Refugio del viento (49 page)

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Authors: George R. R. Martin & Lisa Tuttle

Tags: #Ciencia ficción, Fantasía

—¿Quién te ha dicho eso?

—Creo que fue el bardo, Coll. ¿Era un secreto?

—No es ningún secreto. Y menos todavía un hecho —suspiró Maris—. Me ofrecieron un trabajo para dirigir Alas de Madera, pero todavía no he aceptado.

—Si te quedas en Thayos, todos nos alegraremos mucho. Sabemos ser hospitalarios. Esta… Mi fortaleza estará siempre dispuesta para recibirte.

La Señora de la Tierra se levantó. Evidentemente, daba por concluido el agradecimiento oficial a Maris. Ésta también se levantó y, durante unos minutos más, hablaron de asuntos triviales. Maris apenas prestaba atención. Sus pensamientos no dejaban de dar vueltas en torno a un asunto que creía resuelto. ¿Acaso creía Coll que conseguiría algo si hablaba de ello como si fuera cosa hecha? Tendría que charlar con él.

Pero cuando le encontró minutos más tarde en el otro patio, cerca del portón, no estaba solo. Bari le acompañaba, y también S'Rella. Ésta llevaba las alas.

Maris se acercó a ellos apresuradamente.

—¡No irás a marcharte, S'Rella!

La alada tomó las manos de su amiga.

—Debo hacerlo. La Señora de la Tierra quiere que lleve un mensaje a Deeth. Me ofrecí a transmitirlo. De cualquier manera, habría tenido que volar al Sur en un par de días, tengo que volver a casa. No hay necesidad de que Jem o Sahn vuelen hasta tan lejos, cuando yo tengo que hacerlo necesariamente. Hace un momento pedí a Evan que te buscara para decirte que me marchaba. Pero no hay por qué ponerse triste, nos veremos muy pronto en Alas de Madera.

Maris miró a Coll, pero el bardo no se dio por aludido.

—Ya te dije que pasaría el resto de mi vida en Thayos.

S'Rella pareció sorprendida.

—¿Seguro que, con todo lo que ha pasado, no has cambiado de idea? Ya sabes que en Alas de Madera te siguen necesitando. Y ahora más que nunca. ¡Te has convertido otra vez en una heroína!

—¡Ojalá todo el mundo dejara de decir eso! ¿Por qué soy una heroína? ¿Qué he hecho? Únicamente, remendar el tejido para que dure un poco más. No hay nada definitivo. Por lo menos tú deberías haberte dado cuenta.

S'Rella negó con la cabeza, impaciente.

—No cambies de tema. ¿Qué hay del estupendo discurso que nos echaste sobre lo de tener un propósito en la vida? ¿Cómo puedes darle la espalda al trabajo que te queda por hacer? Ya has admitido que no sirves para ser curandera. Entonces, ¿qué vas a hacer en Thayos? ¿Qué harás con tu vida?

Maris también se lo preguntaba. Había permanecido despierta la mayor parte de la noche anterior, discutiéndolo consigo misma.

Ya encontraré algo que hacer aquí —dijo con calma—. Puede que la Señora de la Tierra quiera encargarme algún trabajo.

¡Pero eso será un desperdicio! En Alas de Madera te necesitan. Es tu lugar. No tienes alas, pero sigues siendo una alada. Siempre lo has sido. ¡Creí que ya lo habías admitido!

Los ojos de S'Rella estaban llenos de lágrimas. Maris se sentía atrapada. No quería mantener aquella discusión.

—Mi lugar está junto a Evan. No puedo abandonarle —dijo tratando de hablar en voz baja, tranquila.

—Y luego dicen que los cotillas nunca oyen nada bueno de ellos mismos.

Maris se volvió para ver a Evan, y en los ojos del curandero había tanta ternura que olvidó sus dudas. Había tomado la decisión correcta. No podía abandonarle.

—Pero nadie te está pidiendo que me abandones. Acabo de hablar con un joven curandero que está ansioso por trasladarse a mi casa y encargarse de mis pacientes. Estaré listo para marcharme dentro de una semana.

