Retratos y encuentros (6 page)

Read Retratos y encuentros Online

Authors: Gay Talese

Tags: #Comunicación

Sinatra se interrumpió.

—Perdón —dijo, y añadió—: Chico, me hace falta un trago.

Entonces volvió a intentarlo.

—Show de Frank Sinatra, acto I, página 10, toma dos —gritó el saltón de la claqueta.

—¿Alguna vez se han detenido a pensar cómo sería el mundo sin una canción?…

Esta vez Frank Sinatra lo leyó todo sin parar. Luego ensayó otras cuantas canciones, cortando una o dos veces a la orquesta cuando algún sonido instrumental no salía tal como él quería. Costaba saber cuánto le iba a aguantar la voz, pues el programa apenas comenzaba. Hasta ese punto, sin embargo, todos los presentes parecían satisfechos, en particular cuando cantó una vieja canción sentimental muy solicitada compuesta hacía más de veinte años por Jimmy van Heusen y Phil Silvers: Nancy, inspirada por la primera de los tres hijos de Sinatra cuando era una niñita de pocos años.

If I don't see her each day

I miss her…

Gee what a thrill

Each time I kiss her…

Mientras Sinatra cantaba estas palabras, y por más que en el pasado las había cantado una y mil veces, a todos allí se les hizo patente que algo muy especial debía de estar sucediendo dentro del personaje, porque algo muy especial salía de él. Con o sin gripe, cantaba ya con fuerza y calidez; se abandonaba y su arrogancia pública se había esfumado; el lado íntimo estaba en esta canción sobre la chica que, se dice, lo comprende mejor que nadie y es la única persona delante de la cual él puede ser como es con todo desparpajo.

Nancy tiene veinticinco años. Vive sola, habiendo terminado en divorcio su matrimonio con el cantante Tommy Sands. Su casa está en un barrio residencial de Los Ángeles y ella ahora rueda su tercera película y graba para la compañía discográfica de su padre. Se ven todos los días; si no, él la llama por teléfono, no importa si es desde Europa o Asia. Cuando la voz de Sinatra se hizo popular en la radio, excitando a sus fans, Nancy lo oía en casa y se echaba a llorar. Cuando el primer matrimonio de Sinatra se deshizo en 1951 y él se fue de casa, Nancy era la única de los hijos con la edad suficiente para recordarlo en calidad de padre. También lo vio con Ava Gardner, Juliet Prowse, Mia Farrow y muchas otras, pues han salido con él en citas de dos parejas…

She takes the winter

And makes it summer…

Summer could take

Some lessons from her.

Nancy ahora también lo ve cuando decide visitar a su primera esposa, Nancy Barbato, hija de un albañil de Jersey City con la que se casó en 1939 cuando ganaba veinticinco dólares por semana cantando en el Rustic Cabin cerca de Hoboken.

La primera señora de Sinatra, una mujer llamativa que no ha vuelto a casarse («Cuando has estado casada con Frank Sinatra…», le explicó alguna vez a una amiga), vive en una magnífica residencia en Los Ángeles con su hija menor, Tina, de diecisiete años. No hay amargura, tan sólo un gran respeto y cariño entre Sinatra y su primera mujer, y desde tiempo atrás él es bienvenido en su casa e incluso se sabe que aparece por allí a cualquier hora, atiza la chimenea, se echa en el sofá y cae dormido. Frank Sinatra puede caer dormido en cualquier parte, algo que aprendió cuando solía recorrer las más abruptas carreteras con los buses de las orquestas; y en esa época también aprendió, sentado y vestido de esmoquin, a prensar los pliegues de los pantalones por detrás y remangar la chaqueta por debajo y hacia fuera, para echarse a dormir perfectamente planchado. Pero ya no viaja en bus, y su hija Nancy, que en años más tiernos se sentía rechazada cuando él se dormía en el sofá en lugar de prestarle atención, acabó dándose cuenta de que el sofá era uno de los pocos lugares que le quedaban en el mundo a Sinatra para poder disfrutar de un poco de privacidad, donde su famoso rostro no sería objeto de miradas ni causaría una reacción anormal en los demás. Se dio cuenta, también, de que las cosas normales siempre han esquivado a su padre: su niñez fue solitaria y necesitada de atención, y desde que la obtuvo no ha vuelto a estar seguro de estar solo. Cuando miraba por la ventana de una casa que tuvo en Hasbrouck Heights, Nueva Jersey, solía toparse con los rostros de adolescentes que lo espiaban; y en 1944, cuando se mudó a California y compró una casa rodeada de una valla alta en Lake Toluca, descubrió que la única manera de escapar del teléfono y demás intromisiones era subir a su bote de remos con algunos amigos, una mesa de juego y una caja de cerveza, y pasar toda la tarde a flote. Pero él ha intentado, hasta donde es posible, ser como cualquier otro, dice Nancy. Lloró cuando ella se casó; es muy emotivo y sensible…

