Para que la revista
Vogue
pueda desplegar su pose de serena elegancia y distinción tiene que convocar, desde luego, a sus modelos de alta costura y hacerlas fotografiar por fotógrafos de modas, y en esta tarde en particular la sesión de fotografías en color de
Vogue
tenía lugar en el estudio en un último piso del célebre fotógrafo Horst Horst, un sitio maravilloso que tiene vistas al East River. En el estudio, mientras Horst Horst prepara las cámaras alemanas, suecas y japonesas, su criado chino clava con tachuelas en la pared unas enormes hojas de cartón de un plácido color azul celeste creando un fondo veraniego. En el centro del piso, junto a una caja de flores, hay una banqueta de felpa de cálido color avellana en la que se sentará la modelo. En el vestidor contiguo la señora Simpson de
Vogue
espera la llegada de la modelo, Dorothea McGowan, haciendo un bordado según un diseño de Matisse.
—Me volvería loca, loca, sin esto —dice la señora Simpson de su labor.
En otro rincón del vestidor las damas de guardarropa de
Vogue
planchan la media docena de vestidos de chiffon de James Galanos que se pondrá la modelo. Al fin, diez minutos después, Dorothea McGowan, una muchacha alta y pálida, irrumpe en el recinto, con rulos en el pelo. De una vez se quita el abrigo, se suelta el pelo, corre al espejo y se acaricia el cutis blanco de su cara como si fuera un lienzo con un pincel japonés.
—¿Qué zapatos, señora Simpson? —pregunta.
—Pruébate los rojos, querida —dice la señora Simpson, levantando la vista del Matisse.
—Empecemos —grita Horst desde la otra habitación.
En cuestión de minutos, después de maquillarse la cara como una experta, Dorothea se transforma, de la pálida y larguirucha jovencita de Brooklyn que era al entrar al estudio, en una sofisticada mujer de edad indefinida a punto de posar para su séptima portada de
Vogue
. Camina con confianza hasta el estudio, se sitúa a cinco metros de Horst, estira los músculos de las pantorrillas, abre un poco las piernas, se pone las manos en las caderas y se alista para su aventura amorosa con la cámara.
Horst, sobando el trípode con las manos, se agacha y ya va a disparar cuando la señora Simpson, parada a un lado como una carabina, dice:
—Tiene las uñas espantosas.
—¿De veras? —pregunta Dorothea, ya no la mujer confiada sino otra vez la muchacha de Brooklyn.
—Sí. ¿Trajiste tus uñas contigo?
La modelo se dirige al vestidor para ponerse las uñas postizas y regresa delante de la cámara. Ya satisfecha, la señora Simpson vuelve a su bordado en el cuarto contiguo, y el joven chino coloca delante de Dorothea un ventilador que sopla el tenue vestido de chiffon contra su flaco, esbelto cuerpo.
Dorothea echa hacia atrás la cabeza.
—Ah, qué gusto da el ventilador —dice entre risitas.
—Mueve la pierna —le dice Horst.
La dobla hacia atrás, abre la boca. Y la cámara de Horst hace clic. Luego ella se recuesta en la banqueta, hace un puchero. Horst hace clic.
—Ah, qué bien —dice Horst—. Hazlo otra vez (clic).
Dorothea sonríe (clic); abre la boca (clic); más abierta, una O grande (clic).
—Se me cae el sombrero —dice, con más risitas.
—Sonríe, sin mostrar los dientes —dice él (clic)—. Estira el cuello.
Ella lo estira (clic).
—Así se hace, mi niña —dice él (clic).
—Asííí… —repite lentamente (clic).
Y entonces, sin instrucciones de él, de modo automático, ella empieza a hacer diferentes poses, cada una con su correspondiente clic: su rostro es ya el de una arpía, ya se abre al amor, ya arden sus ojos, ya es tan recatado como el de una virgen de la Universidad de Vassar. Y Horst le dice todo el tiempo, genuinamente emocionado detrás de la lente:
—Asííí (clic)… Asííí (clic)… Asííí (clic)…
—¿Qué son estas florecitas? —pregunta al fin Dorothea, rompiendo la atmósfera.
