Refugio del viento (8 page)

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Authors: George R. R. Martin & Lisa Tuttle

Tags: #Ciencia ficción, Fantasía

—¿Y de qué servirá que seas un bardo para evitarlo?

—¿Quién crees que hace las canciones? Los convertiré a todos en héroes.

Se sonrieron.

Barrion tomó los remos y dirigió el bote rápidamente hacia la orilla, hacia una pequeña cala oculta entre los árboles, no muy lejos de la casa de Corm.

—Espera aquí —dijo el bardo mientras saltaba de la pequeña embarcación. El agua le llegaba a las rodillas—. Voy a la torre. En cuanto veas salir a Corm, entra y coge las alas.

Maris asintió.

Durante casi una hora, aguardó sola en la cerrada oscuridad, contemplando los relámpagos en el este, a lo lejos. La tormenta estaría pronto sobre ella. Ya podía sentir el mordisco del viento. Por fin, sobre la colina más alta de Amberly Menor, la luz de la torre del Señor de la Tierra empezó a parpadear rápidamente. De alguna manera, Barrion había dado con la señal correcta, aunque Maris recordó repentinamente que se había olvidado de decírsela. El bardo sabía muchas más cosas de las que se creía. Quizá, después de todo, no fuera un mentiroso.

Pocos minutos después estaba tendida en la hierba, a pocos metros de la puerta de Corm, con la cabeza gacha, oculta entre las sombras y los árboles. La puerta se abrió y por ella salió el moreno alado, con las alas colgadas a la espalda. Llevaba ropas de abrigo, ropas para volar, pensó Maris. Corm caminaba rápidamente.

Cuando desapareció, fue tarea fácil encontrar una piedra de buen tamaño, dar la vuelta al edificio y romper una ventana. Por suerte, Corm no estaba casado, y vivía solo. Eso si aquella noche no estaba con ninguna joven. Pero habían vigilado cuidadosamente la casa, y no entró ni salió nadie excepto la mujer que hacía la limpieza durante el día.

Maris apartó los fragmentos de cristal, se apoyó en la cornisa y entró en la casa. Dentro, todo era oscuridad, pero los ojos se le acostumbraron rápidamente. Tenía que encontrar las alas, sus alas, antes de que Corm volviera. Pronto llegaría a la torre y descubriría que se trataba de una falsa alarma. Barrion no se quedaría allí para que le atrapara. Nada más cruzar la puerta principal, en el gancho donde él colgaba sus alas entre vuelo y vuelo, encontró las suyas. Las descolgó cuidadosa, cariñosamente, y pasó las manos por el frío metal para revisar los montantes. Por fin, pensó. Nunca volverán a quitármelas.

Las ató y echó a correr. Cruzó la puerta y se dirigió hacia el bosque, por un camino diferente al que había tomado Corm. Pronto volvería a casa y descubriría el robo. Maris tenía que llegar al risco de los alados.

Tardó media hora, y tuvo que esconderse dos veces entre los arbustos que flanqueaban la carretera para no encontrarse con otros viajeros nocturnos. Pero, cuando llegó al risco, había más gente —dos hombres del refugio de los alados— en la playa de aterrizaje, así que Maris tuvo que ocultarse tras las rocas y aguardar, mientras vigilaba la luz de las lámparas.

La postura era forzada, los músculos se le estaban agarrotando, y empezaba a temblar de frío cuando, sobre el mar, a lo lejos, vio otro par de alas plateadas que descendían a toda velocidad. El alado trazó un círculo bajo sobre la playa para atraer la atención de los hombres del refugio, y luego se posó suavemente. Maris reconoció a Anni de Culhall que, sin duda, traía algún mensaje. Aquélla era su oportunidad. Los hombres del refugio acompañarían a Anni hasta el Señor de la Tierra.

