Refugio del viento (38 page)

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Authors: George R. R. Martin & Lisa Tuttle

Tags: #Ciencia ficción, Fantasía

Maris miró a los ojos del hombre al que, pese a no llevar la misma sangre, había querido como hermano durante más de cuarenta años.

—Nunca volveré a Amberly, Coll —dijo con voz monótona—. Nunca volveré a volar. La caída me hizo más daño del que creía. El brazo y las piernas se me han curado, pero hay algo que sigue enfermo. Cuando me golpeé la cabeza… No tengo sentido del equilibrio. No puedo volar.

Coll la miró boquiabierto, y la alegría le desapareció del rostro. Negó con la cabeza.

—Maris… No…

—Es inútil decir que no. He tenido que aceptarlo.

—¿No hay nada que…?

Evan les interrumpió, para alivio de Maris.

—Nada. Maris y yo hemos hecho todo lo posible. Las lesiones cerebrales son algo misterioso. No sabemos exactamente qué pasó, y casi aseguraría que no hay curandero en todo Windhaven que sepa qué hacer para curarla.

Coll asintió, con gesto confuso.

—No quería insinuar que… Es que me cuesta aceptarlo, Maris. ¡No puedo imaginarte atada a la tierra!

Maris sabía que lo decía de corazón, pero la compasión y la incapacidad de comprender de su hermanastro le hacían daño. Abrían otra vez las heridas.

—No tienes que imaginarlo —dijo secamente—. Ahora, ésta es mi vida. Cualquiera puede darse cuenta. Las alas han partido ya hacia Amberly.

Coll no dijo nada. Maris no quería ver el dolor reflejado en su rostro, así que desvió la vista hacia el fuego, permitiendo que el silencio se impusiera. Oyó el descorchar de una botella de piedra, y a Evan escanciar el kivas en tres tazones.

—¿Puedo probar? —preguntó Bari, acurrucada junto a su padre, mirando esperanzada hacia arriba.

Coll le dedicó una sonrisa y le alborotó el cabello.

Al ver juntos al padre y a la hija, la tensión se disolvió repentinamente dentro de Maris. Se encontró con la mirada de Evan cuando el curandero le puso en las manos un tazón del humeante vino especiado. Le sonrió.

Volvió la vista hacia Coll. Iba a dirigirle la palabra cuando advirtió la guitarra que yacía, como siempre, al alcance de la mano del bardo. Su visión desencadenó un torrente de recuerdos, y por un momento le pareció que Barrion, muerto desde hacía varios años, volvía a estar con ellos, en la habitación. Aquella guitarra había sido suya, y él afirmaba que llevaba generaciones en la familia, pasando de padres a hijos desde los tiempos de los navegantes de las estrellas. Nunca supo si creerle o no —las exageraciones y las hermosas mentiras brotaban de los labios del bardo tan fácilmente como respiraba—, pero el instrumento era muy antiguo. Se lo había confiado a Coll, su protegido, el hijo que nunca tuvo. Maris extendió el brazo para sentir el tacto de la suave madera, oscurecida por los múltiples pulidos y el uso constante.

—Canta para nosotros, Coll —sugirió—. Canta algo nuevo.

Casi antes de que terminara de decirlo, él ya tenía la guitarra en las manos, apoyada contra el pecho. Las cálidas notas resonaron en la habitación.

—La he titulado
El Lamento del Bardo
—dijo con una sonrisa sarcástica.

Y empezó a entonar una canción melancólica e irónica a la vez, sobre un bardo cuya mujer le abandona porque ama demasiado la música. Maris sospechó que cantaba sobre su propio matrimonio, pese a que Coll nunca le dijo por qué había terminado, y ella estuvo demasiado lejos para saberlo de primera mano.

El estribillo de la canción decía así:

Un bardo casar no debe,

un bardo no ha de desposar.

Sólo a la música besar puede,

sólo con una canción reposar.