—Azaleas —le dice Horst, encendiendo un cigarrillo.
Dorothea se saca de la mano derecha un gran anillo con un brillante falso, se lo pone en la izquierda y dice:
—¿Sabes?, si te quitas un anillo de un dedo y te lo pones en otro, te sigue pareciendo que lo tuvieras todavía en el primero.
Horst Horst la mira con un asomo de extrañeza. Dorothea va a cambiarse de vestido. Y el chino, que tiene cuerpo de buen nadador, apaga el ventilador y cambia rápidamente el cartón azul del fondo por uno rosado. Cuando Dorothea regresa, la señora Simpson ha vuelto para echar un vistazo.
—Dorothea —dice la señora Simpson—, te salen unos pelitos por la nuca.
—¿Eh? —dice Dorothea, tocándose el cuello.
Al volverse hacia el vestidor, Dorothea nota el fondo rosa y su cara se anima, llena de ilusión.
—¡Ay! —exclama—, me toca el rosado…, rosado, ¡ROSADO!
Recuerdo muy bien la impresión que me llevé de Hemingway esa primera tarde. Era un joven extraordinariamente apuesto, de veintitrés años de edad. Después de eso no pasó mucho tiempo para que todo el mundo cumpliera los veintiséis. Fue la época de tener veintiséis. Durante los siguientes dos o tres años todos los hombres jóvenes tuvieron veintiséis años de edad. Era por lo visto la edad correcta para ese tiempo y lugar.
G
ERTRUDE
S
TEIN
A comienzos de la década de 1950 otra joven generación de estadounidenses expatriados en París cumplía veintiséis años de edad. No eran, sin embargo, unos «Tristes Muchachos», ni estaban «Perdidos»: eran los ingeniosos e irreverentes hijos de una nación victoriosa; y aunque venían en su mayoría de hogares ricos y se habían graduado en Harvard o Yale, parecían encantados a más no poder posando de indigentes y eludiendo a los cobradores, acaso porque eso parecía desafiante y los distinguía de los turistas estadounidenses, a quienes despreciaban, y también porque era otra manera de divertirse a costa de los franceses, que los despreciaban a ellos. Fuera como fuera, vivieron en medio de una feliz miseria en la Margen Izquierda durante dos o tres años, entre putas, músicos de jazz y poetas pederastas, y trabaron relaciones con personas tan trágicas como locas, entre ellas un apasionado pintor español que un día se abrió una vena de la pierna y terminó su postrer retrato con su propia sangre.
En julio se desplazaban a Pamplona a correr con los toros, y ya de regreso jugaban al tenis con Irwin Shaw en Saint-Cloud, en una cancha magnífica con vistas a París; y cuando lanzaban arriba la pelota para el saque, allí, tendida a sus pies, se veía la ciudad entera: la torre Eiffel, el Sagrado Corazón, la Ópera, las torres de Notre Dame a lo lejos. A Irwin Shaw ellos le hacían gracia. Los llamaba los «Altos Muchachos».
El más alto de todos, de un metro noventa y cinco centímetros, era George Ames Plimpton, un ágil y elegante jugador de tenis de miembros largos y enjutos, cabeza pequeña, ojos muy azules y una nariz delicada y puntiaguda. Había llegado a París en 1952 a la edad de veintiséis años, debido a que otros estadounidenses altos y jóvenes (y otros cuantos bajitos y desenfrenados) planeaban publicar una revista literaria trimestral llamada
Paris Review
, por encima de las protestas de uno de sus empleados, un poeta, que quería que se llamara Druids’ Home Companion y se imprimiera en corteza de abedul. George Plimpton fue nombrado editor jefe, y pronto pudo vérsele caminando por las calles de París con una larga bufanda de lana atravesada sobre el cuello, y a veces con una negra capa de noche que se le abombaba desde los hombros, una estampa que recordaba la famosa litografía que Toulouse-Lautrec hiciera de Aristide Bruant, el gallardo literato del siglo XIX.