Cuando se marcharon con ella, Maris se puso en pie rápidamente y corrió por el camino rocoso que llevaba al risco de los alados. Era un trabajo lento y difícil desplegar sus propias alas, pero lo consiguió, a pesar de que las bisagras de la izquierda estaban demasiado nuevas y tuvo que sacudirlas cinco veces antes de que el último montante quedara en su sitio. Corm no se había molestado en cuidarlas, pensó con amargura.

Luego, olvidando aquello, olvidándolo todo, echó a correr y saltó al viento.

La fuerte corriente la golpeó casi como un puño, pero Maris giró con ella, maniobrando hasta encontrar un viento ascendente. Empezó a subir, ahora rápidamente, cada vez más arriba. Demasiado cerca, un relámpago brilló a sus espaldas, y Maris sintió un breve ramalazo de miedo. Pero luego se tranquilizó. Estaba volando de nuevo, y si caía abrasada, bueno, nadie la lloraría en Amberly Menor, excepto Coll, y no había mejor muerte que aquélla. Subió todavía más y, muy a su pesar, dejó escapar una carcajada de placer.

Y una voz le respondió:

—¡Vuelve!

Era un grito furioso. Sorprendida, perdió el sentido del cielo durante un momento, mientras miraba atrás, hacia arriba.

Un relámpago rasgó el cielo de Amberly Menor otra vez, y las alas que había sobre ella brillaron a su luz con un plateado resplandor de mediodía. Desde las nubes, Corm bajaba rápidamente hacia ella.

Y gritaba.

—¡Sabía que tenías que ser tú! —chillaba. Pero el viento se llevaba algunas palabras—.Tuve… Después… No volví a casa… Risco… Esperé… ¡Vuelve! ¡Te obligaré a bajar! ¡Atada a la tierra!

Eso fue lo último que oyó. Maris se rió de él.

—¡Inténtalo! —le gritó desafiante—. ¡Demuéstrame lo bien que vuelas, Corm! ¡Atrápame si puedes!

Y entonces, todavía riéndose, bajó un ala para apartarse del camino de Corm. Éste pasó sin rozarla y volvió a seguirla en su ascenso, todavía gritando.

Había jugado mil veces con Dorrel a perseguirse el uno al otro alrededor del
Nido de Águilas
, pasatiempos en el cielo. Pero, esta vez, la caza era mortal. Maris jugó con los vientos, buscando sólo velocidad y altura. Encontró instintivamente las corrientes que la llevarían más arriba y más rápido. Mucho más abajo ahora, Corm recuperaba el equilibrio y volvía a perseguirla. Pero, para cuando llegó a su altura, Maris estaba bastante más adelante. Era exactamente lo que la joven pretendía. Aquello no era ningún juego, no podía permitirse el lujo de correr riesgos. Si conseguía situarse por encima de ella, estaba lo suficientemente furioso para obligarla a descender, centímetro a centímetro, hasta que cayera al océano. Luego lo lamentaría, sentiría la pérdida de las alas, pero Maris sabía que era capaz de hacerlo. Las tradiciones de los alados representaban mucho para él. Se preguntó qué habría hecho ella misma, un año antes, con quién hubiera robado unas alas.

Ahora Amberly Menor había desaparecido de la vista tras ellos. La única tierra que se divisaba era la torre de señales de Culhall, en el horizonte, a la derecha y muy por debajo de ellos. Pero también desapareció pronto, y sólo vieron el mar oscuro por debajo y el cielo encima. Y Corm la perseguía incansable, su figura perfilada por la luz de los relámpagos. Pero —Maris miró hacia atrás y parpadeó—, parecía más pequeño. ¿Le estaría ganando terreno al alado? Corm era uno de los mejores. Siempre había dejado en buen lugar al Archipiélago Occidental en las competiciones, mientras que a ella no se le permitía intervenir. Y ahora, claramente, la distancia se agrandaba.

