Refugio del viento (37 page)

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Authors: George R. R. Martin & Lisa Tuttle

Tags: #Ciencia ficción, Fantasía

Los recuerdos la atravesaban como un millar de cuchillos, y Maris gritó su dolor. Lloró hasta que apenas pudo respirar. Era perfectamente consciente del aspecto que debía de tener: una vieja ridícula llorando y gimiendo sola en la playa. Pero no era capaz de contenerse.

Apenas se atrevía a pensar en el vuelo, en la alegría, en la libertad que había perdido para siempre. Pero los recuerdos llegaron solos: el mundo extendiéndose bajo ella, la felicidad de tener alas, la emoción de volar ante una tormenta, los múltiples colores del cielo, la magnífica soledad de las alturas… Todas las cosas que no volvería a experimentar más que a través del recuerdo. En una ocasión, descubrió una corriente ascendente que la llevó casi hasta el infinito, hasta los lugares por los que se movieron los navegantes de las estrellas. Desde allí no se veía el mar, no había nada que volase a excepción de los extraños y etéreos espectros del viento. Siempre recordaría aquel día, siempre.

El mundo se oscureció a su alrededor. Las estrellas aparecieron. El sonido del mar lo llenaba todo. Estaba entumecida, empapada hasta los huesos, vacía de lágrimas mientras intentaba enfrentarse al vacío que era su vida. Por fin se levantó e inició el largo camino de regreso hacia la cabaña, dando la espalda al mar y al cielo.

La casa estaba caldeada, repleta del sabroso aroma de un estofado. La visión de Evan de pie, junto al fuego, hizo que el corazón le latiera más de prisa. Aquellos ojos azules eran infinitamente tiernos cuando pronunciaba su nombre. Corrió hacia él y le rodeó con los brazos, abrazándole como si fuera todo en la vida para ella. Cerró los ojos para combatir el vértigo.

—Maris —repitió el curandero—. Maris.

La voz del hombre sonaba complacida y sorprendida. Sus brazos la rodearon, la estrecharon, protectores. Luego la llevó hasta la mesa y puso un plato frente a ella.

Habló mientras comían, contándole lo que había pasado durante el día. Una aventura persiguiendo a un venado, los problemas para encontrar un arbusto con moras plateadas ya maduras, el postre especial que había preparado…

Maris asentía sin apenas entenderle, reconfortada por el sonido de su voz, deseosa de que siguiera. Las palabras del hombre, su presencia, le decían que el mundo todavía no había terminado.

Al rato, le interrumpió.

—Tengo que saberlo, Evan. Esta… Esta lesión que tengo… ¿Hay posibilidades de que se cure alguna vez? ¿Podré…? ¿Me recuperaré?

Evan dejó la cuchara en el plato y, por un momento, la alegría huyó de su rostro.

—No lo sé, Maris. Y no creo que nadie pueda decirte si tu estado es temporal o permanente. No puedo estar seguro.

—Entonces, dime lo que tú crees. Tu opinión.

El dolor se reflejó en los ojos del curandero.

—No —dijo con voz sosegada—. No creo que llegues a recuperarte del todo. No creo que puedas recuperar lo que has perdido.

Ella asintió, con el rostro tranquilo.

—Comprendo. —Se separó de la mesa—. Gracias. Tenía que preguntarlo. No sé por qué, pero seguía albergando esperanzas.

Se levantó.

—Maris…

Le hizo un gesto para que no siguiera.

—Estoy cansada. Ha sido un día muy duro y tengo que pensar, Evan. Necesito decidir algo, tengo que estar sola. Lo siento. —Se obligó a sonreír—. El estofado estaba muy bueno. Lamento perderme ese postre especial que has preparado, pero no tengo mucha hambre.

La habitación estaba fría y a oscuras cuando Maris despertó. El fuego se había apagado. Se sentó en la cama y miró hacia la oscuridad. Ya no hay lágrimas, pensó. Ha pasado.