—¿Qué demonios haces allá arriba, Dwight?

Silencio en la cabina de control.

—¿Andas de fiesta o algo allá arriba, Dwight?

Sinatra se plantaba en el plató con los brazos cruzados, lanzando una mirada feroz por encima de las cámaras hacia donde se hallaba Hemion. Sinatra había cantado Nancy con todo lo que probablemente le daba la voz en ese día. Los números siguientes incluyeron notas rechinantes y en dos ocasiones la voz le falló por completo. Pero en ésas Hemion se hallaba aislado en la cabina de control, hasta que al fin bajó al estudio y se dirigió al sitio donde Sinatra estaba. A los pocos minutos dejaron juntos el estudio y subieron a la cabina de control. Pusieron la cinta para Sinatra. Él la vio durante cinco minutos a lo sumo antes de empezar a sacudir la cabeza. Le dijo entonces a Hemion:

—Olvídalo, simplemente olvídalo. Pierdes tu tiempo. Lo que tienes ahí —dijo Sinatra, indicando con un ademan su propia imagen cantando en la pantalla— es un hombre resfriado.

Acto seguido abandonó la cabina de control, ordenando que borraran la actuación de ese día y aplazaran cualquier futura grabación hasta que se hubiera repuesto.

Pronto el rumor se esparció como una epidemia emocional entre los empleados de Sinatra, se propagó luego por todo Hollywood, después se supo de él al otro lado del país en la taberna de Jilly y también al otro lado del río Hudson en las casas de los padres de Frank Sinatra y otros parientes y amigos de Nueva Jersey.

Cuando Frank Sinatra habló con su padre por teléfono y le dijo que se sentía fatal, Sinatra el viejo le informó que él también se sentía fatal: tenía el brazo y el puño izquierdos tan tiesos por un problema circulatorio que a duras penas los podía usar, y añadió que el mal podía ser resultado de los muchos ganchos de izquierda que había lanzado en sus días de peso gallo hacía casi cincuenta años.

Martin Sinatra, un siciliano colorado, pequeño, tatuado, de ojos azules y oriundo de Catania, boxeaba bajo el nombre de «Marty O’Brien». En esos días, en esos sitios, cuando los irlandeses mangoneaban en los estratos inferiores de la vida ciudadana, no era raro que los italianos acabaran con nombres como ése. En su mayoría, los italianos y sicilianos que emigraron a América a finales del siglo XIX eran pobres e incultos. Se les excluía de los sindicatos de la construcción dominados por los irlandeses, y se sentían un tanto intimidados por los policías irlandeses, los sacerdotes irlandeses y los políticos irlandeses.

Una excepción notable era la madre de Frank Sinatra, Dolly, una mujer grande y muy ambiciosa traída a este país cuando tenía dos meses de edad por la madre y el padre, un litógrafo de Génova. Años después Dolly Sinatra, con su cara redonda, rubicunda y de ojos azules, a menudo pasaba por irlandesa y sorprendía a muchos la velocidad con la que descargaba su pesado bolso a cualquiera que la tratara de wop.

