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Authors: George R. R. Martin & Lisa Tuttle

Tags: #Ciencia ficción, Fantasía

Refugio del viento (42 page)

—Es posible —dijo Maris, recordando el importante papel que jugara Jamis el Mayor en el Consejo que convocara Corm—. Pero Val tendrá que buscarse otro presidente. No tengo nada que ver con las alas ni con el Consejo de alados. Lo único que quiero es que me dejen en paz.

—No habrá paz hasta que triunfemos.

—¡No soy una piedra en el tablero de geechi de Val! ¡Más vale que se vaya enterando! Él sabe muy bien cuánto me costaría hacer lo que me pide. ¿Cómo se atreve a insinuarlo? Os envía a engañarme, a mentirme hablando de rescates y de salvación, porque sabía que me negaría. No puedo soportar ver a un alado. ¿Creéis que me gustaría estar rodeada por cientos de ellos, mirarles jugar y revolotear en el cielo, escucharles intercambiar relatos para, al final, quedarme sola, como una vieja tullida? ¿Para ver cómo se alejan y me abandonan? ¿Creéis que me gustaría?

Maris se dio cuenta de que había hablado a gritos. El dolor le formaba un nudo en el estómago.

La voz de Arrilan era sombría.

—Apenas te conozco. ¿Cómo quieres que sepa lo que sientes? Lo lamento, de verdad. Y estoy seguro de que Val también lo siente. Pero eso no sirve de nada. El asunto que nos trae aquí es más importante que tus sentimientos. Todo depende de este Consejo, y Val quiere que estés presente.

—Decidle a Val que lo siento, que le deseo suerte, pero no acudiré. Soy vieja, estoy cansada. Quiero que me dejen en paz.

Arrilan se levantó. Los ojos le brillaban con una luz gélida.

—Prometí a Val que no le fallaría. Somos cuatro contra ti.

Hizo un gesto a la mujer que tenía a la izquierda. Esta sacó el cuchillo de la funda. Sonrió, y Maris se dio cuenta de que tenía los dientes de madera. Tras ella, el tercer hombre se levantó. También empuñaba el cuchillo.

—Fuera todos —dijo Evan.

Estaba en pie, cerca de la puerta de su laboratorio, y llevaba en las manos el arco que utilizaba para cazar. Tenía una flecha preparada.

Sólo puedes derribar a uno de nosotros con eso —dijo la mujer de los dientes de madera—. Y eso con suerte. No te daré tiempo a poner otra flecha, viejo.

Cierto. Pero la punta de esta flecha está bañada en el veneno de la garrapata azul, así que ese uno morirá.

Bajad los cuchillos —indicó Arrilan—. Y tú, por favor, deja el arco. No tiene por qué morir nadie.

Miró a Maris.

—¿De verdad creéis que podéis obligarme a presidir el Consejo? —Maris chasqueó la lengua, disgustada—. Pues id diciendo a Val que, si su estrategia es tan buena como la vuestra, los un-ala estáis acabados.

Arrilan miró a sus compañeros.

—Salid. —A regañadientes, los dos hombres y la mujer se dirigieron hacia la puerta—. Se acabaron las amenazas. Lo siento. Maris. Espero que entiendas lo desesperado que estoy. Te necesitamos.

—Necesitáis a la alada que fui, pero ésa murió en una caída. Déjame sola. Sólo soy una vieja, una aprendiza de curandero, y eso es todo lo que aspiro a ser. No me hieras más intentando arrastrarme hacia el mundo.

El desprecio brillaba en el rostro de Arrilan.

—¡Y pensar que se sigue cantando a una cobarde como tú! Cuando se marchó, Maris se volvió hacia Evan. Estaba temblando, y la cabeza le daba vueltas.

El curandero bajó el gran arco que sostenía y lo dejó a un lado.

—¿Muerta? —preguntó con amargura—. ¿Todo este tiempo has estado muerta? Creí que estabas aprendiendo a vivir otra vez. Pero no has hecho más que utilizar mi cama como si fuera una tumba.

—¡Oh, Evan, no! —dijo Maris cansada. Buscaba consuelo, no más reproches.

