Refugio del viento (39 page)

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Authors: George R. R. Martin & Lisa Tuttle

Tags: #Ciencia ficción, Fantasía

—De acuerdo —dijo Maris con un suspiro—, dime que me equivoco. Di lo que piensas.

—Creo que estás cometiendo un error. Creo que, a la larga, te estás creando dificultades. No puedes borrar toda tu vida anterior como si vivieras en un mundo sin alados. Puedes esconderte aquí y fingir que eres una aprendiza de curandero, pero nunca olvidarás quién eres de verdad. Eres una alada. Seguimos necesitándote. Sigues teniendo toda una vida por delante. Todavía no te has centrado, no has hecho las paces contigo misma… Y no quieres hacerlo. Ven a Alas de Madera, Maris.

—No. No. No. No podría soportarlo, S'Rella. Quizá tengas razón, quizá estoy cometiendo un error, pero lo he pensado mucho. Es lo único que puedo hacer. No soy capaz de soportar el dolor. Tengo que seguir viviendo, y para ello necesito olvidar lo que he perdido o me volveré loca. Tú no lo entiendes… No podría soportar verles volar a mi alrededor, disfrutando del viento, y saber que nunca podré unirme a ellos. Me recordarían constantemente lo que he perdido. No puedo. Alas de Madera tendrá que seguir adelante sin mí. No puedo volver.

Se detuvo temblando violentamente, atemorizada, con el recuerdo renovado de su pérdida.

S'Rella se levantó y la sostuvo hasta que pasó el temblor.

—Muy bien —dijo la alada suavemente—. No te presionaré. No tengo derecho a decirte lo que tienes que hacer con tu vida. Pero… Si cambias de opinión, si vuelves a reconsiderarlo dentro de una temporada, el puesto te estará esperando. Siempre. Es tu decisión. No pienso volver a tocar el tema.

Al día siguiente, Evan y ella se levantaron temprano. Pasaron la mañana animando a un cerúleo anciano enfermo que vivía en una solitaria choza del bosque. Bari, que se había levantado y jugaba bajo las primeras luces del alba, se unió a ellos, ya que su padre seguía durmiendo. Consiguió lo que ellos no lograron, arrancar una sonrisa de los labios del anciano. Maris se alegró cuando terminaron. Estaba deprimida, y los lamentos del anciano no conseguían más que irritarla. Varias veces tuvo que contenerse para no gritarle.

—Por cómo se quejaba, cualquiera diría que estaba a punto de morir —dijo Maris mientras volvían hacia casa.

Bari la miró con gesto extrañado.

—Está a punto de morir —dijo con su vocecita, mientras miraba a Evan en busca de apoyo.

—La niña tiene razón —asintió el curandero, malhumorado—. Los síntomas eran evidentes, ¿no has aprendido nada últimamente, o qué? Bari presta más atención que tú. Dudo que ese hombre viva más de tres meses. ¿Por qué crees que hemos preparado la tesis?

—¿Síntomas? —Maris se sentía confusa y avergonzada. Podía memorizar fácilmente todo lo que le decía Evan, pero aplicar los conocimientos resultaba mucho más complicado—. Se quejaba de dolor en las articulaciones. Pensé que… Es viejo, y los viejos suelen…

Evan hizo un gesto de impaciencia.

¿Cómo supiste que se estaba muriendo, Bari?

Porque tenía los codos y las rodillas como dijiste —explicó anhelosa, orgullosa por lo que había aprendido de Evan —. Hinchados y cada vez más duros. También debajo de la barbilla, y donde las patillas. Y tenía la piel fría. ¿Es la hinchazón?

—La hinchazón —asintió Evan complacido—. Los niños se suelen recuperar, pero los adultos no. Nunca.

—No… No me di cuenta —se disculpó Maris.

—Cierto.

Volvieron a casa en silencio. Bari se adelantó a ellos, contenta. Maris se sentía increíblemente cansada.

Ni la menor brisa agitaba el aire de primavera.