Merced a habilidosas jugadas políticas con la maquinaria del Partido Demócrata del norte de Jersey, Dolly Sinatra llegaría a convertirse, en su apogeo, en una especie de Catalina de Médicis del tercer distrito de Hoboken. Se podía contar siempre con que en las elecciones pondría 600 votos de su barrio italiano, y en eso cimentaba su poder. Cuando le dijo a un político que quería que su marido ingresara al cuerpo de bomberos de Hoboken, y éste le respondió: «Pero, Dolly, no tenemos ni una vacante», ella le contestó: «Pues hagan una».

Así fue. Años después pidió que nombraran capitán al marido, y un día recibió una llamada de uno de los jefes políticos, que le dijo:

—¡Felicidades, Dolly!

—¿Por qué?

—El capitán Sinatra.

—Ah, por fin lo nombraron…, muchas gracias.

Y enseguida llamó a los bomberos de Hoboken:

—Póngame con el capitán Sinatra —dijo.

El bombero llamó al teléfono a Martin Sinatra, diciéndole:

—Marty, creo que tu mujer está chiflada.

Cuando éste se puso al aparato, Dolly lo saludó:

—Felicidades, capitán Sinatra.

El hijo único de Dolly, bautizado Francis Albert Sinatra, nació y por poco muere el 12 de diciembre de 1915. El parto fue difícil, y en su primer momento sobre la tierra él recibió las marcas que llevará hasta el día de la muerte: las cicatrices del lado izquierdo del cuello son producto de la torpeza del doctor con el fórceps, y Sinatra decidió no disimularlas con una cirugía.

Tras cumplir los seis meses se crió principalmente con la abuela. La madre tenía un trabajo de tiempo completo como experta en baños en chocolate en una empresa importante, y era tan hábil que la firma le ofreció un día enviarla a enseñar a otras en la sucursal de París. Si bien algunos en Hoboken recuerdan a Sinatra como un niño solitario que pasaba largas horas en el porche de su casa mirando al vacío, Sinatra nunca fue un barriobajero, nunca estuvo preso y siempre se vestía bien. Tenía tantos pantalones que algunos en Hoboken lo apodaban «Pantalonudo O’Brien».

Dolly Sinatra no era una de esas madres italianas que se aplacan con la mera obediencia y el buen apetito de su niño. Era muy severa y exigente con su hijo. Soñaba con que se graduara de ingeniero aeronáutico. Cuando una noche descubrió los retratos de Bing Crosby que él había colgado en las paredes de la alcoba y se enteró de que su hijo anhelaba ser también cantante, se enfureció y le arrojó un zapato. Después, al comprobar que no podría disuadirlo («Se parece a mí»), lo animó a cantar.

Muchos jóvenes italoamericanos de su generación apuntaban a lo mismo: eran fuertes en el canto y débiles con las letras, no había un gran novelista entre ellos; ni un O’Hara, ni un Cheever, ni un Shaw; pero podían pronunciarse en bel canto. Eso caía más dentro de su tradición, no se requería un diploma; podían, con una canción, ver sus nombres alumbrando algún día las marquesinas…, Perry Como…, Frankie Laine…, Tony Bennett…, Vic Damone…, pero ninguno lo podía ver mejor que Frank Sinatra.

