Rebelde (41 page)

Read Rebelde Online

Authors: Mike Shepherd

—El padre del sargento mayor Rutherford fue de los pocos soldados de las Tierras Altas que logró salir de aquella montaña por su propio pie, así que tiene una opinión muy interesante sobre la manera en que el batallón logró ganar esa particular guerra de honor —dicho lo cual, el coronel se volvió hacia la ventana y se quedó dormido a pesar de los baches del camino.

Kris cayó apenas diez segundos después.

17

Kris no podía escuchar el sonido de las naves que aterrizaban por culpa del repiqueteo de la lluvia y el viento sobre los laterales del vehículo. No apartó los ojos del horizonte; tarde o temprano terminarían escapando de la bruma y las nubes bajas. La previsión del tiempo para aquel día era de lluvias y altas temperaturas; como de costumbre, la lluvia había hecho acto de presencia, pero no había ni rastro del calor. Kris llevaba un jersey y unos pantalones color caqui.

A pesar del requerimiento del mando de Bastión que había destinado a Kris a esta operación, había traído dos pantalones color caqui y unos de vestir blancos. Al volver del viaje por el río, el coronel Hancock le ordenó que no se los cambiara durante el resto de su estancia en Olimpia.

—Probablemente se verá involucrada en menos problemas si no se viste para recibirlos. —Quizá estuviera en lo cierto, dado que en las últimas treinta horas no había hecho nada que el coronel no aprobase y apenas se había encontrado con ningún inconveniente.

Por supuesto, el coronel no había salido de la base. Por su parte, Kris debía quedarse allí o, mejor dicho, estaba sancionada y tenía que quedarse. Cuando sus padres la castigaban, eso no significaba que pudiera librarse del fútbol, el
ballet
o cualquier cosa que les viniera bien a ellos, simplemente no podía hacer lo que a ella le gustaba. Lo mismo sucedía con el coronel Hancock: le permitieron gestionar el almacén; de hecho, todos esperaban que lo pusiera en orden para que se quedara a disposición de los soldados de las Tierras Altas. Tommy siguió encargándose del centro de vehículos. Él también estaba rematando los asuntos pendientes. Ninguno de los dos podía salir del almacén o de la base, y el coronel quiso asegurarse de que no lo hacían, así que se paseaba por allí en los momentos más inesperados. Unas cinco o seis veces al día.

Parecía fiarse menos de Kris que sus padres cuando tenía dieciséis años, aunque el coronel tenía mejores motivos para ello. La primera vez que Kris pudo salir de su estrecho cerco fue cuando tuvo que acompañar a los autobuses y furgonetas alquiladas. Kris le preguntó a Tommy si quería conocer al batallón de las Tierras Altas y este no se lo pensó dos veces. También se lo ofreció al coronel.

—¿Quiénes van de copilotos? —preguntó sin levantar la vista de los informes de su mesa.

—Un par de fusileros contratados en las cocinas. —Toda la Marina independiente estaba haciendo aquel día tareas de reparto de comida.

—¿Piensa usted comenzar una guerra o cualquier otra cosa que me dé más trabajo?

—No, señor, desde luego que no. Tan solo tareas de alférez novata, nada de ejercer de alférez Longknife —contestó burlonamente.

—Márchese —masculló el coronel, pero luego se lo pensó mejor—. No olvide dejar un reguero de miguitas, quiero que esté aquí para la cena.

—Sí, señor —obedeció Kris haciendo el saludo militar. La respuesta del coronel con un saludo podía considerarse todo un mérito militar.

Ambas naves aparecieron entre las nubes bajas casi a la vez. Kris negó con la cabeza. Esa gente era un caso; las dos naves pretendían aterrizar la una al lado de la otra. Era un suicidio con la cantidad de baches que había en lo que Olimpia denominaba pista de servicio.

Al parecer, el piloto de la segunda nave echó un vistazo a la pista y llegó a la misma conclusión. Dio un acelerón y subió hacia las nubes para intentarlo de nuevo. La otra nave tuvo que irse bastante lejos para evitar los peores baches y logró aterrizar con relativa suavidad. Estaba aparcando en la primera plaza cuando la segunda nave tomó tierra. Como Kris no tenía ninguna intención de mojarse, esperó en el autobús para ver qué sucedía. Cuando la segunda nave paró los motores, ambas abrieron las escotillas de carga de popa.

De ellas salieron dos hombres con falda escocesa y unos altos sombreros de pelo. A continuación, se escucharon unos sonidos extrañísimos.

—¿Qué hacen esas mujeres a esos pobres gatos? —preguntó Tommy por la red.

—Vigila a quién llamas mujer —respondió el coronel, que al parecer estaba supervisando las comunicaciones.

—El ruido al que te refieres lo producen las gaitas —le explicó Kris.

—Ya decía yo que la gente de Santa María erais celtas de pega —dijo Hancock—. ¿De verdad no sabes lo que es una gaita?

—Sobrevivimos a los años de hambruna —respondió Tommy con el acento más irlandés que Kris le había oído— y les damos las gracias a Jesús, María y José todos los días por ello.

—Y yo que pensaba en sacarlo del planeta porque está usted demasiado unido a esa Longknife... Alférez Lien, no creo que sobreviva a esta noche.

—¿Debo tener miedo a unos tipos con falda?

—Las Damas del Infierno. —Kris había leído algo de su historia—. Tommy, camarada, tienes dos opciones: o vuelves andando a la base... —En ese momento la lluvia empezó a caer con más fuerza—. O acercas los autobuses a la segunda nave. —Kris hizo una señal a su conductor y se puso en marcha—. Yo voy a llevar mis tres autobuses a la primera. No se preocupe, coronel, lo haremos con delicadeza.

—No sé por qué tengo mis dudas sobre el concepto de delicadeza de una Longknife —respondió el coronel con un fingido acento irlandés—. Corto y cierro.

Kris ignoró ese último comentario y su conductor llevó los otros dos autobuses a la pista, justo detrás de la primera nave.

Los soldados salieron de ambas naves con los rifles sobre los hombros. Gracias a la música de las gaitas, sus pasos se sincronizaron enseguida y se colocaron en formación bajo la atenta mirada de sus sargentos. Las faldas eran de color rojo principalmente, con unos toques verdes, negros y blancos. Llevaban un gorro de la misma tela escocesa y una chaqueta de piel que, con la lluvia, se había vuelto de color marrón oscuro. Sin embargo, para aquellos sargentos y soldados las condiciones atmosféricas eran las de cualquier día suave de verano en sus cuarteles temporales. Iban con la cabeza bien alta y caminaban con total seguridad. Estaban desfilando y les daban igual el frío y el viento.

Los oficiales descendieron por la escotilla delantera de la primera nave. También iban vestidos de forma elegante a pesar de la lluvia. Kris se quitó el poncho y abrió la puerta. Una ráfaga de viento le caló los pantalones, pero se acercó rápidamente a la veloz sección de mando. Una mujer alta y delgada vestida con el traje tradicional de Escocia salió a su paso para saludarla.

—Soy la alférez Longknife, su contacto de coordinación con la base de Puerto Atenas.

—Yo soy la mayor Massingo, ayudante del batallón —respondió la mujer, devolviendo el saludo. La mayor se encargó de presentar a Kris al coronel Halverson, el comandante del batallón. Kris ya había investigado y sabía que Halverson llevaba seis meses menos que Hancock en el puesto, así que no había problema. Halverson parecía alegrarse de estar allí, aunque a Kris le dio la impresión de que aquel hombre podría sentirse bien en cualquier lugar.

—Mayor, las tropas deberían subirse a los autobuses que la alférez nos ha cedido tan amablemente. Cuando nos llegaron las órdenes hace unas semanas, pensé que tendríamos que ir andando hasta la ciudad con las armas y todo el equipo.

Kris actualizó el informe para el coronel mientras la mayor dio la orden al sargento mayor del regimiento, que la comunicó a gritos a los sargentos de la compañía. Era emocionante ver funcionar la cadena de mando, que seguramente no había cambiado demasiado desde los tiempos en los que el Gentil Príncipe Carlos aprendía tácticas de huida y evasión en las genuinas Tierras Altas escocesas.

—Supongo que necesitarán un comedor para oficiales —dijo Kris mientras las tropas marchaban en fila de a uno hacia los autobuses asignados. Hancock le había comentado a Kris que la organización de las comidas de su destacamento resultaría demasiado informal para los estándares de las Tierras Altas.

—Eso es, alférez —asintió el coronel—. Nunca mezclamos a los oficiales con otros rangos.

—He encontrado unas instalaciones a tan solo dos manzanas de la base —afirmó Kris.

—Perfecto. Se acerca el aniversario de una de las batallas que más nos llena de orgullo: la de la montaña Negra, en Sabana. El coronel Longknife consiguió hacerse con ese asentamiento.

—Precisamente tengo el honor de ser la bisnieta del coronel Longknife —confesó Kris.

—Entonces será un honor para nosotros que sea nuestra invitada en la cena, alférez.

Kris aceptó la invitación y decidió contarle algo más.

—También soy bisnieta del general Tordon —añadió.

—¡Vaya, vaya! Es usted familia de Peligro y Ray.

—Todo un honor —confirmó Kris.

—O una desgracia —respondió el coronel entre risas. Kris se preguntó entonces si él y su coronel se habrían conocido antes. Cuando las tropas llegaron a la base, Kris acompañó a Halverson al despacho de Hancock y ambos dejaron claro que tenían una conversación pendiente poco apropiada para los delicados oídos de una alférez, así que Kris regresó a su despacho en el almacén.

Se encontró con Jeb y Sam Anderson en la puerta.

—Longknife, ¿se podrían sumar un par de capataces más a la plantilla? Las noches se me empiezan a hacer interminables.

—Sam, ¿quieres trabajar para mí?

—Resulta algo complicado criar vacas en un rancho inundado. La gente de aquí nos ha facilitado un lugar donde quedarnos, pero tenemos que trabajar igualmente, aunque la comida sea gratis.

