Retratos y encuentros (8 page)

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Authors: Gay Talese

Tags: #Comunicación

—Yo ladraba y gruñía en ese disco —decía Sinatra, todavía horrorizado de sólo pensarlo—. Sólo me aportó beneficios con los perros.

Su voz y su criterio artístico estuvieron pésimos en 1952, pero más culpable de su declive, dicen sus amigos, fue su cortejo de Ava Gardner. Ella era entonces la gran reina del cine, una de las mujeres más hermosas del mundo. Nancy, la hija de Sinatra, recuerda el día en que vio a Ava nadando en la piscina de su padre y luego salir del agua con ese cuerpo estupendo, caminar despacio hacia el fuego, inclinarse sobre él por unos segundos… y de un momento a otro pareció que su largo pelo negro estaba seco ya, otra vez arreglado de modo milagroso y sin ningún esfuerzo.

Con la mayoría de las mujeres con que sale, Sinatra nunca sabe, dicen sus amigos, si lo quieren por lo que puede hacer por ellas ahora… o hará por ellas después. Con Ava Gardner fue distinto. Después no podía hacer nada por ella. Ella estaba por encima. Si algo aprendió Sinatra de su experiencia con ella, fue tal vez saber que cuando un hombre altivo ha caído, una mujer no lo puede ayudar. Especialmente una mujer que está por encima.

Así y todo, a pesar de su voz cansada, cierta emoción profunda alcanzaba a filtrarse en su canto. Una canción en especial que suena bien hasta el día de hoy es
I'm A Fool to Want You
, y un amigo que estuvo en el estudio cuando Sinatra la grabó recordaba:

—Frank estaba verdaderamente inspirado esa noche. Grabó la canción en una sola toma, acto seguido dio media vuelta, salió del estudio y sanseacabó.

El representante de Sinatra de ese entonces, un antiguo promotor de canciones llamado Hank Sanicola, decía: —Ava quería a Frank, pero no del mismo modo como él la quería. Él necesita un montón de amor. Lo quiere veinticuatro horas al día; tiene que estar rodeado de gente… Frank es esa clase de persona… pero —decía Sanicola— Ava Gardner era muy insegura. Temía no poder retener a su hombre…, dos veces él la siguió hasta Africa, echando a perder su propia carrera.

—Ava no quería a los hombres de Frank rondando a todas horas —decía otro amigo—, y eso lo enfurecía a él.

Con Nancy, él estaba acostumbrado a traer a toda la banda a casa, y ella, la buena esposa italiana, nunca se quejaba…, solamente preparaba espaguetis para todos.

En 1953, después de casi dos años de matrimonio, Sinatra y Ava Gardner se divorciaron. Se dijo que la madre de Sinatra había organizado una reconciliación, pero si Ava estuvo dispuesta, Frank Sinatra no. Se dejó ver con otras mujeres. El equilibrio se había roto. En algún punto de ese período Sinatra pareció pasar de ser el chico cantante, el jovencito actor en traje de marinero, a ser un hombre. Ya antes de ganar el Oscar en 1953, por su papel en
De aquí a la eternidad,
dejaba ver destellos de su antiguo talento: en su grabación de
The Birth of the Blues,
en su presentación en el night-club Riviera, elogiada calurosamente por la crítica de jazz; además de que ahora la tendencia iba a favor de los elepés y en contra del single de tres minutos, y el estilo de concertista de Sinatra hubiera sacado provecho de esto con o sin el Oscar.

En 1954, dedicado de lleno a su talento, Frank Sinatra fue elegido cantante del año por la revista Metronome y ganó la encuesta de disk-jockeys de la UPI, desbancando a Eddie Fisher…, quien ahora, en Las Vegas, tras cantar el himno nacional, se bajaba del ring para que se diera comienzo a la pelea.