Aunque cantaba casi toda la noche en el Rustic Cabin, se levantaba al día siguiente para cantar de balde en la radio de Nueva York, a fin de atraer más la atención. Más adelante se empleó como cantante de la orquesta de Harry James, y fue con ella, en agosto de 1939, con la que Sinatra grabó su primer éxito:
All or Nothing at All.
Se encariñó mucho con Harry James y los músicos de la banda, pero cuando recibió una oferta de Tommy Dorsey, que por esos días tenía la que quizás era la mejor orquesta del país, Sinatra la aceptó. La paga era de 125 dólares a la semana y Dorsey sabía destacar a sus vocalistas. Con todo, Sinatra se deprimió bastante al dejar la orquesta de Harry James, y tan memorable fue la última noche con ellos que, veinte años después, Sinatra podía revivir los detalles para un amigo: «El bus salió con los demás muchachos a eso de las doce y media de la noche. Yo me había despedido de todos y, recuerdo, estaba nevando. No había nadie por ahí y yo estaba de pie con mi maleta bajo la nieve, viendo perderse las luces traseras. Entonces me brotaron las lágrimas y traté de correr detrás del bus. ¡Había tanto ánimo y entusiasmo en esa orquesta! Odié dejarla».

Pero la dejó, como dejaría igualmente la calidez de otros lugares en busca de algo más, sin desperdiciar nunca el tiempo, tratando de hacerlo todo en una sola generación, batallando con su propio nombre, defendiendo a los débiles, aterrorizando a los mandones. Le lanzó un puñetazo a un músico que dijo algo antisemita, abrazó la causa de los negros dos décadas antes de que se pusiera de moda. También le arrojó una bandeja llena de vasos a Buddy Rich un día que tocó demasiado alto la batería.

Sinatra había obsequiado encendedores de oro por un valor de 50.000 dólares antes de cumplir los treinta años, vivía el más descabellado de los sueños que sobre Norteamérica haya acariciado un inmigrante. Apareció de súbito en la escena cuando DiMaggio callaba, cuando los paisanos estaban afligidos, cuando en su propia patria adoptaban una silenciosa posición defensiva respecto a Hitler. Sinatra se convirtió, a tiempo, en una especie de Liga Antidifamación de los Italoamericanos de un solo miembro, el tipo de organización que entre ellos raramente se hubiera producido puesto que, reza la teoría, casi nunca se ponían de acuerdo en nada, siendo individualistas redomados: excelentes solistas, pero no tanto en un coro; héroes excelentes, pero no tanto en un desfile.

Cuando muchos apellidos italianos fueron utilizados para distinguir a los gángsteres en una serie de televisión, Los intocables, Sinatra manifestó en voz alta su desaprobación. Sinatra y otros miles de italoamericanos también se ofendieron cuando un rufián de poca monta, Joseph Valachi, fue exaltado por Bobby Kennedy a la categoría de experto en la mafia, siendo que, por el testimonio de Valachi en la televisión, ciertamente parecía saber menos que cualquier camarero de Mulberry Street. Muchos italianos del círculo íntimo de Sinatra también consideran a Bobby Kennedy como una suerte de polizonte irlandés, más digno que los de los tiempos de Dolly pero no menos intimidante. Como de Peter Lawford, se dice de Bobby Kennedy que se puso «chulo» con Frank Sinatra después de la elección de John Kennedy, olvidando la contribución que había hecho Sinatra tanto en recaudación de fondos como en la tarea de influir en numerosos votantes italianos antiirlandeses. Se sospecha que Lawford y Bobby Kennedy influyeron en la decisión del difunto presidente de hospedarse en la casa de Bing Crosby y no en la de Sinatra, como se había planeado en un principio, revés social que Sinatra quizás no olvidará. Desde entonces Peter Lawford fue expulsado ignominiosamente de la «cumbre» de Sinatra en Las Vegas.

—Sí, mi hijo es como yo —dice con orgullo Dolly Sinatra—. Si lo molestas no lo olvida nunca.

Y aunque reconoce el poder que él tiene, se apresura a aclarar:

—No puede hacer que su madre haga lo que no quiere. Incluso hoy —añade— usa la misma marca de ropa interior que yo solía comprarle.

Other books

The Year We Hid Away by Sarina Bowen
Alpha One: The Kronan by Chris Burton
Righteous Obsession by Riker, Rose
The Anatomy of Violence by Charles Runyon
City of Sorcery by Bradley, Marion Zimmer