Rebelde (44 page)

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Authors: Mike Shepherd

—Tenéis costumbres muy interesantes —le dijo Kris a Emma cuando las gaitas se marcharon.

—Es la tradición.

—Cuando terminemos este asado tan exquisito, tengo que preguntarte algunas cosas sobre vuestras tradiciones. —Kris recibió un buen pedazo de carne y advirtió que el pudin de Yorkshire parecía más bien un rollito y que además se había perdido la tradición inglesa de estofar la verdura, aunque no lamentaba en absoluto aquella pérdida. Cuando trajeron el queso y la fruta, con menos ceremonia, Kris se dirigió a Emma.

—¿El batallón adquirió estas tradiciones en la montaña Negra? —Algunos asintieron al oírla—. Mi coronel me ha sugerido que le pida al sargento mayor del regimiento, el señor Rutherford, que me cuente la historia de la montaña Negra, pero la versión que les ha contado a ustedes antes y después de que se pusieran el uniforme. El coronel Hancock cree que podría contármela durante la cena.

—Ay, no —dijo Emma negando con la cabeza—. El sargento mayor del regimiento no entra jamás en el comedor de los oficiales, y mucho menos durante la cena. —Kris empezó a sospechar que había una forma correcta y otra incorrecta de hacer las cosas: al modo de las Tierras Altas o al modo de la Marina. No era de extrañar que la Sociedad de la Humanidad estuviera teniendo tantos problemas para poner de acuerdo a todos.

Uno de los capitanes le dijo a Emma:

—¿Por qué no cuenta usted esa anécdota? Le he oído contársela a sus lugartenientes y, desde luego, parecían embelesados.

Hizo falta insistir un poco, pero Emma se animó tras probar la selección de quesos y fruta. Se limpió los labios con la servilleta inmaculada, la dejó a un lado y comenzó a hablar.

—Si prestaron atención en las clases de historia de las civilizaciones, sabrán que la situación de Sabana era terrible. El anterior Gobierno había reprimido a los civiles y los soldados dedicaban más tiempo a violar a las mujeres y a cometer asesinatos que a la instrucción. Pasaban más horas merodeando por las calles con cuchillos y bates que en los puestos de vigilancia.

»Después, Sabana celebró sus primeras elecciones libres, gracias en parte al esfuerzo de los antepasados de Kris. Los poderosos salieron corriendo y se llevaron sus cuentas bancadas a Helvética. Se quedaron sus soldados, los que se dedicaban a violar y a matar, pero no quienes daban las órdenes. El Ejército se retiró a los cuarteles temporales de las montañas que se alzaban por encima de la ciudad. La mayoría de la gente se alegró de librarse de ellos. «Que se queden allí y que se mueran de hambre», decía el ciudadano de a pie. Por desgracia, el hombre que estaba al mando sabía que tenían una presa bajo control. Si conseguían abrir las compuertas, el agua inundaría la capital y ahogaría a gran parte de la población. Ray Longknife había sido nombrado general, pero tenía pocas tropas a su mando. Contaba con profesionales, entre ellos el cuarto de las Tierras Altas de la orgullosa LornaDo.

—¡Un brindis! —La petición corría a lo largo y ancho de la mesa, y Kris notó que de pronto el comedor estaba en silencio. Alzaron las copas para brindar y a ella le dio vergüenza hacerlo con un vaso de gaseosa, así que Kris hizo lo que su jefe y llamó a un camarero:

—Un whisky, por favor. —Ya estaba preparada para el próximo brindis.

—Se usan un montón de artilugios en la guerra moderna, esos trastos le hacen creer a cualquiera que es un soldado, cuando en realidad no lo es. Los del cuerpo primero tenían todo el equipo y, si alguno no sabía usar algo, obligaban a que lo usara a punta de pistola algún técnico que sí conociera el mecanismo. Eran capaces de masacrar a quien tratase de invadir su campamento.

»Nunca confíes en que el enemigo va a jugar limpio. Tampoco confíes jamás en un Longknife. Punto —concluyó Emma con una sonrisa dirigida a Kris—. Si no podía contar con militares nuevos —continuó la mayor—, al menos sabría acabar con esos bastardos a la vieja usanza. Contactó con las Damas del Infierno y con los estupendos marines con los que manteníamos contacto. Nos propuso luchar una noche tan oscura como el corazón del diablo, llena de lluvia, rayos y truenos. Luego añadió su propio relámpago del hades: un pulso electromagnético que despojó de cualquier ingenio técnico a los soldados que se encontraban a ochenta kilómetros a la redonda. Radares, radios e incluso las gafas de visión nocturna se convirtieron en mera chatarra que los pobres enemigos tuvieron que acarrear. Con decisión, los soldados de las Tierras Altas y los marines despojaron de las miras y los equipos informáticos a sus rifles. Solo disponían de las miras de metal y el frío acero para sobrevivir a la noche. Doscientos valientes de las Tierras Altas y cincuenta estúpidos marines salieron a dar una vuelta por el pedregoso jardín de Satán.

—¡Un brindis! —se volvió a oír de nuevo. La bebida de Kris acababa de llegar. Se alzaron los vasos y el coronel Hancock levantó su copa con orgullo.

—Pues sí, algo estúpidos sí somos. Nadie en su sano juicio habría aceptado esa misión.

Antes de que dejasen las copas en la mesa, el coronel Halverson se puso de pie.

—Por los malditos marines. Son los únicos con las suficientes agallas para invitar a las Damas del Infierno a ese baile.

Kris levantó su copa y no se ofendió por la afirmación. El bisabuelo Peligro tenía muchas mujeres en la sección de aquella montaña. Estaban los hombres corrientes, y luego estaban los hombres como él.

—En plena tormenta, subimos a la montaña Negra. La primera línea de combate no se enteró de que estábamos allí hasta que tuvo que elegir: luchar y morir o retirarse y resolver la cuestión delante de un jurado. La segunda línea de combate recibió el aviso al ver el fuego de nuestras armas. Las ametralladoras escupían, los morteros eructaban y los cañones hablaban... todo a ciegas. Cada soldado moría o sobrevivía según el antojo de los dados del demonio. Las secciones y escuadrones avanzaban por aquella tierra de muerte y lograron llegar a unas trincheras. Luchaban y caían mientras los demonios tocaban su música salvaje, hasta que la segunda línea fue nuestra.

—¡Un brindis! —se escuchó de nuevo, y volvieron a brindar. Kris bebió, pero el calor que sintió en el estómago no pudo hacer frente a los escalofríos que sentía. Las palabras de Emma la habían transportado a la batalla, a ella y a toda la mesa. Estaban allí, en la oscuridad interrumpida por los rayos, bajo aquella lluvia de disparos. Los soldados del batallón que lucharon en aquella noche oscura y lejana no eran hombres, sino dioses.

—Los artilleros se concentraron en su labor con vigor y atacaron a la segunda trinchera, y después a la tercera. Todos los soldados que estaban luchando con sus rifles o con el acero estaban agradecidos de que los cañones estuvieran haciendo correr y gritar a esos cobardes que se rendían nada más ver una espada o una falda escocesa.

»Pero cuando nos aproximábamos al último objetivo, los cañoneros no dispararon su azufre. Nuestro coronel optó por la bengala que se había acordado, pero el enemigo estaba esperando y tapó la luz con una lluvia de otro color. Los artilleros se desesperaron al comprender las intenciones enemigas. Se enviaron mensajeros, pero nadie puede correr más rápido que las balas. Tres hombres salieron a comunicar las palabras del coronel. Los tres murieron.

»Entonces, apareció el sargento primero McPherson, que acaba de cumplir sus veinte años de servicio y que llevaba los papeles de su baja en el bolsillo de la camisa. «Yo llevaré el mensaje, coronel. Si un viejo zorro como yo no es capaz de atravesar el campo de batalla, ningún ángel del cielo podría hacerlo.»

»El sargento primero salió de la trinchera como un fantasma. Como la niebla en el páramo, se deslizaba de un cráter a otro, pero se quedó paralizado cuando las explosiones iluminaron el cielo de la noche como un día devastado por la tempestad. Le llovían las bombas, las balas lo perseguían, el enemigo quería echarle el guante, pero nadie lo logró. Ningún esbirro del infierno pudo alcanzar a nuestro mensajero de Dios.

»Sin embargo, nadie puede escapar a su destino, y todo se termina pagando. Cuando el sargento se encontraba prácticamente junto a la primera línea de trincheras, un misil lo alcanzó de lleno y lo lanzó de cabeza hacia ella. Antes de morir, logró darle el mensaje del coronel al soldado Halverson. La antorcha estaba en sus manos entonces. Sin mirar atrás, el soldado salió corriendo y cruzó el campo devastado como un ciervo sin miedo alguno hasta la posición de los cañoneros.

»Escucharon el mensaje y los artilleros se quedaron mudos. La montaña Negra quedó dividida por el silencio. Con un grito de júbilo, nos levantamos, y todos los hombres y mujeres nos abrimos paso en el barro. Los soldados de la tercera trinchera que no corrieron habían muerto o bien sobrevivieron con los brazos hacia el cielo. La gente de las Tierras Altas de LornaDo, junto a un puñado de marines, fuimos capaces de acabar con una división entera aquella noche tormentosa.

Una vez más, el grito de «¡Un brindis!» resonó en la sala, todos alzaron los vasos y bebieron un buen trago. Emma parecía exhausta, como si hubiera tenido que subir la montaña Negra en persona. Desde luego, había conseguido transportar a todos los comensales hasta aquella noche. Cuando comenzó a hablar de nuevo, suavizó su tono.

—Por la mañana, cuando los que presumían de liderar la refriega vieron nuestra bandera en lo alto de la montaña Negra, se volvieron totalmente locos. Dicen que se podían recorrer los cuarteles temporales de un lado a otro sin pisar el suelo porque estaba cubierto de los uniformes de los que se habían despojado. Los que sepáis cómo luchó la humanidad contra los tentáculos de los iteeche y lo reñido que fue ese enfrentamiento, preguntaos si hubiéramos podido aguantar este último combate a la desesperada de no ser por las armas forjadas en las fábricas de Sabana. Cuando vayáis a tomar algo, brindad siempre por las Damas del Infierno, que salieron a bailar aquella noche en la montaña Negra.