Durante el primer asalto Floyd Patterson persiguió a Clay por todo el cuadrilátero pero no pudo darle alcance, y de ahí en adelante fue el juguete de Clay, hasta que la pelea terminó por nocaut técnico en el decimosegundo asalto. Media hora más tarde casi todos se habían olvidado del combate y estaban de vuelta en las mesas de juego, o hacían cola para comprar entradas para el número de Dean Martin, Sinatra y Bishop en The Sands. El espectáculo, que incluye a Sammy Davis Jr. cuando está en la ciudad, consiste en unas pocas canciones y muchas interrupciones, todo muy informal, muy especial y bastante étnico, con Martin, copa en mano, preguntándole a Bishop: «¿
Alguna vez viste el judiu-jitsu
?», y Bishop, haciendo de camarero judío, advirtiendo a los dos italianos que se cuiden, «porque tengo mi propia organización: la
matzia
».

Más adelante, después del último show en The Sands, el grupo de Sinatra, que ahora sumaba unos veinte —entre ellos Jilly, que había venido en avión desde Nueva York; Jimmy Cannon, el columnista deportivo preferido de Sinatra; Harold Gibbons, un directivo del sindicato de camioneros que se espera tomará el mando si Hoffa va a la cárcel—, subieron todos a una hilera de coches y enfilaron hacia otro club. Eran las tres de la mañana. La noche era aún joven.

Pararon en el Sahara, donde ocuparon una mesa larga en la parte de atrás para ver a un comediante pequeñito y calvo llamado Don Rickles, probablemente el cómico más cáustico del país. Su humor es tan basto, de tan mal gusto, que no ofende a nadie: es demasiado ofensivo para ofender a nadie. Cuando vio a Eddie Fisher entre el público, Rickles la emprendió contra él como amante, diciendo que no era de extrañarse que no pudiera con Elizabeth Taylor; y cuando dos hombres de negocios reconocieron ser egipcios, Rickles los fustigó por la política de su país hacia Israel; e insinuó abiertamente que la mujer que ocupaba una mesa con su marido era en realidad una buscona.

Cuando el grupo de Sinatra hizo su ingreso, Don Rickles no cabía de contento. Señalando a Jilly, Rickles le gritó: «¿Cómo se siente ser el tractor de Sinatra?… Sí, Jilly camina delante de Frank despejándole la vía». Luego, señalando con un gesto a Durocher, Rickles dijo: «Ponte de pie, Leo, muéstrale a Frank cómo te resbalas». A continuación se dedicó a Sinatra, sin pasar por alto a Mia Farrow, ni el peluquín que llevaba puesto, ni dejar de decirle que estaba acabado como cantante; y cuando Sinatra se rió, todos rieron; y Rickles señaló a Bishop: «Joey Bishop mira todo el tiempo a Frank para ver qué es gracioso».

Al rato, cuando Rickles se echó sus cuantos chistes de judíos, Dean Martin se puso de pie y le gritó: «Eh, siempre hablas de los judíos, nunca de los italianos», y Rickles lo interrumpió: «¿De qué nos sirven los italianos?… Como mucho para espantar las moscas del pescado».

Sinatra rió, todos rieron, y Rickles siguió en esta vena durante casi una hora, hasta que al fin Sinatra se levantó y dijo:

—Ya está bien, anda, acaba de una vez. Tengo que irme.

—¡Cállate y siéntate! —le replicó Rickles—. Yo he tenido que oírte cantar.

—¿Con quién crees que estás hablando? —le contestó Sinatra a voz en cuello.

—Con Dick Haymes —dijo Rickles, y Sinatra rió nuevamente.

Entonces Dean Martin procedió a derramarse en la cabeza una botella de whisky y, con el esmoquin empapado, se puso a darle golpes a la mesa.

—Quién hubiera pensado que la borrachera puede hacer una estrella —dijo Rickles.

Pero Martin gritaba:

—Eh, quiero echar un discurso.

—Cállate.

—No. Don, quiero decirte —insistía Dean Martin—… que creo que eres un gran artista.

—Bueno…, gracias, Dean —le dijo Rickles complacido.