Luego cantó una tonada sobre el turbulento amor entre un altivo Señor de la Tierra y una aún más altiva un-ala. Maris reconoció uno de los nombres, pero era la primera vez que oía la historia.

—¿Es cierto eso? —preguntó cuando sonó la última nota. Coll se echó a reír.

—Recuerdo que solías hacerle la misma pregunta a Barrion, así que te daré la misma respuesta que él: ¡No puedo decirte cuándo ni dónde aconteció, pero sigue siendo una historia auténtica!

—Canta ahora mi canción —pidió Bari.

Coll besó a su hija en la nariz y cantó una fantasía sobre una niñita llamada Bari que se hacía amiga de una escila, que se la llevaba a buscar un tesoro escondido en una cueva marina.

Después cantó viejas canciones: la balada de Aron y Jani, la canción de los alados fantasmas, la del loco Señor de Kennehut, y su propia versión de la canción de las Alas de Madera.

Más tarde, cuando Bari ya estaba en la cama y los tres adultos apuraban la última botella de kivas, se dedicaron a hablar de su vida. Más calmada ahora, Maris comunicó a Coll su decisión de quedarse con Evan. Una vez pasada la primera sorpresa, Coll disimuló la compasión que sentía por ella, pero le hizo saber que no comprendía aquella elección.

—Pero ¿por qué quedarte aquí, en las Orientales, lejos de todos tus amigos? —Y, con cortesía de borracho, añadió—: No es que quiera menospreciarte, Evan.

—Dondequiera que elija vivir, estaré lejos de mucha gente. Ya sabes lo dispersos que están mis amigos.

Tomó un sorbo de la bebida, intoxicantemente cálida, sintiendo la liberación que le proporcionaba.

—Vuelve conmigo a Amberly, Maris —insistió Coll—. Puedes vivir en la casa donde crecimos. Podemos esperar a la primavera para que el mar esté tranquilo, pero el viaje desde aquí no es tan peligroso. Créeme.

—Quédate con la casa. Bari y tú podríais vivir allí. O véndela, si lo prefieres. No puedo volver. Hay demasiados recuerdos. Aquí, en Thayos, he empezado una nueva vida. No será fácil, pero Evan me ayudará. —Le tomó la mano—. No puedo vivir sin hacer nada. Prefiero ser útil.

—Pero… ¿cómo curandera? —Coll agitó la cabeza—. Me resulta raro verte así. —Miró a Evan—. ¿Tiene madera para eso? Quiero saber la verdad.

Evan apretó la mano de Maris con la suya.

—Aprende de prisa —dijo tras pensar un momento—. Quiere ayudar, y no titubea ante las tareas más difíciles. Aún no sé si tiene madera de curandera, ni si llegará a adquirir la habilidad necesaria.

«Pero debo admitir, no sin cierto egoísmo, lo que me alegra que se quede conmigo. Tengo la esperanza de que no se vaya nunca».

El rubor le tino las mejillas, y Maris inclinó la cabeza para beber. Las últimas palabras la habían sorprendido agradablemente. Evan y ella habían intercambiado muy pocas frases de amor. Ninguna promesa, nada de extravagantes manifestaciones o cumplidos. Siempre procuraba apartarse la idea de la cabeza pero, en su interior, temía no haber dejado elección a Evan. Se había instalado en su vida antes de que pudiera pensárselo mejor. Pero, ahora, en su voz se leía el amor.

Se hizo el silencio en la habitación. Maris lo rompió preguntando a Coll sobre Bari.

—¿Cuánto tiempo hace que viaja contigo?

—Unos seis meses, ahora —dijo, vaciando el tazón y tornando la guitarra para rasguearla suavemente mientras hablaba—. El nuevo marido de su madre es un hombre violento. Una vez, pegó a Bari. Mi ex esposa no sabe decirle que no a nada, pero no puso objeciones a que me llevara a la niña. Según ella, su nuevo marido está celoso de Bari. Están intentando tener un hijo.

—¿Cómo se encuentra Bari?