Han sido tus propias palabras. ¿Sigues creyendo que tu vida terminó con la caída? —El rostro del curandero se contrajo por el dolor y la rabia—. No tengo intención de amar a un cadáver.

¡Oh, Evan! —Se sentó de golpe, como si las piernas no pudieran sostenerla durante más tiempo—. No quería decir eso. Quería decir que estoy muerta para los alados, o que ellos han muerto para mí. Ésa es la parte de mi vida que ha terminado.

—No creo que sea tan sencillo. Si intentas matar una parte de ti, te arriesgas a matarlo todo. Es como lo que, según tu hermano, solía decir Barrion sobre cambiar una nota de la canción.

—Valoro mucho nuestra vida en común, Evan. Créeme, por favor. Es que Arrilan y ese maldito Consejo de Val me han hecho recordar todo otra vez. Todo lo que he perdido. Han conseguido que vuelva el dolor.

—Han conseguido que te compadecieras de ti misma.

Maris se sintió molesta. ¿Es que no lo entendía? ¿Entendería alguna vez un atado a la tierra la inmensidad de su pérdida?

—Sí —dijo con voz gélida—. Han conseguido que me autocompadeciera. ¿Es que no tengo derecho?

—Hace tiempo que pasó la hora de la autocompasión. Tienes que aceptar lo que eres, Maris.

Lo haré. Lo estoy intentando. Ya casi había conseguido olvidar, y por eso no puedo permitir que me mezclen en esta pelea de alados. Eso lo estropearía todo. Me volvería loca. ¿Es que no te das cuenta?

Lo único que veo es a una mujer que reniega de todo lo que ha sido —dijo Evan.

Quizá habría seguido hablando, pero un sonido les hizo desviar la mirada. Bari, de pie ante el umbral, parecía asustada.

El rostro de Evan se enterneció. Se acercó a ella, la levantó y la abrazó estrechamente.

—Hemos tenido visitas —dijo, besándola a continuación.

—¿Preparo el desayuno, ya que estamos todos despiertos? —les preguntó Maris.

Bari sonrió y asintió. El rostro de Evan era inescrutable. Maris se dio la vuelta y se concentró en el trabajo, decidida a olvidar.

Durante las siguientes semanas, apenas hablaron de Tya y del Consejo de alados. Pero, aunque no las buscaran, las noticias les llegaban con regularidad. Un pregonero en la plaza de Thossi, chismorreos de los comerciantes, viajeros que solicitaban los cuidados o los consejos de Evan… Todos hablaban de la guerra, de los alados y del beligerante Señor de Thayos.

Maris se enteró de que en Arren Sur se habían reunido los alados de Windhaven. Los atados a la tierra de aquella pequeña isla no olvidarían jamás aquellos días, de la misma manera que las gentes de Amberly Mayor y Amberly Menor nunca olvidaron el último Consejo. En aquellos momentos, en las calles de Puerto Sur y Arrenton, pequeños y polvorientos pueblos que Maris recordaba muy bien, reinaría un ambiente festivo. Los vendedores de vinos, pasteles y salchichas, los mercaderes y comerciantes, convergerían procedentes de media docena de islas cercanas, atravesando el traicionero mar en inseguras barcas, esperando poder ganar un poco de hierro a costa de los alados. Las tascas y tabernas estarían llenas a rebosar, y habría alados por todas partes, multitudes de ellos por toda la ciudad. Maris podía imaginárselos: alados de Gran Shotan con sus uniformes color rojo oscuro, pálidos Artellianos adornados con diademas plateadas, sacerdotes del Dios del cielo procedentes del Archipiélago Sur, otros de las Islas Exteriores y de Las Brasas, a los que no se veía desde hacía años. Los viejos amigos se abrazarían entre sí, y pasarían las noches hablando. Antiguos amantes intercambiarían sonrisas inseguras y buscarían una excusa para pasar algunas horas en la oscuridad. Bardos y narradores contarían viejas historias y compondrían otras nuevas para la ocasión. El aire estaría lleno de chismorrees, fanfarronadas y canciones, repleto del aroma del especiado kivas y de la carne asada.