Maris le miró fijamente.

—¿Marcharte? ¿Abandonar tu casa? Pero, ¿por qué?

—Para ir contigo a Colmillo de Mar —sonrió—. Puede que no sea un viaje muy agradable, pero al menos nos consolaremos mutuamente del mareo.

—Pero… No lo entiendo, Evan. No puedes decirlo en serio. ¡Éste es tu hogar!

—He dicho que iré contigo dondequiera que vayas. No puedo pedirte que te quedes en Thayos sólo para retenerte a mi lado. Sería de un egoísmo increíble, sobre todo sabiendo que en Alas de Madera te necesitan. Y que aquél es tu lugar.

—Pero, ¿cómo puedes dejar Thayos? ¿Cómo vivirás? ¡Nunca has salido de esta isla!

Evan dejó escapar una carcajada, pero no consiguió que le saliera natural.

—¡Cómo si acabara de proponerte pasar el resto de la vida en el mar! Puedo dejar Thayos como cualquiera, en una barca. Mi vida aún no ha terminado y, hasta que llegue ese momento, no hay ningún motivo que me impida cambiar. Estoy seguro de que habrá algún trabajo para un viejo curandero en Colmillo de Mar.

—Evan…

—Lo sé —dijo, rodeándola con los brazos—. Créeme, lo he pensado mucho. Supongo que no imaginarás que estaba durmiendo esta noche, mientras tú dabas vueltas en la cama y te preguntabas qué hacer con tu vida. Entonces, decidí que no permitiría que te me escapases. Por una vez, voy a ser atrevido. Haré algo diferente. Me marcharé contigo.

Maris no pudo contener las lágrimas, aunque no habría sabido decir por qué lloraba. Evan la atrajo hacia sí y la estrechó con fuerza hasta que se recuperó.

Cuando se separaron, Maris alcanzó a oír a Coll asegurando a Bari que su tía era muy feliz, que lloraba de alegría. Algo más apartada estaba S'Rella, con el rostro iluminado por el júbilo y por la emoción.

—Me rindo —dijo Maris con voz ligeramente temblorosa. Se secó la cara con una mano—. Ya no me quedan excusas. Iré a Colmillo de Mar, todos iremos a Colmillo de Mar en cuanto encontremos un barco adecuado.

Lo que empezó como unos cuantos amigos caminando con S'Rella hacia el risco de los alados acabó convirtiéndose en una procesión, en un apéndice de la fiesta que se celebraba en la fortaleza. Maris, Evan y Coll eran los héroes populares. Muchos querían estar a su lado para saber qué tenían de especial la alada, el curandero y el bardo que habían depuesto a un tiránico Señor de la Tierra, detenido una guerra y acabado con la aterradora amenaza de los silenciosos alados negros. Si alguien todavía osaba creer que el comportamiento de Tya merecía aquel castigo, lo pensaba en silencio, en privado. Era una opinión muy poco popular.

Pero Maris sabía que los viejos rencores seguían enterrados, incluso entre aquella multitud admirada y feliz. No los había borrado para siempre, como tampoco los que existían entre atados a la tierra y alados, entre alados de cuna y un-ala. Tarde o temprano, aquella batalla se libraría de nuevo.

Esta vez, el viaje por el túnel de la montaña no fue solitario. El eco de las voces resonaba con fuerza contra los muros de piedra. Una docena de antorchas ardían humeantes, cambiando por completo el aspecto del húmedo y lóbrego pasillo.

Salieron a la noche oscura y ventosa, a las estrellas tapizadas por nubes. Maris vio a S'Rella de pie, al borde del acantilado, hablando con un un-ala que todavía vestía de negro. Al ver a S'Rella en aquel risco tan familiar, el estómago se le contrajo y se tambaleó por el vértigo. Sabía que no quería ver cómo S'Rella saltaba del risco desde el que ella había caído, no una, sino dos veces. Repentinamente, tuvo miedo.