—Creo que se alegra de venir conmigo. Es una chiquilla muy tranquila. Sé que echa de menos a su madre, pero está contenta de haber salido de una casa donde nada de lo que hacía parecía estar bien hecho.

—¿Estás enseñándole a cantar? —inquirió Evan.

—Si quiere ser barda, lo haré. Yo era más joven que ella cuando empecé, pero Bari aún no sabe lo que quiere hacer con su vida. Canta muy bien, pero ser bardo es algo más que cantar canciones de otros, y aún no ha demostrado talento para componer las suyas propias.

—Todavía es muy joven —señaló Maris.

Coll se encogió de hombros y dejó a un lado la guitarra.

—Sí, todavía queda tiempo. No quiero presionarla —parpadeó y bostezó—. Ya es hora de que nos acostemos.

—Te llevaré a una habitación —dijo Evan.

Coll lanzó una carcajada y negó con la cabeza.

—No hace falta. He pasado cuatro días aquí, me siento como en casa.

Se levantó. Maris le imitó y empezó a recoger los tazones vacíos. Besó a Coll para desearle buenas noches, y se estremeció cuando Evan apagó el fuego y volvió a colocar los muebles en su sitio, esperando el momento en que salieran, cogidos de la mano, hacia la cama que compartían.

Durante los días que siguieron, Coll mantuvo bien alto el ánimo de Maris. Pasaban largas horas juntos, mientras el bardo le contaba sus aventuras y cantaba para ella. Desde que Coll partió por primera vez con Barrion y Maris se convirtió en una auténtica alada, no habían estado mucho tiempo juntos. Ahora, a medida que los días transcurrían en compañía de Coll y Bari, llegaron a intimar más que nunca desde la niñez de Coll. Le habló por primera vez de su fracaso matrimonial, y de que la culpa había sido suya por pasar tanto tiempo fuera de casa. Maris no habló del accidente, ni de lo infeliz que se sentía, pero tampoco hizo falta. Coll sabía muy bien lo que significaban las alas para ella.

Sin que nadie se diera cuenta, los días se convirtieron en semanas, y Coll seguía allí con Bari. El bardo se acercaba a menudo a Thossi y a Puerto Thayos para cantar en las tabernas, mientras Bari empezaba a acompañar a Evan en sus visitas. Era tranquila, no molestaba y prestaba mucha atención. Al curandero le complacía el interés de la chiquilla. Los cuatro vivían a gusto juntos, se turnaban en las labores del hogar y se reunían al atardecer para contarse historias o jugar junto al fuego. Maris decía a Coll, a Evan y a sí misma que estaba contenta. Que no pensaba en otra vida.

Y, un día, llegó S'Rella.

Maris estaba sola en casa aquella tarde, y fue la que le abrió la puerta. Su primera reacción fue de alegría al ver a una antigua amiga. Pero, cuando abrió los brazos para recibirla, vio las alas que S'Rella llevaba colgadas del hombro, y el corazón le dio un doloroso vuelco. Mientras hacía entrar a la alada y ponía a hervir la tetera, pensaba que pronto la abandonaría para marcharse volando.

Le costó un gran esfuerzo sentarse al lado de S'Rella y fingir interés para preguntarle qué noticias traía.

El rostro de S'Rella brillaba con una emoción a duras penas contenida.

—He venido por cuestión de trabajo, traigo un mensaje para ti. Me han encomendado que te invite a que tomes un barco hasta Colmillo de Mar. Quieren que te hagas cargo de la academia. En Alas de Madera hace falta un profesor fijo y experimentado, no como los que han pasado por allí durante los últimos seis años, que tan pronto venían como se iban. Alguien comprometido con la academia. Alguien conocido. Un líder. Tú, Maris. Todo el mundo ha pensado en ti. No hay nadie más adecuado que tú para el trabajo. Queremos que estés allí.

