Relatos africanos (26 page)

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Authors: Doris Lessing

–Es una mala bebida –dice ella con indiferencia–. Pero si no la bebes cada día no pasa nada. Llevo cuatro años viviendo aquí y la tomo unas dos o tres veces al mes. Me gustan las bebidas de los blancos, pero la ley prohíbe comprarlas porque dicen que podríamos coger malas costumbres, así que tenemos que pagar mucho dinero a los negros para tener nuestra propia bebida.

Les parece que las piernas ya no pueden llevarlos más allá y se quedan quietos, con la brisa del anochecer en la cara, una brisa que llega desde los montes y llanuras que se alcanzan a ver a muchos kilómetros de distancia, amasados en la oscuridad bajo las estrellas primerizas. Hay un viento fresco y el mareo se aquieta en sus estómagos, de modo que regresan caminando despacio pero con más fuerza. En el umbral de uno de los edificios de ladrillos hay un hombre tumbado, inmóvil, y a Jabavu ya no le hace falta preguntar qué le pasa. Aun así se detiene, llevado por el impulso de ayudarlo, porque ve sangre en su ropa. La chica le dirige una mirada larga y ansiosa y le dice:

–¿Estás loco? Déjalo en paz.

Y tira de él para apartarlo de ahí. Jabavu la sigue, pero va echando miradas atrás y dice:

–Es verdad que en esta ciudad todos somos extranjeros.

Habla en voz grave y preocupada. Betty se da cuenta de que está avergonzado y contesta enseguida:

–¿Es culpa mía? Si nos ven cerca de este hombre podrían creerse que lo hemos herido nosotros... –Como Jabavu aún parece desdichado y hosco, sigue hablando con una nueva voz, llena de tristeza–: Ah, mi madre. A veces me pregunto qué hago aquí, cómo se me va la vida entre estúpidos y maleantes. Me crié en una misión de monjas católicas y fíjate a qué me dedico. –Mira a Jabavu para ver cómo encaja su tristeza y comprueba que no le afecta. Su sonrisa le da mucha rabia y grita–: Sí, todo porque todos son unos mentirosos y tramposos. Cinco hombres me han propuesto casarme con ellos para que pueda vivir en una casa como debe ser, como las que alquilan a las parejas casadas. Las cinco veces el hombre se ha largado después de que le comprara ropa, le diera de comer y me gastara en él mucho dinero. –Jabavu camina en silencio a su lado con el ceño fruncido y ella sigue hablando–: Sí, y tú también, muchacho de pueblo. ¿Te vas a casar conmigo? Has dormido conmigo, no una vez sino seis, siete, todas en la misma noche, y no te has gastado ni un penique, aunque he visto que llevas un chelín en el bolsillo porque lo registré mientras dormías, y te he dado de comer y de beber, y te he ayudado.

Se acerca mucho a él, con los ojos entrecerrados y negros de puro odio, y Jabavu se queda boquiabierto de sorpresa porque ella acaba de abrir el bolso y ha sacado un cuchillo y lo mueve con destreza de tal modo que se refleja en su hoja la pálida luz del cielo. «¡Uau! –piensa Jabavu–. He dormido toda la noche con una mujer que me registra los bolsillos y lleva un cuchillo en el bolso.» Pero guarda silencio, aunque ella se acerca tanto que ya tiene los hombros apoyados en su pecho y Jabavu siente la punta del cuchillo en el estómago.

–Si no te casas conmigo, te mato.

A Jabavu se le aflojan las piernas. Luego recupera el coraje a punta de desprecio y le retuerce la muñeca de tal modo que el cuchillo cae al suelo.

–Eres una mala mujer –dice–. No me voy a casar con una mala mujer que lleva un cuchillo y dice cosas feas.

Entonces ella rompe a llorar al tiempo que se arrodilla y tantea el suelo en busca del cuchillo. Se levanta, guarda el cuchillo con cuidado en el bolso y dice:

–Esta ciudad es mala. Aquí, la vida es mala y difícil.

Jabavu no se ablanda porque una voz interior le está diciendo lo mismo y no se lo quiere creer, pues su hambre por las cosas buenas de la ciudad sigue siendo la misma.