Varios jóvenes se atrevieron a echar a correr hacia ella, luchando por el privilegio de ayudar a S'Rella a prepararse para el vuelo. S'Rella buscó a Maris con los ojos y las miradas de las dos mujeres se encontraron. Maris respiró profundamente, intentando expulsar el miedo. Se afirmó con los pies en el suelo, soltó la mano de Evan y avanzó hacia el risco.

—Deja que te ayude —dijo.

¡Lo conocía tan bien…! La textura del tejido metálico, el chasquido de los montantes de las alas al encajar, el peso de las alas en sus manos… Pese a que nunca volvería a ponerse unas alas, sus manos seguían amando aquella labor que conocía tan bien. Disfrutaba ayudando a S'Rella, aunque fuera un placer teñido por la tristeza.

Cuando las alas estuvieron totalmente desplegadas y los últimos montantes encajaron en su sitio, Maris sintió que volvía el miedo. Sabía que era algo irracional, que no diría nada, pero sentía que si S'Rella saltaba desde aquel peligroso risco sería para caer, igual que le había pasado a ella.

Por fin, con gran esfuerzo, Maris consiguió hablar.

—Vuela bien —dijo en voz muy baja.

S'Rella la miró, escrutadora.

—¡Ah, Maris!, no lo lamentarás. Has elegido bien. Nos veremos pronto.

Y, prescindiendo de las palabras, S'Rella se inclinó hacia su amiga y la besó.

—Vuela bien —dijo una alada a otra alada.

Dio media vuelta en dirección al borde del risco, hacia el mar, hacia el cielo abierto, y saltó al viento.

Los espectadores aplaudieron cuando S'Rella encontró una corriente de aire ascendente y trazó un círculo sobre el acantilado, con las alas brillando en la oscuridad. Luego se elevó más y se internó en el mar, perdiéndose de vista casi al instante, pareciendo fundirse con el cielo nocturno.

Maris seguía mirando al cielo mucho después de que S'Rella desapareciera. En su corazón albergaba una firme convicción, junto con el dolor e incluso un rescoldo de su antiguo entusiasmo. Sobreviviría. Aunque ya no tuviera alas, seguía siendo una alada.

FIN

Epílogo

La anciana despertó cuando se abrió la puerta de su habitación, que olía a enfermedad. También había otros olores. El olor del agua salada, el del humo, el del musgo marino y el del té con especias que se había quedado frío junto a la cama. Pero por encima de todos, destacaba el de la enfermedad, cubriéndolo todo, empalagoso, haciendo que la habitación tuviera una atmósfera cargada y cerrada.

En el umbral había una mujer con un cirio humeante en la mano. La anciana alcanzó a ver la luz, un cambiante borrón amarillo, y la figura que lo sostenía. También vio la otra figura, al lado de la primera, aunque no pudo distinguir las caras. Ya no veía como antes. Cada vez que se despertaba, las sienes le latían dolorosamente. Era algo que llevaba muchos años sucediéndole. Se llevó a la frente una mano blanca, surcada de venas azules.

—¿Quién está ahí? —preguntó.

—Odera —respondió la mujer del cirio. La anciana reconoció la voz de la curandera—. Te he traído al que pediste. ¿Te encuentras bien para recibirle?

—Sí —dijo la anciana—. Sí. —Hizo un esfuerzo para incorporarse—. Acércate más, quiero verte.

—Puedo quedarme si quieres —ofreció Odera—. ¿Me necesitas?

—No. Ya no hay cura para mí. Me basta con él.

Odera asintió. La anciana reconoció el gesto, aunque el rostro de la curandera no era más que un borrón nebuloso. Encendió las lámparas de aceite con el cirio y cerró la puerta detrás de ella.

El otro visitante acercó una silla con respaldo y se sentó al lado del lecho, donde la anciana podía verle. Era joven, casi un niño, de no más de veinte años, imberbe y con unas briznas de pelo rubio sobre el labio superior que intentaban pasar por un bigote. Tenía el cabello muy claro y ensortijado, y las cejas resultaban casi invisibles. Pero llevaba un instrumento, una especie de guitarra cuadrada de cuatro cuerdas. Empezó a tocarla nada más sentarse.

