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Authors: George R. R. Martin & Lisa Tuttle

Tags: #Ciencia ficción, Fantasía

Refugio del viento (32 page)

En una ocasión, mientras estaba a su lado y la examinaba, Maris pugnó por salir del sopor y le dijo que tenía mucho calor, le pidió que retirara las mantas.

Él negó con la cabeza.

—Tienes fiebre —dijo—. El cuarto es frío, y estás muy enferma. Necesitas el calor de las mantas.

Sorprendida de que un fantasma respondiera al fin, Maris luchó por sentarse para verle mejor. Su cuerpo respondió con lentitud, y un dolor lacerante se abrió paso por el costado izquierdo.

—Con calma —dijo el hombre, poniéndole los dedos frescos sobre la frente—. No te podrás mover hasta que no se suelden los huesos. Ahora, bebe esto.

Le levantó la cabeza y le puso en los labios el borde delgado y suave de una taza. Maris saboreó la familiar amargura y tragó, obediente. La tensión y el dolor parecieron ceder a medida que volvía a recostar la cabeza en la almohada.

—Duerme, y no te preocupes por nada.

—¿Quién…? —consiguió decir con dificultad.

—Me llamo Evan. Soy curandero. Llevas semanas bajo mis cuidados. Estás recuperándote, pero todavía sigues muy débil. Ahora debes dormir e intentar recuperar fuerzas.

—Semanas.

La palabra le asustaba. Debía de estar muy mal, tener unas heridas terribles, para llevar semanas en casa de un curandero.

—¿Dónde?

El hombre le puso los delgados y fuertes dedos sobre la boca para silenciarla.

—En Thayos. Y se acabaron las preguntas por ahora. Más tarde, te lo contaré todo, cuando te hayas repuesto un poco. Ahora duerme, deja que tu cuerpo se cure.

Maris dejó de luchar con el sueño que la invadía. Le había dicho que se estaba curando y que debía conservar las fuerzas. Mientras se sumergía en el sueño, deseó no volver a soñar otra vez con la breve pero terrible lucha que sostuvo contra la tempestad, ni con la espantosa caída en que concluyó.

Más tarde, cuando despertó, el mundo estaba en tinieblas, y sólo quedaban los rescoldos de la hoguera para dar forma a las sombras. En cuanto se agitó ligeramente en la cama, Evan estuvo allí. Removió las brasas para dar nueva vida al fuego, le tocó la frente y se sentó en la cama con gesto de satisfacción.

—La fiebre ha cedido, pero todavía no estás curada del todo. Sé que quieres moverte y que te costará mucho quedarte en la cama, pero tienes que hacerlo. Aún estás muy débil, y tu cuerpo sanará mejor y más de prisa si no abusas de él. Si no te quedas quieta, tendré que darte más tesis.

—¿Tesis?

Su propia voz le sonaba extraña en los oídos. Tosió, intentando aclararse la garganta.

—La bebida amarga que sosiega el cuerpo y la mente para atraer el sueño. Es una poción muy útil, está hecha con hierbas curativas. Pero, si se toma en exceso, puede convertirse en un veneno. Te he dado más de la que sería deseable para que te mantuvieras inmóvil. Las ataduras físicas no habrían servido de nada. Habrías luchado y forcejado para liberarte. No habrían dejado que las partes heridas descansaran y se curaran. Cuando bebes la tesis, te hundes en el sueño tranquilo, curativo e indoloro que necesitas. Pero no quiero darte más. Tendrás dolores, pero creo que podrás soportarlos. Si no puedes, te daré más poción. ¿Lo has comprendido, Maris?

Ella le miró a los luminosos ojos azules.

—Sí —dijo—. Lo he comprendido. Y lo recordaré, procuraré mantenerme inmóvil.

El curandero sonrió, y la sonrisa pareció rejuvenecerle el rostro.

