenos de fango a causa de una cosecha que jamás crecería y de una lluvia que jamás terminaba. Podía contemplar aquellos campos anegados en toda su extensión, hasta llegar a un arroyo que se había desbordado, engullendo los árboles que lo rodeaban e inundando cientos de metros a la redonda. Un tractor abandonado estaba prácticamente hundido en el agua. Aquel barrizal hubiese reorientado cualquier ataque; los asaltantes no habrían tenido otro remedio que atacar desde la carretera. Deberían haber sido abatidos.

¿En qué lío se estaban metiendo Kris y su pequeño convoy?

—Preparad las armas —ordenó Kris cuando atisbaron la granja. Aquello alegró el día de unos cuantos reclutas. Tom dejó su fusil en la funda que colgaba de la puerta.

—No puedo sujetarlo y conducir.

Había sido una granja próspera antes de la aparición del volcán, como atestiguaban los tres grandes graneros. Un gran caserón se erguía orgulloso ante un patio central. Otras casas y edificios conferían a la granja la apariencia de un pequeño pueblo. No había nadie a la vista.

Kris ordenó detenerse a los otros camiones e indicó a sus ocupantes que fuesen a echar un vistazo, explicándoles lo que entendía por «echar un vistazo», con los fusiles listos mientras Tom se adentraba lentamente en el lugar. Le pareció ver movimiento tras una ventana. Quizá fuese el cañón de un arma lo que asomaba tras una puerta. Con una mueca de preocupación, Kris ordenó a Tom que se detuviese en la puerta, se bajó del vehículo e indicó al resto el camino hacia el interior.

Después de activar su megáfono, Kris anunció:

—Aquí la alférez Longknife, de la Marina de la Sociedad. —Se encontraba a cien metros del edificio más próximo. Su voz resonaba a través del altavoz del camión—. Traigo comida en los remolques. Perdimos el contacto con ustedes hace varios meses. ¿Necesitan ayuda?

Se abrió la puerta de un granero; tres hombres la cruzaron y se dirigieron caminando hacia Kris. En el caserón, varias mujeres aparecieron en el porche, con dos bebés en brazos. Ellas también se dirigieron hacia el centro de la granja. Kris las imitó.

Se encontraron justo en el centro. Un hombre alto y calvo extendió la mano a Kris.

—Soy Jason McDowell. Mi padre construyó esta granja. —Hizo una señal con la mano a la mujer delgada y canosa que dirigía al resto—, Y esta es mi mujer, Latishia.

Kris estrechó sus manos.

—Tengo paquetes de comida. Tenía pensado dejar lo suficiente para un mes. ¿Cuántas personas viven aquí? —El hombre sacudió la cabeza, apesadumbrado.

—Alrededor de cien, pero la comida para un mes es demasiado. Vendrán y se la llevarán —dijo con amargura.

—Podrías esconder una parte, Jason —susurró su mujer.

—Nos harían confesar. Alguien se iría de la lengua. Nos obligarían.

La mujer apartó la mirada pero asintió con resignación.

—Supongo que podríamos venir aquí una vez a la semana —ofreció Kris, aunque no le gustase nada la idea de trabajar tanto. Surgió más gente de los graneros, de las casas y de los edificios anexos; su número no dejaba de aumentar. Kris esperaba ver armas, pero no dio con ninguna—. Antes de entregar la comida, necesito que todo el mundo me enseñe una identificación para certificar la entrega.

—No tenemos. Se las llevaron. —Jason dejó caer las palabras como gotas de metal fundido.

—¿Significa eso que no puede ayudarnos? —inquirió Latishia, apretando su delantal con las manos. Las dos silenciosas mujeres que iban tras ella abrazaron a los niños.

—No hemos conducido hasta aquí para decir a personas hambrientas que no podemos darles de comer por un problema burocrático —dijo Kris.
A la mierda las políticas de la teniente Pearson.
Encendió su micrófono—. Tommy, trae los camiones.

No obstante, que hubiesen perdido las identificaciones no era ninguna tontería. Durante los últimos meses, aquellas personas podrían haber perdido sus ahorros o ver reemplazadas sus identidades en la red interplanetaria. Podría haberles pasado cualquier cosa mientras estaban desconectados de la red y no podrían haber dicho ni una palabra en su defensa. Aquello no parecía fruto de un grupo local de aficionados.

—Si no tienen modo de identificarse, necesitaré sacar una foto a todo el mundo —anunció Kris antes de ordenar a Tom que trajese una cámara.

—Hermano, si tienen un comunicador, podría comprobar cómo están nuestras cuentas bancarias —dijo uno de los hombres que acompañaban a Jason.

—Ocúpate de eso, Jerry.

—Tom, asegúrate de que este hombre pueda conectarse a la red. —Tom recibió aquella ristra de órdenes con una sonrisa.

—Ahora mismo, señora.

—¿Puede traer a todo el mundo hasta aquí? —preguntó Kris.

—Mi madre no puede salir de la cama —dijo Jason—. Supongo que podríamos traerla aquí abajo, pero...

—Yo iré a verla. Solo intento que los burócratas no se me echen encima cuando todo esto haya terminado.

—Lo comprendo. Estamos en el negocio de... —Jason se detuvo, miró alrededor y agachó la cabeza, contemplando aquel patio embarrado—. Estábamos.

—Y volveremos a estarlo —dijo su mujer, ofreciéndole una mano que él rechazó. Como oficial al mando, Kris no debía remover aquel asunto. Sin embargo, Judith nunca hubiese permitido que Kris terminase la terapia dejando de lado un problema como el que afectaba a aquellos dos, y Kris le debía la vida a Judith. Una vez en el porche de la casa, Kris se quitó el poncho antes de dirigirse a las escaleras que conducían al tercer piso. La casa estaba hecha de madera, bien pulida por el trabajo y el uso.

En un dormitorio repleto de los trabajos resultantes de años de costura, sobre una enorme cama, yacía una mujer. Gemía de dolor. Con tres rápidos pasos, Kris alcanzó la cama hasta arrodillarse a su lado, retirando las sábanas que cubrían a la anciana. Su acalorada piel lucía los tonos azules y amarillos que siguen, semanas después, a una paliza.

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