—Supongo que quieres que toque para ti. ¿Alguna canción en especial?

Tenía una voz agradable, bien timbrada, con apenas rastro de acento.

—Estás muy lejos de tu casa —dijo la anciana.

El joven sonrió.

—¿Cómo lo sabes?

—Por tu voz. Hace muchos años que no oigo una voz como la tuya. Eres de las Islas Exteriores, ¿verdad?

—Sí. Mi hogar está cerca de un lugar situado en el fin del mundo. Lo más probable es que ni siquiera hayas oído hablar de él. Se llama Martillo de Tormentas, la más exterior de las Islas Exteriores.

—¡Ah!, claro que lo recuerdo. La Atalaya Este y las ruinas de la que la precedió. Esa bebida amarga que preparáis con raíces. Vuestro Señor de la Tierra insistió en que la probara, y se rió mucho de la cara que puse cuando la tomé. Era un enano. Jamás conocí a un hombre tan feo. Ni tan astuto.

El bardo pareció sorprendido.

—Murió hace treinta años, pero tienes razón. He oído las leyendas. ¿Has estado allí?

—Tres o cuatro veces —dijo la anciana, saboreando la reacción del joven—. Hace muchos años, antes incluso de que tú nacieras. Fui una alada.

—¡Ah, claro! Debí haberlo supuesto. En Colmillo de Mar abundan los alados, ¿verdad?

—No exactamente. Ésta es la academia Alas de Madera, y la mayoría de los que viven aquí son soñadores que todavía tienen que ganarse las alas, o maestros que hace tiempo que perdieron las suyas. Yo era maestra hasta que enfermé. Ahora sólo puedo quedarme aquí, tumbada, para perderme en los recuerdos.

El bardo rasgueó las cuerdas del instrumento, provocando un alegre repiqueteo de sonido que se desvaneció rápidamente en el silencio de la habitación.

—¿Qué quieres oír? Hay una canción nueva que está causando furor en Ciudad Tormenta. —Inclinó la cabeza—. Es un poco atrevida, quizá no te guste.

La anciana se echó a reír.

—¡Oh!, podría ser que sí, podría ser que sí. Algunas de las cosas que recuerdo te sorprenderían. Pero no te he hecho llamar para que cantes.

El joven la miró con grandes ojos verdes.

—¿Cómo? —dijo, intrigado—. Pero si me dijeron… Estaba en una posada de Ciudad Tormenta, acababa de llegar. Del Archipiélago Oriental, en barco, hace cuatro días. Y entonces llegó ese chico diciendo que en Colmillo de Mar necesitaban un bardo.

—Y viniste. Dejaste la posada. ¿Porqué, no te iba bien allí?

—No iba mal. Claro que, nunca había estado en las Shotans, y los clientes no eran sordos ni tacaños, pero…

Se interrumpió bruscamente, con el miedo pintado en el rostro.

—Pero viniste de todos modos, porque te dijeron que una anciana moribunda pedía un bardo.

El joven no dijo nada.

—No te sientas culpable, no me has descubierto ningún secreto. Sé que me estoy muriendo. Odera y yo somos sinceras la una con la otra. Debería haber muerto hace años. La cabeza me duele constantemente, me temo que voy a quedarme ciega, y parece que he sobrevivido a medio mundo. ¡Oh!, no me malinterpretes. No quiero morir. Pero tampoco me gusta abandonar el mundo de esta manera. Detesto el dolor y esta sensación de estar indefensa. La muerte me asusta, pero por lo menos me librará del olor de esta habitación. —Vio la expresión del joven y le sonrió amablemente—. No tienes que fingir que no hueles nada. Sé que está aquí. El olor a enfermedad —suspiró—. Prefiero otros aromas más saludables: los de las especias, el del agua salada, hasta el del sudor. El del viento. El de la tormenta. Todavía recuerdo perfectamente el olor que flotaba en el aire después de un relámpago.

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