Por segunda vez se sienta a la mesa de la señora Kambusi y come. Hay patatas fritas con manteca y sal, y luego maíz hervido con sal y aceite, después más de esos pastelitos con azúcar rosado que tanto le gustan, y para terminar unas tazas de té caliente y dulce. Una vez terminado, dice:

–Tenías razón. Se me ha pasado el mareo.

–¿Ya estás listo para volver a beber skokian? –pregunta la señora Kambusi, en tono educado.

Jabavu le lanza una rápida mirada, porque la calidad de su cortesía ha cambiado. Le parece que sus ojos son ahora aterradores, como si con ese tono frío y silenciosamente amargo le dijeran: «Bueno, amigo, puedes matarte con el skokian, puedes gastar todas tus fuerzas con esta chica hasta que las pierdas del todo, a mí no me importa. También podrías tener sentido común y convertirte en uno de los iluminados. Tampoco me importa. No me importa nada. Ya he visto demasiado». La mujer descansa su abultado cuerpo en el respaldo de la silla, remueve el té con una bonita cuchara brillante y le sonríe con una mirada fría y astuta hasta que Jabavu se levanta y dice:

–Vayámonos.

Betty se levanta también, paga ocho chelines como la noche anterior y, tras dar las buenas noches, salen los dos.

–No sólo he pagado mucho por tus comidas –dice Betty en tono amargo–, sino que duermes en mi habitación y tu querida señora Kambusi, a quien llamas madre, me cobra un buen alquiler por eso, te lo aseguro.

–¿Y qué haces en tu habitación? –pregunta Jabavu, entre risas.

Betty le pega. Él le agarra las dos muñecas con una mano y con la otra le toca el pecho.

–No me gustas –dice Betty.

Él la suelta sin dejar de reír y contesta:

–Ya lo veo.

Entra en la habitación y se tumba en la cama como si tuviera algún derecho, y ella entra sumisa tras él y se tumba a su lado. Jabavu está pensando, y además tiene hasta los huesos cansados y doloridos, pero ella quiere hacer el amor y empieza a toquetearlo hasta que Jabavu le aparta la mano y dice:

–Sólo quiero dormir.

Al oír eso, Betty se levanta enfadada y pregunta:

–¿Y tú eres un hombre? No, sólo eres un chiquillo de pueblo.

Jabavu no lo soporta. Se levanta, la tumba en la cama y le hace el amor hasta que ella no puede moverse más, ni hablar. Entonces, con un desprecio arrogante, le dice:

–Ya te puedes callar.

Sin embargo, por mucho que se enorgullezca de su conocimiento de la naturaleza de las mujeres, Jabavu está pasando por un mal momento y no consigue dormir. Hay una guerra en su interior. Piensa en los consejos que le ha dado la señora Kambusi y, como le cuesta seguirlos, decide que no es más que una maleante y una reina del skokian. Piensa en el señor Samu, su mujer y su amigo, en lo bien que les cayó y lo listo que lo consideraron, y cuando está a punto de decidirse a ir en su busca, la idea de las dificultades de su vida le hace gruñir. Piensa en esta chica, en lo mala que es, sin pudor ni belleza siquiera, salvo la que le conceden la elegancia de sus ropas, y luego recupera el orgullo y empieza a nacerle una canción: soy Jabavu, tengo la fuerza del toro, mi fuerza es capaz de hacer callar a una mujer muy ruidosa...

Entonces recuerda que sólo tiene un chelín y que debe conseguir más dinero. Porque Jabavu todavía cree que tendrá un trabajo de verdad para ganarse la vida, no piensa en robar. Y por eso, aunque hace apenas media hora que ha pedido a la chica que se duerma, la agita en la cama y ella se despierta, reticente, arrugando la piel en torno a los ojos para defenderse del brillo de la bombilla sin pantalla que cuelga del techo.

–Quiero saber cuál es el trabajo mejor pagado de la ciudad –exige.

Al principio Betty pone cara de tonta, pero al entender lo que le está preguntando se ríe con sorna y contesta:

–¿Aún no sabes cuál es trabajo mejor pagado? –Cierra los ojos y le da la espalda. Él la vuelve a agitar y ella se enfada–. Ah, cállate, niñato de pueblo. Te lo enseñaré mañana.

