Rebelde (26 page)

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Authors: Mike Shepherd

—Por lo que a mí respecta —comenzó Kris lentamente, buscando las palabras que imprimieran coraje en el alma de sus soldados—, hay un momento para construir y un momento para destruir. Un momento para vivir y un momento para morir. Yo digo que, si esos hombres nos disparan, será su momento de morir. O pueden tirar sus armas, poner las manos en alto y balancearse al final de una soga cuando hayamos terminado de juzgarlos.

Kris se volvió para estudiar a los tres jóvenes reclutas sentados tras ella: estaban blancos. Uno de los chicos se mordía el labio con fruición. La chica daba golpecitos nerviosos con los dedos a su arma, como si quisiese comprobar que era real. El aspirante a héroe miró a Kris y luego siguió observando a través de la ventana.

—Lo que hicieron esos hombres en la granja sobrepasa los límites de lo humano. Si nos disparan, los dispararemos como a los perros salvajes en los que se han convertido. Esas son vuestras órdenes. Y las ejecutaréis. Si me equivoco, será a mí a quien juzguen, no a vosotros.

—Pero seguirán muertos, independientemente de lo que diga el tribunal —dijo uno de ellos.

—Como pasó con el coronel —añadió la mujer.

La situación no estaba yendo como Kris había previsto. En los libros de historia no había soldados dubitativos. Pero claro, aquellos eran reclutas de la Marina recién salidos del campo de entrenamiento. Kris pensó que quizá debería ordenar a los marines que se aproximasen más al frente del convoy.

Quizá debería reconsiderar todo esto.

Kris se revolvió en su asiento. Mientras hablaba, los campos abiertos se habían convertido en árboles destrozados y maleza. Algunos árboles habían sido arrancados, con sus raíces cubiertas de tierra asomando por las tranquilas aguas. Kris observó el camino que se extendía ante ellos y el tramo que estaban dejando atrás. No había más que asfalto y agua. Una zanja se extendía a un lado de la carretera. ¿Cómo podría dar la vuelta a aquel convoy? No, no podía, por mucho que lo intentase. Se lamió los labios secos y descartó aquella opción. Para bien o para mal, seguirían adelante.

Kris se concentró en lo que tendría lugar en unos minutos. ¿Lo tenía todo preparado? ¿Había olvidado algo? Aquella era la pregunta que siempre rondaba en la cabeza de todo comandante. ¿Qué queda por hacer? Sintió un pánico creciente. ¿Qué había pasado por alto? No recordaba que se mencionase aquella ansiedad en los libros de historia.

Kris comprobó su arma y echó un vistazo a los árboles, que cada vez se aproximaban más a la carretera. Activó su micrófono una vez más.

—Tropa, estad atentos a los árboles por si nuestros objetivos se esconden tras ellos. Vuestros fusiles tienen calculadores de alcance que determinan automáticamente la potencia de los dardos que disparan, pero será demasiado baja por defecto, así que fijadla al máximo.

—Señora —dijo una voz trémula—, ¿qué botón es?

—El de delante —respondió Kris, aunque luego se lo pensó mejor—. El más cercano al cañón. Delante del selector de dardos somníferos.

—Gracias. —Aquella muestra automática de civismo parecía fuera de lugar en aquel momento. El menor atisbo de civilización parecía inoportuno en aquel momento. Kris empezó a decirlo cuando tragó saliva al tomar el camión una curva. Los árboles que bloqueaban cuanto se extendía ante ella pasaron a situarse a la derecha de Kris. Delante, a unos doscientos o trescientos metros de distancia, había un árbol bloqueando la carretera.

Kris analizó la escena con rapidez. Aquel árbol caído carecía de raíces; un tocón recién cortado asomaba al lado de la carretera. Kris activó la visión térmica de su fusil. Sí, había tres personas tras el árbol caído. La joven alférez escaneó rápidamente el bosque que se extendía a ambos lados. Sí, más señales térmicas: una docena, veinte. Muchas. Kris recordó la historia del hombre, la historia sobre gente que aparecía de entre las aguas. Intentó escanear la zanja que se hallaba al lado de la carretera. Parte del agua parecía más tibia, pero la corriente difuminaba su señal.

Tom, a su lado, empezó a frenar.

—¿Cuánto quieres acercarte, Longknife? —preguntó con los dientes apretados.

Kris sopesó sus opciones con rapidez. Podía caer en la trampa y detenerse, dejar que los malos disparasen primero y después ocuparse de ellos. Tenía más personas... Perdón: tenía más reclutas. Sus objetivos eran asesinos desesperados. Kris contempló el agua que corría ante ellos; habían sido los tiradores que surgieron de entre las aguas los que sorprendieron al granjero.

—Para aquí —ordenó. Tom frenó lentamente hasta detener el vehículo en mitad de una carretera cubierta de barro, a unos doscientos metros del árbol caído. Durante un largo minuto, Kris observó la barricada sin que pasase nada.

—Tirad las armas y nadie saldrá herido —tronó por todo el pantano, haciendo que los pájaros volasen hacia el cielo plomizo entre graznidos. Kris frunció el ceño; estaba a punto de decir lo mismo.

