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Authors: George R. R. Martin & Lisa Tuttle

Tags: #Ciencia ficción, Fantasía

Refugio del viento (36 page)

Corina, que estaba escuchando, intentó mostrarse educada.

—¿Qué opinas de Ciudad Tormenta? —preguntó—. ¿Y del
Nido de Águilas
? ¿Has estado ya en el Nido?

Tya sonrió, tolerante.

—Soy un-ala. Me entrené en Hogar del Aire. No solemos ir a vuestro Nido, alada. En cuanto a Ciudad Tormenta, me pareció impresionante. No existe nada parecido en todo el Archipiélago Oriental.

Corina enrojeció. Maris se sentía ligeramente incómoda. Las fricciones entre los alados de cuna y los un-ala la deprimían. Los cielos de Windhaven ya no eran el lugar cordial que fueron en otros tiempos, y la culpa era suya.

—El
Nido de Águilas
no es mal sitio, Tya. Yo tengo muchos amigos allí.

—Tú no eres un-ala —señaló Tya.

—¿Ah, no? El propio Val Un-Ala me dijo en cierta ocasión que yo era la primera un-ala, tanto si quería admitirlo como si no.

Tya la miró con gesto interrogativo.

—No, no es cierto. Eres diferente, Maris. No perteneces a las viejas familias de alados, pero tampoco eres un-ala. No sé dónde clasificarte, pero debes sentirte muy sola.

Terminaron de cenar en medio de un silencio tenso e inseguro.

Cuando hubieron retirado las tazas del postre, el Señor del Tierra despidió a su familia, consejeros y guardianes, para quedarse a solas con los cuatro alados y con Evan. Intentó que también el curandero se retirase, pero no lo consiguió.

—Maris sigue bajo mis cuidados. Me quedaré con mi paciente.

El Señor de la Tierra le dirigió una mirada furiosa, pero prefirió no forzar la situación.

—Muy bien —dijo de pronto—, tenemos que hablar de negocios. Negocios de alados —clavó unos ojos ardientes en Maris—. Iré al grano. He recibido un mensaje de mi colega, el Señor de Amberly Menor. Pregunta por tu salud. Tus alas hacen falta allí. ¿Cuándo estarás lo suficientemente recuperada para volver a Amberly?

—No lo sé. Como puedes ver, estoy bastante bien. Pero el vuelo de Thayos a Amberly es agotador para cualquier alado, y todavía no he recuperado las fuerzas. Saldré de Thayos tan pronto como pueda.

—Un largo vuelo —asintió Jem—. Sobre todo para alguien que ni siquiera hace vuelos cortos.

—Sí. El curandero y tú habéis dado un largo paseo para llegar aquí. Pareces haber recuperado la salud. Me han dicho que tus alas están reparadas. Sin embargo, no vuelas. Nunca has venido al risco de los alados. No practicas. ¿Por qué?

—Todavía no estoy preparada.

—Ya te lo he dicho, Señor de la Tierra —dijo Jem—. Aunque lo parezca, todavía no se ha recuperado. Si pudiera, echaría a volar ahora mismo. —Volvió la vista hacia ella—. Lo lamento mucho si te hiero, pero es la verdad. Yo también soy un alado. Lo sé. Un alado vuela. No hay forma de retener en tierra a un alado sano. Me han dicho que amabas volar más que nada en el mundo.

—Asi era. Así es.

—Señor de la Tierra… —empezó Evan. Maris le interrumpió.

—No, Evan, la responsabilidad no es tuya. Yo lo diré. —Se volvió de nuevo hacia el Señor de Thayos—. Todavía no estoy repuesta del todo. Hay algo que no va bien con mi sentido del equilibrio. Pero está curándose. Ya no funciona tan mal como antes.

—Lo siento —dijo rápidamente Tya.

Jem meneó la cabeza.

—¡Oh, Maris!—susurró Corina.