Cuando apartó las mantas y se levantó, el suelo se tambaleó bajo sus pies y, por un momento, vaciló insegura. Luego se irguió, se puso una túnica corta y se dirigió hacia la cocina, donde encendió una vela con los rescoldos que se consumían en la chimenea. El suelo de madera le enfriaba los pies desnudos a medida que se dirigía hacia el vestíbulo, pasando junto al taller en el que Evan preparaba las pociones y ungüentos, y las vacías habitaciones reservadas para los que acudían a él.

Cuando la puerta se abrió, Evan se estiró, dio media vuelta y pestañeó al verla.

—Maris —dijo con voz ronca por el sueño—. ¿Sucede algo?

—No quiero estar muerta.

Maris atravesó la habitación y encendió el candil de la mesita de noche. Evan se incorporó y la tomó de la mano.

—He hecho todo lo posible como curandero. Si quieres mi amor… Si me quieres a mí…

Le acalló con un beso.

—Sí —respondió.

—Querida —susurró Evan, contemplándola a la luz de las velas.

Las sombras daban un aspecto extraño a su rostro. Por un momento, se sintió insegura y asustada.

Pero el momento pasó. Él apartó las sábanas, ella se despojó de la túnica y se metió en la cama con él. La rodeó con los brazos, la acarició con unas manos gentiles, cariñosas y familiares. El cuerpo del hombre era cálido y estaba lleno de vida.

—Enséñame a curar —pidió Maris a la mañana siguiente—. Quiero trabajar contigo.

Evan sonrió.

—Muchas gracias, pero no es fácil, ¿sabes? ¿A qué viene ese repentino interés por las artes curativas?

—Tengo que hacer algo, Evan. Sólo sé volar. Nunca he hecho otra cosa. Puedo tomar el barco y volver a Amberly, y pasar el resto de mis días en la casa que heredé de mi padrastro, sin hacer nada. Me mantendrán aunque no me lo gane. La gente de Amberly no permite que sus alados terminen como mendigos. —Se separó de la mesa de desayuno y empezó a caminar—. O puedo quedarme aquí, si encuentro algo en lo que ocuparme. Si no hago alguna cosa útil para llenar mis días, los recuerdos me volverán loca. Ya ha pasado la época en que podía tener hijos. Hace años, opté por no ser madre. Y no puedo pilotar un barco, ni entonar una melodía, ni construir una casa. Los jardines que he plantado acaban siempre por morirse. No tengo futuro como mendiga, y si trabajara en un comercio, si tuviera que pasarme el día vendiendo cosas, terminaría por darme a la bebida.

—Ya veo que has considerado todas las opciones —dijo Evan, con la sombra de una sonrisa en los labios.

—Exacto —replicó Maris con seriedad—. No sé si reúno las condiciones necesarias para ser curandera. No hay ningún motivo para creerlo. Pero estoy decidida a esforzarme al máximo, y además tengo memoria de alado. No confundiré los venenos con las pociones curativas. Puedo ayudarte a recoger hierbas, a mezclar remedios, a sujetar a los pacientes mientras les operas, a lo que sea. He ayudado en dos partos, puedo hacer todo lo que me pidas, cualquier cosa para la que necesites otro par de manos.

—Llevo mucho tiempo trabajando solo, Maris. No tengo paciencia con la torpeza, la ignorancia o los errores.

Maris le sonrió.

—O con opiniones que difieran de la tuya.

—Sí —rió—. Supongo que podré enseñarte, y no me vendrá mal tu ayuda. Pero no me creo ese «haré todo lo que me pidas». Empiezas un poco tarde para ser una humilde criada.

Maris le miró, intentando que en su rostro no se reflejara el repentino pánico que sentía. ¿Qué podría hacer si se negaba? No quería dar la impresión de estar suplicando una excusa para quedarse a su lado.

Evan debió de notar algo, porque le tomó la mano y se la sostuvo con fuerza.

—Podemos intentarlo. Si tú quieres aprender, yo quiero enseñarte. Ya es hora de que transmita mis conocimientos a otro. Así, si me pica una garrapata azul o contraigo la fiebre de la mentira, con mi muerte no se perderá todo.

Maris sonrió, aliviada.

—¿Cuándo empezamos?

Evan lo pensó un momento antes de responder.

—Hay aldeas y campamentos por los que no he pasado desde hace medio año. Podríamos viajar un par de semanas y hacer la ronda. Así tendrías una idea de en qué consiste mi trabajo, y averiguaríamos si tienes estómago. —Le soltó la mano y se dirigió hacia el almacén—. Ayúdame a hacer el equipaje.

Maris aprendió muchas cosas en los viajes con Evan a través de los bosques. Algunas eran agradables.

Se trataba de un trabajo duro. Evan, tan paciente como curandero, era un maestro exigente. Pero Maris se alegraba de ello. Prefería que la obligaran a trabajar con todas sus fuerzas, hasta que no podía más. No tenía tiempo para pensar en su pérdida y, por las noches, dormía profundamente.

Pero, pese a que disfrutaba siendo útil y realizaba alegre todas las tareas que Evan le encomendaba, en esta nueva vida había exigencias que a Maris le costaba mucho cumplir. Resultaba difícil dar ánimos a un extraño, y más difícil todavía era no poder dar ni eso. Maris tuvo pesadillas con una mujer que había perdido a su hijo. Fue Evan quien se lo dijo, claro, pero la pobre mujer dirigió su pena y su rabia contra Maris, negándose a creer la noticia, pidiendo un milagro que nadie podía realizar. Maris se maravillaba de que Evan pudiera ofrecer tanto de sí mismo, absorber tanto dolor, miedo y pena, año tras año, sin derrumbarse. Intentó imitar la serenidad, los modales firmes y gentiles del curandero, recordándose a sí misma constantemente que Evan le dijo que era fuerte.

Maris se preguntaba si, con el tiempo, conseguiría más habilidad y confianza en sí misma. A veces, Evan parecía saber qué hacer por puro instinto, de la misma manera que algunos Alas de Madera se lanzaban al viento como si hubieran nacido para ello, mientras que otros se debatían sin esperanzas, les faltaba ese especialísimo sentido del aire. Evan, con un simple toque, podía calmar a una persona dolorida. Maris no tenía ese don.

Cuando cayó la noche de su decimonoveno día de viaje, Maris y Evan no se detuvieron para acampar, sino que apresuraron la marcha. Hasta Maris, para la que todos los árboles eran iguales, reconoció aquella parte del bosque. La casa de Evan apareció bruscamente ante ellos.

De pronto, Evan la agarró por la muñeca, deteniéndola. Miraba hacia adelante, hacia la casa. En la ventana había luz, y salía humo por la chimenea.

—¿Un amigo? —aventuró Maris—. ¿O alguien que necesita tus servicios?

—Quizá, pero hay otras posibilidades. Desarraigados, gente a la que han expulsado de sus pueblos o aldeas por cometer algún crimen o hacer alguna locura. Suelen atacar a los viajeros o irrumpir en las casas y esperar…

Se acercaron en silencio, Evan unos pasos por delante, encaminándose hacia la ventana en vez de hacia la puerta.

—Un hombre y una niña. No parecen peligrosos —murmuró.

Era una ventana alta. Aún de puntillas y apoyada en Evan, Maris apenas llegaba a atisbar en el interior.

Vio a un hombre de aspecto rudo, con barba, sentado en una banqueta frente al fuego. A sus pies se sentaba una niña que le miraba directamente al rostro.

El hombre volvió lentamente la cabeza, y el fuego arrancó destellos rojos de su cabello negro. La luz le iluminó el rostro.

—¡Coll! —gritó alegremente.

Se tambaleó y estuvo a punto de caer, pero Evan la sostuvo a tiempo.

—¿Tu hermano?

—¡Sí!

Rodeó la casa corriendo, y no había hecho más que poner la mano en el picaporte cuando la puerta se abrió desde dentro y Coll la envolvió en un abrazo de oso.

A Maris nunca dejaba de sorprenderle la corpulencia de su hermanastro. Solía verle con intervalos de varios años, y en ese tiempo siempre le recordaba como el joven Coll, su hermanito pequeño, delgado, inseguro y frágil, que sólo se sentía a gusto con la guitarra en las manos, que sólo se crecía cuando cantaba.

Pero su hermanito se había desarrollado, había crecido hasta alcanzar aquella imponente altura. Años de viajes, ganándose el pasaje hacia las demás islas trabajando como marinero, haciendo cualquier tipo de labor cuando su público era demasiado pobre para pagar las canciones, le habían fortalecido. Su pelo, de un rojo dorado, se había oscurecido hasta alcanzar aquel tono castaño. Ahora el rojo sólo se atisbaba en la barba o en reflejos ocasionales.

—Tú debes de ser Evan, el curandero —dijo, dirigiéndose al hombre. Mantenía a Maris en el aire, bajo el brazo. Al ver el asentimiento de Evan, siguió hablando—. Siento no haber sido más cortés, pero en Puerto Thayos nos dijeron que Maris vivía aquí, contigo. Llevamos cuatro días esperando que aparezcáis. Rompí una contraventana para entrar, pero ya la he arreglado. Creo que la he dejado mejor que antes. —Volvió a mirar a Maris y estrechó el abrazo—. Teníamos miedo de que te hubieras marchado ya.

Maris se puso tensa. Vio la preocupación reflejada en el rostro de Evan, y negó ligeramente con la cabeza.

—Tenemos que hablar. Ven, siéntate junto al fuego. Se me van a caer las piernas de tanto andar. ¿Puedes preparar un poco de ese maravilloso té tuyo, Evan?

—He traído kivas —intervino rápidamente Coll—. Me dieron tres botellas a cambio de una canción. ¿Caliento una?

—Estupendo —respondió Maris.

Mientras rebuscaba en la alacena donde se guardaban los pesados tazones de arcilla, volvió a ver a la niña, oculta en las sombras, y se detuvo de golpe.

—¿Bari?

La niñita avanzó con timidez, la cabeza inclinada, mirando disimuladamente hacia arriba.

—Bari —repitió cálidamente—. ¡Eres tú! ¡Soy tu tía Maris! —Se inclinó para abrazarla, antes de alejarla de ella para verla mejor—. No me recuerdas, claro. La última vez que te vi, abultabas menos que un nido de pájaro.

—Mi padre canta sobre ti —dijo Bari.

Su voz resonó con la claridad de una campana.

—¿Tú también cantas?

Bari se encogió de hombros y miró al suelo.

—A veces —murmuró.

Bari era una chiquilla delgada de unos ocho años. Tenía muy cortos los luminosos cabellos castaños, peinados como una caperuza que enmarcaba el rostro pecoso en forma de corazón. Sus ojos grises eran enormes. Vestía como una versión en miniatura de su padre, una túnica de lana sujeta con un cinturón, sobre unos pantalones de cuero. De una correa que llevaba alrededor del cuello, pendía un trozo de resina endurecida color dorado.

—¿Por qué no traes cojines y mantas y las pones ante el fuego para que estemos cómodos? —sugirió Maris—. Están en ese armario del rincón.

Cogió los tazones y volvió junto al hogar. Coll la tomó de la mano y la atrajo hacia el suelo, para sentarla a su lado.

—Es maravilloso verte caminar, sana —dijo con su profunda y cálida voz—. Cuando me enteré del accidente, temí que quedaras lisiada, como nuestro padre. Esperaba recibir alguna noticia buena a lo largo del viaje desde Poweet, pero nunca llegó. Me han dicho que fue una caída terrible, entre las rocas, que te rompiste las dos piernas y un brazo. Pero ahora por fin te veo, y te veo entera. ¿Cuándo piensas volar hacia Amberly?

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