Maris pensó que todos sus amigos estarían allí. Los vio en sueños: jóvenes y viejos alados, un-ala y alados de cuna, orgullosos y tímidos, los alborotadores y los tranquilos. Todos se reunirían, y el resplandor de las alas y el sonido de las risas llenaría todo Arren Sur.

Y todos volarían.

Maris intentó no pensar en ello, pero la idea acudió de todas formas. En sueños, voló con ellos. Podía sentir el viento mientras dormía, rozándole con dedos sabios y gentiles, llevándola al éxtasis. A su alrededor, podía ver las alas, centenares de ellas, brillantes contra el intenso azul del cielo, girando y ascendiendo en armoniosos círculos lánguidos. Las alas de Maris captaban la luz del sol y lanzaban breves destellos que eran como gritos de alegría. Vio las alas al atardecer, enrojecidas con el color de la sangre, contra el cielo púrpura anaranjado que, progresivamente, derivada hacia el violeta y luego hacia el blanco plateado, cuando el último rayo de luz se desvanecía y sólo quedaban estrellas, estrellas entre las que volar.

Recordó el sabor de la lluvia, el retumbar distante del trueno y el aspecto que ofrecía el mar al amanecer, justo antes de que saliera el sol. Recordó la sensación de correr por un risco y lanzarse al vacío, confiando sólo en el viento, en las alas y en su propia habilidad para mantenerse en el aire.

A veces, por la noche, gritaba y temblaba. Evan la rodeaba con los brazos y le susurraba palabras reconfortantes, pero Maris nunca le contaba sus sueños. Nunca había sido un alado, nunca había estado en un Consejo. No lo comprendería.

Pasó el tiempo. Los enfermos acudían a Evan, o él a ellos, y morían o se curaban. Maris y Bari trabajaban a su lado, haciendo lo que podían. Pero Maris descubrió que no siempre podía concentrarse en el trabajo.

En cierta ocasión, Evan la envió al bosque a recoger dulce canto, una hierba que utilizaba para preparar la tesis. Y, a medida que se adentraba en el húmedo y frío bosque, la mujer se descubrió pensando en el Consejo. Ya debe de haber empezado, se decía. Oía mentalmente los discursos que debían de estar pronunciando Val, Corm y todos los demás.

Con la imaginación, presentó sus propios argumentos y objeciones, mientras se preguntaba cómo terminaría todo y quién habría sido elegido para presidir el Consejo. Cuando por fin volvió, llevaba bajo el brazo un cesto lleno de semillas del mentiroso, que se parecían al dulce canto pero no tenían propiedades curativas. Evan cogió el cesto, suspiró sonoramente y agitó la cabeza.

—Maris, Maris ¿qué voy a hacer contigo? —Se volvió hacia Bari—. Niña, ve a recoger un poco de dulce canto antes de que oscurezca. Tu tía no se encuentra bien.

A Maris no le quedó más remedio que admitirlo.

Y, un día, volvió Coll, arrastrando los pies por el camino y con la guitarra a la espalda. Habían pasado seis semanas desde que partiera. No venía solo. A su lado caminaba S'Rella. Todavía llevaba las alas puestas, y se tambaleaba de agotamiento. Los dos tenían los rostros grises y exhaustos.

Cuando Bari les vio llegar, lanzó un grito y corrió a abrazar a su padre. Maris se dirigió a S'Rella.

—¿Te encuentras bien? ¿Qué ha pasado en el Consejo?

S'Rella se echó a llorar.

Maris se acercó y abrazó a su vieja amiga, que temblaba entre sus brazos. Por dos veces intentó hablar, pero sólo conseguía abrir la boca, y las palabras se le ahogaban en la garganta.

—Ya ha pasado todo, S'Rella —dijo Maris, impotente—. Calma, calma, ya ha pasado. Estoy aquí.

Sus ojos se encontraron con los de Coll.

—Bari —pidió el bardo con voz temblorosa—, ve a buscar a Evan. Dile que venga con nosotros.

La niña corrió a cumplir el encargo de su padre, no sin antes dirigir una mirada de preocupación a S'Rella.