Parecía inundada por la pena, estaba a punto de llorar. Corina no había heredado la malicia de su padre, y sabía lo que significaba el equilibrio para un alado.

—¿Puedes volar? —preguntó el Señor de la Tierra.

—No lo sé —admitió Maris—. Necesito más tiempo.

—Ya has tenido bastante tiempo —señaló. A continuación, se volvió hacia Evan—. ¿Puedes garantizar que se recobrará, curandero?

—No —dijo Evan con tristeza—. No puedo afirmarlo. No lo sé.

—Este asunto incumbe al Señor de Amberly Menor —gruñó—, pero la responsabilidad recae sobre mí. Y yo digo que un alado que no puede volar no es un alado, y no necesita las alas. Si no estamos seguros de que te vayas a recuperar, sólo un loco esperaría. Te lo pregunto de nuevo, Maris: ¿puedes volar?

Tenía los ojos fijos en ella. Las comisuras de los labios se le contrajeron en un gesto malicioso, y Maris supo que se le había terminado el tiempo.

—Puedo volar —afirmó.

—Bien. Esta noche es un momento tan bueno como cualquiera. Dices que puedes volar. Demuéstralo.

La caminata a lo largo del húmedo y goteante túnel era tan larga como Maris recordaba. E igual de solitaria, aunque esta vez llevara compañía. Nadie hablaba. El único sonido era el eco de los pasos. Dos guardianes caminaban delante, portando las antorchas. Los alados llevaban sus alas.

A aquel lado de la montaña, la noche era gélida y rutilante. El mar se movía incesantemente bajo ellos, una presencia enorme y oscura. Maris subió los escalones que conducían al risco de los alados. Lo hizo lentamente y, cuando llegó a la cima, las piernas le dolían y le costaba respirar.

Evan le cogió las manos un momento.

—¿Puedo convencerte de que no lo intentes?

—No.

—Eso me temía. Vuela bien, entonces.

La besó y se apartó de ella.

El Señor de la Tierra estaba al borde del acantilado, flanqueado por sus guardianes. Tya y Jem desplegaron sus alas. Corina se mantuvo atrás hasta que Maris la llamó.

—No estoy enfadada —dijo—. No esculpa tuya. Un alado no es responsable del mensaje que lleva.

—Gracias —susurró Corina.

Su hermosa carita estaba pálida bajo la luz de las estrellas. —Si fracaso, llevarás mis alas a Amberly, ¿verdad? Corina asintió con un esfuerzo.

—¿Sabes qué piensa hacer el Señor de la Tierra con ellas?

—Se las dará a otro alado, quizá a uno que las haya perdido en competición. Hasta que encuentre a alguien… Bueno, mamá está enferma, pero papá todavía puede volar.

Maris dejó escapar una suave carcajada.

—Todo esto es de una ironía increíble. Corm siempre ha querido mis alas. Pero, una vez más, haré todo lo posible por mantenerlas fuera de su alcance.

Corina sonrió.

Tenía las alas completamente extendidas. Maris sintió el familiar e insistente embate del viento contra ellas. Comprobó las correas y los montantes, apartó a Corina a un lado y avanzó hasta el borde del risco. Se detuvo allí y miró hacia abajo.

El mundo retrocedió, tambaleándose como un borracho. Abajo, en la lejanía, las olas rompían contra las negras rocas: el mar y la piedra enzarzados en su eterna guerra. Tragó con dificultad e intentó no tambalearse. Lentamente, el mundo volvió a ser sólido y seguro. Sin movimiento. Era sólo un risco, como cualquier otro risco, y abajo estaba el océano interminable. El cielo era su amigo. Su amante.

Maris flexionó los brazos y se agarró a las correas. Luego respiró profundamente y saltó.

El impulso la apartó limpiamente del borde, el viento la recogió y la sostuvo. Era un viento frío, fuerte. Un viento que llegaba hasta los huesos. No agitado y furioso, no. Un buen viento para volar. Se relajó y se entregó a él. Se deslizó hacia abajo, dando una vuelta, trazando una amplia y elegante curva.