—Pero no te atengas a lo que digo —dijo Martin, desplomándose en su asiento—: estoy borracho.

—Eso te lo creo —dijo Rickles.

A las 4 a.m. Frank Sinatra sacó a su grupo del Sahara, algunos con los vasos de whisky en la mano, bebiendo sorbos en la acera y en el automóvil. De vuelta en The Sands, entraron al casino. Seguía repleto de gente, las ruletas giraban, los jugadores de dados daban gritos al fondo.

Frank Sinatra, con un vasito de bourbon en la mano izquierda, se abrió paso entre la multitud. A diferencia de algunos de sus acompañantes, todavía estaba impecablemente planchado, con la pajarita del esmoquin en perfecto equilibrio, los zapatos sin mancha. Nunca se le ve perder la compostura, nunca baja la guardia del todo, no importa cuánto haya bebido ni cuánto lleve sin dormir. Nunca hace eses, como Dean Martin, ni jamás baila en los pasillos de los teatros ni salta sobre las mesas, como Sammy Davis.

Una parte de Sinatra, no importa dónde esté, siempre está ausente. Siempre hay una parte suya, si bien pequeña a veces, que sigue siendo Il Padrone. Incluso ahora, al asentar el vasito de licor puro en la mesa de blackjack, de cara al crupier, Sinatra lo hacía desde cierta distancia, sin inclinarse sobre la mesa. Metiéndose la mano por debajo del esmoquin sacó del pantalón un fajo grueso pero limpio de billetes. Desprendió con cuidado un billete de cien dólares y lo puso en el fieltro verde. El crupier le repartió dos cartas. Sinatra pidió una tercera, se pasó, perdió los cien.

Sin mudar de expresión, Sinatra sacó otro billete de cien dólares. Lo perdió. Puso enseguida el tercero y lo perdió. Luego puso dos billetes de cien en la mesa y los perdió. Al cabo, tras apostar el sexto billete de cien dólares y perderlo, Sinatra se apartó de la mesa, señaló al hombre y dijo:

—Buen crupier.

El corro que se había congregado a su alrededor se abrió ahora para dejarle paso. Pero una mujer se le interpuso, entregándole un papel para que lo autografiara. Él se lo firmó y además le dio las gracias.

En la parte de atrás del espacioso comedor de The Sands había una mesa larga reservada para Sinatra. El comedor estaba más bien vacío a esas horas, con unas dos docenas de personas ocupándolo, entre ellas una mesa de cuatro jovencitas solas cerca de la de Sinatra. Al otro lado del salón, en otra mesa larga, había siete hombres sentados codo a codo contra la pared, dos de ellos con anteojos oscuros, todos comiendo en silencio, sin cruzar palabra, sentados nada más, comiendo, sin perderse nada.

Después de acomodarse y tomar otras cuantas copas, el grupo de Sinatra pidió algo de comer. La mesa era más o menos del mismo tamaño que la que le reservan cuando visita la taberna de Jilly en Nueva York; y las personas que ocupaban esta mesa en Las Vegas eran muchas de las mismas que a menudo se dejan ver allí con Sinatra, o en un restaurante en California, o Italia, o Nueva Jersey, o dondequiera que él esté. Cuando Sinatra se sienta a cenar, sus amigos de confianza están cerca; y no importa dónde esté, no importa lo elegante que sea el lugar, algo del barrio se trasluce porque Sinatra, por lejos que haya llegado, tiene aún algo de muchacho del barrio; sólo que ahora puede llevar consigo el barrio.