Bueno, aquello dejaba claro cuáles eran sus intenciones. Kris apuntó con su fusil a la señal térmica que se encontraba más hacia la derecha tras el árbol caído. Activó su micrófono.

—Abrid fuego.

Obedeciendo su propia orden, Kris descargó una prolongada ráfaga sobre el árbol, de derecha a izquierda. Alguien intentó ponerse en pie y huir. No llegó demasiado lejos.

Kris volvió su atención a la zanja que estaba a la izquierda de la carretera y disparó otra salva hacia la sección tibia del agua. Un hombre apareció entre burbujas y se dispuso a apuntar a Kris cuando los proyectiles impactaron sobre su pecho y cayó de espaldas.

De la zanja a la derecha de Kris emergieron formas que avanzaron agazapadas hacia ella. Golpeó la puerta. En cuanto se abrió, bajó del vehículo, se puso en cuclillas y se protegió tras la rueda. Disparó una ráfaga rápida sobre el tirador más cercano, tendido bocabajo sobre el asfalto. Su objetivo se desplomó sobre su fusil.

Apuntó al siguiente. Este tiró el arma, se tumbó bocarriba y extendió los brazos.

—Tirad vuestras armas y viviréis —gritó Kris con una voz que resonó por el pantano, entre los disparos—. Mantenedlas en vuestras manos y moriréis.

Cinco o seis personas se arrodillaron en el borde de la carretera, con las manos en alto. Kris escudriñó los árboles de la derecha a través de su fusil. Los saqueadores se pusieron en pie mientras levantaban los brazos. Miró por encima de su hombro: la escena se repetía en el lado izquierdo del convoy.

—Tú —le dijo con brusquedad a la recluta que seguía en el asiento trasero del camión—. Pon a esos prisioneros bajo custodia.

—Sí, señora. —La voz de la mujer era apenas un susurro. Tropezó al bajar del camión. Kris dejó de mirar a través de su fusil y comprobó que el suyo no era el que tenía que preocuparle. La recluta tenía el seguro puesto.

—Quítale el seguro a tu fusil —susurró Kris, que recibió una mirada de perplejidad como respuesta. Kris extendió el brazo hacia el arma y se ocupó personalmente de ello—. Ahora podrá disparar.

La recluta agachó la cabeza.

—Oh —suspiró, y siguió apuntando a los prisioneros, desplazando el cañón de lado a lado con torpeza.

—Los de la zanja, dirigios a la carretera lentamente —ordenó Kris—. Nada de movimientos bruscos. Los de la carretera, poneos en el centro y tumbaos. —Kris echó un vistazo al camión. Tom estaba sacando su fusil de la funda. El aspirante a héroe y su amigo estaban petrificados, cubriendo el flanco izquierdo con sus ojos y sus armas pero sin hacer nada.

»¿Estáis bien? —preguntó Kris. Cuando no respondieron, repitió—: ¿Estáis bien ahí atrás? —El aspirante a héroe pestañeó dos veces... parecía desolado.

Dos marines avanzaron desde la sección trasera del convoy con las armas listas. Por lo menos a ellos sí les habían enseñado en el campamento de instrucción a quitar el seguro a sus armas.

—Cubrid esta sección —les gritó. Hicieron un gesto con el puño para confirmar que llevarían a cabo la orden.

Kris se dirigió al otro lado del convoy y vio a tres marines avanzando sin dejar de apuntar a los prisioneros, que se movían lentamente.

—Yo me ocupo de ese —dijo un marine.

—No, me ocupo yo —le contradijo el que estaba a su lado.

—No, yo estaba disparando a los del árbol. —El primero señaló a la arboleda. Un cuerpo había caído de espaldas sobre un montón de ramas caídas.

—Yo también, chaval. Ha sido cosa mía.

—Os ocuparéis los dos. —Kris puso fin al debate—. Aseguraos de que los demás estén vigilados. No quiero que se escape ninguno. —Uno de los prisioneros escogió aquel momento para tropezar. Cayó de bruces sobre el agua. Kris esperó a que se incorporase, pero no lo hizo, y activó la mira térmica del fusil y buscó por las aguas, pero la señal estaba demasiado mezclada como para revelar un objetivo.

—Creo que uno de ellos está escapando —observó Tom mientras se bajaba del camión.

Kris frunció el ceño.

—Prisioneros, andaos con cuidado. El próximo que tropiece se llevará un tiro antes de llegar al suelo.

—Pero están desarmados —dijo la recluta tras Kris.

—Están escapando —replicó Kris—. Y, hasta que lo hayamos comprobado, no sabemos si están todos desarmados. Que todos los cadetes salgan de los camiones. Necesito más manos para cachear a los prisioneros, por si tienen armas. —Los restantes vehículos empezaron a vaciarse.

Los reclutas llevaron consigo sus armas, pero la mitad de ellas aún tenían el seguro puesto. La mayoría de las otras armas no tenían aspecto de haber sido disparadas recientemente. Fue entonces cuando Kris cayó en la cuenta de por qué el combate había sido tan silencioso a su alrededor. Ella y los marines habían sido los únicos en disparar.