—Yo te lo recordaré. Estás acostumbrada a una vida de actividad y movimiento, a viajar de un sitio a otro constantemente. Pero no puedes ir a ninguna parte a recuperar tus fuerzas. Tienes que esperar a que vuelvan a ti, tumbada aquí todo lo pacientemente que puedas.

Maris empezó a mover la cabeza, poniéndola a prueba mientras notaba un dolor adormecido en todo el lado izquierdo.

—Nunca he sido muy paciente.

—No, pero tengo entendido que estás dotada de una gran fuerza de voluntad. Utiliza esa voluntad para permanecer inmóvil, y te recuperarás.

—Tienes que decirme la verdad —pidió Maris.

Le miró a la cara, intentando leer en ella la respuesta. Sentía que el miedo le recorría el cuerpo como un frío veneno. Añoraba la fuerza necesaria para sentarse, para mirarse los brazos y las piernas.

—Te diré lo que sé —concedió Evan.

Maris advirtió que el miedo le atenazaba la garganta, y apenas pudo hablar. Las palabras acudieron en un susurro.

—¿Estoy muy mal?

Cerró los ojos. Ahora tenía miedo de leer la respuesta en su rostro.

—Estabas terriblemente lesionada, pero viva. —Le tocó la mejilla para obligarla a abrir los ojos—. Te rompiste las dos piernas en la caída, la izquierda por cuatro sitios. Las entablillé, y parecen estar soldando bien. No tan rápidamente como lo harían si fueras más joven, pero creo que volverás a caminar sin cojera alguna. El brazo izquierdo estaba destrozado, y las astillas asomaban a través de la carne. Pensé que tendría que amputarlo, pero no fue necesario. —Le presionó los dedos contra los labios, como si fuera un beso, y luego los retiró—. Te lo limpié con esencia de la flor del fuego y con otras hierbas. Lo tendrás rígido durante mucho tiempo, pero no creo que haya ningún nervio dañado. Así que, con tiempo y ejercicio, volverá a ser tan fuerte y útil como antes. En la caída te rompiste también dos costillas, y te golpeaste la cabeza contra las rocas. Estuviste inconsciente tres días mientras te cuidaba. No sabía si llegarías a despertar.

—Sólo tres miembros rotos. No fue tan mal aterrizaje, después de todo. —Frunció el ceño—. El mensaje…

Evan asintió con la cabeza.

—Lo repetías una y otra vez en el delirio, como si fuera un cántico, decidida a entregarlo. Pero no te preocupes. El Señor de la Tierra fue informado del accidente, y ya ha enviado el mismo mensaje al Señor de Thrane con otro alado.

—Naturalmente —murmuró Maris.

Sintió que se le quitaba de encima un peso que ni siquiera sabía que tenía.

—Un mensaje tan urgente —dijo Evan con amargura en la voz—, no podía esperar a que el tiempo fuera más adecuado para el vuelo. Te envió a la tormenta, al desastre. Pudo ser tu muerte. Aún no se ha declarado la guerra, pero ya empieza a cobrarse vidas humanas.

Su amargura incomodaba a Maris más que el que hablase de la guerra. Esto último sólo la intrigaba.

—Evan —dijo con gentileza—, el alado elige cuándo tiene que volar. El Señor de la Tierra no tiene poder sobre nosotros, haya o no haya guerra. Fueron mis deseos de salir de tu desolada isla los que me hicieron salir pese al mal tiempo.

—Y, ahora, mi desolada isla es tu hogar por un tiempo.

—¿Por cuánto tiempo? ¿Cuánto falta para que pueda volver a volar? El curandero la miró sin decir palabra.

Y, de pronto, a Maris se le ocurrió lo peor.

¡Mis alas! —gritó, intentando incorporarse—. ¿Se han perdido? Rápidamente, Evan le puso las manos en los hombros.

¡Quédate quieta!

Los ojos azules le relampagueaban.

—Lo olvidé —susurró Maris—. Me quedaré quieta. —El cuerpo le latía dolorosamente a causa del esfuerzo—. Por favor… ¿Mis alas?