–¿Qué trabajo da más dinero? –insiste Jabavu.

Entonces ella se vuelve, se apoya en un codo y lo mira. Tiene cara de amargura. No es la amargura genuina que se aprecia en el rostro de la señora Kambusi, sino más bien la autocompasión de una mujer. Al cabo de un rato, dice:

–Bueno, tontorrón, puedes trabajar en las casas de los blancos y si te portas bien y trabajas muchos años tal vez llegues a ganar dos o tres libras por mes.

Se ríe por la pequeñez de la suma. En cambio a Jabavu le parece mucho. Por un instante recuerda que las comidas de la señora Kambusi cuestan cuatro chelines, pero piensa: «Al fin y al cabo es una maleante. Seguro que me engaña». La causa de su confusión es que no consigue creer que a él, a Jabavu, no le vaya a bastar con poner la mano para conseguir lo que quiere. Ha soñado mucho y con mucha pasión con esta ciudad; la esencia de un sueño consiste en que ha de llegar disfrazado, con una amplia sonrisa, y en su cara oculta ha de llevar la leyenda: «Este es el precio».

–¿Y en las fábricas? –pregunta.

–Tal vez una libra al mes, más la comida.

–Entonces, mañana iré a las casas de los blancos. Es mejor tres libras que una.

–No seas tonto, para ganar tres libras tienes que llevar años trabajando.

Pero Jabavu, habiéndose decidido, se duerme de inmediato. Ahora es ella la que permanece despierta, pensando que ha sido una locura juntarse con un hombre de pueblo que no sabe nada de la ciudad; luego la invade la tristeza, una tristeza antigua, porque está en su naturaleza amar la indiferencia de los hombres y no es ni mucho menos la primera vez que permanece despierta junto a un hombre dormido, pensando que la va a abandonar. Luego le entra el miedo, porque pronto deberá hablar de Jabavu a los de la banda, en la que hay un hombre, que se hace llamar Jerry, tan listo que se dará cuenta de que su interés por Jabavu es más personal que profesional.

Al fin, incapaz de ver una salida a sus problemas, se deja llevar por una amargura que ni siquiera es suya, sino un mero contagio de las cosas que dicen los demás: repite que los blancos son malos y los negros viven como cerdos, que no hay justicia y que si ella es mala no es por su culpa... Muchas cosas por el estilo, hasta que su propia mente pierde el interés y al fin se queda dormida. Al despertarse por la mañana ve que Jabavu se está peinando; está muy guapo con su camisa amarilla. Piensa con maldad: «La policía está buscando esa camisa, así que se va a meter en un lío». Sin embargo, parece que su deseo de herirlo no es tan fuerte como ella cree, porque saca una maleta de debajo de la cama, coge una camisa rosa, se la tira y le dice:

–Ponte ésta, si no te detendrán.

Jabavu le da las gracias, como si diera por hecho que merece esas atenciones, y luego dice:

–Ahora, enséñame dónde puedo conseguir un buen trabajo.

–No voy a ir contigo –le dice ella–. Tengo que ganar mi propio dinero. He gastado tanto en ti que no me queda nada.

–Yo no te pedí que gastaras dinero en mí –dice Jabavu con crueldad. Ella vuelve a sacar su cuchillo y lo amenaza. Pero Jabavu le dice–: No seas estúpida. No me da miedo tu cuchillo.

Entonces Betty se pone a llorar. Y la masculinidad de Jabavu, tan llena de orgullo que él se siente capaz de cualquier cosa, le dice que debe consolarla. Por eso la rodea con un brazo y le dice:

–No llores. Eres una buena chica, aunque un poco alocada. –Y también le dice–: Te quiero.

Ella llora y contesta:

–Conozco a los hombres. Tú no vas a volver.

Él sonríe y dice:

–A lo mejor sí, a lo mejor no.

Luego se levanta, sale y lo último que ella ve esa mañana son sus dientes blancos asomados a una sonrisa alegre. Betty sigue llorando un rato, luego se enfada y después sale a buscar a Jerry y a los de la banda, pensando todo el rato en esa sonrisa impúdica y en la manera de convencer a los de la banda para que acepten a Jabavu.