—No se paga demasiado bien, solo un dólar de Bastión al mes.

—Menos es nada. Después de aquel milagro, creo que te lo debemos.

—No fue ningún milagro —repuso Kris—. Os esforzasteis tanto como nosotros para escalar ese precipicio.

—No me refiero al ascenso, sino a que supieras que estábamos en peligro. El sistema de radio por el que pedimos auxilio nos servía para comunicarnos de un lado al otro del cañón, pero nunca habíamos podido hablar con nadie que estuviera a más de veinte o treinta kilómetros por culpa del acantilado. Teníamos un repetidor de señal en lo alto del cañón y una línea de teléfono al pie, pero ambas desaparecieron hace seis o siete meses.

—¿Y no sería gracias a los satélites? —preguntó Kris. El primer ministro siempre decía que la gente más vaga atribuía milagros a cualquier cosa que se pudiera explicar perfectamente con un poquito de lógica.

—Estábamos a demasiada poca altura. Cuando teníamos el repetidor, no había ningún problema, pero al perderlo también desaparecimos nosotros. No te puedes imaginar lo sorprendidos que nos quedamos cuando respondiste a nuestra petición de auxilio.

La que estaba sorprendida era Kris. Contrató a Sam y a uno de sus capataces para ayudar a Jeb a vigilar el almacén. Otros hombres de Sam también se ofrecieron para trabajar y algunos se unieron al equipo de construcción de carreteras para echar una mano a la sección de ingeniería de las Tierras Altas en la mejora de las condiciones de la pista, el arreglo urgente de los puentes para los convoyes de suministros y, en general, la restauración de las infraestructuras del planeta. Ester y Jeb vieron posibilidades de desarrollo para la fundación Ruth Edris para los granjeros desplazados. Kris tendría que presentar la fundación de forma oficial antes de marcharse de Olimpia.

Kris se sentó a la mesa de su nuevo despacho, al otro lado del edificio quemado donde estaba su anterior puesto. Tenía muchas cosas pendientes. Spens se había reincorporado al trabajo y estaban comprobando las cuentas para cumplir con la legalidad. Había mucho que hacer todavía.

Sin embargo, ¿por qué no podía dejar de dar vueltas a la señal de radio que había rebotado unas cuantas veces? No había duda de que las condiciones atmosféricas de ese planeta eran bastante extrañas, jamás se habría podido enviar ningún mensaje directo. Probablemente, nadie había estado nunca tan desesperado como aquella gente ni había insistido tanto. Muy bien, un milagro sumado a un gran esfuerzo y a la influencia volcánica sobre la región E, F o dondequiera que rebotase la señal de radio. Era fácil de explicar.

—Nelly, ¿cuándo salió de la órbita la nave de Peterwald? —Quizá debía omitir la primera pregunta que la tía Tru hubiera formulado en una situación así.

—La Barbarroja salió de la órbita el jueves a las 11.37 de la mañana, hora local.

—Y ¿cuándo interceptaste el mensaje del rancho Anderson?

—El jueves a las 9.42 de la mañana, hora local. —Muy bien, la tía Tru haría una segunda pregunta.

—¿A qué hora activaste por primera vez la nave de metal líquido?

—El jueves a las 10.12, hora local.

Kris se mordió el labio nerviosa. La tía Tru haría una pregunta más.

—Nelly, ¿la Barbarroja tuvo en algún momento el cañón en su campo visual?

—La nave Barbarroja describía una extraña órbita elíptica que posibilitaba un cien por cien de posibilidades de que tuviera el fondo del cañón Little Willie en su campo visual en tres de sus trayectorias, y algo más de un cincuenta por ciento en otras cuatro.

No tenía sentido andarse con sutilezas con su propio ordenador.

—Nelly, ¿estaba el cañón en el campo de visión de la Barbarroja cuando recibimos el mensaje de Anderson?

—Sí.

Así que esa era la razón. El milagro podía ser que alguien de la nave de Peterwald, quizá Hank, la hubiera enviado a ese río mortal en una barcaza con un agujero potencial. Pero, aunque Hank hubiera tenido posibilidades de matarla, no significaba que quisiera hacerlo. Aquella primera cita no podía haber ido tan mal. Kris no fue capaz de reírse de su propio chiste. No tenía ningún sentido. ¿Por qué iban a querer matarla Hank Peterwald o su padre?

Solo había una cosa clara: sus padres jamás se plantearían esa cuestión.

—Nelly, busca en la red casos similares de averías en naves de metal líquido.

—Ya había hecho la búsqueda. No hay casos de averías similares en ninguna de las 53.412 barcazas fabricadas hasta la fecha. Tampoco hay informes de fallos en naves espaciales, ni durante la fabricación ni en las operaciones.

Other books

The House at Midnight by Lucie Whitehouse
Steel Lust by Kingston, Jayne
Highway To Hell by Alex Laybourne
Second Nature by Jacquelyn Mitchard
Julia London 4 Book Bundle by The Rogues of Regent Street
Tackling Her Heart by Alexandra O'Hurley
Infected by Sophie Littlefield