Maris pensó en Sena, muerta hacía casi quince años, y en cómo habían sido los últimos tiempos de su larga vida. La alada caída, lisiada, de pie en el risco de Alas de Madera, gritando roncamente mientras intentaba transmitir sus conocimientos a los jóvenes Alas de Madera que daban vueltas en el aire, sobre ella. Jamás volaría otra vez, estaba eternamente atada a la tierra, con una pierna casi inútil y un ojo blanquecino y ciego. Eternamente en el suelo, mirando las nubes tormentosas, viendo cómo las Alas de Madera se alejaban de ella volando, día tras día, año tras año. Durante todos aquellos años. Hasta que murió. ¿Cómo pudo soportarlo?

Un profundo escalofrío recorrió a Maris. Negó fieramente con la cabeza.

—¿Maris? —S'Rella parecía asombrada—. Siempre has sido la principal defensora de Alas de Madera. Todavía puedes hacer una gran labor. ¿Qué te pasa?

Maris la miró con la boca abierta. Estaba a punto de gritar.

—¿Cómo puedes preguntarlo? —dijo con voz sosegada.

—Pero… ¿Qué vas a hacer aquí, Maris? Sé cómo te sientes. Créeme. Pero tu vida no ha acabado. Recuerdo que, una vez, me dijiste que los alados éramos tu familia. Seguimos siéndolo. Es una locura que te aísles de esta manera. Vuelve. Nos necesitas, y te necesitamos. Alas de Madera es tu sitio. Nunca habría existido sin ti. No le des la espalda ahora.

—No lo entiendes —replicó Maris—. No puedes entenderlo. Tú vuelas.

S'Rella se acercó y tomó la mano de Maris. La sostuvo largo rato aunque seguía inerte entre las suyas, sin responder a la presión.

—Estoy intentando comprenderte. Sé lo que debes de estar sufriendo. Créeme. Desde que lo supe, no ha pasado un momento sin que me preguntara qué sería de mi vida si me lesionase. He llegado a estar en tierra todo un año, ya lo sabes, así que puedo hacerme una idea. Aunque nunca tuve que enfrentarme al hecho de que fuera para siempre. Todo el mundo lo ha pensado en un momento u otro. Al final, es algo que les ocurre a todos los alados. A veces en las competiciones, otras por lesiones, casi siempre por la edad.

—Siempre pensé que moriría. Nunca imaginé que seguiría viviendo sin poder volar.

S'Rella asintió.

—Lo sé. Pero, ahora que ha sucedido, tienes que hacerte a la idea.

—Ya lo he conseguido. O lo había conseguido. —Apartó la mano de su amiga—. He construido aquí una nueva vida. Si no hubieras venido… Si pudiera olvidar…

Por la expresión de S'Rella, se dio cuenta de que la había herido. Pero la alada negó decididamente con la cabeza.

—No puedes olvidar. Nunca lo conseguirás. Tienes que seguir adelante y hacer todo lo que puedas. Ven y enseña a los Alas de Madera. Quédate cerca de tus amigos. Aquí no haces más que esconderte, fingir que…

—De acuerdo, estoy fingiendo —dijo Maris con amargura. Se acercó a la ventana y miró a lo lejos, enfocando la vista en la mancha verde y marrón que era el bosque—. Pero necesito fingir para seguir viviendo. No puedo soportar que me recuerden constantemente lo que he perdido. Cuando te vi en la puerta, sólo podía pensar en tus alas, en cuánto me gustaría ponérmelas y alejarme volando de aquí. Creía que había dejado de pensar en ello. Creía que me había acostumbrado a esta vida. Quiero a Evan y estoy aprendiendo mucho para ser su ayudante. Ahora, soy útil. Disfruto teniendo a Coll cerca de mí, he conocido a su hija. Y la visión de un par de alas lo derrumba todo, convierte mi vida en cenizas.

El silencio llenó la habitación. Maris se dio media vuelta para enfrentarse a S'Rella. Vio lágrimas en el rostro de su amiga, pero también una empecinada desaprobación.

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