Pero la corriente de aire volvió a empujarla hacia la montaña. Maris alcanzó a ver al Señor de la Tierra y a los demás alados que esperaban allí. Jem había desplegado las alas y se preparaba para saltar. Maris no se decidía a alejarse de ellos. Trazó un arco con el cuerpo para mejor captar el viento.

El cielo dio un bandazo y se tornó fluido a su alrededor. Se elevó demasiado y, cuando intentó corregir la posición desplazando el peso en dirección contraria, dio la vuelta inesperadamente. El aliento se le congeló en la garganta.

El sentido del aire había desaparecido. Maris cerró los ojos un instante, sintiéndose mareada. Estaba cayendo, todo su cuerpo gritaba. Estaba cayendo, los oídos le aullaban y el sentido del aire la había abandonado. Siempre los conoció: los cambios sutiles del viento, las leves alteraciones, ante las que reaccionaba antes de ser siquiera consciente de ellas, el sabor de una tormenta que aún no se había desencadenado y el presagio del aire sin vientos. Todo eso había desaparecido. Voló a través de un interminable océano de aire vacío, sin sentir nada, mareada. Y ese extraño y salvaje viento al que no comprendía la tenía entre sus garras.

Sus grandes alas plateadas se agitaban salvajemente hacia atrás y hacia adelante, a medida que el cuerpo se le estremecía. Maris abrió de nuevo los ojos, invadida repentinamente por la desesperación. Recobró la serenidad e intentó volar confiando únicamente en la visión. Pero las rocas se movían, todo estaba demasiado oscuro y las estrellas del cielo parecían bailar y cambiar de posición, como si se burlasen de ella.

El vértigo la atenazó y la devoró. Maris se soltó de los asideros —jamás había hecho una cosa así, jamás— y dejó de volar, limitándose a colgar de las alas. Se encogió bajo las correas y vomitó en el océano la cena del Señor de la Tierra. Volvió a agarrar los asideros de las alas e intentó remontarse con el viento, pero todo lo que consiguió fue un giro a barlovento que la llevó a un picado. Intentó corregirlo, pero no pudo.

Estaba gritando.

El mar subió a su encuentro. Brillante. Cambiante.

Le dolían los oídos.

No podía volar. Era una alada, siempre había sido una alada, la amante del viento, Alas de Madera, niña del cielo, sola, el cielo era su hogar, alada, alada, alada, y no podía volar.

Cerró los ojos para que el mundo pudiera seguir inmóvil.

Con una bofetada y un chorro de agua salada, el mar la acogió. La había estado esperando, pensó Maris. Todos aquellos años.

—Déjame sola —dijo aquella noche, cuando volvieron a casa.

Evan obedeció.

Maris durmió la mayor parte del día siguiente.

Al otro, Maris despertó temprano, cuando las primeras luces del amanecer entraron en la habitación. Se encontraba espantosamente mal, fría y sudorosa, con un gran peso sobre el pecho. Por un momento, no supo qué le sucedía. Luego lo recordó. Ya no tenía alas. Intentó pensar en ello, pero la desesperación, la rabia y la autocompasión hicieron presa en ella. Se acurrucó otra vez entre las sábanas e intentó volver a dormir. Mientras durmiera, no tendría que enfrentarse a la pérdida.

Pero el sueño no acudía. Por fin, se levantó. Evan estaba en la cocina, friendo unos huevos.

—¿Hay hambre? —preguntó.

—No —respondió Maris, con la mente nublada.

Evan asintió y cascó dos huevos más. Maris se sentó a la mesa y, cuando tuvo el plato delante, se dedicó a comer, con indiferencia.

Era un día húmedo y ventoso, con la tormenta flotando en el aire. Cuando terminó de desayunar, Evan le habló de su trabajo. Al mediodía, dejó sola a Maris. Ella se dedicó a vagar sin propósito por la casa vacía. Finalmente, se sentó ante una ventana para contemplar la lluvia.

