Read Refugio del viento Online

Authors: George R. R. Martin & Lisa Tuttle

Tags: #Ciencia ficción, Fantasía

Refugio del viento (4 page)

—No —dijo en un susurro—. Las alas no son tuyas, no puedes compartirlas.

—Tradición —murmuró, desesperado. Maris habría jurado que también él se sentía avergonzado. Quería ayudarla, no empeorar las cosas—. Podríamos intentarlo. Las alas serían mías, pero tú las utilizarías…

—Oh, Dorrel, no. El Señor de la Tierra, tu Señor de la Tierra, nunca lo permitiría. Es más que una tradición, es una ley. Te quitarían las alas y se las darían a alguien más respetuoso, como hicieron con Lind el contrabandista. Además, aunque huyéramos a un lugar sin ley o sin Señores de la Tierra, a un sitio donde estuviéramos solos… ¿Cuánto tiempo soportarías compartir las alas, conmigo o con nadie? ¿No lo ves? Llegaríamos a odiarnos el uno al otro. No soy una niña que pueda practicar mientras tú descansas. No podría vivir así, volando por caridad, sabiendo que las alas nunca serían mías. Y tú acabarías cansándote de ver cómo te miraba… Al final… Oh…

Se interrumpió, inclinando la cabeza.

Dorrel guardó silencio un instante.

—Lo siento, Maris —dijo—. Quería hacer algo para ayudarte. Me resulta insoportable saber lo que va a sucederte. Quería darte algo, no puedo ni pensar que vas a convertirte en…

Ella le tomó la mano otra vez y se la apretó.

—Sí, sí. Shh.

—Sabes que te quiero. ¿Verdad, Maris?

—Sí, sí. Y yo también te quiero, Dorrel. Pero… Nunca me casaré con un alado. Ahora, no. No podría. Le mataría para quedarme con sus alas.

Le miró, intentando mitigar las cruda verdad que encerraban sus palabras. No lo consiguió.

Se abrazaron el uno al otro, al borde del acantilado, ya cerca el momento de la partida. Con la presión de sus cuerpos, intentaron decirse todo lo que hubieran querido formular. Luego se separaron y se miraron a través de las lágrimas.

Maris empezó a desplegar las alas, temblorosa. De pronto, volvía a tener frío. Dorrel intentó ayudarla, pero los dedos de ambos se enredaron. Los dos se rieron de su propia torpeza. Maris dejó que le desplegara las alas. Cuando ya tenía una completamente extendida y casi la otra, recordó repentinamente a Cuervo, e hizo señal a Dorrel de que se apartara. Asombrado, el joven la contempló. Maris levantó el ala como una experta en el aire, y desplegó la última juntura con un golpe limpio y seco. Ya estaba preparada para partir.

—Vuela bien —dijo por fin Dorrel.

Maris abrió la boca y luego la cerró, asintiendo como una tonta.

—Tú también —consiguió decir—. Cuídate, hasta…

Pero no pudo añadir la última mentira, y tampoco logró decirle adiós. Dio la vuelta, se alejó de él corriendo, y se lanzó desde el
Nido de Águilas
, transportada por los vientos de la noche hacia un cielo oscuro y frío.

Fue un vuelo largo y solitario, sobre un mar donde se reflejaban las estrellas y nada se movía. Los vientos del Este eran constantes y obligaban a Maris a virar muy a menudo, perdiendo tiempo y velocidad. Para cuando vio la luz del torreón de
Amberlis Menor
, la isla que era su hogar, ya había pasado la medianoche.

Había otra luz más abajo, en la playa de aterrizaje. La vio mientras descendía con suave facilidad, y pensó que serían los encargados del refugio. Pero su servicio había terminado hacía varias horas: pocos alados volaban tan tarde. Con un nudo en la garganta y la sorpresa reflejada en el rostro, tomó tierra bruscamente, sin ninguna elegancia…

Maris consiguió ponerse en pie con dificultad y empezó a desatarse las correas de las alas. No era ninguna novata, no debería haberse dejado distraer en el momento del aterrizaje. La luz avanzó hacia ella.