—Las tengo aquí —dijo Evan agitando la cabeza—. Alados. Debí suponerlo. Ya he curado a otros. Tenía que haberlas colgado sobre la cama para que fueran lo primero que vieses. El Señor de la Tierra quería llevárselas para arreglarlas, pero yo insistí en que me las dejara. Te las traeré para que las veas.

Desapareció en la habitación contigua y volvió a los pocos minutos, con las alas en los brazos.

Estaban rotas, hechas un amasijo de metal, y mal dobladas. El tejido metálico de las alas era prácticamente indestructible, pero los montantes de sujeción eran de metal corriente. Maris vio que varios estaban astillados y el resto doblados, grotescamente retorcidos. El brillante tejido plateado estaba sucio por varios sitios. En las inseguras manos de Evan, parecían una ruina sin esperanza.

Pero Maris sabía que no. No se habían perdido en el mar. Podría reconstruirlas. Su corazón dejó escapar un suspiro de alivio. Para ella, significaban la vida. Volvería a volar.

—Gracias —dijo, intentando no llorar.

Evan colgó las alas en la pared situada frente al pie de la cama, donde Maris podía verlas sin moverse. A continuación, se dirigió a ella.

—Costará más tiempo y trabajo reparar tu cuerpo que las alas. Mucho más de lo que quisieras. No será cosa de semanas. Más bien de meses, de muchos meses, y ni siquiera así puedo prometerte nada. Tenías los huesos destrozados y los músculos desgarrados. A tu edad, no es probable que recuperes todo el vigor que tenías antes. Volverás a caminar, pero volar…

—Volaré. Las piernas, las costillas y el brazo sanarán —dijo Maris con tranquilidad.

—Sí, con el tiempo, espero que sanen. Pero puede que eso no sea suficiente. —Se acercó a ella, y Maris vio la preocupación reflejada en su rostro—. La lesión de la cabeza… Puedes haber perdido visión, o sentido del equilibrio.

—¡Cállate! —gritó Maris—. Por favor…

Las lágrimas afloraron a sus ojos.

—Todavía es demasiado pronto para saberlo. Lo siento. —El curandero le acarició las mejillas y se las secó—. Necesitas descanso y esperanza, no preocupaciones. Necesitas tiempo para recuperar las fuerzas. Volverás a ponerte las alas, pero no antes de que estés preparada, no antes de que yo diga que estás preparada.

—Un curandero atado a la tierra enseñando a un alado cuándo debe volar —dijo Maris con ceño burlón.

Aunque podría lamentarlo, una temporada de inactividad forzosa no era algo que Maris disfrutase. A medida que transcurrían los días, empezó a pasar más tiempo despierta, y a reposar cada vez menos. Evan pasaba a su lado la mayor parte del día, obligándola a comer, recordándole que permaneciera inmóvil. Y hablándole, siempre hablándole, para dar a su mente inquieta algo con lo que ejercitarse a pesar de que tuviera que mantener el cuerpo inmóvil.

Y Evan resultó ser un narrador muy dotado. Más que un participante, se consideraba a sí mismo un observador de la vida. Se distanciaba de las cosas sin dejar de contemplarlas. Muy a menudo hacía reír a Maris. La obligaba a pensar, e incluso, durante algunos minutos, conseguía que olvidase que estaba atrapada en la cama, con el cuerpo roto.

Al principio le contaba historias de la sociedad de Thayos, con descripciones tan vividas que casi podía ver a la gente. Pero, al cabo del tiempo, su charla se centró en sí mismo, y le contó su propia vida, como a cambio de las confidencias que ella le hiciera durante el delirio.

Había nacido en los bosques de Thayos, una isla del Norte del Archipiélago Oriental, hacía sesenta años. Sus padres fueron guardabosques.