Aunque gran parte de la edición de la
Paris Review
se hizo en cafés al aire libre por redactores que se turnaban en la máquina de pinball, la revista obtuvo un gran éxito porque los editores tenían talento, dinero y buen gusto, y evitaban emplear palabras típicas de revistilla, tales como «Zeitgeist» y «dicótomo»; y en vez de publicar sesudas críticas sobre Melville o Kafka, sacaban a la luz poesías y ficciones de escritores jóvenes y talentosos que aún no eran conocidos. También dieron comienzo a una estupenda serie de entrevistas a autores famosos… que los llevaban a almorzar, les presentaban actrices jóvenes, dramaturgos y productores; y todo el mundo invitaba a todo el mundo a fiestas, y las fiestas todavía no han parado aunque han transcurrido diez años; y París ya no es el centro de la acción y los «Altos Muchachos» tienen treinta y seis años. Ahora viven en Nueva York. Y la mayoría de las fiestas tienen lugar en el espacioso apartamento de soltero de George Plimpton en la calle 72 sobre el East River, piso que hace también de sede principal de la que Elaine Dundy llama «la camarilla de la literatura fina», o la que Candida Donadio, la agente, llama «la pandilla del lado Este», o la que todos los demás llaman «el grupo de la
Paris Review
». El actual apartamento de Plimpton da cabida al salón literario más animado de Nueva York: el único sitio donde, reunidos de pie en un mismo salón en casi cualquier noche de la semana, uno puede encontrarse con James Jones; William Styron; Irwin Shaw; unas cuantas callgirls para decoración; Norman Mailer; Philip Roth; Lillian Hellman; uno que toca el bongó; uno o dos yonquis; Harold L. Humes; Jack Gelber; Sadruddin Aga Khan; Terry Southern; Blair Fuller; el elenco de Beyond the Fringe; Tom Keogh; William Péne du Bois; Bee Whistler Dabney (artista que desciende de la madre de Whistler); Robert Silvers; y un airado veterano de la invasión de Bahía de Cochinos; y una conejita retirada del Playboy Club; John P. C. Train; Joe Fox; John Phillips Marquand; y la secretaria de Robert W. Dowling; Peter Duchin; Gene Andrewski; Jean vanden Heuvel; y el antiguo entrenador de boxeo de Ernest Hemingway; Frederick Seidel; Thomas H. Guinzburg; David Amram; y un cantinero de la misma manzana; Barbara Epstein; Jill Fox; y un distribuidor local de marihuana; Piedy Gimbel; Dwight Macdonald; Bill Colé; Jules Feiffer… Y a este ambiente en una noche invernal de principios de este año hacía su entrada otra vieja amiga de George Plimpton: Jacqueline Kennedy.
—¡Jackie! —exclamó George, abriendo la puerta para recibir a la Primera Dama, así como a su hermana y su cuñado, los Radziwill.
Desplegando su amplia sonrisa entre los relucientes aretes, la señora Kennedy le extendió la mano a George, a quien conoce desde que ella estaba en la escuela de baile; y charlaron un momento en el pasillo mientras él le ayudaba con el abrigo. Luego, al asomarse a la alcoba y ver una pila de abrigos más alta que un Volkswagen, la señora Kennedy dijo en voz baja, apagada, compasiva.
—¡Ay, George…, tu cama!
George se encogió de hombros y procedió a escoltarlos por el pasadizo, bajando tres peldaños hasta la reunión inundada de humo.
—¡Mira! —dijo alguien cool desde un rincón—. ¡Allí está la hermana de Lee Radziwill!