—Así que has decidido volver —dijo la voz, dura y furiosa.

Era Russ, su padre —en realidad, su padrastro— el que se acercaba a ella con la lámpara en la mano sana. El brazo derecho le colgaba a lo largo del cuerpo, inerte e inútil.

—Pasé primero por el
Nido de Águilas
—dijo Maris a la defensiva—. No estabas preocupado.

—Se suponía que volaría Coll, no tú.

Los rasgos del alado estaban rígidos.

—Estaba en la cama —dijo Maris—. Es muy lento, sabía que se le escaparían los mejores vientos de la tormenta. No habría captado nada, excepto la lluvia, habría tardado una eternidad en llegar. Si llegaba. Todavía no se le da bien volar con lluvia.

—Pues tendrá que aprender. El chico tiene que cometer errores ahora. Has sido su maestra, pero pronto las alas serán para él. Coll es el alado, no tú.

Maris se tambaleó como si la hubieran golpeado. Éste era el hombre que la había enseñado a volar, el que tan orgulloso estaba de ella y de cómo sabía instintivamente qué hacer. Las alas serían para ella, Russ se lo había dicho más de una vez, aunque por las venas de la muchacha no corriera su sangre. Su esposa y él la habían adoptado cuando pareció que jamás tendrían un hijo propio que heredase las alas. Luego Russ sufrió el accidente, perdió el cielo, y era importante encontrar un alado que le sustituyera. Si no era alguien de su sangre, entonces una persona a la que quisiera. Su esposa se negó a aprender. Llevaba treinta y cinco años de vida atada a la tierra, y no tenía la menor intención de saltar de ningún risco, con alas o sin ellas. Además, era demasiado tarde. Los alados tenían que aprender desde muy jóvenes. Así que Russ adiestró a Maris, la adoptó y llegó a quererla. A Maris, la hija del pescador, la que prefería contemplar el risco de los alados a jugar con los demás niños.

Y entonces, contra toda probabilidad, nació Coll. Su madre murió tras el largo y difícil parto. Maris, que por entonces era una chiquilla, recordaba una noche oscura llena de gente que corría, y luego a su padrastro llorando a solas en un rincón. Pero Coll vivió. Maris se vio convertida de repente en una niña madre, cuidó de él y le quiso. Al principio no se esperaba que el bebé sobreviviese. Maris se alegró cuando lo logró. Y, durante tres años, le quiso como a un hermano y como a un hijo, mientras ella practicaba con las alas bajo la mirada atenta de su padre.

Hasta la noche en que ese mismo padre le dijo que Coll, el bebé Coll, se quedaría con las alas de Maris.

—Soy mejor alada de lo que nunca será él —dijo Maris ahora, en la playa, con voz temblorosa.

—No lo discuto. Pero no importa. Coll lleva mi propia sangre.

—¡No es justo! —gritó, dejando escapar la protesta que albergaba en su interior desde el día en que llegó a la edad.

Para entonces, Coll ya era un niño fuerte y sano. Demasiado pequeño todavía para llevar alas, pero serían para él el día que llegara a la edad. Maris no tenía derecho a ellas. Ésa era la ley de los alados que se venía observando durante generaciones, que se remontaba a los tiempos de los navegantes de las estrellas, los legendarios forjadores de las alas. El primogénito de cada familia de alados heredaba las alas de su progenitor. La habilidad no contaba para nada. Era una ley de herencia, y Maris provenía de una familia de pescadores que no tenían nada que dejarle a excepción de los restos de un bote de madera.

—Justo o no, es la ley. Maris. Hace mucho que lo sabes, aunque hayas preferido ignorarlo. Durante años, has jugado a ser una alada. Y te he dejado porque te quería y porque Coll necesitaba un maestro, un buen maestro. Esta isla es demasiado grande para depender sólo de dos alados. Pero siempre supiste que llegaría este día.

Podría decirlo más amablemente, pensó Maris, furiosa. Russ debía saber lo que significaba perder el cielo.