—Estuve en la fortaleza del Señor de la Tierra —siguió Coll cuando la niña se hubo marchado—. Descubrió que era tu hermano y decidió retenerme allí hasta que terminara el Consejo. S'Rella llegó para comunicar que había finalizado. Los guardianes la capturaron y la llevaron a la fortaleza. También había retenido a otros alados: Jem, Ligar de Thrane, Katinn de Lomarron y algunos jóvenes del Archipiélago Occidental. Junto con otros cuatro bardos, una pareja de narradores y todos los pregoneros y corredores del Señor de Thayos. Evidentemente, quería que se difundiera la noticia. Quería que todo el mundo supiera lo que había hecho. Fuimos sus testigos. Los guardianes nos llevaron al patio y nos obligaron a mirar.

—No —susurró Maris, estrechando con más fuerza a S'Rella—. No, Coll. No se habrá atrevido. ¡Imposible!

—Tya de Thayos fue ahorcada ayer al atardecer —dijo Coll con voz ronca—. Negarlo no cambiará nada. Lo hemos visto. Intentó decir algo, pero el Señor de la Tierra no lo permitió. El nudo estaba mal hecho. La caída no la mató, tardó mucho tiempo en morir, estrangulada.

S'Rella se deshizo de su abrazo.

—Has tenido suerte —dijo con dificultad—. Podía haber mandado a buscarte. ¡Oh, Maris!, no podía apartar la vista… Yo… Fue horrible. Ni siquiera dejaron que… Que dijera sus últimas palabras. Y lo peor…

Volvió a quedarse sin voz.

Evan y Bari se acercaron, pero Maris apenas oyó sus pasos, o el saludo de bienvenida de Evan. Una enorme frialdad se había adueñado de ella, la misma torpeza enfermiza que la invadió cuando murió Russ y cuando Halland se perdió en el mar.

—¿Cómo se ha atrevido? —dijo lentamente—. ¿Nadie hizo nada? ¿No intentaron detenerle?

—Varios oficiales guardianes le avisaron, sobre todo un alto mando, creo que era la jefa de su escolta personal. No escuchó a nadie. El guardián que nos conducía estaba muy asustado. Cuando se abrió la trampilla, fueron muchos los que apartaron la vista. Pero obedecieron. Al fin y al cabo, son guardianes. Y él es su Señor.

—Pero… ¿El Consejo…? ¿El Consejo no…? ¿Qué pasa con Val, con los alados?

—¡El Consejo! —exclamó S'Rella con amargura—. El Consejo la declaró fuera de la ley y la despojó de sus alas. —La rabia le había secado las lágrimas de los ojos—. ¡Fue el Consejo el que le dio permiso para hacerlo!

—Y, para que todo el mundo supiera que había ahorcado a una alada —dijo Coll con voz débil—, el Señor de la Tierra le puso las alas. Plegadas, claro, pero seguían siendo reconocibles. Incluso hizo bromas al respecto. Dijo a Tya que utilizara las alas para evitar aquella caída, que huyera volando si podía.

Más tarde, ante unas tazas del té especial de Evan y platos de pan y salchichas, S'Rella recuperó la compostura. Mientras Coll salía al exterior con su hija, contó a Maris y a Evan lo que había sucedido en el desastroso Consejo.

Era una historia sencilla. Val Un-Ala, que había convocado el quinto Consejo de alados en toda la historia de Windhaven, perdió el control sobre éste. De hecho, nunca llegó a tener el control. Los un-ala y sus aliados apenas eran la cuarta parte de los reunidos. Y los que ocupaban los tres lugares de honor. —Los Señores de Arren Sur y Arren Norte, junto con el alado retirado Kolmi de Thar Kril, el presidente— estaban en contra de él. Apenas empezó el Consejo, se alzaron voces que denunciaban el crimen de Tya, incluyendo la del propio Kolmi. «Esa chica atada a la tierra nunca ha comprendido lo que es ser un alado», citó S'Rella a Kolmi. Otros se unieron a él. Uno dijo que jamás debió tener acceso a las alas. Otro, que no sólo había cometido un crimen contra el Señor de Thayos, sino contra todos los alados. Y un tercero añadió que Tya había traicionado sus sagrados deberes, convirtiendo en sospechosos a los demás alados.

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