En cierto modo, esta ocasión cuasi familiar en una mesa reservada en un sitio abierto al público es lo más parecido que ahora tiene Sinatra a una vida en familia. Quizás, tras tener un hogar y abandonarlo, él prefiera mantener las distancias; aunque no parecería ser propiamente así, dado el cariño con que habla de la familia, el estrecho contacto que mantiene con su primera mujer y su recomendación de que no tome ninguna decisión sin consultársela. Se muestra siempre diligente por colocar sus muebles y otros recuerdos de sí mismo en la casa de ella, o la de su hija Nancy; y también sostiene relaciones cordiales con Ava Gardner. Cuando él estuvo rodando El coronel Von Ryan en Italia pasaron un tiempo juntos, perseguidos dondequiera que fueran por los paparazzi. En aquella ocasión hubo noticia de que los paparazzi le habían hecho a Sinatra una oferta colectiva de 16.000 dólares para que posara con Ava Gardner; y se dice que Sinatra hizo una contraoferta de 32.000 si le dejaban romperle un brazo y una pierna a uno de ellos.

Aunque a Sinatra le encanta estar completamente a solas en casa para poder leer y meditar sin interrupciones, hay ocasiones en las que descubre que pasará la noche solo, y no por elección. Puede llamar a media docena de mujeres y por un motivo u otro ninguna está disponible. Así que llama a su valet, George Jacobs.

—Esta noche vendré a cenar a casa, George.

—¿Cuántos van a ser?

—Tan sólo yo —dice Sinatra—. Quiero algo ligero. No tengo mucha hambre.

George Jacobs es un hombre de treinta y seis años, divorciado dos veces, parecido a Billy Eckstine. Ha viajado por todo el mundo con Sinatra y le es muy leal. Jacobs vive en un cómodo piso de soltero cerca de Sunset Boulevard, a la vuelta de la esquina de Whiskey á Go Go, y en la ciudad es conocido por la colección de retozonas chicas californianas cuya amistad cultiva, unas cuantas de las cuales, él lo reconoce, se le acercaron al principio por su relación con Frank Sinatra.

Cuando Sinatra llega, Jacobs le sirve la cena en el comedor. Luego Sinatra le informa que puede irse a casa. Si, en una noche de ésas, Sinatra llegara a pedirle a Jacobs que se quede un poco más o que jueguen unas manos de póquer, él lo haría gustoso. Pero Sinatra nunca se lo pide.

Ésta era su segunda noche en Las Vegas, y Frank Sinatra estuvo con sus amigos en el comedor de The Sands hasta las 8 a.m. Durmió casi todo el día, voló luego a Los Ángeles y al día siguiente por la mañana conducía su cochecito de golf por los estudios de la Paramount Pictures. Tenía programado para terminar dos escenas con la rubia y sensual Virna Lisi en la película Asalto a la Reina. Mientras maniobraba el pequeño vehículo calle arriba entre dos grandes estudios, divisó a Steve Rossi, quien, con su compañero de comedia Marty Alien, rodaba una película en un estudio contiguo con Nancy Sinatra.

—¡Eh, italiano —le gritó a Rossi—, deja de besar a Nancy!

—Es parte de la película, Frank —dijo Rossi, mirando hacia atrás mientras seguía andando.

—¿En el garaje?

—Es mi sangre latina, Frank.

—Bueno, pues serénate —dijo Sinatra, guiñándole el ojo, antes de doblar con su cochecito de golf por una esquina y aparcarlo frente a un edificio grande y gris dentro del cual se iban a filmar las escenas de Asalto a la Reina.

—¿Dónde está el director gordinflón? —saludó Sinatra, entrando a zancadas en el estudio, que estaba repleto de asistentes técnicos y actores agrupados en torno a las cámaras.

El director, Jack Donohue, un hombre voluminoso que ha trabajado con Sinatra durante veintidós años en diversas producciones, ha tenido dolores de cabeza por esta película. Le habían recortado el guión, los actores se habían impacientado y Sinatra se había aburrido. Pero ahora sólo faltaban dos escenas: una corta que sería rodada en la piscina y una más larga y apasionada entre Frank Sinatra y Virna Lisi que sería rodada en una playa artificial.

La escena de la piscina, que dramatiza la situación cuando Sinatra y sus compinches de secuestro fracasan en el intento de saquear el Queen Mary, salió rápido y bien. Cuando Sinatra se vio obligado a quedarse con el agua hasta el cuello durante unos minutos, dijo:

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