Un par de reclutas de la Marina se dirigieron a la fila de prisioneros, que caminaba lentamente. Mientras uno apuntaba con su fusil, rígido como una estatua, un recluta desarmado cacheaba a los cautivos, asegurándose de que estuviesen desarmados.

—Eh, esta es una chica —dijo un recluta, apartándose dos pasos de la figura cubierta de barro a la que había empezado a cachear. La respuesta de la mujer fue, por así decirlo, impropia de una dama.

Kris ordenó con un gesto a una recluta que cachease a esa prisionera y se detuvo a comprobar que la pila del equipo requisado no paraba de crecer. No tenían medios para comunicarse ni ordenadores, pero sí muchos cuchillos y un arma cada uno. Sin embargo, no llevaban mucha munición. Los prisioneros, desnudados hasta quedar en ropa interior en la mayoría de los casos, parecían delgados y hambrientos. No hasta el nivel de la hambruna de los granjeros, pero era evidente que hasta los malos habían tenido que racionar la comida.

Los malos y las malas. Cuatro de los catorce prisioneros eran mujeres.

Kris dejó de investigar a los vivos para centrarse en los muertos. Dos de ellos yacían tras la barricada, con los insectos congregándose ya a su alrededor para darse un festín. Kris tragó saliva para que el contenido de su estómago se quedase donde estaba. Uno de los rostros estaba deformado por un rictus. Kris no supo distinguir si era de rabia, ira o agonía, y era improbable que el muerto fuese a proporcionarle la respuesta. El que se encontraba próximo a él parecía dormido de lado, recogido en silencio como un niño; era el único que llevaba un comunicador encima. El tercer tirador había desaparecido, dejando solo un charco de sangre donde había recibido los disparos. En los camiones, un médico se ocupaba de su herida. Su salud no impediría que lo ahorcasen.

Kris devolvió su atención a la carretera. Dos cuerpos estaban tirados entre la cuneta y el asfalto.

—Tú y tú. —Señaló a dos prisioneros, los más jóvenes, de apenas catorce o quince años—. Recoged esos cuerpos. Colgadlos de los pies en aquellos árboles —les ordenó, apuntando a los cuatro árboles que aún permanecían en pie en torno al tocón del recién talado.

Tom no tardó en aparecer a su lado.

—No está bien deshonrar a los muertos.

—¿Y dejarlos tirados, para que se los coma cualquier alimaña que pase por aquí, es mejor que colgarlos para que sirvan de advertencia al resto? No voy a perder el tiempo cavando un hoyo para enterrarlos. —Echó un vistazo a la carretera, en toda su extensión—. En cualquier caso, aquí no hay donde cavar.

No obstante, Tom negó con la cabeza.

—Kris, esto es pasarse.

—Vosotros dos, empezad a hacer lo que os he dicho. Marine, asegúrate de que esos dos obedezcan. —El marine asignado puso en pie a los chicos con un gesto de su fusil. Antes, estaban pálidos como la panza de un pez; en aquel momento parecían fantasmas. Fantasmas aterrados.

Kris se volvió hacia Tom.

—Esposa a los prisioneros vivos y súbelos a los camiones. Una vez dentro, átales los pies a cualquier parte del camión. No pienso perder ni a uno de ellos.

—Sí, señora. —Tom exageró su respuesta hasta la caricatura, lanzándole una parodia de saludo, y se alejó.

—Y tráeme toda la cinta o la cuerda que te sobre. —Kris intentó hacerse oír, pero no parecía posible. Tom se alejaba con paso aún más firme. Media hora después, el convoy se alejó lentamente de la macabra advertencia de Kris a los habitantes del pantano: «Hay un equipo nuevo en la zona. Marchaos o así es como acabaréis».

Ese era el mensaje que Kris quería transmitir.

La siguiente granja de la lista estaba completamente vacía. Unos pocos cuerpos permanecían allí donde habían caído o donde se les había apartado.

—Supongo que esto es lo que les pasó a las granjas que se defendieron —observó Kris con hosquedad hacia Tom mientras la atravesaban con lentitud.

—Igual no es tan cabrona como parece —murmuró alguien a través del micrófono. Kris optó por ignorar aquellas palabras.

La siguiente granja era un calco de la primera. Kris distribuyó la comida con rapidez, sin preguntar cómo habían ido a parar a aquella situación ni ofreciéndose a escuchar aquellos silenciosos gritos tras los ojos secos. Se negó a que cualquiera de sus soldados diese la espalda a los prisioneros el tiempo suficiente para que los granjeros se tomasen la justicia por su mano.

—Son prisioneros de la Marina. Los entregaré a las autoridades locales en Puerto Atenas. Allí es donde se os proporcionará justicia —dijo cuando la mujer de un granjero, cuchillo en mano, fue alejada por la fuerza de los camiones.

—¿Crees que podrás llevarlos allí? —preguntó su marido.

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