Jabavu sale de ese lugar que llaman Polonia y Johannesburgo, cruza el Distrito de los Nativos y toma la ajetreada calle que lleva a la ciudad de los blancos, donde están las casas buenas. Una vez allí se pasea un poco para escoger la casa que más le guste. Su éxito desde que llegó a la ciudad se ha inflado en su mente, e imagina que le bastará con llamar a la primera casa que escoja para que le abran la puerta y le digan: «Ah, ahí está Jabavu. Te estábamos esperando». Cuando al fin escoge una, entra por la verja delantera y se queda mirando a su alrededor. Una anciana blanca que está cortando unas flores con unas tijeras resplandecientes se dirige a él con voz aguda:

–¿Qué quieres?

–Busco trabajo –contesta él.

–Vete a la parte trasera. ¡Menudo descaro!

Jabavu se queda plantado ante ella con insolencia, hasta que la mujer le grita:

–¿Me has oído? Ve a la parte trasera. ¿Desde cuando se entra por delante en una casa para pedir trabajo?

Así que Jabavu sale del jardín, maldiciendo a la mujer entre dientes y oyendo sus quejas sobre los negritos malcriados, y se dirige a la parte trasera, donde un sirviente le dice que no hay ningún trabajo para él. Jabavu está rabioso. Sale a la acera a grandes zancadas y su rabia se convierte en palabras de odio: puta blanca, mujer asquerosa, todos los blancos son cerdos. Luego entra en la parte trasera de otra casa. Hay un huerto grande, con vegetales, un gato gordo y feliz sentado en el césped y un bebé en una cesta, debajo de un árbol. Pero no se ve a nadie. Espera, se pasea un poco, mira con cuidado por las ventanas, el bebé murmura en su cesta y menea los brazos y las piernas, y Jabavu ve unos cuantos pares de zapatos en el porche trasero, dispuestos en fila para que alguien los limpie. No puede evitar mirarlos. Calcula la talla a ojo y la compara con sus pies. Echa un vistazo a su alrededor; sigue sin ver a nadie. Agarra el par de zapatos más grandes y sale a la acera. No puede creer que sea tan fácil, se le eriza la piel de puro miedo a oír alguna voz enfadada, o unos pies que corran tras él. Sin embargo, como no pasa nada, se sienta y se pone los zapatos. Como nunca ha llevado, no sabe si la incomodidad se debe a que son demasiado pequeños, o a que sus pies no están acostumbrados. Camina un poco con ellos y sus piernas dan unos pasitos cortos y afectados por el dolor, pero Jabavu está orgulloso. Ahora va vestido como un blanco, incluso por los pies.

Llega a la parte trasera de otra casa y esta vez hay una mujer que le pregunta qué sabe hacer.

–De todo –contesta.

–¿Sabes cocinar, o cuidar la casa?

Se queda callado.

–¿Cuánto ganabas antes? –Como sigue sin hablar, ella le pide que le enseñe la situpa. Nada más verla, le dice, enfadada–: ¿Por qué mientes? Acabas de llegar.

Así que sale de nuevo a la acera, molesto y ofendido, pero pensando en lo que acaba de aprender, y al llegar a la siguiente casa, cuando una mujer le pregunta qué sabe hacer, le dirige una mirada humilde y afirma con voz quebrada que nunca ha trabajado en casas de blancos, pero que aprenderá rápido. Está pensando: «Tengo tan buen aspecto con esta ropa que a esta mujer le voy a gustar por mi elegancia». Sin embargo ella le dice que no quiere a un chico sin experiencia. Ahora, mientras se aleja, Jabavu siente el frío y la desdicha en el corazón y le parece que no hay nadie en el mundo que lo quiera. Silba con desenvoltura, da unos cuantos pisotones con sus elegantes zapatos nuevos y piensa que sin duda no tardará en encontrar un trabajo bueno y bien pagado, pero en la siguiente casa la mujer le ofrece trabajo duro por doce chelines al mes. Jabavu contesta que no puede aceptar doce chelines y ella le devuelve la situpa y le dice que sin experiencia no va a conseguir más que eso. Luego se mete en su casa.

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