Maris se iba animando a medida que caminaba con Evan en el claro amanecer. La tenebrosa fortaleza del Señor de la Tierra les esperaba al final del camino, pero el sol acababa de salir, el aire era fresco y la brisa parecía acariciarla a través de la capa con que se cubría. Flores rojas, azules y amarillas brillaban como joyas entre el musgo gris verdoso y la oscura tierra que bordeaba el camino. Los pájaros volaban y cantaban entre los árboles como rápidos atisbos de llamas y cielo. Era un día en el que estar vivo y poder moverse constituía un placer.

Pocos pasos por delante de ella, Evan caminaba silencioso. Maris sabía que iba reflexionando sobre el mensaje que les había sacado de casa. Alguien había llamado a la puerta para despertarles, antes de que saliera el sol. Era uno de los corredores del Señor de la Tierra, balbuciendo que se necesitaban los servicios de un curandero en la fortaleza.

No podía decir más, no sabía nada más. Sólo que había alguien herido y que necesitaban ayuda.

Evan, que se encontraba muy a gusto en la cama, con el pelo blanco alborotado como las plumas de un pájaro, no tenía ganas de ir a ninguna parte.

—Todo el mundo sabe que el Señor de la Tierra tiene su propio curandero para cuidar de su familia y sirvientes. ¿Por qué no se encarga él de esta emergencia?

El corredor, que obviamente no sabía nada más que lo que le habían dicho, parecía confuso.

—Reni, el curandero, ha sido encarcelado por traición —dijo con voz jadeante.

Evan dejó escapar una imprecación.

—¡Por traición! ¡Qué locura! Reni jamás… ¡Oh!, bueno, deja de morderte los labios, muchacho. Mi asistente y yo iremos a la fortaleza para atender al herido.

Llegaron demasiado pronto al estrecho valle donde se alzaba la sólida fortaleza de piedra donde vivía el Señor de Thayos. Maris llevaba la capa abierta, pero ahora se la ajustó y se la ciñó más al cuerpo. El aire aquí era más frío, la primavera no se había aventurado a pasar la montaña. No había flores ni zarcillos de hiedra que animaran la monocromía de la piedra y los líquenes, y los únicos pájaros que se dejaban sentir eran las gaviotas.

Un anciano guardián con una cicatriz en la cara, un cuchillo al cinturón y un arco colgado a la espalda, les detuvo al poco de entrar en el valle. Les interrogó, les registró y se hizo cargo de la bolsa con las cosas de Evan antes de escoltarles a través de las dos murallas y hacerles pasar a la fortaleza. Maris advirtió que había más guardianes patrullando las murallas que la última vez que estuvo allí, y se dio cuenta del ánimo belicoso que reinaba entre las tropas del patio.

El Señor de la Tierra les recibió en una habitación, solo, a excepción de sus omnipresentes guardias, situados a pocos pasos. Al ver a Maris, el rostro se le endureció, y se dirigió a Evan con palabras duras.

—He ordenado que vinieras tú, curandero, no esta alada sin alas.

—Maris es mi ayudante —respondió Evan con calma—. Y, como bien sabes, ya no es una alada.

—Alado una vez, alado siempre. Tiene amigos alados, no la necesitamos aquí. La seguridad…

—Es mi aprendiz. Yo respondo por ella. El código que me ata a mí, ata también a Maris. Nada de lo que veamos aquí saldrá de nuestros labios.

El Señor de la Tierra frunció el ceño, inseguro. Maris estaba rígida de ira. ¿Cómo se atrevía a hablar así de ella, a ignorarla como si no estuviera presente?

Por fin, el Señor de la Tierra accedió.

—No confío en este «aprendizaje», pero aceptaré tu palabra, curandero. Y ten en cuenta que, si contáis algo de lo que vais a ver hoy aquí, seréis ahorcados.

—Nos hemos apresurado en venir. Pero, a juzgar por tus modales, el asunto no corría tanta prisa —dijo Evan con voz gélida.

El Señor de la Tierra se alejó sin replicarle y mandó llamar a otros dos guardianes. A continuación, les dejó sin dirigirles una mirada.

Los guardianes, jóvenes y pesadamente armados, guiaron a Evan y a Maris por unos escalones de piedra que conducían hasta un túnel esculpido en la montaña, muy lejos de la zona residencial de la fortaleza. Los cirios ardían humeantes en las paredes a intervalos fijos, proporcionando una luz variable e incierta. El aire del estrecho y largo pasillo olía a humo y a sebo. Maris sintió una repentina claustrofobia y se agarró a Evan.

Por fin llegaron a una bifurcación, cerrada por dos puertas de madera. Se detuvieron ante una de ellas, y los guardias apartaron las rejas que la cerraban. Al otro lado había una pequeña celda de piedra, con un jergón en el suelo y una ventana pequeña y redonda. Una mujer de largo cabello rubio claro se apoyaba contra la pared de la celda. Tenía los labios hinchados, un ojo ennegrecido y manchas de sangre en la ropa. Maris tardó unos momentos en reconocerla.

—Tya… —dijo, no demasiado segura.

Los Guardianes les dejaron solos. Cerraron la puerta tras ellos y les indicaron que estarían fuera por si necesitaban alguna cosa.

Mientras Maris miraba sin comprender, Evan se acercó a Tya.

—¿Qué te ha pasado? —preguntó.

—Los matones del Señor no se han andado con delicadezas para arrestarme —respondió la alada con su fría voz irónica. Podía haber estado hablando de otra persona—. O quizá el error fue mío, por ofrecer resistencia.

—¿Dónde te duele?

—A juzgar por cómo me encuentro, han debido romperme los huesos del cuello. Y me han mellado un diente. Eso es todo. Simples magulladuras, ¡Ah!, y la sangre del labio.

—Mis cosas, Maris.

Maris depositó la bolsa a su lado y miró a Tya.

—¿Cómo ha podido arrestar a una alada? ¿Por qué?

—Se me acusa de traición —respondió Tya.

Tuvo un sobresalto cuando Evan le pasó los dedos por el cuello.

—Siéntate —dijo Evan, ayudándola—. Estarás más cómoda.

—Debe de estar loco —siguió Maris.

La palabra conjuró el fantasma de loco Señor de Kennehut. Al enterarse de la muerte de su hijo, acontecida en tierras lejanas, la pena le devoró e hizo matar al mensajero que había volado hasta allí con la noticia. Desde entonces, los alados le evitaron hasta que Kennebut fue una isla desolada, arruinada y sola. Su nombre se convirtió en sinónimo de locura y desesperación. Desde entonces, ningún Señor de la Tierra había soñado con atacar a un alado. Hasta ahora.

Maris agitó la cabeza y miró a Tya sin verla.

—¿Ha perdido la cabeza hasta el punto de creer que inventaste esos mensajes de sus enemigos? Ya es bastante malo que se atreva a acusarte de traidora. Ese hombre está loco. No estás a su merced. Sabe perfectamente que los alados están por encima de las leyes locales. ¿Cómo puedes cometer traición, si eres su igual? ¿Qué alega que hiciste?

—¡Oh!, sabe muy bien lo que hice. No he dicho que me arrestara bajo falsas acusaciones. Sencillamente, creí que no me descubriría. Sigo sin saber cómo se ha enterado, sobre todo con el cuidado que puse. —Guiñó un ojo—. Pero no ha servido de nada. Habrá guerra, y será tan feroz y sangrienta como si yo no hubiera intervenido.

—No te entiendo.

Tya le sonrió. Sus ojos negros seguían siendo perspicaces e inteligentes, pese a la hinchazón y el evidente dolor.

—¿No? Tengo entendido que algunos alados pueden transportar mensajes sin conocer su contenido. Bueno, pues yo siempre lo he sabido. Cada amenaza beligerante, cada promesa tentadora, cada aliado potencial para una guerra. Aprendía cosas que no tenía intención de decir. Cambié los mensajes. Ligeramente al principio, lo justo para hacerlos más diplomáticos. Y volvía con respuestas que podían retrasar o aplazar la guerra que el Señor de Thayos buscaba. Todo funcionó hasta que descubrió mi engaño.

—Muy bien, Tya —intervino Evan—. Basta de charla por ahora. Voy a enderezarte el cuello. Te dolerá. ¿Puedes resistirlo o prefieres que Maris te sujete?

—Aguantaré, curandero —dijo la alada, respirando hondo.

Maris miraba fijamente a Tya, sin apenas creerse lo que acababa de oír. Tya había hecho lo impensable: alterar un mensaje a ella confiado. Se había inmiscuido en la política de los atados a la tierra, en lugar de mantenerse a distancia, como siempre hicieron los alados. La locura de encerrar a una alada ya no parecía un disparate tan absurdo. ¿Qué otra cosa pudo hacer el Señor de la Tierra? No la extrañaba que su presencia le alterase tanto. Cuando la noticia llegara a los demás alados…

—¿Qué piensa hacer el Señor de la Tierra contigo? Por primera vez, Tya pareció preocupada.

—La traición se castiga con pena de muerte.

—¡No se atreverá!

—Yo no estoy tan segura. Al principio tuve miedo de que planease enterrarme aquí, matarme en silencio y silenciar a los guardianes que lo supieran. Todo el mundo pensaría que había desaparecido en el mar. Pero ahora que has venido tú, Maris, no sé qué hará. No puede matarme en secreto, le denunciarías.

—Y nos ahorcaría a los dos por traidores y mentirosos —señaló Evan jocosamente. Luego, más serio, añadió—: No, creo que tienes razón, Tya. El Señor de la Tierra no me habría mandado llamar si planease matarte en secreto. Sería más sencillo dejarte morir. Cuanta más gente esté al corriente de tu arresto, más aumenta el peligro para él.

—Todavía existe la ley de los alados. Ningún Señor de la Tierra tiene derecho a juzgar a uno de los nuestros —explicó Maris—. No tiene más que entregarte a los alados. Se convocará un Consejo y te despojarán de las alas. ¡Oh, Tya! Jamás se ha sabido de nadie que hiciera algo así.

—Te he impresionado, ¿verdad? —sonrió Tya—. Cuando se rompe una tradición, hasta tú te quedas bloqueada. Ya te dije que no eras un-ala.

¿Crees que eso tiene importancia? ¿Acaso esperas que los un-ala se pongan de tu parte y aplaudan este crimen? ¿Qué te permitirán conservar las alas? ¿Qué Señor de la Tierra te aceptaría?

A los Señores de la Tierra no les gustará, pero quizá ha llegado la hora de que sepan que no pueden controlarnos. Tengo amigos entre los un-ala que están de acuerdo conmigo. Los Señores de la Tierra tienen mucho poder, sobre todo los de las islas Orientales. ¿Y con qué derecho? ¿El de cuna? La cuna solía decidir quién llevaba las alas hasta que tu Consejo cambió eso. ¿Por qué tiene que decidir quién manda?

«No sabes lo que puede llegar a hacer un Señor de la Tierra, Maris. En el Archipiélago Occidental es muy diferente. Y tú, como los viejos alados, nunca te has preocupado por ello. Pero las cosas son muy diferentes para los un-ala».

«Crecemos como cualquier atado a la tierra. Nada nos diferencia de los demás. Y, después de que ganamos las alas, el Señor de la Tierra nos sigue viendo como súbditos suyos. Las alas le obligan a respetarnos y a tratarnos como a iguales, pero ese respeto es algo muy frágil. En cualquier competición, podemos volver a perder las alas, y ser otra vez vulgares y débiles ciudadanos».

«En el Archipiélago Oriental, en las Brasas, en la mayor parte del Sur y hasta en algunas de las islas Occidentales, allí donde el cargo de Señor de la Tierra es hereditario, se mira con respeto a todo alado que nace con alas. En cuanto a los que tenemos que luchar para conseguirlas, nos miran con desprecio, por mucho que intenten disimularlo. Nos tratan como a iguales sólo superficialmente. Constantemente, intentan controlarnos, comprarnos, vendernos, darnos órdenes, alimentarnos con mensajes como si sólo fuéramos una reata de aves amaestradas. Pues bien, lo que he hecho les conmoverá un poco. Hará que tengan más cuidado con nosotros. No somos sus criados, y no aceptaremos llevar mensajes que no nos gusten. Ni sentencias de muerte, ni amenazas que provocarán unas guerras en las que morirán nuestras familias, nuestros seres queridos, muchos inocentes».

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