George le presentó primero a la señora Kennedy a Ved Mehta, el escritor indio, y luego la deslizó hábilmente hacia William Styron, dejando a un lado a Norman Mailer.
—¡Vaya, hooola, Bill! —dijo ella, dándole la mano—. Encantada de verte.
Durante unos momentos, mientras conversaba con Styron y Cass Canfield Jr., la señora Kennedy estuvo de espaldas a Sandra Hochman, la poetisa de Greenwich Village, una rubia con reflejos que llevaba un suéter de lana grueso y pantalones de esquiar con la cremallera parcialmente abierta.
—Me parece —le susurró la señorita Hochman a una amiga, señalando hacia atrás con la cabeza el hermoso traje de brocado blanco de la señora Kennedy— que estoy un poquito déshabillée.
—Tonterías —dijo su amiga, arrojando a la alfombra las cenizas del cigarrillo.
En honor a la verdad, hay que decir que ninguna de las otras setenta personas en aquel salón pensaba que el conjunto de Sandra Hochman chocaba desagradablemente con el de la Primera Dama; de hecho, había quienes ni siquiera notaban la presencia de la Primera Dama, y hasta hubo quien sí la notó pero no se dio cuenta de quién era:
—¡Caray! —dijo, entreviendo por el humo el peinado esponjado con esmero de la señora Kennedy—. Ese sí es el estilo del año, ¿no? Y esa chica lo imita casi a la perfección.
Mientras la señora Kennedy conversaba a un lado, la princesa Radziwill hablaba con Bee Whistler Dabney a poca distancia y el príncipe Radziwill tarareaba a solas junto al piano de media cola. El suele tararear a solas en las fiestas. En Washington tiene fama de gran tarareador.
Quince minutos más tarde la señora Kennedy, a quien esperaban dentro de poco para una cena que ofrecía Adlai Stevenson, se despidió de Styron y Canfield y en compañía de George Plimpton se dirigió a los escalones que daban al vestíbulo. Norman Mailer, que entre tanto se había bebido tres vasos de agua, aguardaba junto a los escalones. La miró fijamente cuando ella pasó. Pero ella no le devolvió la mirada.
Tres pasos rápidos y se marchaba ya, por el pasillo, con el abrigo puesto, los guantes largos blancos puestos, bajando por dos tramos de escalera, hasta la calle, seguida por los Radziwill y George Plimpton.
—¡Mira! —chilló una rubia, Sally Belfrage, mirando por la ventana de la cocina las figuras que subían a la limusina estacionada abajo—: ¡Allí va George! ¡Y mira qué coche!
—¿Qué tiene de raro ese automóvil? —le preguntó alguien—. No es más que un Cadillac.
—Sí, pero es negro ¡y sin cromar!
Sally Belfrage se quedó mirando mientras el gran vehículo, que enfilaba hacia otro mundo, se alejaba en silencio, mientras en el salón la fiesta se ponía aún más bulliciosa, casi todos ajenos al hecho de que el anfitrión se hubiera ido. Pero había licor para el consumo y además, con sólo echar un vistazo a las fotografías que recubrían las paredes del apartamento, se podía sentir fácilmente la presencia de George Plimpton. Un retrato lo muestra toreando novillos con Hemingway en España; otro lo capta tomando cerveza con algunos de los «Altos Muchachos» en un café de París; otros lo muestran como teniente al frente de su compañía por las calles de Roma; como tenista del equipo del King’s College; como boxeador aficionado haciendo de sparring con Archie Moore en el Gimnasio Stillman, ocasión en la que el rancio olor del gimnasio fue reemplazado temporalmente por el almizcle del night-club El Morocco y las aclamaciones de los amigos de Plimpton cuando éste conectó un sólido golpe corto… que muy pronto se convirtieron en un Ohhhhh cuando Archie Moore se desquitó con un puñetazo que le rompió el cartílago de la nariz a Plimpton, haciéndole sangrar y provocando que Miles Davis preguntara después: