Rebelde (43 page)

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Authors: Mike Shepherd

—Cierto —intervino otro oficial para romper el silencio que se había creado—. ¿Cuándo se ha oído a un civil decir nada bueno sobre el deber? No creo que sepan lo que significa la palabra honor. Mi hija está en la universidad y le compré un equipo de redacción nuevo. El maldito ordenador le preguntó si honor se escribía con hache. ¡No estaba siquiera en su base de datos! —La afirmación recibió varios resoplidos como respuesta. Kris no creía que fuese verdad, pero la historia sonaba grandilocuente.

—Qué raro, en mi ordenador sí estaba —dijo Kris en voz alta sin darse cuenta. Mierda, tenía dentro demasiada rabia y eso le traería problemas. A pesar de todas las sesiones de terapia, no había logrado controlarla.

—Su padre está en las altas esferas del Gobierno y su abuelo dirige la compañía Nuu. Alguien podría llegar a verla a usted como... —Una mano se movió tímidamente buscando la palabra más adecuada.

—Como parte de esa maquinaria del mal —lo ayudó Kris.

—Más bien como alguien cercano a sus sensibilidades —puntualizó el comandante—. Mire, los soldados conocemos bien el guión de esta historia. Los de arriba manejan todo el juego. Cuando la gente empieza a quejarse, nos llaman a nosotros para poder seguir repartiendo las cartas a su conveniencia. Piense en el coronel Hancock: algunos granjeros de Infratinieblas están descontentos con las cartas que les han tocado, así que lo llaman a él y a su batallón. Los estúpidos granjeros no saben retirarse a tiempo y muchos acaban muriendo. Hancock hizo lo que le ordenaron y mire de qué le ha servido. Estar al mando en esta bola de barro. Cuando le ordenaron presentarse ante el consejo de guerra, tendría que haber ido a Infratinieblas con su batallón y darles una lección a esos ricachones que se hacen llamar Parlamento para que volvieran a sus malditas cloacas. Seguro que los medios de comunicación lo habrían encumbrado como mesías de los granjeros en vez de tacharlo de asesino.

Kris no podía decir que le sorprendiera esa afirmación. En el Scriptorum siempre había habido gente de derechas dispuesta a levantarse en armas.

—Lo que le hace falta a la gente son armas y un objetivo claro para librarse de esos ricachones desalmados y de sus políticas chapuceras. —Los veteranos de Bastión habían dicho exactamente lo mismo. ¿Por qué le daba escalofríos a Kris escuchar esas palabras en boca de un oficial?

Sería porque se suponía que aquella gente debía defender a la civilización del peligro de la guerra, no provocar conflictos. Aunque la duda que se planteaba Kris era si ese hombre iba en serio o si había dicho todo aquello por culpa del whisky. Quizá estaba asqueado por que su batallón estuviera hasta el cuello de barro cumpliendo una misión de paz, o quizá pretendía derrocar al Gobierno de Olimpia. Kris reprimió una sonrisa; le iba a costar encontrar un Gobierno al que derrocar. El establo de exposiciones donde se celebraba la subasta semanal de ganado y las asambleas legislativas trianuales se había derrumbado hacía meses.

Si ese tipo iba en serio, no era problema de la alférez Longknife, sino que tendría que hacerle frente el coronel Hancock. No era responsabilidad de Kris que se le hubiera calentado la boca por haber bebido de más.

A lo largo de su vida, Kris había tenido que enfrentarse a las armas de unos secuestradores y a bandas nómadas hambrientas y armadas hasta los dientes. Ya había demostrado que tenía estómago para enfrentarse a una pelea de verdad. Esa clase de charlas de club de oficiales le resultaba bastante insulsa.

—Si me disculpan, la naturaleza me llama —dijo mientras se deshacía del grupo para dirigirse al aseo de mujeres.

Al entrar en el baño, Kris se dio cuenta de que sus pantalones estaban tan almidonados que iban a terminar más arrugados que un acordeón y le asaltó la duda de si habría alguna unidad de las Tierras Altas en Bastión. Un traslado no estaría mal, aunque esa gente tenía que cargar con pesadas ametralladoras en los combates, mientras que en la Marina habían sido lo suficientemente listos como para acarrear siempre una litera y algo de comida. Kris se refrescó la cara, le pidió a Nelly que dejase de grabar y se preparó para volver a la muchedumbre. La mayor Massingo y el capitán Rutherford la estaban esperando.

—Ese hombre es algo fanfarrón —le aseguró la mayor—. Ha hecho usted bien en no dejarse provocar.

Kris resopló.

—Ya dudaba de que llevase un micrófono para grabarme. Hace tiempo que aprendí que hay que tener cuidado con lo que se dice.

—No ha tenido que ser fácil ser la hija del presidente —señaló Emma.

—Poca gente se da cuenta de lo duro que es —asintió Kris—. ¿Podré evitar a don fanfarrón lo que queda de noche?

—No creo que haya problema —le aseguró la mayor.

—Tenemos un equipo de competición de esquifes, uno de los mejores de LornaDo. El entrenador y los remeros tienen muchas ganas de conocerte —dijo Emma.

—¡Pues hablemos de carreras de esquifes! —Así pudieron pasar el rato hasta que los llamaron a cenar. El anuncio para entrar en el salón fue de lo más extraño: uno de los camareros le dijo algo al oído a la mayor Massingo; esta se levantó, se ajustó el vestido y se dirigió hacia la puerta.

—Sargento gaitero, toque algo para llamar a cenar.

Un sargento vestido de ceremonia se presentó en la puerta y dio un par de saltitos que, al parecer, daban los soldados de las Tierras Altas cuando se detenían.

—Señora —gritó el soldado y, después de un elocuente silencio, prosiguió—: gaitas y tambor, ¡marcha de cena!

Entonces, el sargento empezó a avanzar seguido de dos gaiteros y un tamborilero. El sonido de las gaitas llegó al puerto espacial. Al otro extremo del salón de oficiales, algún tímpano se resintió. Kris y Nelly estuvieron a punto de comprobar la integridad del edificio, pero prefirieron quedarse mirando la cara de Tommy.

Tenía la boca abierta y los ojos como platos.

—Te lo mereces, mentiroso —gesticuló Kris. Podría habérselo gritado, pero nadie habría podido oírla. Sin embargo, no pudo deleitarse con el asombro de Tommy demasiado rato. Los oficiales se habían puesto en marcha, alguno que otro sin mucho equilibrio, y estaban desfilando detrás de los músicos. La mayor Massingo se puso al frente presidiendo el grupo, mientras los coroneles la seguían justo detrás. El teniente comandante Owing y los mayores iban después, luego los comandantes de la compañía del batallón y a continuación los capitanes. Kris imaginó que Tommy y ella, que solo eran alféreces novatos, cerrarían la comitiva, pero Emma agarró a Kris por el codo con delicadeza y la llevó con los comandantes de la compañía y los primeros tenientes. Tommy se quedó con los líderes de sección.

Y así llegaron al comedor, que resplandecía con la mantelería y la cristalería, la vajilla y la cubertería de plata. Kris se quedó estupefacta con el olor a carne asada, pero el creciente volumen de las gaitas la devolvió a la vida. En las paredes había diversas banderas de combate; la de la Sociedad estaba desplegada con orgullo detrás de la presidencia de la mesa, junto a la de LornaDo. También estaban expuestas algunas que el batallón había llevado o capturado en otras batallas.

La bandera roja y negra de la Unidad no podía faltar, además de otras insignias planetarias que debieron de conseguir hacía noventa años, en las épocas más convulsas, antes de que la Unidad impusiera su brutal mando en el sector exterior, en planetas que fueron derrotados brutalmente antes de que la Sociedad de la Humanidad se hiciera con todo el poder. ¿La transferencia de poderes suponía volver a aquella época en la que los planetas peleaban con sus vecinos por el comercio, los recursos y las indemnizaciones? En realidad, todo se reducía a la extorsión que los poderosos ejercían sobre los débiles. Las banderas de guerra del batallón eran un recuerdo visual de la historia galáctica de la humanidad, aunque no precisamente de los episodios más honrosos. Qué pena que en las paredes del Scriptorum no hubiese nada parecido. Eso sí que sería una buena lección para los estudiantes.

Kris se sentó donde le indicó Emma. El capellán bendijo la mesa y agradeció con orgullo las batallas que habían ganado. A continuación, el presidente de la mesa propuso un brindis por los ausentes, que sonó más bien a oración. Cuando los gaiteros se marcharon, el servicio les sirvió la sopa.

—Tengo entendido que ha vivido bastantes emociones por aquí —le dijo un capitán a Kris, que informó a todos los que la escuchaban acerca de la situación local y de sus acciones sobre el terreno.

—Entonces, el conflicto ha terminado —resumió otro capitán.

—Algunas granjas siguen sin vaciar el agua que anega sus fosas sépticas. Es fácil distinguirlas: tienen más barracones que gente pidiendo comida. En otras pasa justo lo contrario: las colas de gente hambrienta son interminables, y no tenemos ni idea de dónde los tienen alojados.

—¿Cómo cree que terminará todo esto? —preguntó otro capitán.

—Solo puedo hacer suposiciones, al igual que usted, pero me alegro de que no sea responsabilidad mía. Si me permiten el consejo, es mejor que no les asignen esa tarea. Hay asuntos muy complicados que no se pueden resolver con un rifle.

Unas cuantas personas asintieron.

—No me sorprende nada —añadió Emma—, si tenemos en cuenta el valor estratégico de este lugar. Desde aquí se puede llegar a casi cincuenta sistemas; la mayor parte del espacio humano está a menos de tres saltos de distancia.

—Eso leí cuando me puse al día con los datos de este sitio. Tiene un enorme potencial comercial.

—O militar —apostilló un capitán.

—El valor militar está bien, pero solo te sirve cuando estás en guerra —contrapuso Kris.

—No ha leído los periódicos últimamente, ¿eh? —dijo el capitán.

—Cuando estás hasta arriba de lluvia y gente hambrienta, no tienes demasiado tiempo libre —respondió Kris.

—Quizá deberías ponerte al día con las noticias cuando regreses —sugirió Emma.

—¿Qué está sucediendo?

—Hay mucha gente descontenta en la Sociedad —dijo un capitán.

—Y la cosa está cada vez peor —añadió otro.

—¿Te acuerdas de esa niña a la que rescataste? —preguntó Emma, y Kris asintió—. No pasa ni un solo día sin que salgan en las noticias ella o quienes la secuestraron.

—Pensé que el asunto se olvidaría con el tiempo.

—En absoluto —le aseguró Emma.

—Habrá alguien interesado en que no se olvide. —Los demás se encogieron de hombros ante el comentario de Kris.

Las gaitas volvieron a la carga para escoltar el pescado hasta la mesa. Cuando la música dio paso al murmullo de las conversaciones, Emma prosiguió:

—Algunos planetas han establecido restricciones de acceso. Quienes hayan nacido en la Tierra o en las Siete Hermanas tienen que pedir un visado para poder entrar. Sin visado, no hay forma de pasar. Algunos empresarios de la Tierra se han quejado de que es una forma de restringir el comercio y aseguran que perjudica sus negocios.

—Déjame adivinar —interrumpió Kris—. Los empresarios serios piden su visado con antelación, pero los que siguen creyendo en el clásico «una raza, una galaxia» prefieren salir en los medios.

—Eso es —dijo un capitán sonriendo—. Siempre he dicho que los Longknife tenían dos dedos de frente.

Kris respondió al halago con una sonrisa de oreja a oreja.

—Algunos planetas se han llevado sus naves a casa —dijo Emma—, han pintado las banderas y han dicho que su flota no se somete a las órdenes de la sociedad. La Tierra ha pedido que devuelvan esas naves o que paguen por ellas.

—Muchas naves se han construido en los planetas de sus respectivas tripulaciones —explicó Kris—. Bastión cuenta con varios escuadrones por los que pagamos en su momento, ¿se las hemos robado al mando de la Tierra?

—No, tu padre ha sabido lidiar con el asunto hasta ahora, pero tienes razón. Los planetas que se han llevado las naves afirman que no le deben nada a nadie. Las construyeron porque la Tierra no podía abarcar todo el sector exterior. Según la Tierra, las naves eran un regalo para que se evitasen más impuestos y no tener que pedir dinero. —Así volvieron al tema de los impuestos por el que Kris se había marchado a la playa y por el que la Tifón estaba fuera de servicio. En la universidad, Kris se sorprendió mucho al saber que se recaudaban prácticamente los mismos impuestos en la Tierra y en Bastión: aproximadamente, el treinta por ciento de media. Sin embargo, la Tierra destinaba gran parte de esa recaudación a políticas sociales, sobre todo donde hacía falta más presencia policial. Por su parte, Bastión destinaba muchos más fondos a la investigación y a las naves militares, que se utilizaban sobre todo en mundos recién creados, donde se invertía gran parte del capital de Bastión.

Ochenta años después, la Tierra y el sector exterior tenían opiniones e ideas muy diferentes acerca de qué era lo importante. La duda era si los abuelos de Kris encontrarían suficientes puntos en común como para seguir adelante sin que nada explotara por los aires. Los oficiales de la mesa tenían opiniones muy diversas, pero Kris se guardó la suya.

En algún momento de la conversación, un gaitero empezó a tocar. Algunos de los oficiales más jóvenes cogieron las espadas
claymore
de la pared y comenzaron a bailar con ellas. Tommy se levantó de su sitio al ver que una chica que bailaba se acercaba demasiado, pero algunos le gritaron que se uniera al baile. Kris sospechó que la bailarina tenía interés en llamar la atención de Tommy. Aquella subteniente se movió con mucha delicadeza y esbozó una sonrisa especialmente amplia cuando miró a Tommy.

Emma se acercó al oído de Kris:

—Parece que tu alférez acaba de hacer una amiga.

Kris se encogió de hombros.

—Muchos de mis amigos tienen amigas —aseveró.
La historia de mi vida.

El anuncio de que se iba a servir la carne interrumpió el baile. Aquel manjar merecía todos los honores. El sargento, los gaiteros y el tamborilero abrieron camino a las dos personas de servicio que traían al animal asado ensartado en una pica. Todo el salón rompió a aplaudir cuando se cortó el primer trozo y se le ofreció a la presidenta de la mesa. Ella se lo ofreció a su vez al coronel de las Tierras Altas, que se lo pasó a su invitado de la Marina. Hancock aceptó el plato, cortó un trozo grande y, sin cambiar el tenedor de mano, probó la carne. Cuando confirmó que estaba en su punto, los sirvientes empezaron a cortar y a repartir platos al resto de la mesa.

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