El relámpago brilló una vez más, y el trueno resonó ominosamente sobre el mar pocos segundos después. Desde abajo, una escila rugió a la tormenta, tomando el estampido por un desafío airado. Pero, para Maris, significaba otra cosa. Los segundos transcurridos entre el relámpago y el trueno indicaban que la tormenta se estaba alejando. Ella se dirigía al Noroeste, y la tormenta probablemente hacia el Oeste. De cualquier manera, había escapado de su radio de alcance.

Algo se iluminó dentro de ella. Hizo algunas piruetas por puro placer y trazó un bucle de pura alegría, saltando de corriente a corriente como una acróbata en el cielo. Ahora los vientos le pertenecían. Nada saldría mal.

Mientras Maris jugaba, Corm se acercó y, cuando la joven salió de la maniobra y empezó a ascender de nuevo, le vio casi al alcance de la mano y llegó a oír sus gritos. Decía algo sobre que Maris no podía aterrizar, que sería una criminal por haber robado las alas. ¡Pobre Corm! ¿Qué sabría él?

Maris descendió hasta que casi pudo saborear la sal, hasta que oyó el rugido de las aguas a pocos metros por debajo. Si quería matarla, si quería hundirla en el mar, ahora era más vulnerable que nunca. Estaba casi planeando, Corm no tenía más que alcanzarla, situarse a su altura y empujarla.

Lo sabía, lo sabía, Corm no podía hacerlo, por mucho que quisiera. Cuando dejó atrás las nubes y salió al cielo claro de la noche, para cuando las estrellas se reflejaron en sus alas, Corm no era nada más que un punto cada vez más lejano. Maris aguardó hasta que ya no pudo ver sus alas, antes de captar otra corriente ascendente y dirigirse hacia el sur. Sabía que Corm seguiría a ciegas hacia adelante hasta que tuviera que darse por vencido para volver a Amberly Menor.

Maris estaba a solas con sus alas y el cielo. Y, por un breve momento, se sintió en paz.

Horas más tarde, vio en la oscuridad las primeras luces de Laus: hogueras encendidas en la parte más alta de la Antigua Fortaleza de la isla. Maris se dirigió hacia ellas, y pronto la mole semirruinosa del viejo castillo apareció ante ella, completamente a oscuras excepto por las hogueras.

Voló directamente sobre él, atravesando el cielo de la pequeña isla montañosa, hacia la arenosa playa de aterrizaje, al Sudoeste. Laus no era tan populosa como para mantener un refugio de alados, y por primera vez Maris se sintió agradecida. No habría nadie que la recibiera ni le hiciera preguntas. Aterrizó sola, sin que nadie la viera, con una lluvia de fina arena seca. También sola, se quitó las alas.

Al final de la playa de aterrizaje, junto a la base del risco de los alados, la sencilla casa de Dorrel estaba a oscuras, vacía. Cuando el joven no respondió a su llamada, Maris abrió la puerta y entró. Pero la casa estaba silenciosa. Sintió un ramalazo de disgusto que pronto se trocó en nerviosismo. ¿Dónde estaba su amigo? ¿Cuánto tardaría en volver? ¿Y si Corm adivinaba dónde había ido Maris y la atrapaba allí, antes del regreso de Dorrel?

Se dirigió rápidamente a la chimenea y, con las brasas casi consumidas, encendió una vela. Luego examinó la pequeña casa buscando alguna pista que le indicase dónde podía estar Dorrel.

Allí: el pulcro Dorrel había dejado unas migajas de pastel de pescado en su siempre limpia mesa. Miró hacia el rincón y sí, la casa estaba completamente vacía, Anitra no estaba en su percha. Así que se trataba de eso. Dorrel había salido de caza con su halcón.

Con la esperanza de que no hubiera ido demasiado lejos, Maris volvió a lanzarse al aire para buscarle. Le encontró descansando en una roca de los traicioneros acantilados de Laus, al oeste de la isla. Tenía las alas plegadas, pero todavía puestas, y Anitra descansaba en su brazo mientras devoraba un pescado que acababa de atrapar. Dorrel estaba hablando con el ave y no vio a Maris hasta que descendió sobre él, eclipsando las estrellas con las alas.

La contempló mientras la alada trazaba círculos peligrosamente bajos, y por el momento no la reconoció.

—¡Dorrel! —gritó ella con voz tensa.

—¿Maris?

La incredulidad se reflejaba en su rostro.

La joven viró y captó una corriente ascendente.

—¡ Ven a la orilla, tengo que hablar contigo!

Dorrel asintió, se levantó rápidamente y sacudió el brazo con el que sostenía al halcón para que volase libre. El ave soltó el pescado a regañadientes y voló con las níveas alas blancas, trazando círculos, esperando a su amo. Maris volvió por donde había venido.

Esta vez, cuando tomó tierra en la playa, el descenso fue torpe y brusco, y se arañó las rodillas. Maris estaba confusa, con los sentidos embotados. La tensión del robo, el agotamiento del largo vuelo después de tantos días sin cielo, la extraña mezcla de dolor, miedo y regocijo que le causó ver a Dorrel… Todo contribuyó a sobrecargarla, a conmocionarla, a que no supiera qué hacer. Antes de que Dorrel la alcanzara, empezó a desatarse las correas, obligándose a concentrarse en lo que hacía. Aún no podía pensar, aún no podía permitirse pensar. La sangre de las rodillas le resbalaba por las piernas.

Dorrel aterrizó junto a ella con limpieza y suavidad. La repentina aparición de Maris le había sorprendido, pero no permitía que sus emociones se interfiriesen mientras volaba. Para él, era algo más que cuestión de orgullo. Lo llevaba en la sangre, era su herencia tanto como sus alas. Mientras se desataba las correas, Anitra se le posó en el hombro.

El alado se acercó a Maris con los brazos abiertos. El halcón dejó escapar un graznido malhumorado, pero Dorrel ya estaría abrazando a Maris a pesar del ave si ella no le hubiera puesto rápidamente las manos en las alas, aún sin plegar.

—Toma —dijo Maris—. Me entrego. He robado estas alas a Corm. Te las confío a ti. Me entrego. He venido a pedirte que convoques el Consejo en mi nombre. Tú eres un alado y yo no, y sólo los alados pueden convocarlo.

Dorrel la miró confuso, como si acabara de despertar de un profundo sueño. Maris se impacientó con él. Estaba completamente agotada.

—Oh, te lo explicaré —dijo—. Vamos a tu casa para que pueda descansar.

Era una larga caminata, pero la hicieron casi en silencio, sin tocarse. Sólo una vez Dorrel intentó hablar.

—Maris, ¿de verdad robaste…?

Ella le interrumpió.

—Ya te he dicho que sí. —De repente, suspiró y se acercó a él como si fuera a tocarle, pero se contuvo—. Perdóname, Dorrel, no pretendía… Estoy agotada, y supongo que tengo mucho miedo. No pensé que volvería a verte, y menos en estas circunstancias.

Volvió a quedarse en silencio, y el alado no la presionó. Sólo Anitra rompió el silencio de la noche con sus graznidos de protesta: el pescado se le había terminado demasiado pronto.

Una vez en casa, Maris se hundió en un amplio sillón e intentó relajarse, dejar salir la tensión. Observó a Dorrel y se fue tranquilizando al ver los familiares rituales. El joven dejó a Anitra en su percha y corrió las cortinas que la rodeaban (otras personas encapuchaban a las aves para mantenerlas calladas, pero Dorrel desaprobaba aquel sistema), encendió la chimenea y puso a hervir agua en la tetera.

—¿Té?

—Sí.

—Le pondré capullos de kerri en vez de miel —dijo—. Te tranquilizará.

Maris sintió una repentina calidez hacia él.

—Gracias.

—¿Quieres quitarte esa ropa? Puedes ponerte una túnica de las mías.

Ella sacudió la cabeza —moverse ahora le representaría un gran esfuerzo— y vio que Dorrel le miraba las piernas con preocupación, un poco más abajo de la corta falda.

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