—Ahora, ven conmigo —dijo el hombre—. No volverás a volar. Las alas seguían completamente extendidas, sólo le había dado tiempo a desatar una correa.

Huiré —dijo con rabia—. No volverás a verme. Iré a alguna isla donde no tengan alados. Se alegrarán de que me quede en ella, y no les importará cómo conseguí las alas.

No —negó su padre con voz triste—. Los otros alados evitarían esa isla, como hicieron después de que el loco Señor de Kennehut ejecutara al
Alado Que Traía Malas Noticias
. No importa donde vayas, te quitarían las alas robadas. Ningún Señor de la Tierra correría el riesgo.

¡Entonces, las romperé! —gritó Maris, al borde de la histeria—. ¡Y Coll no volverá a volar, igual que… que…!

El cristal se estrelló contra la piedra cuando su padre dejó caer la lámpara de aceite, y la luz se apagó. Maris sintió la presión de sus manos.

—No podrías hacerlo aunque quisieras. Y no le harías eso a Coll. Pero dame las alas.

—No pienso…

—No sé lo que piensas. Pensé que esta mañana querías suicidarte, que habías salido para morir en la tormenta. Sé cómo te sientes, Maris. Por eso tenía tanto miedo, por eso estaba tan enfadado. No le eches la culpa a Coll.

—No le culpo. Y no me interpondría entre las alas y él… Pero yo quiero volar, lo necesito… Padre, por favor…

Las lágrimas empezaron a correrle por las mejillas y se acercó a él, en busca de consuelo.

—Lo entiendo, Maris —dijo. No podía rodearla con el brazo sano, las alas lo impedían—. Pero no puedo hacer nada. Las cosas son así. Tendrás que aprender a vivir sin las alas, como he hecho yo. Al menos, las has tenido por un tiempo. Sabes lo que es volar.

—¡Eso no basta! —gritó ella llorosa, testaruda—. Pensaba que sí cuando era una niña y ni siquiera te conocía, cuando no era nada y tú eras el mejor alado de Amberly. Os miraba a ti y a los otros desde el risco, y solía pensar que, si tuviera alas, aunque sólo fuera por un momento, sería suficiente. Pero no lo es, no lo es. No puedo prescindir de ellas.

El rostro de su padre ya no era severo. Le rozó la mejilla cariñosamente, secándole las lágrimas.

—Quizá tienes razón —dijo con voz lenta, grave—. Quizá no hice bien. Pensé que si te dejaba volar un poco, durante un tiempo, sería mejor que nada, un hermoso regalo. Pero no lo ha sido, ¿verdad? Ahora nunca serás feliz. Has volado, nunca podrás ser una atada a la tierra más.

Se detuvo bruscamente, y Maris comprendió que hablaba de sí mismo tanto como de ella.

La ayudó a desatarse y a plegar las alas, y caminaron juntos hacia casa.

La casa era una sencilla estructura de madera, rodeada de árboles y terrenos. Por la parte de atrás corría un arroyuelo. Los alados vivían bien. Russ le deseó buenas noches nada más cruzar la puerta y subió al piso superior, llevándose las alas. ¿Habría perdido de verdad la confianza en ella?, se preguntó Maris. ¿Qué he hecho? Y sintió que las lágrimas volvían a pugnar por salir.

Pero, en vez de echarse a llorar, se dirigió hacia la cocina. Encontró queso, carne fría y té, y llevó todo en una bandeja al comedor. En el centro de la mesa había un candelabro de barro en forma de recipiente. Lo encendió y comió mientras contemplaba danzar la llama.

Coll entró cuando estaba terminando, y se detuvo en la puerta, titubeante.

—Hola, Maris —dijo inseguro—. Me alegro de que hayas vuelto. Te estaba esperando.

Era alto para sus trece años, y tenía un cuerpo esbelto de líneas armoniosas, cabello rubio rojizo y los primeros atisbos de un bigote.

—Hola, Coll —le respondió Maris—. No te quedes ahí, siento haberme llevado las alas.

Se sentó.