Todos volvieron a brindar y a beber. Kris se dio cuenta de que se le había olvidado un detalle. No había ninguna chimenea para lanzar esos vasos que ya eran demasiado sagrados como para usarlos solo para beber. Pero como en tantas otras ocasiones, el batallón podría sobrevivir a esa carencia.

El coronel Hancock se aclaró la voz cuando se hizo el silencio.

—¿Quién le contó esa historia por primera vez, capitana?

—Mi abuelo. —Sonrió—. Yo no era mucho más alta que su bastón de mando. Era sargento mayor de regimiento, al igual que mi padre.

—Usted se graduó.

—Sí, señor. Tanto mi padre como mi abuelo decidieron que la familia había luchado lo suficiente para salir adelante. Esta vez, preferían un oficial. —Se escucharon risas por lo bajo al fondo de la mesa donde Kris sospechaba que se sentaban los líderes de la sección de Emma. Seguramente, les parecería gracioso que tanto sus familiares como ella no trabajaran por dinero. Cuando volvió a hacerse el silencio, el coronel de la Marina prosiguió.

—Supongo que su padre le daría unos cuantos consejos el día que recibió los galones de teniente. Qué pena que nadie ejerciera esa labor sagrada con la alférez Longknife. ¿Le importaría compartir con ella lo que su padre o su abuelo le dijeron a usted?

—Sería muy revelador, pero no me gustaría contrariar al sargento mayor. No me lo perdonaría.

Los oficiales se miraron con seriedad y asintieron a sus palabras. El sargento mayor era de los pocos oficiales que podría molestarse.

El coronel Halverson se puso en pie.

—Creo que podría conseguirle la absolución del sargento mayor —dijo con sequedad. El salón rompió a reír, pero enseguida todos volvieron a callarse cuando vieron que el coronel no se había unido a las carcajadas, sino que había permanecido con semblante serio—. Si esta alférez, que lleva el peso del apellido de Longknife, no ha recibido ni la bendición ni las advertencias propias de su vocación, no creo que haya nada mejor que los consejos que el sargento mayor le dio a usted.

Emma asintió, se puso de pie y se giró hacia ella con una solemnidad que llenó de emoción los ojos de Kris y que la hizo temblar como no lo había hecho al graduarse en la universidad o en la Marina, ni tampoco en ninguna batalla. Kris descubrió que su cara ardía al ser el centro de atención de todos. Pero no era eso lo que la hacía temblar. Mirar a Emma a los ojos era como contemplar el rostro de una diosa. No hay nada más temible en el mundo que mirar a los ojos a la verdad absoluta.

—Esto es lo que me dijo el sargento mayor —comenzó Emma con dulzura—. La historia que he contado es verdad, no le he mentido. Ahora tendrá que dirigir a gente, hombres y mujeres que estarán igual de asustados, heridos, cansados y confusos que quienes protagonizaban esa historia. La diferencia entre alguien asustado y cansado y un soldado es usted, su líder. Es su deber ayudarlos a encontrar en lo más profundo de sí mismos el coraje para seguir en pie y acatar las órdenes que usted considere oportunas.

»No abuse jamás de ese poder. Si lo desperdicia, no le hará perder tiempo a alguien, sino que perderá la vida. Una vida a la que otro soldado podría aferrarse.

»Cuando llegue el momento por el que los soldados llevan toda la vida entrenando, tendrá la responsabilidad de decidir la vida o la muerte de su gente. Para ganarse ese poder, debe estar a su servicio. ¿Tienen frío en los pies? ¿La comida es decente? ¿Tienen un sitio donde dormir? Su deber es cubrir sus necesidades antes que las de usted. Le han otorgado la autoridad sobre ellos y no puede desperdiciarla: debe prepararlos y también debe prepararse a sí misma para el día en que la muerte vaya a por ustedes.

»Sobrevivirán o morirán. A pesar del cuidado con el que haya entrenado a sus soldados, el destino puede llamar a su puerta cuando llegue el momento, pero tampoco es una excusa para dejarlo todo al capricho de la suerte más de lo necesario.

»Todos han escuchado historias y en ninguna de ellas hay sitio para grandes héroes. Es imposible convertirse en un héroe por uno mismo. Si alguien persigue la gloria, pierde el tiempo y desperdicia la vida de los demás. La gloria buscará a quien la merezca. Si pierde el tiempo pensando en la fama venidera, rece para que su ejército y usted sepan llevar sobre los hombros el peso que eso supone en la batalla.

»Por último, recuerde que no se cuentan historias para divertir a la gente o regodearse en la gloria de los demás. Contamos las historias porque es nuestro deber. Lo hacemos para mantener la fe de quienes nos acompañan de noche y de día. Nuestros antepasados renunciaron a todo lo que uno puede desear (amor, hijos, atardeceres) por fe, no por unos galones. No lo hicieron por un planeta, sino por sus camaradas. No seguían órdenes de nadie, eligieron vivir así.

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