Evan volvió después del anochecer, empapado y desanimado. Maris seguía sentada ante la ventana, en la casa fría y oscura.

—Podrías haber encendido el fuego —gruñó el curandero, con tono disgustado.

—Lo siento —respondió mirando al vacío—. No se me ocurrió.

Evan prendió el fuego. Maris se acercó a ayudarle, pero él la rechazó y la apartó a un lado. Comieron en silencio. La cena pareció devolver ánimos a Evan. Al terminar, preparó un poco de su té especial, colocó un tazón frente a ella y se sentó en su sillón favorito.

Maris saboreó el té humeante, consciente de que los ojos del curandero estaban fijos en ella. Levantó la cabeza y le miró.

—¿Cómo te encuentras? —preguntó Evan.

Meditó un momento la respuesta.

—Muerta —dijo por fin.

—Habíame de ello.

—No puedo —dijo, empezando a llorar—. No puedo.

Cuando se dio cuenta de que el llanto no llevaba camino de cesar, Evan le preparó una poción para dormir y la llevó a la cama.

Al día siguiente, Maris salió fuera de la casa.

Tomó un camino que le había indicado Evan, un sendero fácil que no llevaba a los acantilados, pero sí al mar. Pasó el día caminando por una playa fría, llena de guijarros, que parecía interminable. Cuando se cansaba, se sentaba al borde del mar. Tiraba guijarros a las olas, y disfrutaba melancólicamente cuando rebotaban en el agua para a continuación hundirse.

Pensó que el mar era diferente allí. Frío y gris, sin colores. Echaba de menos los brillantes verdes y azules de las aguas que costeaban Amberly.

Las lágrimas le corrieron por las mejillas, pero no se molestó en secárselas. A ratos se daba cuenta de que estaba sollozando, pero no conseguía recordar cuándo ni por qué había empezado a llorar.

El mar era vasto y solitario, la playa vacía parecía perderse en la eternidad, y el cielo nublado y salvaje lo rodeaba todo. Pero Maris se sentía encerrada, asfixiada. Pensó en todos los sitios del mundo que nunca volvería a ver, y el recuerdo de cada uno era un nuevo y lacerante dolor. Pensó en las impresionantes ruinas de la Antigua Fortaleza de Laus. Recordó la academia Alas de Madera, enorme y oscura, enclavada en Colmillo de Mar. El Templo del Dios del Cielo en Deeth. Los elegantes castillos de la princesa alada en Artellia. Los molinos de Ciudad Tormenta. La Casa del Viejo Capitán, imposiblemente antigua. Los poblados arborícolas de Setheen y Alessy, los osarios y los campos de batalla de Lomarron, los viñedos de Amberly, la recargada atmósfera de la cervecería de Riesa en Skulny. Lo había perdido todo. Y el
Nido de Águilas
… Un barco podría llevarla a cualquier parte, pero el Nido era un lugar para alados, y ahora sus puertas se le habían cerrado para siempre.

Pensó en sus amigos, tan repartidos por todo Windhaven como las innumerables islas que componían el planeta. Algunos podrían visitarla, pero muchos otros acababan de desaparecer de su vida como si ya no existieran. La última vez que le vio, T'Mar estaba gordo y feliz en su casita de piedra en Hethen, enseñando a su nieta a extraer belleza de un trozo de piedra. Ahora, para ella, estaba tan muerto como Halland. Era un recuerdo, nada más. Nunca volvería a ver a Reid ni a su hermosa y alegre esposa. Nunca volvería a pasar la noche bebiendo cerveza con Riesa, compartiendo con ella el recuerdo de Garth. No compraría más chucherías de madera a S'Mael, ni bromearía con el cocinero de aquella pequeña taberna de Poweet.

Nunca volvería a contemplar las competiciones anuales, ni se sentaría a chismorrear o a cantar en una fiesta, rodeada de alados.

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