—No me importa, ya lo sabes. Vuelas mejor que yo, y… bueno… ya sabes. ¿Se enfadó mucho padre?

Maris asintió.

Coll parecía triste y asustado.

—Ya sólo queda una semana, Maris. ¿Qué vamos a hacer?

El chico miraba directamente a la vela, no a ella.

Maris suspiró y le puso una mano consoladora en el brazo.

—Haremos lo que tenemos que hacer, Coll. No hay elección posible.

Lo habían discutido en otras ocasiones, conocía la agonía de su hermano tanto como la suya propia. Era su hermana, casi su madre, y el niño había compartido con ella su vergüenza y su secreto. Aquélla era la ironía definitiva.

El pequeño Coll la estaba mirando, como un niño a su madre. Aunque ahora sabía que estaba tan indefensa como él, todavía le quedaban esperanzas.

—¿Por qué no tenemos elección? No lo entiendo. Maris suspiró otra vez.

—Es la ley, Coll. No podemos ir contra la tradición, lo sabes. Todos tenemos unos deberes que cumplir. Si pudiéramos elegir, yo me quedaría con las alas, yo sería la alada. Y tú podrías convertirte en bardo. Los dos estaríamos orgullosos, sabríamos que somos los mejores en lo que hacemos. Atada a la tierra, la vida será muy dura. Quiero estas alas más que nada en el mundo. Yo las he tenido, no es justo que me las quiten, pero quizá… Quizá sí es justo y yo no sé verlo. Gente más sabia que nosotros ha decidido que las cosas deben ser como son. Y quizá, quizá, me estoy comportando como una chiquilla que quiere que las cosas se hagan a su modo.

Coll se humedeció los labios, nervioso.

—No.

Maris le miró interrogante.

El chico sacudió la cabeza, testarudo.

—No está bien, Maris, no es justo. No quiero volar, no quiero llevarme tus alas. Todo esto es una tontería. Te estoy haciendo daño, y no quiero, pero tampoco quiero hacer daño a padre. ¿Cómo podría decírselo? Soy su heredero y todo eso, se supone que tengo que tomar las alas. Me odiaría si no lo hago. Las canciones nunca hablan de alados que tienen miedo a volar, como yo. Los alados no tienen miedo. No valgo para ser un alado.

Las manos le temblaban visiblemente.

—No te preocupes, Col!. Todo se arreglará, de verdad. No hay nadie que no haya tenido miedo al principio. Yo también estaba asustada.

No tenía planeada la mentira. Simplemente, escogía las palabras necesarias para tranquilizarle.

—¡Pero no es justo! —sollozó el chico—. No quiero dejar de cantar, y si vuelo no podré cantar, no como Barrion, no como me gustaría. ¿Por qué tienen que obligarme? ¿Por qué no puedes ser tú la alada, como quieres, Maris? ¿Por qué?

Le miró. También ella estaba al borde de las lágrimas. No tenía respuesta, ni para Coll ni para ella misma.

—No lo sé —dijo con voz vacía—. No lo sé, pequeño. Pero así es como se han hecho siempre las cosas, y así es como deben ser.

Se miraron el uno al otro, los dos atrapados, encerrados por una ley más antigua que ellos y una tradición que no comprendían. Impotentes y doloridos, hablaron a la luz de la vela, repitiendo las mismas cosas una y otra vez hasta que, mucho más tarde, se fueron a la cama sin haber resuelto nada.

Pero una vez sola, en su lecho, el resentimiento volvió a inundar a Maris, junto con las sensaciones de pérdida y de vergüenza. Lloró hasta quedarse dormida y soñó con los tormentosos cielos color púrpura por los que nunca volaría.

Other books

Gambling on the Bodyguard by Sarah Ballance
Boadicea's Legacy by Traci E Hall
Perfect Shadow by Weeks, Brent
Settled Blood by Mari Hannah
Crucible by Gordon Rennie
Sticks & Stones by Abby Cooper
Another Eden by Patricia Gaffney
Salty Dog Talk by Bill Beavis
Afterthoughts by Lynn Tincher