Había otras familias en el bosque, y otros niños con los que jugar. Pero, desde muy pequeño, Evan prefirió los momentos que pasaba a solas. Le gustaba esconderse entre la maleza para contemplar a los tímidos topos moteados de marrón, localizar los lugares donde crecían las flores más aromáticas y las raíces más sabrosas, sentarse en silencio en un pequeño claro, con un trozo de pan duro, y hacer que los pájaros comieran en su mano.

Cuando Evan contaba dieciséis años, se enamoró de una comadrona itinerante. Jani, la comadrona, era una mujer pequeña y morena, de lengua afilada y respuestas audaces. Para poder estar cerca de ella, Evan se convirtió en su ayudante. Al principio la mujer se sintió divertida por sus atenciones, pero acabó por aceptarle. Y Evan, con el interés agudizado por el amor, aprendió mucho de ella.

En vísperas de su marcha, le confesó su amor. Pero Jani no se quedaría y tampoco se lo llevaría consigo, ni como amante, ni como amigo, ni como ayudante, pese a admitir que había aprendido mucho y bien, y que tenía una gran habilidad natural. Siempre viajaba sola, eso era todo.

Cuando Jani se marchó, Evan siguió practicando sus nuevas habilidades curativas. Como el curandero más próximo vivía en el pueblo de Thossi, a todo un día de camino por el bosque, Evan estuvo pronto muy solicitado. Acabó colocándose como aprendiz del curandero de Thossi. Pudo asistir a una escuela de curanderos, pero eso implicaba un viaje por mar, y la idea de navegar por las peligrosas aguas le asustaba más que nada en el mundo.

Cuando aprendió todo lo que el curandero podía enseñarle, Evan volvió a vivir y a trabajar en el bosque. Pese a no casarse, nunca vivió solo. Las mujeres le solicitaban: viudas en busca de un amante que no les pidiera nada, viajeras que se detenían un par de días o de meses en su compañía, pacientes que se quedaban hasta sanar de su pasión por él…

Maris escuchó la suave voz melosa y contempló su rostro durante tantas horas que llegó a conocerle tanto como a cualquier amante del pasado. Y comprendía la atracción que despertaba el curandero, con los brillantes ojos azules, las manos hábiles y gentiles, los pómulos altos y la imponente nariz ganchuda. Se preguntaba qué habría sentido él. ¿Habría sido siempre tan independiente como parecía?

Un día, Maris interrumpió su relato sobre una familia de arborícelas que acababa de conocer.

—¿No te enamoraste nunca? —preguntó—. Después de Jani, quiero decir.

—Sí, naturalmente que sí —respondió, sorprendido—. Ya te he hablado de…

—Pero no lo suficiente como para casarte.

—A veces, sí. Con S'Rai, que vivió aquí durante un año. Fuimos muy felices juntos. La quise mucho, e insistí en que se quedara. Pero tenía su vida en otra parte. No podía quedarse en el bosque conmigo. Y me dejó.

—¿Por qué no te fuiste con ella? ¿No te pidió que lo hicieras? Evan parecía triste.

—Sí, me lo pidió. Quería que me fuera con ella. Pero no me pareció posible.

—¿Nunca has estado en otro sitio?

—He viajado por todo Thayos siempre que ha sido necesario —le replicó Evan, a la defensiva—. Y, cuando era joven, viví en Thossi casi dos años.

—Pero todo Thayos es muy parecido —dijo Maris encogiendo el hombro sano—. Una punzada le recorrió el izquierdo, pero la ignoró. Ahora tenía permiso para sentarse, y no quería que le revocaran el privilegio si se quejaba de dolores—. En unas partes hay más rocas, y en otras más árboles.

—¡Una apreciación muy superficial! —rió Evan—. Para ti, todas las partes del bosque son idénticas.

Eso era tan obvio que no requería comentario alguno.

—¿Nunca has estado fuera de Thayos? —insistió.

—Una vez —respondió con una mueca—. Hubo un accidente, un bote se estrelló contra las rocas, una mujer estaba muy malherida. Monté en un bote de pescadores para ir a verla. Durante el viaje me mareé tanto que apenas pude ayudarla.

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